La Urna, Roberto García Cela
Ilustración, Carlos Rodón |
Sábado, 03
A.M.
—Ceci,
despierta.
El
niño destapó a su hermana y la meneó con suavidad, sin conseguir despertarla.
Respiraba profundamente, dándole la espalda. Insistió una
vez más, imprimiendo al movimiento algo más de brusquedad, vigilando la puerta
de la habitación con temor.
—Ceci,
venga, despierta.
La
niña se removió en la cama y abrió los ojos.
—¿Qué
pasa?
—¿Ya
te has despertado?
Ella
sacó la mano de debajo de las sábanas y miró la hora en su reloj digital.
—Claro,
tonto. Pero si son sólo las tres de la mañana. Vete a dormir. Y apaga esa
linterna. Como te vean Papá y Mamá jugando a estas horas te van a castigar.
El
niño apagó la linterna, sumiendo la habitación en una oscuridad que le
aterrorizaba.
—¿Puedo
meterme en la cama contigo?
—Ni
hablar.
—Antes
siempre me decías que sí.
—Pues
ahora ya no.
—Tengo
frío.
—Anda
ya. Mamá te puso una manta más que a mí.
—Pues
me estoy helando. Déjame, por favor.
Cecilia,
apiadándose de su hermano pequeño, levantó su ropa de cama en una invitación
expresa a entrar. Guillermo no desaprovechó la oportunidad y se zambulló de un
salto en la tibieza de las sábanas..
—Y
ahora te duermes ya o te vas a la tuya. Y no se te ocurra darme patadas en
sueños, que te conozco.
—Claro.
Ya me duermo.
Se
tapó hasta la frente, aspiró el aroma que emanaba de la piel de su hermana y no
lo reconoció. Había tantas cosas que le extrañaban de ella últimamente...su
forma de moverse, el tono de la voz, el desprecio con que le trataba en
ocasiones, las carcajadas que soltaba cuando hablaba por teléfono con sus
amigas del instituto, tan diferentes a las que él conseguía arrancarle cuando
hacía alguna payasada para llamar su atención. Debía de ser por aquello que sus
padres llamaban la adolescencia, un término que le hacía sentirse incómodo,
como si su hermana estuviese convirtiéndose en un extraterrestre.
—¿Quieres
estarte quieto?—le espetó, dándole un puntapié.
—No
puedo.
No
mentía. Tiritaba y cuanta más fuerza hacía para evitarlo, más violentos se
volvían los espasmos.
Cecilia
le cogió la linterna de las manos, la
encendió y le enchufó al rostro. Estaba pálido, pero podía ser por la luz
blanca y brillante.
—¿No
tendrás fiebre?
Le
plantó la mano en la frente, imitando el gesto que hacía su madre, sin saber lo
que tenía que esperar al respecto. Se sentía mayor haciéndolo. Estaba caliente,
aunque ella también. No encontró mucha diferencia entre ambos.
—Voy
a llamar a Mamá.
—¡No!
—¿Qué
mosca te ha picado ahora? Si no estás enfermo, deja de tiritar.
El
niño le quitó la linterna a su hermana, asomó los ojos por encima de las mantas
ásperas de lana que les cubrían y examinó la puerta de nuevo, recorriéndola con
el haz de luz y continuando por el resto del mobiliario, de madera antigua y
veteada, buscando el origen de su miedo. Sólo encontró enseres cotidianos: una
mesa que limpió de polvo con la manga antes de colocar encima su mochila con
los deberes de la escuela, una silla que cojeaba y una cómoda con seis cajones
que revisaron cuando llegaron a la casa del pueblo de la abuela. En una esquina
estaba su maleta con la ropa que habían llevado para pasar los cinco días. Más
aliviado, susurró.
—No
me pasa nada. ¿Ves? Ya se me está quitando.
Ella
refunfuñó y se volvió a tumbar, aplastando antes la almohada con las manos para
conseguir acomodar su relleno.
—Pues
a dormir entonces.
El
hermano pequeño se quedó muy quieto para no molestarla y apagó la linterna.
Cerró
los ojos y se durmió sin darse cuenta.
Domingo,
09:30 A.M.
—Mami,
¿de qué se murió la abuelita? —preguntó Guillermo engullendo una cucharada de
cereales empapados en leche recién hervida. Su madre les había explicado que la
leche del pueblo tenía unos bichitos que podían hacerles daño en la tripa y que
era necesario hervirla para que se murieran.
—Cállate,
idiota —dijo Cecilia, clavándole el codo en las costillas.
—No
hables así a tu hermano. Te lo he dicho miles de veces.
