martes, 4 de junio de 2013

La Urna, Roberto García Cela

Ilustración, Carlos Rodón



Sábado, 03 A.M.
—Ceci, despierta.
El niño destapó a su hermana y la meneó con suavidad, sin conseguir despertarla. Respiraba profundamente, dándole la espalda. Insistió una vez más, imprimiendo al movimiento algo más de brusquedad, vigilando la puerta de la habitación con temor.
—Ceci, venga, despierta.
La niña se removió en la cama y abrió los ojos.
—¿Qué pasa?
—¿Ya te has despertado?
Ella sacó la mano de debajo de las sábanas y miró la hora en su reloj digital.
—Claro, tonto. Pero si son sólo las tres de la mañana. Vete a dormir. Y apaga esa linterna. Como te vean Papá y Mamá jugando a estas horas te van a castigar.
El niño apagó la linterna, sumiendo la habitación en una oscuridad que le aterrorizaba.
—¿Puedo meterme en la cama contigo?
—Ni hablar.
—Antes siempre me decías que sí.
—Pues ahora ya no.
—Tengo frío.
—Anda ya. Mamá te puso una manta más que a mí.
—Pues me estoy helando. Déjame, por favor.
Cecilia, apiadándose de su hermano pequeño, levantó su ropa de cama en una invitación expresa a entrar. Guillermo no desaprovechó la oportunidad y se zambulló de un salto en la tibieza de las sábanas..
—Y ahora te duermes ya o te vas a la tuya. Y no se te ocurra darme patadas en sueños, que te conozco.
—Claro. Ya me duermo.
Se tapó hasta la frente, aspiró el aroma que emanaba de la piel de su hermana y no lo reconoció. Había tantas cosas que le extrañaban de ella últimamente...su forma de moverse, el tono de la voz, el desprecio con que le trataba en ocasiones, las carcajadas que soltaba cuando hablaba por teléfono con sus amigas del instituto, tan diferentes a las que él conseguía arrancarle cuando hacía alguna payasada para llamar su atención. Debía de ser por aquello que sus padres llamaban la adolescencia, un término que le hacía sentirse incómodo, como si su hermana estuviese convirtiéndose en un extraterrestre.
—¿Quieres estarte quieto?—le espetó, dándole un puntapié.
—No puedo.
No mentía. Tiritaba y cuanta más fuerza hacía para evitarlo, más violentos se volvían los espasmos.
Cecilia le  cogió la linterna de las manos, la encendió y le enchufó al rostro. Estaba pálido, pero podía ser por la luz blanca y brillante.
—¿No tendrás fiebre?
Le plantó la mano en la frente, imitando el gesto que hacía su madre, sin saber lo que tenía que esperar al respecto. Se sentía mayor haciéndolo. Estaba caliente, aunque ella también. No encontró mucha diferencia entre ambos.
—Voy a llamar a Mamá.
—¡No!
—¿Qué mosca te ha picado ahora? Si no estás enfermo, deja de tiritar.
El niño le quitó la linterna a su hermana, asomó los ojos por encima de las mantas ásperas de lana que les cubrían y examinó la puerta de nuevo, recorriéndola con el haz de luz y continuando por el resto del mobiliario, de madera antigua y veteada, buscando el origen de su miedo. Sólo encontró enseres cotidianos: una mesa que limpió de polvo con la manga antes de colocar encima su mochila con los deberes de la escuela, una silla que cojeaba y una cómoda con seis cajones que revisaron cuando llegaron a la casa del pueblo de la abuela. En una esquina estaba su maleta con la ropa que habían llevado para pasar los cinco días. Más aliviado, susurró.
—No me pasa nada. ¿Ves? Ya se me está quitando.
Ella refunfuñó y se volvió a tumbar, aplastando antes la almohada con las manos para conseguir acomodar su relleno.
—Pues a dormir entonces.
El hermano pequeño se quedó muy quieto para no molestarla y apagó la linterna.
Cerró los ojos y se durmió sin darse cuenta.

Domingo, 09:30 A.M.
—Mami, ¿de qué se murió la abuelita? —preguntó Guillermo engullendo una cucharada de cereales empapados en leche recién hervida. Su madre les había explicado que la leche del pueblo tenía unos bichitos que podían hacerles daño en la tripa y que era necesario hervirla para que se murieran.
—Cállate, idiota —dijo Cecilia, clavándole el codo en las costillas.
—No hables así a tu hermano. Te lo he dicho miles de veces.
