Nunca Jamás, Sergio Pérez-Corvo
Ilustración, Daniel Medina |
Peter no era el más fuerte, ni
siquiera el más listo, pero sin lugar a dudas, era el más cabrón de todos
ellos. Tampoco ese era su nombre real, pero el muy hijo de puta había asumido
su papel con una perversa perfección. James se asomó por el ojo de buey de la
puerta y los vio, de pie y a oscuras en el pasillo, con toda su atención
volcada en él. Hacía mucho tiempo que habían tirado el selecto uniforme del
colegio. Ahora vestían con los trajes de la función, harapos que habían
convertido en su nueva ropa, parcheada aquí y allá por las pieles de los
animales que lograban cazar y con las que daban un aire siniestro a su vestuario.
Los niños gritaron con júbilo
cuando una piedra surgida de la oscuridad reventó el cristal de la puerta en
mil pedazos. James cayó al suelo, gritando de rabia y miedo, con la cara
ensangrentada llena de fragmentos de cristal.
Comenzaron a reír. Presuntuoso sacó su armónica y empezó a
tocar la espeluznante melodía que se había convertido en una clara invitación
para que la muerte recorriera los pasillos de la escuela. James supo entonces
que iba a morir. Tarde o temprano los niños encontrarían la forma de entrar.
Ahora esto era Nunca Jamás. Y a
los Niños Perdidos no les gustaban los adultos.
-
Nunca
le dejaremos ir, señor- dijo Peter –
Todavía tiene que vérselas con el cocodrilo.
El cabecilla de los Niños
Perdidos se agachó junto a la puerta y untó sus dedos en la sangre que
comenzaba a formar un charco en el suelo de linóleo, después trazo gruesas
líneas rojas en su cara e invitó al resto de niños a imitarle. Comenzaron a
jugar, simulando ser indios que danzaban. Tras la puerta, James intentó no
cerrar los ojos, mantenerse alerta para poder contenerlos, para evitar que
entrasen, pero su vista se nublaba más y más con cada latido. Se estaba
muriendo, lentamente, sobre el suelo. Deseó con todas sus fuerzas no estar
allí, pero ya no había nada que se pudiera hacer. Era demasiado tarde. La
oscuridad lo envolvió como una húmeda mortaja, y se encontró fuera de allí, a
mil años luz de aquella asquerosa habitación.
***
Si tenías dinero en abundancia y
querías que tu hijo acabase siendo alguien, tu elección era obvia. Conocida
popularmente como “El pequeño Oxford”, la escuela para jóvenes talentos, Blueberry
Fields, era el centro de enseñanza privada más prestigioso de toda Inglaterra.
Construida en 1946 sobre grandes terrenos de la campiña inglesa y huyendo de las
consecuencias de la gran guerra, Blueberry había sido el sueño utópico del
magnate sir Mathew Roots, un sueño con el que pretendía educar a las mejores
mentes del futuro para evitar que se repitiesen los errores del pasado. La
escuela había formado a una gran cantidad de los más destacados científicos,
escritores y políticos de Gran Bretaña desde su fundación. Considerar a la
escuela elitista sería quedarse corto, aunque la realidad era que, cualquier
con los contactos necesarios y el ánimo de aflojar una bonita suma en concepto
de donaciones podría inscribir aquí a sus hijos.
James había sido el primer
sorprendido cuando, tras terminar el doctorado en teoría de la Literatura y
Literatura comparada, recibió la llamada de sir Adam Coolidge, el actual director
del centro, para ofrecerle un puesto como profesor allí. El sueldo era
demasiado tentador para un treintañero que pasaba el día fumando y bebiendo
ginebra en un cuartucho de alquiler, escribiendo pésimos relatos en una vieja Underwood
que se caía a trozos mientras soñaba con que algún día vería su nombre en las
estanterías de las librerías. En principio el contrato sólo cubriría la
temporada de verano, pero aun así suponía una oportunidad excepcional de
promoción para un joven como él, por lo que, sin apenas titubear, acabó
aceptando el puesto y se trasladó como profesor interno a los terrenos de Blueberry.
James se sintió impresionado la
primera vez que la vio. La escuela dormitaba, como un gigante sombrío de otra
época, dominando un pequeño valle. Una
gran verja rodeaba los terrenos, que incluían los dos grandes edificios en los
que se impartían las clases, las dependencias de los alumnos, el edificio de
los profesores y un gran pabellón deportivo con unas magnificas pistas de croquet.