Cecilia
se llenó la boca de hojuelas de maíz prensado para acallar una contestación que
conllevaría un castigo inmediato. La madre se sentó a la mesa con ellos,
limpiándose las manos en el delantal.
—La
abuela tenía una enfermedad en el corazón y un día se le paró.
—¿Los
corazones se paran? —dudó el niño.
—Cuando
ya eres mayor, los órganos del cuerpo se estropean y dejan de funcionar.
—No
hace falta ser mayor —replicó Cecilia—. Al padre de Tomás le dio un ataque al
corazón y sólo tenía cuarenta y seis años.
Guillermo
abrió los ojos y se cubrió el pecho instintivamente, asegurándose de que el
palpitar rítmico continuaba retumbando. Su hermana soltó una carcajada.
—¡Menuda
cara se te ha puesto!
—No
te burles de él. No me gusta que bromees con esas cosas.
—Si
no era una broma —contestó insolente—. Me lo contó Ana.
—¿A
mí se me puede parar el corazón? —inquirió Guillermo, más curioso que asustado.
—A
lo mejor se te ha parado ya —bromeó Cecilia.
La
madre le lanzó un pescozón disuasorio.
—¡Ay!
¿Pero qué he hecho ahora?
—Meterte
con tu hermano. A ver cuando te enteras que es más pequeño y no puedes hablarle
como si fuera una de tus amigas.
—¡Pero
si ya tiene siete años!
—¡Eso!
Ya no soy pequeño —se reafirmó Guillermo, cruzando los brazos.
La
madre se levantó y se quitó el delantal.
—Terminad
el desayuno y dejaos de tonterías. Vuestro padre y yo tenemos que salir un rato
a hablar con el párroco para preparar el funeral antes de que empiece la misa.
Cecilia, te dejo de responsable. Espero que te comportes como una mujer de
trece años.
—No
me apetece quedarme sola con él.
—No
voy a discutir contigo. Harás lo que te diga. Os dejo mi teléfono móvil. Si
pasa cualquier cosa, llamáis al de Papá. Y ojito con liarte a hacer llamadas a
tus amigas. Ya sabes que me voy a enterar.
—Mamá,
¿qué es un funeral? —quiso saber Guillermo, terminando de rebañar los últimos
cereales del borde del tazón.
—Cuando
te entierran en la tumba —aclaró la hermana.
La
madre intervino para acallar una nueva discusión.
—¿Ves
como no lo sabes todo? Un funeral es una misa para recordar a la abuela. No
vamos a enterrarla porque la incineramos.
—¿Y
por qué la inci...inci...por qué la quemasteis?
—A
tu padre le gusta más así. Hay personas que prefieren enterrar a sus familiares
y a otros nos parece mejor incinerarlos y esparcir sus cenizas en algún lugar
que haya tenido importancia para ellos.
El
sonido de un claxon en el exterior de la vivienda llegó amortiguado por las
gruesas paredes de piedra.
—Nos
marchamos. Tardaremos poco, así que no hagáis tonterías. Cecilia...
—Ya
lo sé, Mamá. Yo soy la responsable.
La
madre asintió y, después de darles un beso, salió de la cocina.
Domingo,
10:15 A.M.
Los
dos niños estaban sentados en el sofá polvoriento del salón frente a la
televisión apagada. En la casa no se oía ningún ruido.
—¿Cómo
puede caber la abuela en ese botecito tan pequeño? —preguntó Guillermo.
—Porque
sólo están sus cenizas. El sesenta por ciento de nuestro cuerpo es agua y al
quemarlo se evapora.
Estaba
orgullosa de sus conocimientos y le encantaba alardear de ellos delante de su
hermano. Sabía que él la admiraba por eso.
—¿Y
si a ella no le apetecía que la inci..inci..?
—Incinerasen.
—Eso.
¿Y si ella prefería que la enterrasen con el abuelo?
—Supongo
que lo dejó escrito así en el testamento.
—¿Qué
es eso?
—Un
papel donde la gente mayor escribe lo que quieren hacer con sus cosas cuando se
mueran.
—¿Y
si no? Imagínate lo enfadada que debe de estar.
—Ya
no se puede enfadar. Está muerta.
—Pues
Mamá me dijo que cuando la gente se muere se va a un lugar donde siguen
viviendo en espíritu. Claro que puede estar cabreada.
—¡Has
dicho una palabrota! Me voy a chivar a Mamá.
Guillermo
se tapó la boca con las dos manos y negó con la cabeza.
—Además,
has dicho una de las gordas. Te van a poner un castigo que vas a alucinar.
—Se
me ha escapado. No digas nada.
—Vale,
pero tienes que ser mi esclavo durante el resto del día.
—¡Eso
no vale! Es demasiado.
—Pues
entonces ya sabes, a Mamá que vas.
