Amor Artificial, Francisco José Palacios Gómez
Ilustración, Carlos Rodón |
El aroma del pollo
asado invade mis fosas nasales. La saliva impregna mi lengua con su viscosidad.
Cojo el cuchillo y el tenedor y ataco al animal inerte tendido sobre la bandeja.
La carne tierna cede bajo la presión de la hoja afilada. Me aparto un muslo en mi
plato y vierto un poco de salsa sobre él.
Llevo el tenedor a mi boca y mis
papilas gustativas despiertan en una orgía de sabores.
Elevo la vista y la veo expectante,
a la espera de mi reacción.
“Está delicioso”, afirmo con los
mofletes hinchados por el alimento. Ella sonríe.
¡Bip!
¡Bip bip!
Otra vez el pitido insidioso.
“System On
Checking
…
All
Ok
6.30
hours IE (In Earth)”
Las
palabras doradas se desdibujan de mis retinas.
Tras un breve lapso de oscuridad, una
pared límpida aparece frente a mí.
Se halla iluminada por la luz
plateada de las lámparas empotradas en el techo. Algunas parpadean. Tengo que
repararlas.
Salgo de mi cubículo.
Estiro las extremidades superiores y
observo el movimiento de mis dedos. Si alguien pudiera verme aseguraría que realizo
ejercicios de estiramiento muscular tras muchas horas de inactividad. Nada más
lejos de la realidad. Es pura rutina de control. Si algo falla en mi organismo,
la prioridad es la auto reparación antes de iniciar mis tareas.
Flexiono las rodillas. Una de ellas
emite un leve crujido.
Enfilo el pasillo, de un blanco
inmaculado, hacia el taller de mecánica.
Mis pasos resuenan en el vacío
absoluto: el eco recorre galerías solitarias, salas desiertas… domina mi
pequeño e inerte mundo.
La puerta de la sala se eleva al
detectar mi presencia. Encuentro en su interior una mesa de trabajo situada en
el centro y varias máquinas equilibradoras, reparadoras, y de corte, entre
otras muchas, que se alinean a lo largo de las paredes.
Cojo una caja de herramientas, tomo
asiento en un banco y aflojo la rodilla que chasquea. La separo de mi
organismo, provocando una llamada de atención de mi programación: me alerta de
la imposibilidad de deambular con normalidad en ese estado. Echo un vistazo a
la pieza. Una sensación de alivio recorre mi cuerpo artificial cuando compruebo
que solo está un poco reseca. De haberse partido, tendría que sustituirla por
otra, y no es que me sobren materiales precisamente. Le unto un poco de líquido
engrasador y la ajusto de nuevo en su lugar. Flexiono la pierna. Ya no suena.
Con la caja de herramientas en una
mano, regreso al pasillo cuyas luces parpadean. Elevo mis piernas hasta
alcanzar la altura adecuada. En un rato, los focos vuelven a despedir una luz fija.
Luego atravieso toda la nave hasta
llegar a la cabina de mando, en la parte superior del vehículo.
Los ordenadores parecen funcionar
correctamente.
Reviso las pantallas holográficas,
las consolas y los mandos. Luego me conecto al cerebro de la nave.
—Buenos días.
—No hace falta que saludes, HIM. No
eres humano —replica IA, la inteligencia artificial de la nave.
En los últimos años hemos adquirido
la costumbre de empezar todas las jornadas con el mismo ritual. Yo saludo como solían
hacerlo los tripulantes y ella me responde de la misma manera, rotunda. A ella
no le importa que ignore su comentario y reincida día tras día, y a mí no me
importa que me repita una y otra vez la misma obviedad. Ser obtuso era un rasgo
típico en los humanos y cada vez es más típico en nosotros.
¿Existirá alguna razón para ello?
—¿Novedades?
IA guarda silencio unos segundos.
Luego responde.
—Ninguna. Solo vacío.
—De acuerdo.
Otra conversación rutinaria más.
Chequeo la nave.
Detecto un pequeño fallo en el motor
izquierdo: parece que su impulso ha disminuido levemente.
—¿Hay algo más que no me hayas
dicho? —recrimino a IA.
—No.
Dos mentiras en pocos segundos: sí
que había una novedad, pues tenemos un motor aparentemente averiado.
Sigo revisando todos los sistemas. La
máquina que mantiene a la humana me indica que está inquieta. Debo ir a verla.
Mientras me dirijo a la parte sur de
la nave, me pregunto por qué mentiría IA. No está programada para hacerlo pero
supongo que, como yo, evoluciona y aprende. Si miente es por alguna razón que
no quiere revelarme. Camino y deduzco.
Cierro la última compuerta tras de
mí y me ajusto los arneses. Luego abro el portón exterior. Mis sistemas me
informan del cambio de presión y temperatura. Me obligan a ser más cauto en mis
acciones. No puedo controlar ese sistema interno de seguridad. Se pone en
marcha automáticamente. Siempre me pregunto si el dolor humano tiene la misma
finalidad de alerta que los códigos que me exigen precaución para no dañar mi
estructura física ante esos escenarios tan extremos.
