Ilustración, Kike Alapont
1
William Perquis tecleaba un importante
informe en su ordenador cuando notó que un diente se le movía. Lo presionó con
la punta de la lengua y sintió que se balanceaba peligrosamente hacia un lado y
otro. Se trataba de un premolar de la parte de arriba, en el lado izquierdo.
Un ramalazo de angustia le recorrió el cuerpo; él siempre se esforzaba por
lucir un aspecto atractivo y cuidado, no podía permitirse que se le cayese un
diente y mostrar una mella cada vez que esbozara una sonrisa. Coordinaba muchos
actos sociales y dirigía un sinfín de reuniones con clientes de la compañía.
Por Dios, ni siquiera había llegado a los treinta y cinco, era increíble perder
un diente a su edad. No podía imaginarse con un diente menos, pareciéndose a
una de esas viejas de los cuentos de niños.
Intentó calmarse, quizá
no fuese nada. Se llevó los dedos al premolar y lo empujó. No le cabía duda: el
diente se había aflojado de forma alarmante. Notó un regusto a herrumbre y
cuando retiró los dedos los vio ligeramente manchados de sangre.
—¡Maldita sea! —farfulló.
William apagó el monitor
de su ordenador y abrió la boca para intentar verse en el reflejo de la pantalla
ennegrecida, pero no logró distinguir nada con claridad. Se levantó de la mesa
y abandonó pasillo abajo su ostentosa oficina de la planta 92 del rascacielos,
dirigiéndose con semblante preocupado y cabeza gacha hacia el cuarto de baño
situado al otro lado de los ascensores principales. El frufrú de la moqueta
bajo sus pies profería un aspecto lúgubre al corredor desierto y decorado de
forma impersonal.
En el interior del baño
también se encontraba solo. William se acercó a los lavabos y se enfrentó al
espejo. Vio a un hombre con un traje negro de Armani y una corbata de doscientos
dólares a juego. Sus ojos azules estaban rodeados de finas arrugas otorgadas
por el ritmo frenético de trabajo que tenían en la compañía de seguros. Se
sentía exhausto. Quizá necesitara unas vacaciones.
William suspiró y se
inclinó sobre el cristal. Hizo una mueca y estiró el labio hacia atrás, dejando
visible la ristra de dientes blancos de su dentadura alineada. Agarró el
premolar con los dedos índice y pulgar y lo movió con cuidado. Efectivamente,
aquel diente no le duraría en su sitio hasta la hora del almuerzo. Soltó un
exabrupto y se examinó el resto de la boca. Deslizó la lengua por la superficie
de todos los dientes y calculó que al menos otros tres estaban aflojados. Las
encías le sangraban.
Miró su reloj de muñeca y
comprobó que solo eran las diez de la mañana. Se apretó el nudo de la corbata y
parpadeó ante el espejo.
Abrió el grifo de agua
fría y se enjuagó la boca. Escupió el líquido teñido de rosa y abandonó el
cuarto de baño.
De nuevo en su despacho,
le pidió a su secretaria que contactara con el doctor Stirling y le explicara
que necesitaba una visita urgente para aquel mismo día. La anciana señora Meyer
informó a William a través del interfono que podría acercarse a la consulta un
par de horas más tarde.
Como era de esperar,
William se pasó todo aquel tiempo de espera tocándose el premolar con la lengua
una y otra vez, al punto de que cuando cruzó el umbral de la consulta, llevaba
el diente en una mano, y otros dos —un canino y una muela— estaban a punto de
caerse.
A William no le gustaban
los médicos, de hecho le aterraban. La consulta estaba bañada en tonos blancos.
Todo iba a juego con ese color: paredes, muebles, sillones, utensilios, el
uniforme de las enfermeras, la bata del doctor Stirling; cada mínimo detalle
iba teñido de una capa blanquecina que apestaba a desinfectante.
El doctor Stirling, un
hombre enjuto de ojos negros y enormes, miraba la radiografía con gesto adusto.
Se acariciaba el mentón con los dedos. Parecía confuso.
—¿Qué ocurre, doctor? —preguntó
William.
El doctor carraspeó y lo
miró.
—La verdad es que no
ocurre nada, señor Perquis. Está usted sano como una manzana.
William vaciló.
—Pero… tengo los dientes
sueltos.
—Sí. Es algo muy extraño,
porque no hay signos de ninguna enfermedad. Los dientes no están cariados, las
encías no están inflamadas y… parecen sanas. La placa de sarro es mínima y no
hay señal alguna de periodontitis. Ni siquiera sufres una simple gingivitis. Y
ni siquiera siente dolor.