El
niño suspiró y cedió.
—Vale.
Pero sólo hasta que nos acostemos.
—Genial.
Yo elijo el canal de la tele.
Cecilia
encendió la televisión, un modelo con más de veinte años, y apoyó los pies en
la mesita sin preocuparse de descalzarse.
Guillermo
no prestaba atención a la programación que había elegido su hermana. Miraba la
urna plateada que reposaba en la repisa de la chimenea y se esforzaba por
entender el proceso que había transformado una señora de noventa kilos en un puñado
de polvo.
Domingo,
11:55 P.M.
La
lluvia caía como si fuese la última vez que iba a hacerlo, los gruesos
goterones retumbando en el tejado de uralita y deslizándose por las ventanas en
cascadas. Por fortuna, no era una tormenta eléctrica. No le apetecía tener que
suplicar de nuevo a su hermana un hueco en la cama.
Cecilia
dormía roncando un poco, aunque él no se atrevería a mencionarlo a la mañana
siguiente. Temía más su furia que a la propia tormenta.
Tampoco
se decidía a encender la linterna por miedo a despertarla. Echaba de menos sus
besos, esos que antes prodigaba sin cortapisas y que ahora eran como animales
en extinción.
Cambió
de posición, incómodo por el calor que la almohada transmitía a su nuca y
entonces la vio otra vez.
Una
silueta luminosa frente a la puerta, la misma que la noche anterior.
Se
tapó la cabeza y encendió la linterna, apuntándose a los ojos hasta que le
dolieron para asegurarse de que estaba despierto. Después, se asomó un poco.
Nada
había cambiado. La débil fosforescencia amarillenta flotaba en la entrada al cuarto,
sin tocar el suelo, como si fuese humo brillante.
Guillermo
volvió a cubrirse con las mantas y empezó a tiritar de miedo. Ya sabía que no
existían los fantasmas ni los vampiros ni los hombres lobo ni el hombre del
saco. Pero sólo lo sabía porque se lo habían repetido multitud de veces los
mayores, sin llegar a creérselo nunca del todo.
Claro
que existían. Tenía uno en su habitación.
No
podía quedarse en su cama. Se moriría de miedo y terminaría haciéndose pis.
Cecilia se burlaría de él y se lo contaría a sus amigas, y ellas a su vez a sus
hermanos, que eran sus compañeros de clase, y sería el hazmerreir del colegio.
Ponderó el mal menor y decidió arriesgarse a solicitar asilo en la cama vecina.
Emergió
de la seguridad que le proporcionaba su refugio y, sin apartar la vista de la
figura luminosa, posó los pies en el suelo helado. Se acordó entonces del
hombre del saco y se apartó de un salto para escapar a las manos imaginarias
que le atraparían los tobillos desde la oscuridad que medraba debajo del colchón.
Si había un fantasma en la puerta, ¿quién le aseguraba que no pudiese vivir
algún otro monstruo en esa habitación?
Dio
un paso muy despacio en dirección a la cama de su hermana. La forma fluctuaba
ligeramente, como si las corrientes de aire pudiesen arrastrarla, y al dar el
segundo paso creyó percibir un cambio. Parecía haber girado hacia él. Casi
podría jurar que le estaba mirando, aunque no tenía ojos. Encendió la linterna
y la sujetó como si fuese una espada, apuntando a la bolsa de gas que
delimitaba la supuesta cabeza del fantasma. La luz la atravesó, disolviéndola,
y obligándola a desplazarse lateralmente para escapar del foco. También
haciendo que se acercase un poco más a él.
—Abuela,
no te cabrees conmigo, yo no hice que te quemaran —farfulló tartamudeando, sin
temor a la palabrota que había escapado otra vez de sus labios.
La
silueta vibró y se alargó hasta el techo.
—¡Mamá!
—gritó aterrado.
—¿Qué
pasa?
La
voz de Cecilia le alivió más que nada en el mundo. Ya no estaba sólo.
—¡Es
la abuela! —dijo señalando la forma que había vuelto a replegarse recuperando
su tamaño original.
—¿Qué es eso? —gruñó su hermana. Corrió hacia ella
y se subió de un salto a su cama, pegándose a su cuerpo.
—Ya
te lo he dicho, es la abuela. ¿Ves como no le gustaba que le quemasen?
—Es
sólo una sombra, alguna luz de fuera que se proyecta en la pared.
—¡Se
mueve! —chilló en voz baja el niño, arrebujándose aún más contra ella.
La
figura flotó pasando por delante de ellos hasta la puerta, que atravesó
desapareciendo.
—¿Dónde
se marcha? —preguntó Guillermo
—No
se marcha a ningún sitio porque esa luz no era nada —susurró Cecilia, sin mucho
convencimiento.