El complejo también incluía un lago donde se celebraba una competición anual de
regatas, y extensos terrenos de bosque que constituían un coto de caza privado.
El lugar era realmente idílico,
mucho más de lo que había llegado a imaginar. El trabajo había sido un golpe de
suerte, iba a pasar el verano entero hospedado allí, encargándose de aquellos
alumnos que permanecían internados incluso en vacaciones. Su grupo sería pequeño,
apenas doce alumnos. Y bastante problemático.
Fue entonces cuando conoció a los
Niños Perdidos. Sólo que aún no se llamaban así. Gran parte de todo había sido
culpa suya. Suya y de la epidemia.
***
James abrió los ojos, asustado
aguantó la respiración, tratando de captar algún sonido tras la puerta.
Silencio. Parecía que los niños habían
acabado cansándose y largándose de allí. O
están escondidos, esperando que salgas para echarse sobre ti. Con cuidado,
despegó la camisa empapada de sangre de su abdomen y examinó la herida. La
puñalada no era demasiado profunda. Rizos
no había tenido la fuerza suficiente para hundir el cuchillo en su carne, y la
hoja había resbalado sobre las costillas. El corte era feo, pero no tanto como
había temido en un principio. Arrancó la manga de su camisa e improvisó un
vendaje con el que taponó la herida. Con la boca apretada por el dolor
consiguió ponerse de pie y se asomó con cautela por el ojo de buey.
Estuvo a punto de gritar. Bajó la
cabeza, con el corazón latiéndole en el pecho con fuerza. Cerró los ojos y
suspiró con fuerza antes de volver a incorporarse y asomar apenas los ojos por
la abertura.
De pie en el pasillo, aún vestido
con su raido traje de conejo, Avispado
le saludó con la mano.
Ha
dejado un vigilante. El muy hijo de puta ha dejado un vigilante, y el
vigilante, como no, es Avispado. Sabe que, de entre todos ellos, al que nunca
harías daño es a él.
James
se lamentó en silencio y volvió a sentarse en el suelo, procurando alejarse del
charco de sangre.
Cuando llegó a Blueberry se había
encontrado con el variopinto grupo de alumnos, todos ellos de diferentes
edades, todos ellos internados aún en verano por diferentes motivos que solían
tener un denominador común. Molestaban en sus casas. Sus padres tenían dinero
suficiente para que otros criasen a sus hijos por ellos mientras se dedicaban a
vivir sus vidas. Los niños habían llegado
a convertirse en un estorbo para ellos, en un lastre. Y estos lo sabían.
Sentirse rechazados de esta manera sin duda había afectado al carácter de los
niños, los cuales se mostraban retraídos, desconfiados y hasta incluso
agresivos.
Al principio encontró hostilidad
en ellos. No se fiaban de los adultos, y podía entenderlos. Le iba a costar un
gran esfuerzo que acabaran confiando en él. Y el que más problemas tenía era Avispado.
Charlie era huérfano y se había
criado con su abuelo, un estirado empresario, que se había encontrado en su
vejez con la carga que suponía criar a un nieto de ocho años. No había dudado
mucho en inscribirlo en Blueberry y olvidarse de él. El niño se sentía
abandonado. Todo le daba miedo y tenía un pánico extremo a la soledad. Siempre
andaba detrás de quien le prestase un mínimo de atención. Y ese verano, mucho
antes incluso de que comenzaran a ensayar la obra de teatro, Charlie se había
convertido en su sombra. Darle el papel de Avispado,
el niño perdido más valiente de todo el grupo, había llenado de orgullo y
confianza al chico. Recordaba con que ilusión había colaborado en la
elaboración de su traje, y como había acabado adoptando este como si fuera su
verdadera piel.
James observó la habitación.
Corriendo a ciegas había acabado dentro del despacho de Henry Brandon, el
profesor de matemáticas. Desde entonces habían pasado dos días completos y nada
hacía pensar que la situación fuese a mejorar. No había comido ni bebido nada
en todo ese tiempo, con los niños asediándolo a cada momento tras la puerta,
exigiendo su rendición. Apenas se sentía con fuerzas para mantenerse en pie.
Abrió los cajones del escritorio buscando algo
que le sirviera como arma improvisada y frustrado tiró de ellos hasta estrellarlos
contra el suelo. Nada. Se sentó en el mullido sillón y, resignado, se sirvió
una generosa medida del whisky que reposaba sobre una bandeja de plata en la
mesa.