—Pero…
—Abra de nuevo la boca.
William hizo lo propio y
el doctor movió la lámpara de luz blanca sobre el hueco de su boca. Aguantó el
espejo dental con una mano para separarle la mejilla de la dentadura y volvió a
explorarle los dientes con la sonda periodontal. La enfermera introdujo el fino
tubo de aspiración para retirar la saliva.
—Todo está correcto —dijo
el doctor—. Se ve a simple vista. No hay pérdida ni desgaste en el hueso. No
hay motivo alguno para que los dientes se le aflojen.
William no podía hablar
con los utensilios que tenía en la boca. El odontólogo continuó hablando:
—El estado de su boca es
envidiable.
William abrió los ojos
con fuerza. Hubiese preferido tener la boca libre para protestar. Levantó una
mano y gimió. El doctor retiró el espejo y la sonda. La enfermera apartó su
aspiradora diminuta.
—Doctor, algo le pasa a
mis dientes.
El hombre caviló. No
sabía qué responderle a su paciente.
—Quizá sea el estrés. O
algo genético…
—Mi familia tiene
dentaduras muy resistentes. Nadie ha sufrido algo como esto, que yo sepa.
—Insisto en que su boca
está muy sana.
—Pero se me ha caído un
diente.
—Sí. Y cuando se cepille
esta noche se llevará por delante unos cuantos más, me temo...
William reprimió un
quejido.
—¿Qué podemos hacer?
—Se le pueden realizar
implantes dentales.
—¿Implantes?
—Exacto. Introducirle un tornillo
en el hueso y colocarle encima una pieza de porcelana.
William no se lo pensó.
—Hágalo. Póngame la pieza
nueva. No puedo salir a la calle con un hueco en la boca.
El doctor sonrió, ante la
evidente muestra de vanidad de William y lo calmó:
—El proceso no es
inmediato. Primero hay que implantar el tornillo y esperar a que el hueso no lo
rechace. Cuando la zona haya cicatrizado, entonces se coloca la porcelana.
—Empiece cuanto antes.
Ahora mismo, si es posible.
—Primero me gustaría que
acudiera a un médico general. Que le hagan pruebas. Es muy extraño lo que le
está ocurriendo y es necesario hallar la causa del problema. No pretenderá
implantarse todos los dientes, ¿verdad? Es… caro.
—No me importa el dinero.
—Pero no debería optar
por esa solución sin saber si tiene alguna enfermedad de otra patología
distinta a la odontología. En cualquier caso, implantarse los dientes es un
proceso… duro, por decirlo de alguna manera.
—Bueno… los actores de
Hollywood lo hacen, ¿no? Tienen dentaduras perfectas… y son postizas.
El doctor volvió a
sonreír. Se encogió de hombros.
—Sí. Pero a usted le ha
pasado algo a lo que hay que buscarle la razón clínica.
William reflexionó.
—¿Qué hago mientras
tanto?
—Cuidar de sus dientes,
señor Perquis. No coma nada excesivamente duro ni se cepille con demasiada
fuerza.
Entonces el doctor
Stirling se quitó los guantes de látex y abandonó la sala de la consulta. La
enfermera acompañó a William hasta la salida.
2
Como hacen las moscas al posarse una
y otra vez en los excrementos de los perros, William no dejó de hurgarse los
dientes con la lengua en todo el trayecto a casa, situada en Nueva Jersey, lejos del molesto ajetreo
del centro de Nueva York. Cuando aparcó el deportivo en la entrada adoquinada
de su hogar, ya se le habían desprendido del todo el canino y la muela que
había notado sueltos antes de acudir a la cita con el doctor Stirling, y por
entonces otras tantas piezas bailoteaban en sus encías como borrachos
danzarines.
Se apeó del coche y
escupió ambos dientes al césped. Se quedó parado y observó las diminutas formas
irregulares y blancas sobre la hierba, cubiertas de sangre y saliva, y se
apresuró a recogerlos. Sabía que no podrían volver a colocárselos y que
terminarían en el cubo de la basura, pero dejarlos allí le parecía un acto de
absoluta traición hacia su propio organismo. Durante un instante pensó en las
historias infantiles que narraban cómo por la mañana, al despertar, los niños
se encontraban monedas bajo la almohada a cambio del diente entregado como sacrificio.