—Pero,
¿no te das cuenta? Es el fantasma de la abuela.
—Tonterías.
Vuelve a la cama.
Guillermo
se quedó muy quieto. Apesadumbrado y consciente de que el miedo le había
vencido, regresó al colchón sin dar la espalda a la puerta.
—Eso
no era una luz —murmuró antes de cubrirse por completo con las sábanas.
La
niña no contestó, hecha un ovillo y sin atreverse a abrir los ojos.
Lunes,
11:45 A.M.
—¡Guillermo!
¡No te metas en los charcos!
El
niño saltó fuera del agua con celeridad, obedeciendo a su padre en el acto. No
era un hombre que se caracterizase por su paciencia, como bien había
experimentado en su corta vida. Cariñoso y juguetón cuando las cosas rodaban
propiciamente, su carácter se tornaba huraño si no se cumplía su voluntad de
inmediato.
—Si
te manchas las zapatillas, tendremos que ponerte los zapatos —aclaró su madre.
Odiaba
esos zapatos de marinero, tan brillantes y con las dos borlas que le
incomodaban al correr. Por su propio bien, era menester obedecer la orden. Se
acercó a la mujer y le dio la mano. Cecilia caminaba tres pasos por detrás de
ellos, siempre reticente a ser asociada al grupo familiar que caminaba por el
sendero que recorría el bosque de castaños, sus cortezas oscurecidas por la
humedad ambiental. Esa mañana, antes del desayuno, le había amenazado con un
tropel de torturas si se le ocurría mencionar el suceso de la noche, aduciendo
la preocupación que ya tenían sus padres con la preparación del funeral.
Insistió en su teoría de la proyección exterior y le obligó a cerrar la boca.
De
vez en cuando se veían forzados a desviarse del camino para evitar un reguero
accidental que bajaba de la ladera de la colina. Las tormentas solían cambiar
los paisajes en esa zona, reconfigurando los perfiles orográficos. Eran
habituales las historias de su padre refiriéndose a viejas minas que
desaparecían por corrimientos de tierra, o afluentes que variaban su cauce
anegando huertas y creando nuevos lagos. Y la de ayer había sido especialmente
virulenta.
—Papá,
¿por qué no queréis enterrar a la abuela con el abuelo?
—Ya
estamos otra vez con lo mismo —escuchó rezongar a su hermana.
—La
abuela hubiese preferido unirse al paisaje en el que se crio —respondió el
padre.
—¿Y
cómo lo sabéis si no os lo dijo?
—Bueno
—dudó el hombre—. Ella siempre hablaba de que le gustaría morir en la casa
donde nació y que sus restos reposasen aquí. No pudimos hacer que se cumpliese
su primer deseo, pero el segundo sí. ¿Te acuerdas que nos hablaba de los
buitres de las peñas, de su envergadura, su forma de volar, su elegancia?
—Sí.
—Pues
vamos a soltar allí arriba sus cenizas, para que vuele como ellos. Todo el
valle estará a sus pies. Te prometo que le haría mucha ilusión.
—No
estoy muy seguro.
—¿Por
qué no, cariño? —dijo la madre.
—Supongo
que preferiría estar con el abuelo.
El
término le era extraño, como pronunciar los nombres de los dinosaurios de su
colección. Ni él ni su hermana habían llegado a conocerle. Sólo sabían que
murió de joven, hace muchos años, tantos que de él sólo quedaba una vieja
fotografía en blanco y negro donde se le veía vestido de soldado con su abuela
en un estudio de la época. Era un hombre pequeño al que le quedaba grande la
guerrera que se le descolgaba de los hombros. La fotografía la guardaba su
padre en la cartera como uno de sus más preciados tesoros.
—¡Mirad
allí! —soltó Cecilia.
Señalaba
el lateral de una loma que asomaba por un claro en la arboleda, derrumbada
parcialmente.
—Vamos
a explorar —propuso el padre, sonriente, y se internó entre los helechos.
—Pero
las zapatillas —protestó la madre.
—¡Sí,
vamos a explorar! —aulló Guillermo, agarrando una rama del suelo y abriéndose
paso tras el hombre.
—No
me pienso llenar de barro. Me vuelvo a casa —dijo Cecilia, con los brazos
cruzados.
La
madre asintió.
—Espera,
que te acompaño.
Lunes, 12:05
P.M.
No
les llevó más de quince minutos alcanzar el lugar donde se acumulaban los
primeros montones de barro que cubrían los pies de los castaños. El aire olía a
tierra removida.
—Cuidado
ahora si no quieres pasarte los próximos dos días con los zapatitos —bromeó el
padre.