Cecilia se llenó la boca de hojuelas de maíz prensado para acallar una contestación que conllevaría un castigo inmediato. La madre se sentó a la mesa con ellos, limpiándose las manos en el delantal.
—La abuela tenía una enfermedad en el corazón y un día se le paró.
—¿Los corazones se paran? —dudó el niño.
—Cuando ya eres mayor, los órganos del cuerpo se estropean y dejan de funcionar.
—No hace falta ser mayor —replicó Cecilia—. Al padre de Tomás le dio un ataque al corazón y sólo tenía cuarenta y seis años.
Guillermo abrió los ojos y se cubrió el pecho instintivamente, asegurándose de que el palpitar rítmico continuaba retumbando. Su hermana soltó una carcajada.
—¡Menuda cara se te ha puesto!
—No te burles de él. No me gusta que bromees con esas cosas.
—Si no era una broma —contestó insolente—. Me lo contó Ana.
—¿A mí se me puede parar el corazón? —inquirió Guillermo, más curioso que asustado.
—A lo mejor se te ha parado ya —bromeó Cecilia.
La madre le lanzó un pescozón disuasorio.
—¡Ay! ¿Pero qué he hecho ahora?
—Meterte con tu hermano. A ver cuando te enteras que es más pequeño y no puedes hablarle como si fuera una de tus amigas.
—¡Pero si ya tiene siete años!
—¡Eso! Ya no soy pequeño —se reafirmó Guillermo, cruzando los brazos.
La madre se levantó y se quitó el delantal.
—Terminad el desayuno y dejaos de tonterías. Vuestro padre y yo tenemos que salir un rato a hablar con el párroco para preparar el funeral antes de que empiece la misa. Cecilia, te dejo de responsable. Espero que te comportes como una mujer de trece años.
—No me apetece quedarme sola con él.
—No voy a discutir contigo. Harás lo que te diga. Os dejo mi teléfono móvil. Si pasa cualquier cosa, llamáis al de Papá. Y ojito con liarte a hacer llamadas a tus amigas. Ya sabes que me voy a enterar.
—Mamá, ¿qué es un funeral? —quiso saber Guillermo, terminando de rebañar los últimos cereales del borde del tazón.
—Cuando te entierran en la tumba —aclaró la hermana.
La madre intervino para acallar una nueva discusión.
—¿Ves como no lo sabes todo? Un funeral es una misa para recordar a la abuela. No vamos a enterrarla porque la incineramos.
—¿Y por qué la inci...inci...por qué la quemasteis?
—A tu padre le gusta más así. Hay personas que prefieren enterrar a sus familiares y a otros nos parece mejor incinerarlos y esparcir sus cenizas en algún lugar que haya tenido importancia para ellos.
El sonido de un claxon en el exterior de la vivienda llegó amortiguado por las gruesas paredes de piedra.
—Nos marchamos. Tardaremos poco, así que no hagáis tonterías. Cecilia...
—Ya lo sé, Mamá. Yo soy la responsable.
La madre asintió y, después de darles un beso, salió de la cocina.

Domingo, 10:15 A.M.
Los dos niños estaban sentados en el sofá polvoriento del salón frente a la televisión apagada. En la casa no se oía ningún ruido.
—¿Cómo puede caber la abuela en ese botecito tan pequeño? —preguntó Guillermo.
—Porque sólo están sus cenizas. El sesenta por ciento de nuestro cuerpo es agua y al quemarlo se evapora.
Estaba orgullosa de sus conocimientos y le encantaba alardear de ellos delante de su hermano. Sabía que él la admiraba por eso.
—¿Y si a ella no le apetecía que la inci..inci..?
—Incinerasen.
—Eso. ¿Y si ella prefería que la enterrasen con el abuelo?
—Supongo que lo dejó escrito así en el testamento.
—¿Qué es eso?
—Un papel donde la gente mayor escribe lo que quieren hacer con sus cosas cuando se mueran.
—¿Y si no? Imagínate lo enfadada que debe de estar.
—Ya no se puede enfadar. Está muerta.
—Pues Mamá me dijo que cuando la gente se muere se va a un lugar donde siguen viviendo en espíritu. Claro que puede estar cabreada.
—¡Has dicho una palabrota! Me voy a chivar a Mamá.
Guillermo se tapó la boca con las dos manos y negó con la cabeza.
—Además, has dicho una de las gordas. Te van a poner un castigo que vas a alucinar.
—Se me ha escapado. No digas nada.
—Vale, pero tienes que ser mi esclavo durante el resto del día.
—¡Eso no vale! Es demasiado.