William entró en la casa
y, antes de quitarse el abrigo y soltar las llaves en la repisa, se dirigió al
cuarto de baño a mirarse los estragos causados en su boca. Se miró al espejo y
soltó una maldición ininteligible. Apoyó los brazos en el lavabo y agachó la
cabeza. No entendía por qué le estaba pasando aquello. De momento no se notaría
demasiado aquel desastre al hablar —si abría la boca más de lo debido o si
sonreía, le verían el hueco del canino superior izquierdo, nada más, aunque eso
ya le parecía una hecatombe—, pero si se le seguían cayendo uno detrás de otro,
tendría que recluirse en casa hasta que los médicos encontraran una solución al
problema. No estaba dispuesto a salir a la calle con mellas en la dentadura y
que todos se rieran de él. Eso ni pensarlo. Él siempre iba perfecto. Se peinaba
con gomina hasta el último cabello de la cabeza, se depilaba el pecho y las
piernas, y se afeitaba el rostro un par de veces al día si era necesario. La
mediocridad del resto de los hombres de la ciudad no iba con él.
Entró en la cocina y
abrió la nevera. Había costillas y mazorcas de maíz. Demasiado duro para sus
dientes. Sacó un pack de cuatro yogures y cogió una cuchara del cajón de los
cubiertos. Junto a un vaso de zumo de naranja y un poco de queso fresco, es cuanto
cenaría aquella noche. Tendría que contentarse con eso si no quería echarse
abajo todos los dientes.
Tardó casi una hora en
terminar de cenar y aun así se quedó con hambre. Masticaba tan lentamente que
más parecía estar tragándose peligrosas dosis de nitroglicerina que un simple
yogur de macedonia. Cuando hubo acabado, exhausto y deseando no tener que comer
nada más en mucho tiempo, se marchó a la ducha. Dejó que el agua caliente le
cayera durante diez minutos por la espalda. Luego cogió la toalla y se envolvió
en ella.
Se enfrentó de nuevo al
cristal del espejo pero su reflejo empañado no era más que una nube grisácea de
partículas de vapor de agua. Hizo una cara sonriente con el dedo, y al darse
cuenta de que tendría que hacerle las rayitas en la boca para dibujarle los
dientes, limpió el resto del vaho con la palma de la mano extendida. El torso
desnudo y el rostro hermoso de William Perquis aparecieron en espejo.
Cogió el cepillo de
dientes y le aplicó un poco de pasta. En la primera pasada se arrancó tres
muelas y dos premolares de abajo. En la segunda pasada le saltaron dos
premolares de la parte de arriba y tuvo que escupirlos en el lavabo en un
esputo de sangre, jabón dentífrico y piezas dentales.
—¡Joder! —gritó a la
soledad del baño—. ¡Joder, joder! ¡Esto es una puta mierda!
Se dio cuenta de que le
costaba trabajo pronunciar la letra erre. Y ceceaba un poco.
Se aclaró la boca con
agua y se miró en el espejo. Los dientes delanteros —los ocho incisivos— aún
seguían en su sitio, pero en el fondo de su boca el destrozo había sido de
aúpa. Había huecos sanguinolentos en ambos lados de la mandíbula y en la parte
superior.
—¡Me cago en la puta!
Sintió que las piernas le
flaqueaban. Deambuló hasta su dormitorio y se dejó caer bocarriba sobre la
cama. Las sábanas se humedecieron con el agua del cuerpo que William no había
terminado de secarse. Se quedó dormido unos segundos después de apoyar la
cabeza en la almohada.
A las tres de la
madrugada supo que le faltaba el aire y que se ahogaba. Algo le obstruía la
garganta y el oxígeno no le llegaba a los pulmones. Estaba empapado en sudor. Se
sentó de un salto en la cama, carraspeó, gargajeó y escupió un par de muelas
más sobre su regazo.
Sofocó un gemido de
pánico y dio un par de bocanadas de aire para recobrar el aliento. Se dio
cuenta de que todavía tenía dientes sueltos en la boca. Se levantó y volvió al
cuarto de baño, escupiendo en el lavabo hasta cuatro muelas más. Le sorprendió
que no le doliese en absoluto.
Aquella situación era inverosímil.
William Perquis pensaba que habría cogido alguna enfermedad en uno de sus
viajes a la India, aunque hacía ya más de dos años que no la visitaba. Quizá le
hubiesen contagiado algo en el prostíbulo al que acudía con asiduidad. También
pensó en un mal de ojo. Alguna vieja gitana de Brooklyn echándole una maldición
de esas que salían en las películas de serie B.
William, apesadumbrado y
herido de muerte en su autoestima —qué mujer se fijaría en él—, regresó a la
cama e intentó quedarse dormido de nuevo.
El resto de la noche fue
tranquila y no volvió a despertarse.
