lunes, 30 de septiembre de 2013

El hombre ignorado. Roberto G. Cela



Ilustración: Kike Alapont

Oh, París

El hombre caminaba por los Campos Elíseos con las manos en los bolsillos. Hacía unas semanas que comenzó a suavizarse la temperatura y disfrutaba del calor del sol templando las fibras de su camisa de franela. En el horizonte de la avenida se elevaba el Arco del Triunfo. Allí dirigía sus pasos con la tranquilidad que otorga la falta de ocupación.
Bandadas de patos cruzaron el cielo en orden marcial. Los ecos de su paspar resonaron en los edificios que se elevaban a ambos lados, llevando a sus oídos ecos de una naturaleza salvaje en expansión. Con la primavera se iniciarían los flujos migratorios de las aves y los campos remotos del norte del continente precipitarían legiones de cigüeñas, estorninos y jilgueros sobre la región. Los árboles aún desnudos, cubiertos por yemas endurecidas que en breve estallarían en hojas y flores, se preparaban para recibir a los visitantes que acudían a sus ramas cada año.
Tenía sed y algo de hambre. Caminaba desde el amanecer y de eso hacía varias horas ya. Al otro lado de los ocho carriles de asfalto divisó una fuente de metal. Miró a ambos lados por si venía algún vehículo. Nuevas costumbres surgían y otras no se perdían a pesar de su inutilidad. Salvó los metros que le separaban de la acera contraria rodeando los esqueletos oxidados de un Renault Clio y de un autobús de línea que se abrazaban sobre un camastro de pavimento ennegrecido por el fuego.
Pulsó el botón del grifo, se acuclilló y sacó la lengua para recoger el chorrito de agua, lamiendo como un perro, con paciencia, hasta que se sintió saciado. Se incorporó y eructó sonoramente, atrayendo la atención de un par de transeúntes que miraron confusos a su alrededor, retomando sus paseos a los pocos segundos.
Echaba de menos montar en bicicleta. Quizás fuese el buen tiempo. Sea lo que fuere, añoraba sentarse en el sillín, posar los pies en los pedales y dejarse llevar por ese sentimiento de libertad que facilita la tracción mecánica. Las bicicletas eran un bien escaso. Desaparecieron de los almacenes con la escasez de combustible; hacía mucho que no veía ninguna en buen estado. La última consiguió mantenerla durante varias semanas en su viaje transpirenaico hasta que se reventó el pedalier en una subida y no supo repararla. El placer de rodar no es comparable a nada, pensó.
El recuerdo de esa pérdida le quitó las ganas de llegar al Arco del Triunfo. Ese alegato inútil a la victoria que no se repitió no era más que una broma cruel de épocas esperanzadas que ya no volverían.
Todo por culpa de ellos. Por su culpa. Hasta el pasado dejaba de tener sentido si no había un futuro.
Enfurecido, se agachó, recogió un pedazo de losa desprendida del suelo y se lo lanzó a una mujer que pasaba por su lado. Acertó de pleno en lo que quedaba de su cabeza y la hizo trastabillar. Ella recuperó el equilibrio con dificultad y se giró buscando el origen de la piedra, elevando el mentón como un perro de presa.
—Mírame puta, mírame —susurró levantando el dedo medio y dedicándole un gesto grosero.
Pero no le vio. Nunca le veían.