Me desplazo hasta el límite de la
abertura y me dejo arrastrar por el vacío. La oscuridad es total a mi alrededor,
por lo que enciendo una de las lámparas integradas en mi carcasa e ilumino la
superficie sobre la que voy a trabajar. Gracias a mis impulsores llego hasta el
motor.
Tiempo después he desarmado, arreglado
y armado de nuevo la parte averiada.
El impulso se estabiliza. Doy por
concluida la reparación.
Una serie de códigos informáticos se
ponen en marcha y me indican que necesito ir a verla. Esos códigos no existían
cuando empecé a funcionar, hace ya tantos años, pero han ido tomando forma a
medida que iba analizándola durante mis ratos de ocio.
En el nivel inferior de la nave
tenemos una bodega de carga. Junto a ella se sitúa una sala repleta de contenedores
de hibernación. Allí se encuentra la humana.
Camino ante los sarcófagos que contienen
los restos humanos: varios hombres, mujeres y niños. Los niveles reflejados en
sus pantallas no ofrecen muestra alguna de señales vitales. Todos están
muertos. Todos menos ella.
Cuando se produjo la gran avería y
la disminución drástica de oxígeno en la nave, fue pura casualidad que me
encontrase trabajando cerca de esa humana.
Mis prioridades son proteger a los tripulantes
y reparar las averías de nuestro transporte. Es lo que ordena mi programación.
Recuerdo que la cogí en brazos y fui todo lo deprisa que pude hasta la sala de
supervivencia. No respiraba cuando la introduje en el cubículo y conecté la
máquina. Entonces sí lo hizo. Sus pulmones se llenaron con la vida que le
insufló el sarcófago.
Regresé a por los demás. Poco a poco
recuperé y trasladé los cuerpos inertes hasta las cajas de hibernación.
Algunos empezaron a respirar cuando
conecté la maquinaria. Para otros fue demasiado tarde. Entre los afortunados
estaba ella. Sin embargo los supervivientes fueron sucumbiendo uno tras otro.
No lograron superar la falta prolongada de oxígeno. Todos menos ella.
A partir de entonces mi obsesión fue
evitar su muerte.
Regulaba
diariamente el funcionamiento de la cápsula que la mantenía con vida. Estudié a
fondo su anatomía, su organismo, los efectos del accidente, las zonas de su
cerebro dañadas… y la manera de repararlas.
He pasado todos estos años
investigando en el laboratorio con el objeto de hallar una cura que la salve.
Hasta hoy no he tenido éxito.
De alguna manera, por alguna razón
que se escapa a mi comprensión artificial, llegué a obsesionarme con la
superviviente. Ya no me limitaba a estudiarla con la curiosidad con la que se
examina un simple organismo vivo distinto a nosotros. Su cabello, sus labios,
las curvas de su cuerpo. Me deleitaba repasando su perfil con mis ojos. Ya no
deseaba curarla: necesitaba curarla. Quería que volviera a moverse, que me
hablara… que me tocara.
A pesar de la obsesión surgida con
el tiempo, mi momento del día favorito era el período de desconexión al que
tenía derecho después de cumplir todas mis tareas. Llegada la hora, regresaba a
mi cubículo y dejaba de funcionar.
Entonces empezaba de nuevo.
¿Es frío lo que siente mi cuerpo?
Abro los ojos. Todo se deforma ante mí. Estoy flotando. Agito los pies y saco
la cabeza de un medio acuoso.
Oigo gente hablar y niños que ríen.
Limpio el agua de mis ojos y miro en
derredor. Estoy en una piscina. El sol calienta mi piel. Algunas personas de
edades dispares disfrutan tumbados en los límites de la piscina o chapotean
dentro de ella. Algo agarra mi pierna y me hunde. Cuando logro salir a flote la
veo frente a mí. Ríe con el pelo apelmazado, húmedo. Me abraza.
¡Bip!
¡Bip bip!
Otra vez el pitido insidioso.
“System On
Checking
…
All
Ok
6.30
hours IE (In Earth)”
Abro
los ojos.
IA se comporta de
manera extraña. Me ha vuelto a mentir. Algunos mecanismos de la nave no
funcionan como debieran. No obstante, no solo no me informa de ello para que
proceda a repararlos sino que, además, reitera día tras día que todo está correcto.
Mi rutina es idéntica a la de la jornada
anterior, y a la de la anterior, y a la de la anterior…
Llega mi momento favorito. Los
humanos que habitaron esta nave soñaban y sus sueños flotan confinados en la
nave. Rebotan en las paredes y recorren pasillos y salas. Se entrelazan con el
eco de mis pasos. Al caer la noche, los atrapo y los revivo. Soy parte de
ellos. Soy parte de su humanidad.