Cuando amaneció y el
reloj despertador electrónico activó la radio, William ya tenía los ojos
abiertos y llevaba un buen rato haciendo inventario con la lengua en el
interior de su boca. Casi todos los dientes se balanceaban como matrioskas de porcelana. Uno de los
incisivos de abajo se le movía tanto que decidió extraérselo con los dedos; se
volvería loco antes del mediodía si lo dejaba ahí, luchando por no tumbar la
pieza con la sin hueso.
Se vistió y se enfundó
uno de sus mejores trajes. Lo hacía para compensar de algún modo el desastre
que era su boca. Se ajustó el reloj de pulsera y se perfumó en el baño. Se negó
a mostrar su sonrisa al espejo. De todas formas, no había nada por lo que
sonreír.
Pasó por la cocina y el
estómago le protestó con un rugido. William abrió la nevera y se decantó por un
par de rebanadas de pan de molde, lo más blandito que podía llevarse a la boca.
No obstante, su osadía acabó por derribarle dos incisivos y el otro canino que
le quedaba en la parte superior. Dejó las piezas en el cenicero de la encimera
que tenía como adorno, pues él jamás había sido fumador, ni permitía que
fumasen en el interior de la casa.
El camino al trabajo fue
tranquilo. No encendió la radio y mantuvo la boca abierta para no rozarse los
dientes superiores con los de abajo. No quería desprendérselos con la presión
de tener la boca cerrada. Había intentado pronunciar un par de frases y se
avergonzó al darse cuenta de que le costaba horrores hacerse entender. El aire
se le escapaba por los huecos y las letras salían deformadas como un hombre
desfigurado en un incendio.
Cuando llegó a la torre
norte hizo todo lo posible para no cruzarse con ningún compañero. Subió por el
ascensor de alta capacidad y luego en el tramo del ascensor local sin dar los
buenos días y se encerró en su despacho hasta media mañana, cuando tenía cita
con el doctor Craven, adjunto al seguro médico de la compañía. Durante todo ese
tiempo, se quedó como un pasmarote mirando la pantalla apagada de su ordenador,
intentando no tocarse los dientes con la lengua. No hacerlo le pareció el
trabajo más arduo de toda su vida. Era un martirio contenerse, lo que el cuerpo
le pedía era pasar la punta de la lengua por la superficie de las piezas que le
quedaban, comprobando una y otra vez si seguían moviéndose o volvían a
sostenerse en las encías.
A la hora estipulada, la
anciana señora Meyer lo avisó por el interfono y la voz metálica le hizo dar un
respingo de su sillón. Bajó hasta el aparcamiento del mismo modo en que había
subido a su despacho: como un espía escondiéndose de todos y de todo. Recorrió
a toda prisa las calles de Nueva York y menos de treinta minutos después estaba
sentado en la consulta del doctor Craven, que le hizo diligentemente una prueba
tras otra para decir que, a expensas de lo que confirmaran los resultados, a
simple vista parecía estar en excelente estado de revista.
William había sospechado
que el doctor Craven le aclararía la situación, que el problema era una mala
alimentación, o un virus fácil de derrotar, pero nada más lejos de la verdad.
El doctor Craven estaba más sorprendido que el propio William. La losa de
estupor que le cayó sobre los hombros parecía tener el peso del mundo entero y
los ojos se le ensombrecieron.
—No se preocupe, señor
Perquis —dijo el médico—, encontraremos el problema y lo solucionaremos.
William parecía vencido y
entregado.
—Los dientes perdidos no
se podrán recuperar ya…
Craven enarcó las cejas.
—La cuestión estética no
debería alarmarle.
—Trabajo en el centro. La
cuestión estética es fundamental. Somos el centro económico del mundo. Cierro
tratos con las personalidades más importantes del planeta…
El doctor parecía
comprender, aunque seguía sin compartir la preocupación de William, cegado por
el aspecto personal e ignorante de otros muchos males peores que achacaban el
mundo. No obstante, intentó consolar a su paciente.
—No se preocupe por eso,
de verdad, hoy en día hay prótesis, dentaduras e implantes que le
proporcionarán unos dientes incluso más perfectos que los que tenía antes.
—Ya —bufó resignado.
—Lo importante ahora es
averiguar qué le ha pasado en la boca y solventar el problema. He solicitado
los resultados al laboratorio de forma urgente. A principios de la semana que
viene sabremos algo más.
—Entiendo.
—Y ahora, si me disculpa,
hay otros pacientes a los que atender.