—Ni
muerto me los pongo.
La colina no era muy alta, por lo menos
comparada con los picos nevados que gobernaban la región propiciando el clima
frío y húmedo típico del pueblo. Aun así, el aspecto que presentaba era
estremecedor, como si un coloso hubiese asestado un pisotón a su castillo de
arena gigante.
—Esta
vez ha sido de las gordas, ¿eh? —comentó el hombre refiriéndose a la tormenta
de la noche anterior.
—Sí.
—Será
mejor que volvamos a casa y llamemos a los guardias forestales para que vengan
a echarle un vistazo. Espero que no hubiese nadie acampado por aquí anoche.
El
comentario le hizo recordar su tema preferido y no desaprovechó el buen humor
de su padre y la caminata de vuelta para continuarlo. Tiró el palo al pie de un
montículo de arena y siguió a su padre.
—Papá,
¿de qué se murió el abuelo? Mamá me dijo que a la abuela se le paró el corazón.
¿Le pasó lo mismo a él?
—A
todos se nos para el corazón al morirnos.
No
había caído en la cuenta de eso. No se dejó intimidar por la respuesta.
—¿Y
se le paró por lo mismo que a la abuela?
—No.
No por lo mismo.
—Entonces,
¿por qué fue?
—No
creo que tengas edad para que te explique estas cosas.
—¡Ya
tengo siete años! —replicó indignado.
El
hombre rio en voz alta y le removió el cabello. Para Guillermo fue como
acercarse a una chimenea en una tarde de invierno.
—Supongo
que ya eres mayor para que te lo cuente. Pero prométeme que no le dirás nada a
tu madre. Ya sabes que no le gusta que tratemos ciertos temas.
El
tono de confidencialidad le hizo sentirse orgulloso por la complicidad surgida
entre ellos.
—Lo
prometo —y le agarró de la mano.
—Tu
abuelo desapareció cuando yo tenía seis años. Nadie supo exactamente qué pasó.
En el pueblo se dijeron muchas cosas, algunas bastante desagradables. La gente
hablaba y se inventaba teorías que le hacían quedar mal. Ese fue el motivo por
el cual nos marchamos a vivir a la ciudad y solo volvíamos aquí en verano y en
las fiestas.
Guillermo
se quedó pensativo. Ser mayor era muy complicado a veces. La gente desaparecía,
se le paraba el corazón...se juró no crecer más. A pesar de eso, había algo que
le inquietaba.
—¿Y
la abuela no le buscó?
Su
padre se detuvo, se agachó hasta ponerse a su altura y le encaró de igual a
igual.
—La
abuela casi se volvió loca de tanto buscarle. En esa época fue cuando se
enfermó del corazón, y desde entonces no volvió a ser la misma. Ella estaba
convencida de que le había pasado algo malo, pero la gente siempre evitaba
escucharla y se dedicaron a decir cosas feas.
—¿Y
la policía no le ayudó?
—En
esa época la policía no ayudaba demasiado —respondió muy serio.
Su
padre se incorporó y le animó a seguir caminando. Los helechos les empapaban
las perneras de los pantalones.
Lunes,
11:10 P.M.
—¿Qué
cosas feas diría la gente del abuelo? —preguntó Guillermo mientras su hermana
se peinaba el cabello antes de acostarse. La habitación estaba iluminada por la
lámpara de su mesilla de noche. La bombilla de la otra se había fundido nada
más encenderla. Fuera el clima continuaba lluvioso.
—Quien
sabe. ¿No te dijo nada más?
—¿Quién?
—Quien
va a ser. Papá, hombre.
—Que
no se lo contase a Mamá.
—Algo
más.
—No
me acuerdo.
—¿No
te explicó por qué está enterrado el abuelo en el cementerio del pueblo si
había desaparecido?
Otra
variable más añadida al misterio. Y muy desconcertante.
—Pues
no.
—A
lo mejor no es el abuelo el que está en esa tumba.
—No
me digas eso, que me asustas —suplicó Guillermo, jugueteando con la linterna.
—A
mí me da igual. No le conocimos. Y apaga la luz ya. Tengo sueño.
El
niño apagó la lámpara y encendió la linterna.
—Ceci.
—Qué
quieres, pesado.
—¿Puedo
acostarme contigo?
—No,
no puedes. Y desconecta esa linterna o le quito las pilas.
—Vale.
La
habitación quedó a oscuras.
Martes,
02:10 A.M.
Soñaba
que se hacía pis y se despertó con la necesidad imperiosa de ir al baño.
Se
empapó los calzoncillos y el pijama cuando vio la figura amarilla a dos pasos
de su cama. No notó como la orina se despeñaba por sus muslos, calando las
sábanas, traspasando las fibras de algodón cuando el tejido dejó de absorber
líquido, penetrando el colchón hasta el relleno que recubría el entrelazado de
muelles.