En Dios confío

El hombre rezaba sentado en un banco, con los codos apoyados en las rodillas, cruzando las manos y apoyando la frente en el nudo de dedos que apretaba con fuerza. El Padre nunca abandonaba a sus hijos en la tribulación. Su fe era fuerte. El Señor le hacía poderoso en la flaqueza.
Hacía verdaderos esfuerzos por concentrarse y escuchar algún mensaje de Dios. Pero el arrastrar continuo de pies le expulsaba del lugar al que ansiaba elevar su alma para recobrar la esperanza.
La prueba era dura, muy dura, como no hubo otra en la historia de su raza.
Rezaba en una iglesia católica murmurando salmodias como un mantra mágico que retenía su cordura. Algún día recibiría su respuesta. No dudaba de esa certeza.
Apretó los párpados para no errar en las frases que se encadenaban construyendo un Padrenuestro, ansiando no escuchar los golpes que los resucitados se propinaban contra las inmensas columnas que sostenían la bóveda de la catedral de Notre Dame en su avance ciego.
Pensaba en el Cristo que ya no presidía la capilla principal, secuestrado por vivos en los primeros tiempos de desorden. Y en las estatuas de los Santos que yacían reducidas a fragmentos policromados por el paso de cientos de ellos, profanadores de las figuras sagradas que regresarían tarde o temprano para finalizar la venida del Reino de Dios. Esa era su esperanza. Su fe era fuerte.
Era difícil concentrarse en ese silencio repleto de movimiento.

Recupera el objeto perdido

Sentado en una mesa del interior de una brasserie, masticaba terrones de azúcar que localizó en los estantes más elevados situados detrás de la barra cubierta de manchas de café y tazas volcadas, como si todos hubiesen salido a toda prisa de allí. Era un milagro que ningún roedor se le hubiese anticipado en los primeros días en que la población humana inició su merma. Estaba deliciosamente crujiente.
Frente al escaparate podía ver un portal con una fachada clásica, gris y de forja negra, limpia de pintadas. Las puertas de acceso estaban cerradas. Un oso de peluche reposaba apoyado en la hoja izquierda, cerca de un zapato infantil deslustrado. Una niña paseaba por la calle, arrastrando por el suelo una mochila escolar. Estaba descalza.
Se levantó chocando una mano con otra para limpiarse de los restos de azúcar y salió del local, dejando atrás al hombre que se empeñaba en abrir la puerta del baño de mujeres, rascando incansable el pomo con los muñones pelados de carne, sin atinar a girarlo. Dios sabe cuánto tiempo llevaría atareado en su afán y qué demonios buscaría en su interior.
Esquivó tres peatones que avanzaban muy juntos y recogió el peluche. Lo sacudió para retirarle el polvo acumulado y se fijó en que le faltaba un ojo. No importaba, ella no se daría cuenta.
La alcanzó en tres zancadas, acompañándola unos metros. Finalmente, le ofreció el muñeco.
—Tengo tu osito. Seguro que se te cayó de la mochila y lo estás buscando.
La niña abrió la boca y retrajo los labios, mostrando sus encías carentes de dientes. No tenía lengua.
—Tómalo. Estará mejor contigo.
Presionó el oso contra su pecho y ella lo atenazó con los dedos de una mano, mirando a un lado y otro, intentando ubicar el origen de la voz. Incapaz de conseguirlo, prosiguió su marcha sin soltar ni el muñeco ni la mochila.
Él se sentó en un bordillo y la observó durante unos minutos. Después, se lamió los restos azucarados de los dedos.

Érase una vez una familia

El hombre encontró un apartamento vacío en la cuarta planta del portal de la fachada sin pintadas. Revisó piso por piso hasta dar con uno sin moradores. Cuando dormía le gustaba hacerlo sin compañía de ningún tipo. Despertarse a media noche con uno de ellos tropezándose con los pies de la cama era muy incómodo.
Desde los amplios ventanales podía ver a la niña en su paseo inacabable. Aún mantenía el oso contra su cuerpecillo. Debía de tener la misma edad que su hija cuando sufrió el cambio.
Recordó a su querida Ana llegando a casa al salir de clase. Él libraba esa mañana y la había pasado junto a su mujer haciendo el amor y compartiendo las tareas domésticas. Escuchó el timbre y abrió la puerta para darle una sorpresa. La pequeña iba vestida con un chándal y de su espalda colgaba una mochila llena de libros. Tenía medio rostro desgarrado y una cuenca sin globo ocular. Se agachó y la abrazó, gritando a su esposa para que llamase a urgencias de inmediato, levantándola en vilo para llevarla al sofá, llorando por el dolor que él no podía sufrir. La mujer chilló al verla y se abalanzó sobre su hija, mesando su cabello, preguntándole qué le había pasado, por qué no decía nada, escupiendo sangre cuando Ana se aferró a su cuello y alcanzó la tráquea a dentelladas. Él se cayó de espaldas, reptando de culo para huir de esa cosa que le ignoró y devoró las mejillas que él acarició esa misma mañana. Después, entre convulsiones, su esposa se levantó sin pronunciar ningún sonido, la carne colgando por el mentón. Se le veían las muelas por el boquete. Ambas deambularon en silencio por la casa sin prestarle atención. Él huyó despavorido sin mirar atrás.
No existe el amor si no hay nadie vivo para recibirlo.