3
Cuatro noches de septiembre más
tarde, el recuento de dientes perdidos en combate sumaba dos muelas más, un
premolar y un incisivo. Este último era la última pieza que le quedaba en la
parte superior. Abajo, aguardaban paupérrimamente tres incisivos, dos caninos y
dos muelas, que se doblaban de un lado a otro como girasoles mecidos por un
fuerte viento.
La intensa sensación de
hambre —apenas si había comido nada en los últimos días, solo unas papillas y
algo de leche, en pos de retrasar algo más lo absolutamente irremediable— se
había mitigado un poco, lo que indicaba que su organismo había empezado a tirar
de las reservas de grasas y proteínas almacenadas en épocas de bonanzas
alimentarias. No obstante, William se sentía bastante cansado, y con unas
inhóspitas y terribles ganas de pasarse por un bufet italiano, sentarse en un
rincón y ponerse hasta arriba de todo tipo de pizzas y pastas a la carbonara.
En la oficina se dedicaba
a aplazar reuniones, reorganizar planes de trabajo y evitar por todos los
medios el encuentro con clientes y compañeros. Su inestimable secretaria, la
señora Meyer, hizo varios intentos de saltarse la reclusión a la que su responsable
se había sometido en los últimos tres o cuatro días, pero William llegaba mucho
antes de la hora al edificio, se encerraba con llave en su despacho y mantenía
todas las comunicaciones por teléfono o correo electrónico. Meyer pensó en
varias ocasiones que cuando le hablaba por el interfono, William tenía algo en
la boca que le impedía hablar con claridad.
Los pocos superiores que insistieron en
reunirse con él, tuvieron que prometerle que no hablarían del tema con nadie
hasta que los doctores no le hubiesen repuesto la dentadura postiza al
completo. Con aire de fingida comprensión, salían uno tras otro del despacho
implorando a los dioses para no contagiarse de cualquiera sabe qué cosa había
pillado William.
El resto del tiempo,
William lo pasaba mirando por la ventana, oteando el horizonte repleto de
rascacielos neoyorquinos. Aun pasando por aquel brete, le reconfortaba estar
allí arriba, en la planta 92 del rascacielos más alto de la ciudad. Mirar por
la ventana le tranquilizaba. Era catártico. Un cielo azul abrazando edificios
que acariciaban la barriga del cielo. Sin embargo, no podía pasar allí todo el
día, y a eso de las cinco o las seis volvía de nuevo a casa.
Aquella noche, a eso de
las tres y media de la madrugada, algo había cambiado y el ramalazo de dolor
que sintió William en la boca fue como la suma de doscientos puñetazos en el
mentón. Despertó con un grito y se llevó las manos al rostro. El dolor en la
boca —concentrado en los pocos dientes que le quedaban— era abrasador,
mareante, demoledor. Se tambaleó hasta el baño y se miró al espejo. La sangre
le manaba a borbotones de las encías. El sabor le pareció hierro oxidado,
aunque él nunca había probado el hierro oxidado, por supuesto. Abrió el grifo
de agua fría y dejó que el líquido le invadiera la boca. El dolor no menguaba.
Supuso que aquello era lo que sentían las mujeres en un parto, lo que sentían los futbolistas al recibir un balonazo en las
partes nobles. Notó un nudo en el estómago. El dolor le provocó nauseas.
Escupió un montón de
flema al lavabo y vio que la acompañaban unos cuantos dientes más. Entre el
agua, la sangre y el dolor de sus encías, no supo identificarlos, pero el
doctor Stirling fácilmente hubiese enumerado las dos muelas, el incisivo
superior y otros tres incisivos de la parte inferior.
Se inclinó sobre el
lavabo y se asomó a la realidad que le mostraba el espejo. Solo le quedaban dos
caninos en la mandíbula inferior. Parecía la sonrisa mellada del mismísimo
Conde Drácula vuelta del revés. El dolor no cesaba y se le extendió al resto de
la cabeza y a la nuca. Cogió una toalla de la repisa y se taponó la boca, que
aún sangraba ligeramente por las encías.
William regresó al
dormitorio y se quitó el pijama. Se puso los pantalones del traje del día
anterior —algo impensable en otras circunstancias— y se mal abotonó la camisa.
Obvió la corbata, se colocó los zapatos y no se paró en arreglar más su
aspecto. Pasó por la cocina y tragó un par de pastillas para el dolor que
abarcaba ya toda la cabeza, aunque más tarde pudo afirmar que no le habían
hecho efecto en absoluto. El deportivo aceleró en el amanecer neoyorquino y el
vehículo se perdió entre las calles destino a urgencias.