Permanecía
ligeramente inclinada sobre él, como si le olfatease, cubriendo el espacio
entre su cabeza y el techo. Mirar a su través era como abrir los ojos dentro de
una piscina con mucho cloro.
Sin
pensarlo, encendió la linterna y el chorro de luz la atravesó, aterrizando
directamente en el rostro de su hermana, que abrió los ojos y se los tapó con
la mano.
—¡Apaga
eso! —le regañó.
El
fantasma escapó del foco ascendiendo y situándose paralelo a su cama, a escasos
centímetros de su cuerpo. Guillermo se imaginó cubierto por esa cosa, la
esencia sobrenatural diluida en el tejido de su carne. Impulsado por un reflejo
de supervivencia, más allá del control racional de sus músculos, rodó y cayó de
espaldas al suelo. Gateó arrastrando el culo, conteniendo el grito, sin soltar
la linterna hasta que topó con la cama de Cecilia.
—¿Quieres
apagarla ya o te meto un sopapo? —le amenazó de nuevo, tapándose ahora con los
antebrazos.
El
hermano pequeño estrujo los muslos contra su pecho y tanteó con la mano hasta
encontrar el brazo de la niña. Cuando tropezó con él, enganchó las uñas en su
piel y arañó con todas sus fuerzas.
—¡Au!
¡Idiota! ¡Ahora sí que te las has...!
Cecilia
se descubrió. No finalizó su frase.
La
nube luminiscente planeaba hacia ellos estirando dos zarcillos que podrían
equipararse a tentáculos. Casi rozándoles, se expandieron en cinco más
pequeños, asumiendo la forma de unas manos toscas. Danzaron frente a sus
rostros unos segundos, con una oscilación indecisa. El baile culminó en un
incremento de la intensidad lumínica que les cegó momentáneamente. Después, se
replegaron mientras el resto de la figura se alejaba hacia la puerta,
estirándose y adelgazándose, para
desaparecer atravesándola.
Guillermo
se subió a la cama de su hermana y se abrazó a ella, llorando.
—¡La
abuela es mala! ¡La abuela es mala! —repetía mientras los mocos le caían por la
comisura de los labios.
Cecilia
le apretaba fuerte contra ella, buscando protegerlo del ente con su cuerpecillo
frágil de adolescente. Estaba aterrorizada y no sabía qué hacer. Salir de allí
supondría encontrarse con la figura en el pasillo. Pero no podía despreciar el
peligro que corrían sus padres, ajenos al fenómeno paranormal que habitaba en
la casa familiar. Eso la decidió.
—Tenemos
que avisar a Papá y Mamá.
—¡No!
¡La abuela nos espera fuera para asustarnos! ¡Quiero irme a casa!
—La
única forma de marcharnos de aquí es despertándoles y que vean esa cosa.
—¡Es
mala! ¡Mala! ¡Ha hecho que me mee en los pantalones!
Cecilia
le quitó la linterna.
—Quédate
aquí. Yo voy a salir.
—¡No
me dejes sólo! ¡Puede volver!
—Ven
conmigo entonces.
—Me
he meado, no puedo salir así—se excusó, con la barbilla temblando en su
desconsuelo.
La
niña señaló los pantalones vaqueros tendido en la silla.
—Ponte
esos y vamos.
—¿Sin
calzoncillos?
—No
hay tiempo. ¡Vamos!
Guillermo
reaccionó y se cambió con rapidez. Cecilia le apremió.
—Ven,
dame la mano. Y límpiate esos mocos.
Comprimidos
como un sólo cuerpo, los dos hermanos abrieron la puerta y se asomaron al
pasillo, recorriéndolo con la luz de la linterna.
Ni
rastro del ente.
—¡Allí!
—exclamó el pequeño.
Del
salón venía una luz débil y fluctuante. A Guillermo le recordó los reflejos del
agua de su piscina cuando se bañaban en la calidez de las noches estivales.
—Vamos
a ver —propuso Cecilia.
—¡No!
Tenemos que ir con Papá y Mamá.
—He
dicho que vamos a ver.
El
niño se abrazó aún más a ella y asintió. De puntillas, descalzos, los hermanos
se dirigieron a la estancia.
—Apaga
la linterna —susurró Guillermo—. Nos va a ver.
La
hermana la desconectó y se asomaron a la sala. La presencia estaba detenida
frente a la urna de las cenizas, los dos zarcillos rodeando el recipiente,
acariciándolo.
—¿Qué
hace?
—Creo
que quiere cogerlo —aventuró a señalar Cecilia.