Por aire, sólo por aire

El hombre corría.
Los meses de actividad física al aire libre, moviéndose de una ciudad a otra a pie, habían endurecido los músculos y aumentado la capacidad de sus pulmones. Por eso no se sentía apenas fatigado. Esquivaba a los que iban en su misma trayectoria, cada vez en mayor número, soltándoles improperios cuando ralentizaban su avance.
Escuchó el eco lejano de otro ladrido y giró por la calle que se abría a su izquierda.
Se acercaba, de eso no cabía duda.
Estaba leyendo una vieja revista, taciturno, cuando creyó oírlo por primera vez. Levantó los ojos de las páginas y esperó uno segundos por si se repetía. Volvía ya al artículo sobre los avances en una rara enfermedad que asolaba una región de Indonesia cuando se repitió de nuevo.
Era un perro.
Echó la revista a un lado y se levantó. Los pocos transeúntes que se encontraban a su alrededor se giraron también en la dirección del sonido, abrieron las bocas y cambiaron el rumbo de sus movimientos para encaminarlos hacia el origen del eco.
Parecía un milagro. O una casualidad. O mucha suerte. Porque ya no había animales cuadrúpedos en las ciudades. Tampoco en los campos. Por lo menos en los que él había cruzado. Devorados por las legiones de hambrientos seres en que se había convertido la humanidad, fueron desapareciendo hasta que sólo las aves señorearon la naturaleza, cada estación en mayor número. A ellas no podían alcanzarlas los muy bastardos.
Corría con el ansia que otorga la desesperación de la soledad.
Llegó a una plaza y lo vio. Encaramado en el pedestal de una estatua que homenajeaba a algún general que sí ganó su guerra, un chucho ladraba a la multitud que se agolpaba en su base elevando los brazos para atraparle, hechizados por el hálito vital que emanaba. Se acercaban más por las calles aledañas, arrastrando los pies y abriendo las bocas en un vano intento de absorber el vigor del que carecían.
—¡Aguanta! ¡Voy a por ti!
El perro le descubrió y cambió el tono de sus ladridos. Inició un lastimero lloriqueo al reconocer a un auténtico ser humano. Una zarpa le atrapó de un anca y saltó hacia atrás, librándose por los pelos de ser arrastrado al mar emponzoñado de resucitados.
El hombre se lanzó hacia delante para salvarle, pero no pudo atravesar el compacto trenzado de brazos y piernas por más que empujó y pateó. La masa que se aproximaba le rodeó, aprisionándole contra las espaldas de los que estaban delante de él. Se revolvió medio asfixiado por el hedor y la presión y escapó gateando. El perro aulló de dolor cuando uno de ellos le aferró de la pata delantera, sin soltarle a pesar de los mordiscos.
Tirado en el suelo, recuperando el resuello, contempló impotente cómo más manos atrapaban al perro y le arrastraban hasta que los ladridos desaparecieron opacados por el alboroto de los chapoteos, crujidos y masticaciones.
La soledad era un valor en alza.