—Pues entonces ya sabes, a Mamá que vas.
El niño suspiró y cedió.
—Vale. Pero sólo hasta que nos acostemos.
—Genial. Yo elijo el canal de la tele.
Cecilia encendió la televisión, un modelo con más de veinte años, y apoyó los pies en la mesita sin preocuparse de descalzarse.
Guillermo no prestaba atención a la programación que había elegido su hermana. Miraba la urna plateada que reposaba en la repisa de la chimenea y se esforzaba por entender el proceso que había transformado una señora de noventa kilos en un puñado de polvo.

Domingo, 11:55 P.M.
La lluvia caía como si fuese la última vez que iba a hacerlo, los gruesos goterones retumbando en el tejado de uralita y deslizándose por las ventanas en cascadas. Por fortuna, no era una tormenta eléctrica. No le apetecía tener que suplicar de nuevo a su hermana un hueco en la cama.
Cecilia dormía roncando un poco, aunque él no se atrevería a mencionarlo a la mañana siguiente. Temía más su furia que a la propia tormenta.
Tampoco se decidía a encender la linterna por miedo a despertarla. Echaba de menos sus besos, esos que antes prodigaba sin cortapisas y que ahora eran como animales en extinción.
Cambió de posición, incómodo por el calor que la almohada transmitía a su nuca y entonces la vio otra vez.
Una silueta luminosa frente a la puerta, la misma que la noche anterior.
Se tapó la cabeza y encendió la linterna, apuntándose a los ojos hasta que le dolieron para asegurarse de que estaba despierto. Después, se asomó un poco.
Nada había cambiado. La débil fosforescencia amarillenta flotaba en la entrada al cuarto, sin tocar el suelo, como si fuese humo brillante.
Guillermo volvió a cubrirse con las mantas y empezó a tiritar de miedo. Ya sabía que no existían los fantasmas ni los vampiros ni los hombres lobo ni el hombre del saco. Pero sólo lo sabía porque se lo habían repetido multitud de veces los mayores, sin llegar a creérselo nunca del todo.
Claro que existían. Tenía uno en su habitación.
No podía quedarse en su cama. Se moriría de miedo y terminaría haciéndose pis. Cecilia se burlaría de él y se lo contaría a sus amigas, y ellas a su vez a sus hermanos, que eran sus compañeros de clase, y sería el hazmerreir del colegio. Ponderó el mal menor y decidió arriesgarse a solicitar asilo en la cama vecina.
Emergió de la seguridad que le proporcionaba su refugio y, sin apartar la vista de la figura luminosa, posó los pies en el suelo helado. Se acordó entonces del hombre del saco y se apartó de un salto para escapar a las manos imaginarias que le atraparían los tobillos desde la oscuridad que medraba debajo del colchón. Si había un fantasma en la puerta, ¿quién le aseguraba que no pudiese vivir algún otro monstruo en esa habitación?
Dio un paso muy despacio en dirección a la cama de su hermana. La forma fluctuaba ligeramente, como si las corrientes de aire pudiesen arrastrarla, y al dar el segundo paso creyó percibir un cambio. Parecía haber girado hacia él. Casi podría jurar que le estaba mirando, aunque no tenía ojos. Encendió la linterna y la sujetó como si fuese una espada, apuntando a la bolsa de gas que delimitaba la supuesta cabeza del fantasma. La luz la atravesó, disolviéndola, y obligándola a desplazarse lateralmente para escapar del foco. También haciendo que se acercase un poco más a él.
—Abuela, no te cabrees conmigo, yo no hice que te quemaran —farfulló tartamudeando, sin temor a la palabrota que había escapado otra vez de sus labios.
La silueta vibró y se alargó hasta el techo.
—¡Mamá! —gritó aterrado.
—¿Qué pasa?
La voz de Cecilia le alivió más que nada en el mundo. Ya no estaba sólo.
—¡Es la abuela! —dijo señalando la forma que había vuelto a replegarse recuperando su tamaño original.
—¿Qué  es eso? —gruñó su hermana. Corrió hacia ella y se subió de un salto a su cama, pegándose a su cuerpo.
—Ya te lo he dicho, es la abuela. ¿Ves como no le gustaba que le quemasen?
—Es sólo una sombra, alguna luz de fuera que se proyecta en la pared.
—¡Se mueve! —chilló en voz baja el niño, arrebujándose aún más contra ella.
La figura flotó pasando por delante de ellos hasta la puerta, que atravesó desapareciendo.