Fue entonces cuando lo vio,
sujeto a la pared con dos ganchos dorados.
Abrió la puerta y empezó a correr
con todas sus fuerzas hacía el niño vestido de conejo, que se quedó mirándolo,
asustado y con la boca abierta sin saber qué hacer, como un ciervo que, en
mitad de una curva viera los faros de un coche abalanzándose sobre él. James
sintió el peso del mazo de croquet en sus manos y, por una milésima de segundo
titubeó. Avispado cogió aire y abrió
la boca para gritar mientras manoteaba en busca de la pequeña hacha que colgaba
de su cinturón. Entonces James golpeó con todas sus fuerzas en la cara del
niño. El cuerpo salió volando y se estrelló contra la pared del pasillo con un
sonido húmedo. Avispado se quedó allí
tumbado, con la cabeza torcida en un ángulo extraño como si en lugar de un niño
se tratase de un muñeco relleno de paja. Su pierna derecha pataleó un par de veces y
tras aquello permaneció quieto.
James rompió a llorar. Ahora no tienes tiempo para esto. Muévete
antes de que alguno de ellos vuelva. Ya has visto lo que son capaces de hacer.
Si, lo había visto. Había visto como los Niños Perdidos acorralaban a Samantha,
la cocinera, y la despedazaban a cuchilladas. No dudaba de que harían lo mismo
con él si lograban darle caza, mucho más si veían el cuerpo de Avispado tirado en el suelo.
Sacudió la cabeza tratando de
despejarse. Vale, estas fuera otra vez,
¿ahora qué? ¿Dónde cojones pretendes ir? Sabes que fuera está mucho peor que
aquí dentro. Sí, pero fuera no estarían los niños. Tratando de no hacer
ruido se dirigió a su habitación. Si no las habían cogido, las llaves de su
coche aún estarían en la mesita de noche.
Trataría de escapar de Blueberry. Luego tendría tiempo para preocuparse de
la muerte que esperaba, sin duda, fuera de la escuela.
***
Debido a su aislamiento, las
primeras noticias de la epidemia se les antojaron un serial radiofónico de
ciencia ficción. De hecho, James llegó a pensar que algún bromista estaba
emulando a Orson Welles, y su legendaria broma en la que, leyendo extractos de
“La Guerra de los Mundos” de H.G Wells en los noticiarios, había conmocionado a
la población de Norteamérica por completo haciéndoles creer que sufrían una
invasión extraterrestre real. Ninguna persona cuerda podría aceptar que los
muertos habían salido de sus tumbas y estaban atacando las principales
poblaciones.
Y sin embargo, dos semanas
después, fueron testigos de que el infierno caminaba entre los vivos.
Hicieron lo más lógico, intentad
comunicarse con el exterior. George, el conserje había salido en la furgoneta
con dirección a la ciudad en busca de noticias y había vuelto al caer la noche,
delirando y contando historias absurdas. Apenas había encontrado a nadie, y
entre los pocos supervivientes, ninguno
sabía a ciencia cierta lo que estaba pasando. Unos hablaban sobre la guerra de
los americanos en Vietnam y algo a lo que llamaban agente naranja, otros que
había estallado una guerra nuclear con Rusia. Había incluso quienes hablaban de
extraterrestres o de que al fin estaban viviendo el día del Juicio Final.
-Todo esto es culpa vuestra. Como
siempre, los adultos rompéis todo lo que tocáis. Ojala pudiéramos ser como los
personajes de la obra y no crecer nunca- sentenció con rabia quien ahora hacía
llamarse Peter- Estoy seguro de que
entonces el mundo sería un lugar diferente.
En aquel momento James había
estado de acuerdo con la afirmación del muchacho, a la que incluso le había
encontrado su lado poético. Fue entonces cuando les propuso algo que pensó
que ayudaría a los niños a superar la
crisis, aunque ahora se daba cuenta de que la idea de la representación había
sido tan buena como intentar apagar el fuego con gasolina y había caído en
aquellos jóvenes abandonados como algo profético, como si todo aquello hubiera
sido orquestado a modo de señal divina que guiase sus pasos.