4
A las seis de la mañana, el doctor
Craven entraba en el box donde esperaba William y le leía los resultados de las
pruebas. Bajo un halo de estupor y sorpresa del paciente, el médico le informó
de que no había ninguna irregularidad en el informe. William Perquis no estaba
enfermo, no tenía ningún achaque y su salud era envidiable. Así de simple.
Naturalmente, con el tiempo tendría que controlar los triglicéridos y el
colesterol, pero aquella mañana de septiembre, William estaba en perfecto
estado.
Craven no tenía ni idea
de dónde procedía el mal que le había derribado todos los dientes uno detrás de
otro. No podía explicar la raíz del problema ni de por qué sufría ese dolor
insoportable. Habían tenido que inyectarle una alta dosis de analgésicos para
que William aguantara medianamente sin gritar ni desesperarse. El dolor le
había nublado la vista y apenas si podía concentrarse en lo que el médico le
decía.
—Le hemos hecho más
pruebas. Obviamente algo le ocurre. Mi colega Stirling estaba en lo cierto,
todo está bien. Está usted completamente sano. Habrá que esperar a los nuevos
resultados para descubrir…
—¡¿Por qué no me hizo
esas pruebas la semana pasada?!
Craven se ruborizó.
—Bueno… —El médico
carraspeó—. Tanto yo como algunos compañeros a los que he consultado... estamos
estupefactos. No se entiende cómo puede habérsele caído la práctica totalidad
de la dentadura… Es algo insólito.
—¡Por favor!
¡Soluciónelo! ¡Me duele! ¡Y hablo como un retrasado!
Durante toda la
conversación las sílabas le habían patinado en el paladar. Era frustrante no
poder retener el aire en el recoveco de la boca.
—Ya le hemos inyectado
analgésicos —dijo el médico—. Una mayor cantidad sería contraproducente…
—¡No me importa!
—Señor Perquis… entienda…
—¡Entienda que he perdido
todos los dientes!
—¡Su vida no corre
peligro, señor Perquis! ¡En este mismo hospital hay pacientes que sufren enfermedades
terminales! ¡Usted no se va a morir!
William se quedó callado.
Hasta ese momento no había pensado en la posibilidad de morir por aquello. Solo
pensarlo le hizo sentir un miedo horrible y añejo.
Craven lo miró con la
comprensión de una carrera médica larga y con sobresaltos. Había tenido delante
miles de pacientes aterrados. Era lógico, dadas las circunstancias.
—Veamos, señor Perquis.
Su salud es excelente, salvo por la caída de las piezas dentales y el puntual
ramalazo de dolor intenso que está sintiendo hoy. Para curarnos en salud, hemos
realizado un escáner cerebral en cuanto ha llegado, pero tampoco hemos
encontrado nada. El diagnóstico es
favorable. Las pruebas de la semana pasada son todas negativas. A priori, está
usted más sano que una manzana. Lo que voy a hacer es darle la baja laboral, váyase
a casa y descanse, espere los nuevos resultados y no se preocupe por el
momento. Quizá sea todo un problema de estrés.
—Llevo estresado cinco
años —intervino William—. ¿Por qué iba a pasarme esto ahora? ¿Le ha pasado a
alguien alguna vez?
La lógica aplastante de
sus palabras no achantó al doctor Craven.
—Váyase a casa y
descanse. Tómese las pastillas de novocaína que voy a recetarle y si en un par
de días el dolor de cabeza no remite, vuelva aquí. En caso contrario, nos
veremos la próxima semana para explicarle los resultados, aunque me temo que
serán tan claros como los de hoy.
—¿Claros? Yo diría que no
aclaran nada…
—Le desviaré a un
psiquiatra. Hay un par amigos míos que son profesionales excepcionales. Y poco
a poco tendrá que ir implantándose las piezas que le faltan…
—Lo dice como si se me
hubiese caído dos dientes… y la realidad es que solo me quedan dos.
Craven suspiró. William
Perquis era un paciente irritado, irritable e irritante. Lo mejor era
deshacerse de él cuanto antes y pasar a otro paciente que necesitara más su
ayuda. No obstante, la singularidad del caso le llamaba poderosamente la
atención. Seguiría su historial con detenimiento. Escribiría algún que otro
artículo y lo presentaría a revistas especializadas. Y consultaría a otros
expertos, por si se hubiese dado algún caso similar en algún lugar recóndito
del mundo, aunque sospechaba que no.
La despedida no fue lo
cálida que cabría esperar y William salió de la consulta de mala gana y con el
humor por los suelos. Se montó en su coche y tragó una de las pastillas que le
habían entregado en la zona de farmacia del hospital.