—¿Dónde se marcha? —preguntó Guillermo
—No se marcha a ningún sitio porque esa luz no era nada —susurró Cecilia, sin mucho convencimiento.
—Pero, ¿no te das cuenta? Es el fantasma de la abuela.
—Tonterías. Vuelve a la cama.
Guillermo se quedó muy quieto. Apesadumbrado y consciente de que el miedo le había vencido, regresó al colchón sin dar la espalda a la puerta.
—Eso no era una luz —murmuró antes de cubrirse por completo con las sábanas.
La niña no contestó, hecha un ovillo y sin atreverse a abrir los ojos.

Lunes, 11:45 A.M.
—¡Guillermo! ¡No te metas en los charcos!
El niño saltó fuera del agua con celeridad, obedeciendo a su padre en el acto. No era un hombre que se caracterizase por su paciencia, como bien había experimentado en su corta vida. Cariñoso y juguetón cuando las cosas rodaban propiciamente, su carácter se tornaba huraño si no se cumplía su voluntad de inmediato.
—Si te manchas las zapatillas, tendremos que ponerte los zapatos —aclaró su madre.
Odiaba esos zapatos de marinero, tan brillantes y con las dos borlas que le incomodaban al correr. Por su propio bien, era menester obedecer la orden. Se acercó a la mujer y le dio la mano. Cecilia caminaba tres pasos por detrás de ellos, siempre reticente a ser asociada al grupo familiar que caminaba por el sendero que recorría el bosque de castaños, sus cortezas oscurecidas por la humedad ambiental. Esa mañana, antes del desayuno, le había amenazado con un tropel de torturas si se le ocurría mencionar el suceso de la noche, aduciendo la preocupación que ya tenían sus padres con la preparación del funeral. Insistió en su teoría de la proyección exterior y le obligó a cerrar la boca.
De vez en cuando se veían forzados a desviarse del camino para evitar un reguero accidental que bajaba de la ladera de la colina. Las tormentas solían cambiar los paisajes en esa zona, reconfigurando los perfiles orográficos. Eran habituales las historias de su padre refiriéndose a viejas minas que desaparecían por corrimientos de tierra, o afluentes que variaban su cauce anegando huertas y creando nuevos lagos. Y la de ayer había sido especialmente virulenta.
—Papá, ¿por qué no queréis enterrar a la abuela con el abuelo?
—Ya estamos otra vez con lo mismo —escuchó rezongar a su hermana.
—La abuela hubiese preferido unirse al paisaje en el que se crio —respondió el padre.
—¿Y cómo lo sabéis si no os lo dijo?
—Bueno —dudó el hombre—. Ella siempre hablaba de que le gustaría morir en la casa donde nació y que sus restos reposasen aquí. No pudimos hacer que se cumpliese su primer deseo, pero el segundo sí. ¿Te acuerdas que nos hablaba de los buitres de las peñas, de su envergadura, su forma de volar, su elegancia?
—Sí.
—Pues vamos a soltar allí arriba sus cenizas, para que vuele como ellos. Todo el valle estará a sus pies. Te prometo que le haría mucha ilusión.
—No estoy muy seguro.
—¿Por qué no, cariño? —dijo la madre.
—Supongo que preferiría estar con el abuelo.
El término le era extraño, como pronunciar los nombres de los dinosaurios de su colección. Ni él ni su hermana habían llegado a conocerle. Sólo sabían que murió de joven, hace muchos años, tantos que de él sólo quedaba una vieja fotografía en blanco y negro donde se le veía vestido de soldado con su abuela en un estudio de la época. Era un hombre pequeño al que le quedaba grande la guerrera que se le descolgaba de los hombros. La fotografía la guardaba su padre en la cartera como uno de sus más preciados tesoros.
—¡Mirad allí! —soltó Cecilia.
Señalaba el lateral de una loma que asomaba por un claro en la arboleda, derrumbada parcialmente.
—Vamos a explorar —propuso el padre, sonriente, y se internó entre los helechos.
—Pero las zapatillas —protestó la madre.
—¡Sí, vamos a explorar! —aulló Guillermo, agarrando una rama del suelo y abriéndose paso tras el hombre.
—No me pienso llenar de barro. Me vuelvo a casa —dijo Cecilia, con los brazos cruzados.
La madre asintió.
—Espera, que te acompaño.

Lunes, 12:05 P.M.
No les llevó más de quince minutos alcanzar el lugar donde se acumulaban los primeros montones de barro que cubrían los pies de los castaños. El aire olía a tierra removida.
—Cuidado ahora si no quieres pasarte los próximos dos días con los zapatitos —bromeó el padre.