Representarían la obra “Peter Pan y Wendy”. La idea le había
parecido genial. Tenía una docena de niños de cinco a trece años a su cargo en
una situación bastante confusa y estresante. No dudaba de que tarde o temprano,
lo que quiera que estuviese pasando en el exterior acabaría solucionándose pero
mientras tanto tenía que hacer algo para distraerlos, para mantenerlos ocupados
y evitar que la sensación claustrofóbica de permanecer en el interior del
recinto no se hiciera insoportable. Que no los volviera locos, a todos ellos,
él mismo inclusive. Así que les había enseñado el libro. Muchos conocían la
película de Walt Disney que se había representado en los cines en la década
anterior, pero el libro les pilló totalmente por sorpresa. Les propuso preparar
la obra para representarla en el gran
salón cuando el resto de alumnos volvieran tras las vacaciones de verano. Además, somos justo el número de actores que
necesitamos para que la obra nos quede perfecta, les había dicho, buscando entusiasmarlos,
intentando evadirlos de la situación que se desarrollaba en el exterior.
Así, mientras cada día la noche
les traía los lamentos de los muertos que ansiaban su carne tras las verjas de
hierro de Blueberry, aquel grupo de niños desechados acabó convirtiéndose en
los Niños Perdidos.
Joshep O´Neill, enorme para sus
doce años, y siempre hablando del pelo que le cubría las pelotas, se transformó
en Lelo, el más grande y noble de los
Niños Perdidos. Ralph Carter, con su
exasperante armónica, se convirtió por elección obvia en Presuntuoso, el músico engreído. Los hermanos Dawson, Terry y Lucy,
eran idóneos para el papel de los Gemelos,
mientras que Amanda Stoods, su hermano Anthony, y el pequeño Heath Conelly
completaban el trío de hermanos que componían John, Michael y Wendy Darling, los niños de la tierra que viajaban
a Nunca Jamás guiados por Peter Pan y el hada Campanilla, interpretada por la bella pese a su juventud Lisa
Mitchell.
Por último, los más mayores de
todos ellos, los más problemáticos terminarían el plantel de la obra. Christian
Doyle, con su mirada esquiva que hacía que se le encogieran los esfínteres y el
miedo reptase como algo vivo por su espalda, daría vida a Rizos, el más problemático de los Niños Perdidos, que junto con el
ya desaparecido Avispado, completaría
la joven banda. Y como colofón, Albert Behram, el más mayor de todos, el más
inteligente, sería Peter Pan.
Como era de esperar, sobre él
recayó la tarea de encarnar al Capitán
Garfio, el eterno rival de Peter y sus muchachos.
Los dos primeros meses la situación
se volvió angustiosa. A pesar del empeño de James, los niños no conseguían centrarse
en la obra de teatro, atormentados por recibir noticias del exterior, de sus
casas. Sin embargo los teléfonos continuaban sin funcionar, y las noticias de
radio se fueron espaciando más y más hasta desaparecer sustituidas por un
anuncio ininterrumpido en el que el gobierno instaba a los ciudadanos a
mantener la calma. Poco a poco, en el interior de Blueberry Fields, el idílico mundo de Nunca jamás fue
volviéndose una realidad tan vívida que terminó por sustituir al mundo real.
El detonante de la crisis ocurrió
a mediados de febrero. Laura Shipman, la
Jefa de estudios cogió su coche y se marchó. La señorita Laura era una mujer con
fuertes creencias cristianas. La situación la había afectado profundamente.
Creía fielmente que el asunto de los muertos vivientes era un castigo divino
para purificar el mundo de pecadores. Insistía con fanatismo en rezar durante
largas jornadas, exhortando a los niños a seguir el camino recto de Dios, para
que este, en su infinita sabiduría les concediera
el perdón y los librase del Infierno que acechaba al otro lado de las rejas. Pese a todo, una noche, cargó su coche con
toda la comida y suministros que pudo transportar, robó todo el dinero de la
caja fuerte del director y huyó en mitad de la noche,
dejando la puerta de la verja abierta para que la muerte tambaleante entrase en
los terrenos de Blueberry, sin preocuparse de nada más. Apenas llegó a recorrer
un par de kilómetros antes de que los muertos se lanzaran sobre su coche y la
hicieran salirse del camino. El coche dio varias vueltas de campana y se quedó
quieto en la oscuridad. Los aullidos de la Jefa de estudios despertaron al resto
de habitantes de Blueberry que observaron en silencio el fin de la mujer.
-
Nos
han abandonado- sentenció Peter- otra vez.
Eso dejó a los doce niños, a
George el conserje y Samantha, la encargada de las cocinas y al propio James
como únicos pobladores de una hacienda enorme, sin apenas comida y con los
terrenos del colegio infestados de muertos vivientes.