Se asomó al espejo
retrovisor y se empujó con la lengua uno de los dos caninos que le quedaban en
la parte inferior. El diente se desprendió y William lo agarró con los dedos.
Lo dejó en el compartimento de discos del coche. Miró su reloj de pulsera y
decidió acercarse a la oficina para dejar los documentos de la baja y recoger
el ordenador portátil y algunos de los informes más urgentes. Eran casi las
ocho de la mañana, de modo que cuando llegara allí todos estarían en sus
puestos, algo que le complicaría llegar hasta su despacho sin ser visto. Sopesó
las alternativas y decidió ir de todas formas.
Arrancó el coche y enfiló
las calles de Nueva York en dirección a West Street.
5
William salió del ascensor de la
planta 92 y recorrió con la cabeza baja el pasillo hasta el recodo que daba a
su despacho. Las puertas de su oficina estaban cerradas y, junto a la entrada,
la señora Meyer estaba sentada en su escritorio tecleando en el ordenador.
William aceleró el paso, con la intención de entrar en el despacho sin
detenerse a hablar con Meyer, pero esta se percató de su presencia y presurosa
se levantó para interceptarle el paso.
—¿Qué tal está, señor
Perquis?
—Bien, señora Meyer.
La anciana posó sus ojos
en la boca de William. Había detectado algo en ella, pero no lo identificó a la
primera. Los rumores habían apuntado durante toda la semana hacia la posibilidad
de que algún accidente le hubiese desfigurado parte de la cara, pero eso podía
descartarse a simple vista.
—¿Por qué lleva una
semana sin dejarse ver?
William giró la cabeza a
un lado.
—No pasa nada. Todo irá
bien en poco tiempo.
—Pero…
William intentó rodear a
la señora Meyer y entrar en su despacho, pero la mujer le aferró el brazo y lo
retuvo con una sacudida.
—Pero ¿se puede saber qué
hace? —espetó William, dándose la vuelta hacia ella y apartándole el brazo de
un manotazo.
Y entonces la anciana se
percató de que le faltaban los dientes. Se llevó las manos a la boca y sofocó
un gritito.
—Abra la boca —se limitó
a decir.
—No —repuso William, como
un niño pequeño. Se dio la vuelta y agarró el pomo de la puerta de su oficina.
—Ya lo he visto, señor
Perquis, enséñeme la boca.
William se detuvo y no
entró en su despacho. Soltó un sonoro suspiro y se enfrentó a la señora Meyer.
Abrió la boca y le mostró el único incisivo que le quedaba en la parte
inferior. El resto de la boca era una masa rosada con un montón de huecos
alineados, como un maizal en el que acababan de recoger la cosecha.
—Por Dios…
—Lo sé. ¿Me entiende
ahora?
—Es como los sueños…
Y entonces se quedó
callada. Como si hubiese preferido no seguir con aquella frase. Como si lo que
estaba a punto de decir fuera algo tabú, algo prohibido.
William no entendió a su
secretaria. No más de lo que ella le entendía a él, al no poder siquiera
pronunciar con corrección el sonido de las letras. Era como un bebé balbuceando
sus primeras palabras.
—Ojalá esto fuese un
sueño. Pero la realidad es que estoy hecho un desastre, todo un asco.
—No diga eso.
—No volveré a salir a la
calle hasta que me implanten los dientes de Brad Pitt, así de claro.
La señora Meyer dio un
paso hacia delante y le puso una mano encima del hombro. Tenía los ojos muy
abiertos y esbozaba un mohín indescifrable.
—Lo siento mucho, señor
Perquis. Espero que pueda solucionarlo pronto.
—Gracias, Lidia.
Entonces se dio la vuelta
y entró en su despacho. Un par de minutos después, volvía a salir con varias
carpetas bajo el brazo y su ordenador portátil debajo del otro.
—Lidia…
—¿Sí? —Estaba sentada de
nuevo en su mesa, aunque no estaba haciendo nada, salvo esperar a que William
saliera de su oficina.
—Trabajaré unos días
desde casa. Estaremos en contacto por correo.
—No se preocupe.
—Ehm…
—Dígame, señor Perquis.
—¿A qué se refería con
los sueños?
La señora Meyer sonrió.
—Bueno, dice la leyenda
que cuando una persona sueña con que se le caen los dientes, es porque alguien
va a morir. Y cuando sueña que se le caen con mucho dolor, es porque va a morir
alguien cercano… Y si…
William no quiso oír más.
—¡Déjese de leyendas y
sueños! ¡Esto es real!