—Ni muerto me los pongo.
 La colina no era muy alta, por lo menos comparada con los picos nevados que gobernaban la región propiciando el clima frío y húmedo típico del pueblo. Aun así, el aspecto que presentaba era estremecedor, como si un coloso hubiese asestado un pisotón a su castillo de arena gigante.
—Esta vez ha sido de las gordas, ¿eh? —comentó el hombre refiriéndose a la tormenta de la noche anterior.
—Sí.
—Será mejor que volvamos a casa y llamemos a los guardias forestales para que vengan a echarle un vistazo. Espero que no hubiese nadie acampado por aquí anoche.
El comentario le hizo recordar su tema preferido y no desaprovechó el buen humor de su padre y la caminata de vuelta para continuarlo. Tiró el palo al pie de un montículo de arena y siguió a su padre.
—Papá, ¿de qué se murió el abuelo? Mamá me dijo que a la abuela se le paró el corazón. ¿Le pasó lo mismo a él?
—A todos se nos para el corazón al morirnos.
No había caído en la cuenta de eso. No se dejó intimidar por la respuesta.
—¿Y se le paró por lo mismo que a la abuela?
—No. No por lo mismo.
—Entonces, ¿por qué fue?
—No creo que tengas edad para que te explique estas cosas.
—¡Ya tengo siete años! —replicó indignado.
El hombre rio en voz alta y le removió el cabello. Para Guillermo fue como acercarse a una chimenea en una tarde de invierno.
—Supongo que ya eres mayor para que te lo cuente. Pero prométeme que no le dirás nada a tu madre. Ya sabes que no le gusta que tratemos ciertos temas.
El tono de confidencialidad le hizo sentirse orgulloso por la complicidad surgida entre ellos.
—Lo prometo —y le agarró de la mano.
—Tu abuelo desapareció cuando yo tenía seis años. Nadie supo exactamente qué pasó. En el pueblo se dijeron muchas cosas, algunas bastante desagradables. La gente hablaba y se inventaba teorías que le hacían quedar mal. Ese fue el motivo por el cual nos marchamos a vivir a la ciudad y solo volvíamos aquí en verano y en las fiestas.
Guillermo se quedó pensativo. Ser mayor era muy complicado a veces. La gente desaparecía, se le paraba el corazón...se juró no crecer más. A pesar de eso, había algo que le inquietaba.
—¿Y la abuela no le buscó?
Su padre se detuvo, se agachó hasta ponerse a su altura y le encaró de igual a igual.
—La abuela casi se volvió loca de tanto buscarle. En esa época fue cuando se enfermó del corazón, y desde entonces no volvió a ser la misma. Ella estaba convencida de que le había pasado algo malo, pero la gente siempre evitaba escucharla y se dedicaron a decir cosas feas.
—¿Y la policía no le ayudó?
—En esa época la policía no ayudaba demasiado —respondió muy serio.
Su padre se incorporó y le animó a seguir caminando. Los helechos les empapaban las perneras de los pantalones.

Lunes, 11:10 P.M.
—¿Qué cosas feas diría la gente del abuelo? —preguntó Guillermo mientras su hermana se peinaba el cabello antes de acostarse. La habitación estaba iluminada por la lámpara de su mesilla de noche. La bombilla de la otra se había fundido nada más encenderla. Fuera el clima continuaba lluvioso.
—Quien sabe. ¿No te dijo nada más?
—¿Quién?
—Quien va a ser. Papá, hombre.
—Que no se lo contase a Mamá.
—Algo más.
—No me acuerdo.
—¿No te explicó por qué está enterrado el abuelo en el cementerio del pueblo si había desaparecido?
Otra variable más añadida al misterio. Y muy desconcertante.
—Pues no.
—A lo mejor no es el abuelo el que está en esa tumba.
—No me digas eso, que me asustas —suplicó Guillermo, jugueteando con la linterna.
—A mí me da igual. No le conocimos. Y apaga la luz ya. Tengo sueño.
El niño apagó la lámpara y encendió la linterna.
—Ceci.
—Qué quieres, pesado.
—¿Puedo acostarme contigo?
—No, no puedes. Y desconecta esa linterna o le quito las pilas.
—Vale.
La habitación quedó a oscuras.

Martes, 02:10 A.M.
Soñaba que se hacía pis y se despertó con la necesidad imperiosa de ir al baño.