Cerrar las verjas otra vez costó
tres días de duro trabajo y las vidas de dos de los muchachos. El precio a
pagar había sido excesivo pero necesario. El ambiente del centro se volvió más sombrío
a medida que los días transcurrían y la esperanza iba consumiéndose como la
arena de un reloj que marcase el final de todo.
En poco tiempo tuvieron que empezar a racionar la comida, que
finalmente acabó desapareciendo, así como las velas, ya que la luz eléctrica
dejó de llegar. La única solución consistió en organizar grupos que salían a
cazar por los bosques de Blueberry para poder sobrevivir. Estos grupos a su vez
se encargaban de ir eliminando poco a poco a los muertos que aún pululaban por
los terrenos de la escuela. James había observado sin poder evitar estremecerse
como los niños se empleaban en el exterminio de los muertos vivientes, llegando
a considerar la purga como un juego siniestro en el que habían llegado a
convertirse en auténticos expertos.
Sin embargo, la vida en Blueberry
Fields no era fácil, y con frecuencia la muerte se cobraba su tributo de carne
y sangre. Fue en aquel entonces cuando Presuntuoso
empezó a tocar su siniestra melodía en lugar de hablar y Peter, y el resto de niños comenzaron a cambiar de piel,
comportándose más como los personajes de la obra que como los niños que habían
sido al empezar el verano. Una nueva piel que les hacía más fuertes, más duros,
convirtiéndolos en habitantes perfectos del infierno en el que estaban
viviendo.
***
James paró en seco y se permitió
el lujo de respirar hasta que su corazón se tranquilizó. Había matado a un
niño, pero por cruel que pudiera sonar, eso no era lo más importante ahora. Lo único que cuenta en este momento es que
consigas salir de aquí. Si te pillan, estarás muerto. Tenlo muy claro. Ellos no
tienen los mismos dilemas morales que tú. Te darán matarile mientras sonríen y
bailan. Sentía el suelo frio donde las plantas de sus pies descalzos lo
tocaban. Se los había quitado para no hacer ruido en el suelo de linóleo y
ahora colgaban, atados por las cordoneras, sobre su pecho. La sangre goteaba de
la herida que se había vuelto a abrir en su abdomen.
En silencio sopesó sus opciones.
Sólo quedaban seis niños. ¿Sólo? Pedazo de idiota, ¿sólo?
Se obligó a sí mismo a respirar despacio, intentó tranquilizarse. Si jugaba bien sus cartas todavía podría
conseguir escapar de Blueberry.
Se asomó más allá de la esquina,
estudiando las grandes escaleras de roble que llevaban al piso de arriba y que
dominaban el gran salón. Y lo vio. Apoyado en la balaustrada, Lelo miraba al vacío, con sus ojos porcinos perdidos en el infinito.
Confiado, dormitaba a ratos mientras se rascaba la entrepierna y se olisqueaba
la mano. Junto a él, apoyado en la pared estaba el rudimentario arco de sauce
que él mismo les había enseñado a fabricar y con el que los niños le habían demostrado una
pericia envidiable durante las cacerías diurnas en busca de comida. Miró con
desesperación el mazo de croquet, aun cubierto por la sangre y el pelo de Avispado, que colgaba fláccido de su
mano. Nunca conseguiría llegar a su habitación. Era imposible que lograse
atravesar el salón sin que el gigante en miniatura reparase en él. Su huía
terminaba, aquí y ahora.
-¡Eh Lelo! ¡Ven aquí un momento! – La voz de Rizos, rebotando en los pasillos vacios, le hizo estremecerse-
Peter quiere que cojas uno de estos. Son demasiado pesados para nosotros pero
Peter cree que tu si podrías derribar la puerta con uno.
El miedo le encogió los
testículos y subió por su espalda como una mano helada que se aferrase a su
nuca. Era ahora o nunca. Tenía que empezar a correr. No sabía lo que los niños
estaban tramando allí arriba y tampoco le importaba, pero sí tenía una cosa
clara. Sea lo que fuera que estuvieran haciendo allí, acabarían yendo a la
habitación donde había conseguido encerrarse. Cuando vieran a Avispado roto en el suelo, cuando
descubrieran que había escapado de la habitación, recorrerían todo Blueberry
hasta dar con él. Había visto lo que eran capaces de hacer cuando se enfadaban,
conocía su retorcido sentido de la justicia que no
dudaban en aplicar cuando consideraban necesario. Como un recordatorio de todo
aquello, aún sujeta al pasamano, la soga con la que los niños habían matado a George el conserje, osciló, mecida por el
viento que se colaba por las ventanas rotas del salón.