—Pero…
—Pero nada. El doctor
Craven se encargará de todo, ya lo verá. Pronto volveré a ser el objetivo de
todas las mujeres atractivas de Nueva York.
La señora Meyer esbozó
media sonrisa.
—Por supuesto, señor
Perquis.
William se despidió de su
secretaria y desanduvo el trayecto hasta el ascensor. Durante la bajada a la
planta baja, el eco de las palabras de la señora Meyer le retumbó con un
estruendo en la cabeza. Si tenía tanta salud como afirmaba el doctor Craven y
el odontólogo Stirling, ¿podría tratarse de algo más… esotérico? ¿Tendrían algo
que ver los sueños de los que hablaba la señora Meyer? ¿Tendría razón el doctor
Craven y el mal que le acechaba era psicológico? ¿Algún tipo de estrés no
diagnosticado y llevado al extremo por su obsesión de tener un excelente
aspecto durante todo el día? Todas aquellas preguntas le atoraron los sentidos
como una cascada de agua desenfrenada.
Las puertas del ascensor
se abrieron al enorme hall del
rascacielos que se extendía en un ir y
venir de personas que se dirigían con paso firme a sus despachos y citas. Antes
de dar el primer paso, William sintió que debía confirmar sus pesquisas. Pero…
La idea se le ocurrió de
pronto, de modo que dejó que el ascensor volviera a cerrar sus puertas y pulsó con
dificultad el botón de la segunda planta del subsuelo, donde se hallaban la
mayor parte de las tiendas comerciales del edificio.
No le costó trabajo
encontrar la librería. Se acercó al dependiente y le preguntó por los libros de
psicología. El joven reprimió el primer impulso que sintió de echarse a reír
por la gangosa forma de hablar de William y con un gesto del brazo le dirigió
hacia uno de los rincones más alejados del local. William descubrió rápidamente
varios libros dedicados a la interpretación de los sueños. Agarró el título más
ancho y lo pagó con su tarjeta de crédito. El joven sonreía cabizbajo mientras
manipulaba la caja registradora.
Regresó al ascensor y
subió hasta el vestíbulo del ascensor local. Cambió de elevador y regresó a la
planta 92. Cuando llegó al escritorio de la señora Meyer, ella no estaba allí.
Quizá habría ido a hacer fotocopias o a atender algún asunto urgente.
William entró en su
despacho y cerró la puerta tras de sí. Dejó las carpetas y el ordenador en la
mesa y abrió el libro de los sueños por el índice.
Le resultó
sorprendentemente sencillo encontrar la sección donde se encontraban los sueños
sobre dientes. William se deslizó la lengua por la encía superior y la notó
suave, suave y con muchos huecos. Buscó la página correspondiente y leyó con
atención.
«En Chile, soñar con la
caída de los dientes significa que alguien va a fallecer. Si la pérdida dental
es dolorosa, entonces la muerte corresponde a alguien cercano. Pero si pierdes todos los dientes, entonces significa
que eres tú quien va a morir…»
William sintió que le
faltaba el aire.
De repente presionó con
la lengua la base del incisivo que le quedaba y juró que había podido oír un
clic, un ínfimo sonido al desprenderse el diente. William se quedó petrificado.
Durante unos segundos no se movió, y dejó que el diente descansara sobre la
superficie de su lengua. Luego, muy despacio, se llevó los dedos a la boca y
cogió la pieza dental. Ya no le quedaba ninguno. Su boca era igual a cuando
nació. El regusto a metal le sacudió como una explosión de sabores en el
paladar.
La frase del libro
estalló en el fondo de su cabeza y parpadeó como el cartel de neón de un viejo
motel: «Pero si pierdes todos los
dientes, entonces significa que eres tú quien va a morir…»
William cerró el libro de
un golpe y se levantó de su sillón. Dio unos pasos tambaleantes hacia el fondo
de su despacho y alzó la mirada a través del cristal estrecho de las ventanas.
Cuando sus ojos interpretaron la imagen que tenían delante, William solo tuvo
tiempo de pensar en su madre.
Abrió la boca y susurró:
—Dios mío…
En ese momento, el vuelo
11 de American Airlines, un Boing 767 con 92 personas a bordo, se incrustó de
lleno en la torre norte del World Trade Center. La bola de fuego y el amasijo
de aluminio, hierros y plástico lo abrazaron con calidez.
William no sintió dolor.
Qué grande eres, Javier. Cada vez escribes mejor. Pedazo de relato me ha tenido angustiado hasta el final
ResponderEliminarmuy bueno que angustia de piñoss jejeje
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