Se empapó los calzoncillos y el pijama cuando vio la figura amarilla a dos pasos de su cama. No notó como la orina se despeñaba por sus muslos, calando las sábanas, traspasando las fibras de algodón cuando el tejido dejó de absorber líquido, penetrando el colchón hasta el relleno que recubría el entrelazado de muelles.
Permanecía ligeramente inclinada sobre él, como si le olfatease, cubriendo el espacio entre su cabeza y el techo. Mirar a su través era como abrir los ojos dentro de una piscina con mucho cloro.
Sin pensarlo, encendió la linterna y el chorro de luz la atravesó, aterrizando directamente en el rostro de su hermana, que abrió los ojos y se los tapó con la mano.
—¡Apaga eso! —le regañó.
El fantasma escapó del foco ascendiendo y situándose paralelo a su cama, a escasos centímetros de su cuerpo. Guillermo se imaginó cubierto por esa cosa, la esencia sobrenatural diluida en el tejido de su carne. Impulsado por un reflejo de supervivencia, más allá del control racional de sus músculos, rodó y cayó de espaldas al suelo. Gateó arrastrando el culo, conteniendo el grito, sin soltar la linterna hasta que topó con la cama de Cecilia.
—¿Quieres apagarla ya o te meto un sopapo? —le amenazó de nuevo, tapándose ahora con los antebrazos.
El hermano pequeño estrujo los muslos contra su pecho y tanteó con la mano hasta encontrar el brazo de la niña. Cuando tropezó con él, enganchó las uñas en su piel y arañó con todas sus fuerzas.
—¡Au! ¡Idiota! ¡Ahora sí que te las has...!
Cecilia se descubrió. No finalizó su frase.
La nube luminiscente planeaba hacia ellos estirando dos zarcillos que podrían equipararse a tentáculos. Casi rozándoles, se expandieron en cinco más pequeños, asumiendo la forma de unas manos toscas. Danzaron frente a sus rostros unos segundos, con una oscilación indecisa. El baile culminó en un incremento de la intensidad lumínica que les cegó momentáneamente. Después, se replegaron mientras el resto de la figura se alejaba hacia la puerta, estirándose y adelgazándose,  para desaparecer atravesándola.
Guillermo se subió a la cama de su hermana y se abrazó a ella, llorando.
—¡La abuela es mala! ¡La abuela es mala! —repetía mientras los mocos le caían por la comisura de los labios.
Cecilia le apretaba fuerte contra ella, buscando protegerlo del ente con su cuerpecillo frágil de adolescente. Estaba aterrorizada y no sabía qué hacer. Salir de allí supondría encontrarse con la figura en el pasillo. Pero no podía despreciar el peligro que corrían sus padres, ajenos al fenómeno paranormal que habitaba en la casa familiar. Eso la decidió.
—Tenemos que avisar a Papá y Mamá.
—¡No! ¡La abuela nos espera fuera para asustarnos! ¡Quiero irme a casa!
—La única forma de marcharnos de aquí es despertándoles y que vean esa cosa.
—¡Es mala! ¡Mala! ¡Ha hecho que me mee en los pantalones!
Cecilia le quitó la linterna.
—Quédate aquí. Yo voy a salir.
—¡No me dejes sólo! ¡Puede volver!
—Ven conmigo entonces.
—Me he meado, no puedo salir así—se excusó, con la barbilla temblando en su desconsuelo.
La niña señaló los pantalones vaqueros tendido en la silla.
—Ponte esos y vamos.
—¿Sin calzoncillos?
—No hay tiempo. ¡Vamos!
Guillermo reaccionó y se cambió con rapidez. Cecilia le apremió.
—Ven, dame la mano. Y límpiate esos mocos.
Comprimidos como un sólo cuerpo, los dos hermanos abrieron la puerta y se asomaron al pasillo, recorriéndolo con la luz de la linterna.
Ni rastro del ente.
—¡Allí! —exclamó el pequeño.
Del salón venía una luz débil y fluctuante. A Guillermo le recordó los reflejos del agua de su piscina cuando se bañaban en la calidez de las noches estivales.
—Vamos a ver —propuso Cecilia.
—¡No! Tenemos que ir con Papá y Mamá.
—He dicho que vamos a ver.
El niño se abrazó aún más a ella y asintió. De puntillas, descalzos, los hermanos se dirigieron a la estancia.
—Apaga la linterna —susurró Guillermo—. Nos va a ver.
La hermana la desconectó y se asomaron a la sala. La presencia estaba detenida frente a la urna de las cenizas, los dos zarcillos rodeando el recipiente, acariciándolo.
—¿Qué hace?
—Creo que quiere cogerlo —aventuró a señalar Cecilia.