***
El principio del fin llegó en la primavera.
Como era de esperar, los ensayos
de la obra habían desaparecido finalmente con el paso del tiempo. La radio
acabó por dejar de emitir y los muertos se habían multiplicado hasta tal punto
que parecían un mar de cuerpos en descomposición en continuo movimiento cuando
se los miraba a través de las ventanas del piso superior de Blueberry. Cada vez
era más evidente que no acudiría ayuda alguna. Estaban solos. Solos y
abandonados a su suerte, convertidos en la más disfuncional y extraña de todas
las familias imaginables.
A pesar de que habían conseguido
cerrar las verjas en una de las primeras expediciones, los ocupantes del
colegio tenían bastante trabajo con intentar conseguir la comida necesaria para
sobrevivir. Estaban bastante ocupados en no perder la cabeza.
Entonces, una mañana, mientras
todos desayunaban en el gran salón, Campanilla
apareció tambaleándose, con el vestido desgarrado y la cara amoratada llena de
golpes y contusiones. Cayó al suelo y allí permaneció estremeciéndose entre
escalofríos mientras los residentes de Blueberry la rodeaban. La niña apenas
podía respirar. Su cuerpo presentaba las señales de haber sido sometida a un
castigo brutal. Bajo su cintura, una reveladora mancha de sangre se hacía más
grande con cada latido de su joven corazón. Peter
y Rizos cruzaron sus miradas. Tenían
claro lo que había pasado allí, y tras un rápido recuento de los presentes en
el salón, salieron corriendo hacia la zona de las habitaciones. Lelo, con su gran mole tambaleándose,
trotó tras ellos.
James se limitó a permanecer
arrodillado junto a la niña, con el corazón encogido y sin saber qué hacer. No
alcanzaba a comprender como había sucedido esto. Por muy mal que estuviese la
situación, nada justificaba la brutalidad de lo que aquí acababa de pasar.
Examinó con cuidado el cuerpo de la niña y descubrió con pesar que las vejaciones
que mostraba su cuerpo eran producto de varias horas de sufrimiento.
Transcurrieron menos de diez minutos
hasta que la voz de los muchachos llegó desde el recibidor, llamándolos a
gritos, convocándolos allí. James no alcanzó a oír el mensaje, pues la acústica
de la gran sala distorsionaba las palabras de Peter. Aun así, el tono de este era jocoso, agresivo y provocador.
Levantó a la niña del suelo y, apoyándola contra su pecho, siguió al grupo de
niños que corrían por el pasillo, contestando a la llamada de su cabecilla.
Pese a que se temía lo peor,
nunca hubiera estado preparado para la imagen que allí le recibió. Los tres
muchachos estaban subidos en el rellano que daba acceso a la planta superior.
Todos mostraban sonrisas de satisfacción y blandían porras que habían
improvisado con las patas de los muebles, aún húmedas de sangre. George, el
conserje, estaba entre ellos, apoyado en la balaustrada con esfuerzo para no
desplomarse en el suelo, apenas consciente. Su ropa estaba hecha jirones, y
aquí y allá aparecían manchas de sangre. Su cara se había convertido en una
grotesca mascara bulbosa que guardaba poco parecido con el rostro de un hombre.
El castigo de los jóvenes había sido rápido y brutal. Pero lo peor era la gran
soga que, amarrada al apoya manos, rodeaba su cuello.
James depositó con cuidado a la
muchacha sobre la alfombra y se quedó mirando a los niños. Sabía que tenía que
decir algo, frenar toda esa locura, pero las palabras no acudían a su boca.
Aquel monstruo había violado a la niña en repetidas ocasiones y sin duda
merecía un castigo brutal. Pero lo que los chicos iban a hacer estaba más allá
de toda razón. Era una locura injustificable. Sin embargo su boca continuó
cerrada, seca y pastosa.
-Mirad amigos, mis hermanos, mis
Niños Perdidos- clamó Peter- Esto es
lo que los adultos hacen con nosotros. Han destruido el mundo, y ahora quieren
destruirnos a nosotros. Este hijo de puta se aprovechó de su fuerza, de que era
un adulto, ¡y miradla! –dijo señalando a la muchacha que agonizaba-Podría ser
cualquiera de nosotros.
