jueves, 3 de enero de 2013

MI ANSIADO ASESINO

MI ANSIADO ASESINO
Juan Vicente Briega González

Deben ser las 4 de la tarde, el calor es asfixiante, el sudor me resbala por el cuello hasta impregnar la camisa mientras veo caer muerto al asesino de las niñas. Todavía mantengo el arma apuntando al asesino, todavía tiemblan mis manos, todavía sigo mirando su cuerpo que yace tirado en el suelo. Ha sido una búsqueda implacable, años en los que este desalmado, mientras le seguía la pista, se dedicaba a dejarme cadáveres de niñas aquí y allá. Cuando todo esto empezó yo estaba casado.

Cuando el asesino empezó a matar, no se preocupaba tanto por la limpieza y la perfección; le preocupaba más terminar rápido, no era tan listo. Luego empezó a planear mejor sus crímenes, el orden y la limpieza se convirtieron en algo casi obsesivo para él, y fue perfeccionando la técnica hasta hacer que sus crímenes tuvieran su propio sello. No era como esos locos que dejan una carta de la baraja en la boca de sus víctimas, o de los que escriben pasajes de la Biblia en las paredes con sangre; su marca era diferente, no se veía a simple vista, y tal vez si no te habías preocupado por conocer su personalidad, sus actos y decisiones, ni siquiera le reconocerías.

El primer año fue fatal, mató a 17 niñas, todas con edades comprendidas entre los 7 y los 13 años. No las violaba, no las golpeaba, ni siquiera las disparaba, solo las metía en un cuarto, las hacía jugar con juguetes y justo en el momento en que las veía cómodas, soltaba un gas mortal que terminaba con sus vidas. No había dolor extremo, excepto cuando los órganos se detenían y no podían respirar. Pobres niñas.

El segundo año, el de su confirmación definitiva, fue cuando empecé a pensar como él. Compré una libreta y apunté todos los datos de que disponíamos. Nada cuadraba con nada, no había una similitud en las niñas que hiciera pensar que las prefería rubias o morenas, más altas o más bajas, nada.  Solo elegía una niña y la mataba. Aquel año, más concretamente durante aquel frío otoño, fue cuando Lidia me dejó. Tenía toda la razón cuando me dijo que no la hacía caso, que a causa de la investigación me estaba encerrando en mí mismo y que le empezaba a dar miedo. Aún recuerdo el portazo que dio al salir, pero Lidia me hizo pensar. Dijo que le empezaba a dar miedo; nunca había pensado en la capacidad del asesino para administrarle el miedo a las niñas, tal vez no fuese el color de su pelo, ni la estatura de las pequeñas criaturas lo que le hacía asesinarlas, tal vez fuera el miedo, tal vez ver como las niñas acataban sus órdenes por miedo le hacía superior, le hacía pensar que la tenía más larga y por eso asesinaba. Aquel dato fue un paso adelante en la investigación. Gracias Lidia.

El tercer año de la investigación, el asesino acabó solo con la vida de 4 niñas. Fue cuando ocurrió lo que voy a narrar, aquello de lo que más me arrepiento. Durante tres largos años de noches sin dormir, de tazas y tazas de café, repasando una y otra vez mis apuntes, intentando llegar al centro mismo de la mente del asesino, entendí que para entrar en su cabeza debía actuar como él. Una vez nada más, sentir esa excitación y ese placer de matar a una persona inocente. Serían las 6 de la tarde, estaba en el parque buscando a mi víctima y empezaba a sentir esa sensación, esa extraña sensación que te hace seguir adelante, es como una droga. Las veía jugar, ignorantes de que un loco estaba decidiendo cuál de ellas moriría esa misma tarde, o quizás aquella misma noche. Solo quería saber qué pasaría después, cuál sería el siguiente paso. Entonces me vi a mí mismo seguir a una niña a la que se le había escapado la pelota entre unos arbustos, lejos de la mirada de su madre. La estreché entre mis brazos para que no se oyeran sus gritos y la saqué del parque a toda prisa. Cuando la metí en el asiento de atrás del coche, le tapé la boca con cinta aislante, le até las manos con unas bridas y la tumbé. Me senté en el asiento delantero, encendí el motor y en ese momento comprendí lo que estaba pasando. Era un monstruo, un desalmado criminal. Comprendí también que no había marcha atrás, y que en cierto modo no me molestaba del todo, ya fuera como experimento sociológico o como acto criminal, no me molestaba del todo seguir adelante con este acto atroz.