—¿Para qué?
—No lo sé.
Los miembros etéreos se recogían sobre sí mismos, lanzándose a continuación hacia delante, atravesando la urna, deshaciéndose en vapor, repitiendo una y otra vez el proceso. La figura parpadeaba, se apagaba, se prendía con un fogonazo suave en cada intento. El espectáculo transmitía una sensación de profunda impotencia. Tras varias tentativas, el ente se disgregó y desapareció. El salón quedó sumido en una oscuridad absoluta.
Cecilia encendió la linterna.
—Se ha ido.
—Tenemos que sacar el bote de casa.
—¿Te has vuelto loco?—le imprecó Cecilia.
—La abuela viene a por sus cenizas. Si las sacamos fuera, no volverá más. Podemos llevarla al bosque y tirarlo por allí.
La niña reconoció que la propuesta de su hermano pequeño tenía cierta lógica. Pero planteaba un fallo considerable.
—¿Y qué le decimos a Papá y Mamá? Imagínate cuando se levanten y no encuentren las cenizas. Menuda bronca nos van a echar.
—Es verdad.
La hermana pensó unos segundos y chasqueó los dedos.
—Podemos hacer que parezca que ha entrado un ladrón y se las ha llevado.
Cecilia se acercó al mueble que había en la entrada de la vivienda y abrió un cajón. Allí estaba la cartera de su padre, junto a las llaves del coche.
—Escondemos la cartera en algún lado para que se piensen que la han robado y antes de irnos le decimos que la hemos encontrado jugando.
—¡Buena idea!
La niña le entregó la cartera, se acercó a la chimenea y, con mucho cuidado, cogió la urna con las cenizas de su abuela.

Martes, 02:36 A.M.
—Ceci, tengo frío.
—No seas quejica. Cuanto más lejos, mejor.
—Ya estamos muy lejos. No se ve la casa.
—Un poco más.
Guillermo caminaba sujetándose a los faldones del pijama de su hermana, sin soltar la cartera del padre. Ambos tiritaban a pesar de que la noche no era especialmente fría.
—Tíralo ahí, detrás de esos arbustos —propuso el niño entre castañeteos de dientes.
—No son arbustos, son helechos —corrigió la niña, iluminando el sendero embarrado.
—Me da igual. Vamos a perdernos en el bosque y tengo las zapatillas empapadas. Me voy a poner malito. Como se despierten Papá y Mamá y se den cuenta de que no estamos durmiendo nos van a castigar cien años.
—Yo creo que por aquí está bien.
Recorrió la vegetación con el haz de la linterna hasta localizar un cúmulo de helechos lo suficientemente denso como para hacer desaparecer un bote de cenizas por mucho tiempo. Al menos, eso esperaba.
—Sujétame esto.
Le entregó la linterna y levantó la mano que sujetaba la urna por encima de la cabeza, dispuesta a lanzarla en el centro mismo de la vegetación.
Algo inusual llamó su atención e interrumpió su intención. Hizo un gesto al hermano.
—Guillermo, apaga la luz.
—¿Te has vuelto majareta?
—¡He dicho que la apagues!
El hermano obedeció. Por unos segundos se quedaron completamente ciegos.
—Mira.
Y señaló un fulgor amarillento que se adentraba en el bosque, parpadeando rítmicamente.
—Ceci, tira a la abuela de una vez y volvamos a casa. Me muero de miedo.
—Ven.
Y cogiéndole de la manga, le hizo acompañarle en dirección al fenómeno, apartando plantas y pisando barro, ensuciándose los pantalones de algodón de sus pijamas, sin soltar la urna que se calentaba contra su costado.
—Ceci, por favor. Es la abuela, no vayas hacia allí—rogaba el niño.
—Calla y no hagas ruido.
Mientras más avanzaban, más se alejaba el fulgor.
—Agáchate —le susurró, imperativa.
Ambos se acuclillaron, asomando las cabezas con precaución por encima de la espesura.
—Te lo dije. Es la abuela —masculló Guillermo al borde de un ataque de pánico, aferrando la cartera del padre con los nudillos blancos.
La figura relumbraba al pie de un cúmulo de tierra, reflejándose en las cortezas de los castaños.
—Ya me acuerdo de este sitio—murmuró el niño—. Aquí vine con Papá. Es donde se derrumbó la montaña.
Cecilia no le prestaba atención, más interesada en el cambio que sufría la silueta fantasmal, que perdía poco a poco la verticalidad, cubriendo el montón de barro como una sábana, extendiendo sus miembros a su alrededor, penetrando en la consistencia terrosa. Parecía nadar en el terreno removido.