—¿Para
qué?
—No
lo sé.
Los
miembros etéreos se recogían sobre sí mismos, lanzándose a continuación hacia
delante, atravesando la urna, deshaciéndose en vapor, repitiendo una y otra vez
el proceso. La figura parpadeaba, se apagaba, se prendía con un fogonazo suave
en cada intento. El espectáculo transmitía una sensación de profunda
impotencia. Tras varias tentativas, el ente se disgregó y desapareció. El salón
quedó sumido en una oscuridad absoluta.
Cecilia
encendió la linterna.
—Se
ha ido.
—Tenemos
que sacar el bote de casa.
—¿Te
has vuelto loco?—le imprecó Cecilia.
—La
abuela viene a por sus cenizas. Si las sacamos fuera, no volverá más. Podemos
llevarla al bosque y tirarlo por allí.
La
niña reconoció que la propuesta de su hermano pequeño tenía cierta lógica. Pero
planteaba un fallo considerable.
—¿Y
qué le decimos a Papá y Mamá? Imagínate cuando se levanten y no encuentren las
cenizas. Menuda bronca nos van a echar.
—Es
verdad.
La
hermana pensó unos segundos y chasqueó los dedos.
—Podemos
hacer que parezca que ha entrado un ladrón y se las ha llevado.
Cecilia
se acercó al mueble que había en la entrada de la vivienda y abrió un cajón.
Allí estaba la cartera de su padre, junto a las llaves del coche.
—Escondemos
la cartera en algún lado para que se piensen que la han robado y antes de irnos
le decimos que la hemos encontrado jugando.
—¡Buena
idea!
La
niña le entregó la cartera, se acercó a la chimenea y, con mucho cuidado, cogió
la urna con las cenizas de su abuela.
Martes,
02:36 A.M.
—Ceci,
tengo frío.
—No
seas quejica. Cuanto más lejos, mejor.
—Ya
estamos muy lejos. No se ve la casa.
—Un
poco más.
Guillermo
caminaba sujetándose a los faldones del pijama de su hermana, sin soltar la
cartera del padre. Ambos tiritaban a pesar de que la noche no era especialmente
fría.
—Tíralo
ahí, detrás de esos arbustos —propuso el niño entre castañeteos de dientes.
—No
son arbustos, son helechos —corrigió la niña, iluminando el sendero embarrado.
—Me
da igual. Vamos a perdernos en el bosque y tengo las zapatillas empapadas. Me
voy a poner malito. Como se despierten Papá y Mamá y se den cuenta de que no
estamos durmiendo nos van a castigar cien años.
—Yo
creo que por aquí está bien.
Recorrió
la vegetación con el haz de la linterna hasta localizar un cúmulo de helechos
lo suficientemente denso como para hacer desaparecer un bote de cenizas por
mucho tiempo. Al menos, eso esperaba.
—Sujétame
esto.
Le
entregó la linterna y levantó la mano que sujetaba la urna por encima de la
cabeza, dispuesta a lanzarla en el centro mismo de la vegetación.
Algo
inusual llamó su atención e interrumpió su intención. Hizo un gesto al hermano.
—Guillermo,
apaga la luz.
—¿Te
has vuelto majareta?
—¡He
dicho que la apagues!
El
hermano obedeció. Por unos segundos se quedaron completamente ciegos.
—Mira.
Y
señaló un fulgor amarillento que se adentraba en el bosque, parpadeando
rítmicamente.
—Ceci,
tira a la abuela de una vez y volvamos a casa. Me muero de miedo.
—Ven.
Y
cogiéndole de la manga, le hizo acompañarle en dirección al fenómeno, apartando
plantas y pisando barro, ensuciándose los pantalones de algodón de sus pijamas,
sin soltar la urna que se calentaba contra su costado.
—Ceci,
por favor. Es la abuela, no vayas hacia allí—rogaba el niño.
—Calla
y no hagas ruido.
Mientras
más avanzaban, más se alejaba el fulgor.
—Agáchate
—le susurró, imperativa.
Ambos
se acuclillaron, asomando las cabezas con precaución por encima de la espesura.
—Te
lo dije. Es la abuela —masculló Guillermo al borde de un ataque de pánico,
aferrando la cartera del padre con los nudillos blancos.
La
figura relumbraba al pie de un cúmulo de tierra, reflejándose en las cortezas
de los castaños.
—Ya
me acuerdo de este sitio—murmuró el niño—. Aquí vine con Papá. Es donde se
derrumbó la montaña.
Cecilia
no le prestaba atención, más interesada en el cambio que sufría la silueta
fantasmal, que perdía poco a poco la verticalidad, cubriendo el montón de barro
como una sábana, extendiendo sus miembros a su alrededor, penetrando en la
consistencia terrosa. Parecía nadar en el terreno removido.