Los niños se giraron hacía Campanilla, la cual permanecía hecha un
ovillo en el suelo, temblando. La sangre que manaba de entre sus piernas
empapaba lentamente la alfombra. Aunque muchos de ellos no eran lo suficiente
mayores para entender lo que había pasado, el dolor de la niña pesaba como una
sombra oscura sobre el salón, llenando sus corazones de conocimiento y rabia.
-¿Y qué podemos hacer?- Peter continuó con su discurso- Aplaudid. Aplaudid todos si creéis en
cuentos. Si no creéis en ellos, Campanilla morirá. –James se sintió enfermo
ante la rabia con la que el niño citaba la obra- ¡Pues no! ¡Nosotros no seremos
como ellos! Los Niños Perdidos cuidan de ellos mismos.
Peter paseó la vista sobre los niños,
buscando su aprobación. Samantha, horrorizada ante la inminencia de lo que iba
a suceder, salió corriendo en dirección a la cocina. Los ojos de Peter buscaron a James y lo recorrieron
de arriba abajo.
-
¿Y
usted Capitán? ¿Vendrá con nosotros a Nunca Jamás?
James palideció. ¿Qué podía
hacer? ¿Qué podía decir? En el fondo de su corazón, una parte minúscula de sí
mismo comprendía a los niños, pero sin lugar a dudas, no podía permitir que
estos ajusticiasen al conserje. Buscó argumentos
para convencerlos sin encontrarlos. Nada de lo que dijera, nada de lo que
hiciera calmaría la sed de sangre de los muchachos.
-Entonces, esta noche, Peter Pan
tendrá que hacer el trabajo del Capitán, el trabajo de un adulto. Profesor, ya
que usted no quiere decir su frase, la diré yo… ¡Poned la tabla! –rugió.
Con esfuerzo, Rizos y Lelo cogieron al conserje por las piernas y comenzaron a
levantarlo. Los niños bailoteaban de expectación, contagiados por la emoción y
la rabia del momento. Sus risas y gritos eran ensordecedores. George, roto y
medio muerto, apenas podía gimotear y se agarraba sin fuerza al pasamanos para
evitar que siguieran subiéndolo.
-¡Parad! ¡Estaos quietos de una
vez! -James corrió hacia el centro de la sala, agitando los brazos con furia.-
¡No podéis hacer esto! Lo encerraremos, lo meteremos en una habitación hasta
que todo esto pase y podamos llamar a la policía, pero no podéis matarlo.
-¿Por qué no?- escupió Rizos con rabia- ¿Es que el no hubiera
hecho lo mismo? Al final todos hubiéramos acabado siendo sus esclavos. Así es
como funcionáis los adultos.
James no supo que responder. En
cierta manera, los niños llevaban razón. Desde que ocurrió la catástrofe y
habían sido conscientes de que el mundo se moría a su alrededor, George había
actuado con un carácter agresivo y bestial. Era normal verle borracho, y
frecuentemente, tenía accesos de rabia en los que se asomaba a la ventana e
insultaba a los muertos, que indiferentes continuaban gimiendo hacía él. Tarde
o temprano algo así iba a acabar sucediendo, por mucho que él se hubiera
empeñado en no verlo.
Lelo y Rizos habían conseguido poner
al conserje por fin sentado a horcajadas sobre el pasamanos. Junto a ellos, con
gesto solemne, y simulando que el palo ensangrentado que llevaba en la mano era
una espada, Peter hizo una reverencia
a los niños.
-
¡No
lo hagáis, por Dios, no!- gritó James.
-
Yo
no creo en Dios, profesor –respondió Peter Pan- Yo creo en las hadas.
Y
empujó.
***
Primero escuchó la música. Apenas
un segundo después sintió el impacto en el pecho y cayó al suelo. Algo ardía en
su hombro izquierdo. Bajó la vista y vio el asta de una rudimentaria flecha
sobresaliendo de su hombro. Un cerco de sangre crecía rodeándola y manchando su
camisa raída.
Unos cuantos centímetros más y todo se hubiera acabado¸ pensó con
resignación.
La música sonó de nuevo, y James
buscó en la oscuridad hasta encontrar su origen. Encaramado en una de las vigas
que apuntalaban el techo, como si de una grotesca gárgola se tratase, Presuntuoso le saludó con una
inclinación de la cabeza. Una media sonrisa en su cara le indicó que había
estado allí desde el principio, acechándole, disfrutando con ello. El muchacho
le guiñó un ojo y volvió a tocar su armónica. Apenas cuatro notas, lentas y acompasadas, pero que se le antojaron tan
pesadas como enormes losas de mármol que cayesen sobre él.