—¿Qué hace?
—Me da igual, tira el bote ya y vámonos, por favor —rogó Guillermo.
Súbitamente el bosque quedó a oscuras. La figura había vuelto a desaparecer. Cecilia cogió la linterna, se incorporó y caminó decidida hacia los montículos de tierra.
—¿Dónde vas? Espérame —chilló el hermano pequeño, plantándose a su lado con dos zancadas rápidas.
El firme se reblandecía a medida que se acercaban, convertido en un lodo blando y espeso. No se veía nada a simple vista. Sólo montones de barro escurrido de la ladera de la colina.
—Dame un palo.
Guillermo recordó la rama que había tirado allí cerca. Seguía donde la había dejado. La recogió y se la entregó.
Cecilia pinchó el montón de tierra, hundiendo la punta repetidas veces hasta que topó con algo duro. Dejó la rama incrustada.
—Ilumina allí, justo donde está el palo —le ordenó.
Sin importarle la suciedad que terminó de arruinar su ropa, dejó la urna a un lado, se arrodilló y excavó usando las manos como palas, apartando terrones hasta dejar al descubierto unos objetos pálidos y alargados como leña vieja. Cuando Cecilia desenterró el más grande, del tamaño de una pelota de fútbol deshinchada, se apartó y le quitó a su hermano la linterna.
—Es una calavera —dijo Guillermo con un hilillo de voz.
El cráneo presentaba un agujero en la frente y mantenía unos incisivos plateados. Dos prótesis primitivas.
Cecilia recordó un detalle familiar. Arrebató a su hermano la cartera, rebuscó en ella hasta encontrar la vieja fotografía de los abuelos y la examinó bajo la luz temblorosa. El brillo en los dientes del abuelo no dejaba lugar a dudas.
Fue en ese momento cuando aparecieron las dos figuras y Cecilia lo dejó caer.

Martes, 02:50 A.M.
Los dos hermanos se quedaron petrificados ante el espectáculo que se desarrollaba. Ya no había sólo una figura luminosa, sino dos. La segunda, de un color azulado, flotaba encima de la urna. La otra, más amarillenta, surgió del montón de barro y huesos y avanzó con lentitud hacia su compañera.
Fue Guillermo el primero en verbalizar su conclusión.
—No era la abuela.
Cecilia retrocedió, manteniendo a su hermano cerca de ella. Qué equivocados habían estado. La presencia que les visitó en la casa no era su abuela. La abuela era la silueta azulada que se mantenía a escasos centímetros de la urna. Ya no había duda alguna sobre la identidad de la otra luminiscencia.
La figura amarilla continuaba acercándose a la urna, aumentando su brillo a medida que la distancia entre ambas se reducía. Cuando estuvieron frente a frente, la amarilla extendió sus zarcillos y rodeó a la otra en un abrazo que las fusionó en un único ente de color verde, relampaguearon y se expandieron como una estrella a punto de colapsarse.
Y se volatilizaron.
Cuando Cecilia recuperó la visión descubrió el cráneo agujereado apoyado en la urna, dos enamorados que se reencuentran después de largos años.



Jueves, 10:00 A.M.
Regresaban a casa y en el coche nadie hablaba.
El padre conducía ensimismado y la madre dejaba perder su mirada en el paisaje. Guillermo dormía agotado.
Y Cecilia meditaba.
Su mente, a caballo entre la niñez y la madurez, cavilaba sobre el doble funeral que se había realizado en el cementerio municipal, sobre las palabras de emoción que dedicó su padre a la memoria de sus progenitores que por fin pudieron ser enterrados juntos. Y sobre la rabia que demostró en el discurso por el asesinato del abuelo, tantas décadas oculto bajo la ladera de la colina. Su padre dedicó palabras muy duras contra el homicida e hizo un silencio largo y tenso culpabilizando a cada uno de los presentes por no haber apoyado a su madre en la búsqueda del marido, la mayoría ancianos del lugar que bajaban la cabeza como muestra de condolencia o de arrepentimiento. Nunca lo sabrían. Habló de viejos rencores políticos y de otras cosas que no entendió muy bien.
La tumba simbólica y vacía tendría ocupantes por fin.
Cecilia suspiró y desestimó compartir la experiencia con sus compañeras de clase. Ya eran casi mujeres y los cuentos de fantasmas eran cosa de niños.
El sueño la venció y se durmió, acunada por el ronroneo del motor.

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