—¿Qué
hace?
—Me
da igual, tira el bote ya y vámonos, por favor —rogó Guillermo.
Súbitamente
el bosque quedó a oscuras. La figura había vuelto a desaparecer. Cecilia cogió
la linterna, se incorporó y caminó decidida hacia los montículos de tierra.
—¿Dónde
vas? Espérame —chilló el hermano pequeño, plantándose a su lado con dos
zancadas rápidas.
El
firme se reblandecía a medida que se acercaban, convertido en un lodo blando y
espeso. No se veía nada a simple vista. Sólo montones de barro escurrido de la
ladera de la colina.
—Dame
un palo.
Guillermo
recordó la rama que había tirado allí cerca. Seguía donde la había dejado. La
recogió y se la entregó.
Cecilia
pinchó el montón de tierra, hundiendo la punta repetidas veces hasta que topó
con algo duro. Dejó la rama incrustada.
—Ilumina
allí, justo donde está el palo —le ordenó.
Sin
importarle la suciedad que terminó de arruinar su ropa, dejó la urna a un lado,
se arrodilló y excavó usando las manos como palas, apartando terrones hasta
dejar al descubierto unos objetos pálidos y alargados como leña vieja. Cuando
Cecilia desenterró el más grande, del tamaño de una pelota de fútbol
deshinchada, se apartó y le quitó a su hermano la linterna.
—Es
una calavera —dijo Guillermo con un hilillo de voz.
El
cráneo presentaba un agujero en la frente y mantenía unos incisivos plateados.
Dos prótesis primitivas.
Cecilia recordó un detalle familiar. Arrebató a
su hermano la cartera, rebuscó en ella hasta encontrar la vieja fotografía de
los abuelos y la examinó bajo la luz temblorosa. El brillo en los dientes del
abuelo no dejaba lugar a dudas.
Fue
en ese momento cuando aparecieron las dos figuras y Cecilia lo dejó caer.
Martes,
02:50 A.M.
Los
dos hermanos se quedaron petrificados ante el espectáculo que se desarrollaba.
Ya no había sólo una figura luminosa, sino dos. La segunda, de un color
azulado, flotaba encima de la urna. La otra, más amarillenta, surgió del montón
de barro y huesos y avanzó con lentitud hacia su compañera.
Fue
Guillermo el primero en verbalizar su conclusión.
—No
era la abuela.
Cecilia
retrocedió, manteniendo a su hermano cerca de ella. Qué equivocados habían
estado. La presencia que les visitó en la casa no era su abuela. La abuela era
la silueta azulada que se mantenía a escasos centímetros de la urna. Ya no
había duda alguna sobre la identidad de la otra luminiscencia.
La
figura amarilla continuaba acercándose a la urna, aumentando su brillo a medida
que la distancia entre ambas se reducía. Cuando estuvieron frente a frente, la
amarilla extendió sus zarcillos y rodeó a la otra en un abrazo que las fusionó
en un único ente de color verde, relampaguearon y se expandieron como una
estrella a punto de colapsarse.
Y
se volatilizaron.
Cuando
Cecilia recuperó la visión descubrió el cráneo agujereado apoyado en la urna,
dos enamorados que se reencuentran después de largos años.
Jueves,
10:00 A.M.
Regresaban
a casa y en el coche nadie hablaba.
El
padre conducía ensimismado y la madre dejaba perder su mirada en el paisaje.
Guillermo dormía agotado.
Y
Cecilia meditaba.
Su
mente, a caballo entre la niñez y la madurez, cavilaba sobre el doble funeral
que se había realizado en el cementerio municipal, sobre las palabras de
emoción que dedicó su padre a la memoria de sus progenitores que por fin
pudieron ser enterrados juntos. Y sobre la rabia que demostró en el discurso
por el asesinato del abuelo, tantas décadas oculto bajo la ladera de la colina.
Su padre dedicó palabras muy duras contra el homicida e hizo un silencio largo
y tenso culpabilizando a cada uno de los presentes por no haber apoyado a su
madre en la búsqueda del marido, la mayoría ancianos del lugar que bajaban la
cabeza como muestra de condolencia o de arrepentimiento. Nunca lo sabrían.
Habló de viejos rencores políticos y de otras cosas que no entendió muy bien.
La
tumba simbólica y vacía tendría ocupantes por fin.
Cecilia
suspiró y desestimó compartir la experiencia con sus compañeras de clase. Ya
eran casi mujeres y los cuentos de fantasmas eran cosa de niños.
El
sueño la venció y se durmió, acunada por el ronroneo del motor.
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