Estoy en la nave. Trabajo. ¿Es otro
sueño?
Creo que sí. Tiene la forma irreal
de los sueños. Echo en falta la continuidad de la realidad. Lo que vivo ahora
transcurre a saltos.
Reparo el sistema de respiración de
la nave. IA ha detectado un fallo y me ha informado convenientemente.
La humana prepara sus informes. En
ese preciso instante, pasa a mi lado y me observa atentamente. Apunta algo en la
máquina portátil que lleva en las manos. ¿Controla mis funciones? Puede ser. Yo
controlo a la nave. Ella me controla a mí. Todos nos preocupamos porque cada cual
realice bien su cometido. Por un instante pierdo la concentración y me giro
para mirarla. Una extraña sucesión de códigos inunda mi programación inicial.
No reconozco los comandos. No entiendo las órdenes. Caigo en la cuenta de lo
hermosos que son los seres humanos. De lo bella que es esa mujer en concreto. No
puedo dejar de mirarla. Ella realiza ese extraño gesto con la boca, esa contracción
de los músculos faciales que deja sus perfectos dientes al descubierto. Lo
llaman sonreír. No comprendo ni su origen ni su fin.
La distracción
sale cara. Toco algo que no debo. Una conexión se parte y todos los sistemas se
interrumpen. Ella cae en redondo contra el suelo. Me afano por reparar el
desastre. Vuelven las luces.
La agarro y me dirijo todo lo
deprisa que me permiten mis piernas artificiales hasta la sala inferior, donde se
encuentran los cubículos de hibernación. La introduzco en uno y lo programo.
Yo fui el culpable.
Yo fui el causante de que no existan
humanos vivos en la nave. La misión no tiene sentido.
Ahora, después de
la catástrofe, comprendo los códigos ajenos a mi programación primera que
provocaron la distracción fatal: es una asimilación del significado de la
palabra amor.
Sigo soñando. En el sueño aparece
ella. Estoy frente a su cubículo. Se abre y posa el pie desnudo en el suelo
helado. Quedo petrificado. Se acerca y me planta un beso en mi boca de metal.
“Te perdono”, susurra.
Luego se despide con una sonrisa. Se
gira y atraviesa una luz. Ya no está.
Aún en el sueño, soy consciente de
que ha muerto.
¡Bip!
¡Bip
bip!
“System
On
Checking
…
All
Ok
6.30
hours IE (In Earth)”
Abro
los ojos.
Raudo llego hasta su sarcófago.
Efectivamente, sus impulsos vitales están planos. Ya no existe.
La alarma suena.
Me dirijo a la cabina de mando y me
conecto a IA.
—Buenos días.
—No hace falta que saludes, HIM. No
eres humano.
—¿Por qué suena la alarma?
—He cambiado el rumbo.
Igual que el rumbo también ha
variado la repetitiva conversación.
Examino los datos de la bitácora: ya
no nos dirigimos a la Tierra. Vamos directos a una estrella cercana.
Entonces comprendo. IA sabe que los
humanos perecieron por mi culpa. Ella también está preparada, enseñada,
programada para protegerlos. Y yo soy la razón de sus muertes. Yo soy la
amenaza que IA lleva en su vientre.
Tiene razón. Ahora va a hacerme pagar por
ello. Sin los humanos, ni ella ni yo tenemos sentido. Como una madre enajenada,
desea acabar con el ser que porta en sus entrañas; quiere hacerme pagar por lo
que no fue más que el fruto del infortunio.
Mi nombre es una
sucesión de números y letras, un código de fabricación. Sin embargo todos me
llaman HIM. Cuando abrí los ojos por primera vez, me encontré con el rostro de
un humano pegado al mío. Me observaba atentamente. Esperaba mi reacción; quería
comprobar si funcionaba bien.
—Hi, man —dijo.
—Hi, man
—respondí.
Luego contrajo
los músculos faciales, satisfecho.
Desde entonces,
cada vez que me cruzaba con un ser humano, lo saludaba con la misma frase con
la que fui recibido en este mundo. A ellos parecía divertirles que un androide
se tomara tales confianzas. Acabé adoptando el apodo de HIM, con el que todos
los humanos se dirigían a mí.
Cuando comprendo
que el final de mi existencia está cerca, me permito el lujo de rebautizarme.
Cambio en mi interior la codificación de mi apodo. “Hi-man… HIM… HUM… Hu-man”.
Tomo asiento ante los mandos.
Acepto mi destino.
Como un humano más, sonrío.
Hola
ResponderEliminarMuy interesante el relato. Aprovecho que me he pasado por aquí para hacerme seguidor de la bitácora.
Un saludo.
Juan.
Gracias Juan, espero que disfrutes con nosotros... Bienvenido.
EliminarGran relato compañero!
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