Había adecuado mi casa de campo, alejada de cualquier vía de escape y de vecinos pesados, para el crimen. La habitación con los juguetes y las rendijas para el gas, la hoguera en el jardín para no dejar rastro y los guantes para no dejar huellas, tal y como él lo hacía. No me salí ni un milímetro del renglón de sus crímenes. Empujé a la niña dentro de la habitación y le grité que jugará. El grito retumbó en toda la casa, y la niña se puso a jugar. Una incómoda satisfacción me recorría el cuerpo, no estaba bien que me gustara, pero cada vez me gustaba más. Dejé a la niña un par de horas jugando. Le prometí llevarle la merienda y jugar con ella si hacía lo que le decía, pero no lo hice. Cuando por la rendija de la puerta la vi tranquila, cerré con llave, tapé con un trapo la puerta por arriba y por abajo para que no se escapase el gas y le di la máxima potencia al asunto. Me senté en el suelo, junto a la puerta, esperando el fatal desenlace, y cuando oí a la niña gritar y golpear la puerta, empecé a llorar, lloré hasta quedarme seco. Después de esto, nunca más volvería a ser un hombre, nunca más podría mirar a nadie a los ojos. Cuando los golpes cesaron, abrí la puerta. El cadáver de la niña estaba tirado sobre el suelo. De nuevo lloré, abracé a la niña y seguí llorando, "es lo peor que he hecho nunca" pensaba para mis adentros y la abrazaba aún más fuerte.

Cuando volvía a casa aquella noche, me juré a mí mismo no volver hacer aquello nunca más. No me había ayudado en nada sentir como él, ni ver lo que él veía cuando mataba. Solo me había producido nauseas. Nunca podría ser un asesino. Era curioso que pensara así ahora que ya lo era. Conduje tan lejos como pude para borrar aquel recuerdo de mi cabeza. Subí la música hasta el límite y cerré los ojos. Por un momento quise morir, apretar el acelerador a fondo y estamparme contra un muro o algo así, pero de repente lo entendí. La muerte de aquella niña no había sido en vano, ahora sabía lo que tenía que hacer, dejar de lado los apuntes, coger mi arma y acabar uno a uno con todos los asesinos hijos de puta que me encontrara por delante. Y así lo hice.

El tercer año terminó, y durante el sexto mes del cuarto, cuando dejé el cuerpo de policía, me dediqué a asesinar para limpiar el mundo. Fue cuando Dios me hizo el mejor regalo que me podía hacer. Aquella tarde hacía mucho calor. Yo terminaba de comer en un bar de carretera, con la pistola en el bolsillo y con la mirada fija en la barra donde un hombre, de perfil similar al de mi ansiado asesino, tomaba un café solo y fumaba un cigarro tras otro sin mediar palabra con el animado barman que no dejaba de preguntarle por esto o lo otro. No veía el momento de levantarme y acercarme a él. Había soñado con aquello durante cuatro largos años, había cometido actos de los que me arrepentiría mientras viviese, había perdido a mi esposa, el trabajo y mi vida, que quedó lejos hacía ya tiempo. Eran las tres y cincuenta y dos cuando me levanté. Caminé lentamente hacia la barra a pagar la cuenta y asegurarme de que era él. Cuando llegué y saqué la cartera, lo miré durante unos segundos fijamente, el hombre también me miró a mí pero me giró la cara. No me reconoció. Pagué como si tal cosa y salí del local. Me senté en unos escalones de cemento, saqué la pistola, la miré y me derrumbé, empecé a llorar de nuevo como un niño. Me levanté lleno de rabia, sudando y llorando, entré de nuevo en el bar y vacié el cargador sobre el asesino. Era él, sí, era él, y le estaba dando su merecido. Cuando me quedé sin balas y lo vi caer al suelo, muerto, me abalancé sobre él y le golpeé con la empuñadura del arma hasta que no quedó rastro de su cabeza. En el suelo solo se veían sesos desparramados y un charco enorme de sangre. Tiré la pistola tan lejos de mí como pude, limpié mis lágrimas con la manga de la camisa y entonces lo vi claro. En aquel charco de sangre lo entendí todo por fin. Un asesino había sido asesinado por otro asesino.  El plan perfecto.

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