La segunda flecha se clavó en su
estómago, muy cerca de la herida que apenas había logrado taponar. Gritó de
dolor. Las carcajadas de Rizos llegaron
desde la balconada en la que habían colgado al conserje. El arco aún vibraba en
sus manos.
-Así que al final se ha decidido
a salir –dijo Peter Pan con voz
suave-¿Qué va a hacer profesor? ¿Está dispuesto a enfrentarse al cocodrilo?
El miedo y el dolor le sacudieron
impulsándole. Sus músculos, rebosantes de adrenalina lucharon por ponerlo en
pie. Si no se movía rápido, Rizos lo
asaetearía sin piedad mientras todos ellos miraban. Avanzó un par de pasos y
cayó sobre sus rodillas. El golpe se extendió por su cuerpo haciendo vibrar las
flechas, que abrieron las heridas. Gritó y escupió sangre en el suelo. Con
esfuerzo se alzó y avanzó a trompicones, buscando un lugar donde protegerse de
las flechas, de las risas, donde pudiera esconderse y morir.
-Usted fue el peor de todos. Nos
hizo pensar que era uno de nosotros. Nos engañó. Eligió crecer- sentenció Peter Pan- No hay lugar para usted en
Nunca Jamás.
James continúo andando. Ya nada
importaba, sólo andar, alejarse de allí lo máximo posible. Se concentró en
colocar un pie delante de otro, delante de otro, delante de otro. Sintió un
fuerte golpe en la espalda, pero el dolor se le antojó lejano, apenas lo
sintió, como una voz que le gritase contra el viento y que apenas pudiera oír.
Tardó unos segundos en entender que era aquella cosa puntiaguda que sobresalía
por su pecho. Escupió sangre y continuó andando.
Apenas fue consciente del hecho
de que los niños lo rodeaban, mirando solemnes su avance, como soldados de
piedra que custodiasen el pasillo. Atravesó la cocina sin reparar en el gran
charco de sangre sobre el que los niños habían matado a Samantha cuando el
pequeño Heath había empezado a vomitar sangre sobre su cena y ellos habían
descubierto que la cocinera había vertido cristal molido en la comida. La gorda
mujer había gritado, insultando a Peter,
llamándole Satanás, pero eso no había parado a los Niños Perdidos que habían
dado cuenta de ella con sus cuchillos, mostrando la pericia de matarifes
experimentados. James había tenido que huir para no correr la misma suerte.
Había sido entonces cuando Rizos le
había clavado su cuchillo en el costado y su sentencia de muerte quedó firmada.
La luz del día golpeó su rostro y
sintió el cálido viento del exterior meciéndole. Alguien había abierto la
puerta que daba al exterior, pero sus ojos no conseguían enfocar las figuras
que bailoteaban a su alrededor. Con suavidad, una mano infantil depositó algo
metálico en su propia mano. Sintió la dureza de las llaves de su coche que
tintineaban con cada paso tambaleante que daba al exterior.
Sacudió la cabeza con fuerza y
escupió varias veces. Se esforzó por enfocar la vista. Caminó sin pararse, como si las flechas que lo atravesaban,
dándole la apariencia de un enorme y caricaturesco erizo, no fueran más que
accesorios de un siniestro disfraz. Entonces entró en el coche y se dejó caer
ante el volante con esfuerzo. Tuvo que intentarlo tres veces hasta que el motor
tosió y el coche arrancó. El temblequeó de este le adormeció el cuerpo y
agradecido se apoyó sobre el volante, descargando su peso en él.
Metió la marcha y el coche avanzó
con suavidad. Con destreza, aceleró hasta que el vehículo alcanzó una velocidad
considerable. Entonces, sin aminorar la marcha, se estrelló contra las verjas,
que saltaron sobre sus goznes, abriéndose. Por un segundo atisbó las figuras de
los muchachos por el retrovisor mientras escapaba de allí. Permanecían en
grupo, vestidos con sus pieles de animales y despidiéndose de él con sus
pequeñas manos.
-¡Es allí! ¡Justo allí, la segunda estrella a la derecha, y luego
directo al amanecer!- gritó Peter Pan.
Y los dejó en aquel lugar, en esa
tierra maldita de Nunca Jamás inundada de sangre, mientras el coche atravesaba
las filas de muertos que, poco a poco y sin prisa, se cerraban sobre él.
Cerró los ojos y sonrió.
Continuó conduciendo, al encuentro de su cocodrilo
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