Au revoir, París

El hombre no se sentía satisfecho. A pesar de haberse dedicado a aplastar cráneos y amputar miembros hasta que el cansancio venció su rabia, el vacío que crecía en su corazón no se llenaba. A su alrededor yacían decenas de mujeres y hombres con sus no-vidas segadas por el arma improvisada. Había sangre en sus manos, propia y ajena. Los huesos astillados también arañan.
Dejó caer el utensilio y el acero de su hoja vibró al chocar con los adoquines.
Era el momento de viajar. Berlín podía ser un buen destino. Tan bueno como cualquier otro.
Odiaba París.

viernes, 27 de septiembre de 2013

Javier Sermanz, Terror en el subterráneo

Ilustración, Daniel Medina


José Rivera se encontraba en la zona VIP de la discoteca de moda Electrika. Desde allí podía ver a miles de personas bailando al ritmo de la incomprensible música que ponía el también de moda, DJ Doom, todos agolpados, inmersos en un ambiente saturado en sudor y humo. A él no le gustaba el Tecno, ni le gustaba ese lugar, pero de vez en cuando se daba una vuelta por allí para sentir de cerca la humanidad que había perdido. Todas aquellas personas rezumaban tanta vida, tanta energía, que por un instante le recordaba a cuando él estaba vivo.

Se preguntaba una y otra vez qué le verían a esos ruidos infernales y por qué se movían todos como meningíticos; no comprendía cómo a eso lo llamaban bailar. José prefería la música de verdad, Duke Ellington, Louis Armstrong, Fletcher Henderson, nombres que para los de allí dentro no significarían absolutamente nada. O la música de los años cincuenta. ¡Oh, eso sí que era música, los Cadillacs, Eddie Cochran, Frankie Lymon!

Era una lástima que no la pudiera sentir, pues ya nada se le conmovía en su corazón parado. Su estado no le permitía apreciar esas cosas, pero si lo hubiera hecho, desde luego nunca se hubiera movido con esos sonidos electrónicos que allí sonaban. Era una ventaja que permaneciera insensible a ellos.

En realidad eso no le interesaba, querer recuperar su humanidad era un sueño al que hacía tiempo que había renunciado, sobre todo desde que el que le convirtió en lo que era, el doctor Mengele, había muerto hacía décadas. Quizá en el futuro su fundación encontraba la cura a lo que le pasaba. O quizá no se trataba de esperanza y en el fondo le gustaba estar muerto, ser un zombie y que nadie lo sospechara cuando lo mirara.

El verdadero motivo por el que frecuentaba los discotecas era porque allí podía encontrar toda clase de gente que se adecuara a sus apetitos insaciables; debía comer carne humana con cierta frecuencia si no quería descomponerse y convertirse en polvo. Siempre encontraba un camellito de poca monta, un matón de medio pelo o un poli corrupto con los que saciar su hambre voraz. Si aquello estaba bien o mal le causaba completa indiferencia, hacía mucho tiempo que había dejado de lado esas cuestiones porque lo único que le interesaba era existir de la manera que fuese.

Gracias a su condición de muerto viviente había podido reunir una inmensa fortuna, quedándose el dinero de los que devoraba o cometiendo robos a bancos de los que salía siempre bien parado porque las balas no le dañaban más de lo que ya estaba. Si no podía escapar a la Policía, siempre le quedaba la opción de fingirse muerto, como había realizado cientos de veces, y luego salir tan campante de la Morgue.

Todo ese dinero, millones y millones de euros, lo empleaba para encubrir sus actos, adoptando múltiples personalidades y para procurarse una constante fuente de alimento. Tenía siempre su despensa llena de gente que le proporcionaba Walter, su hombre de confianza y, a veces, de extrañas personas que soñaban con ser devoradas por un zombie, reclutadas de Internet. Pero de vez en cuando le gustaba capturar él mismo las presas; no era por una cuestión de emociones, ya que las había perdido décadas atrás, era por un motivo de consciencia, la poca que le quedaba de aquel hombre que un día fue.

Esa noche se presentaba aburrida, todo parecía muy normal, gente corriente tratando de huir de sus ansiedades y poca gentuza a la que ajustar las cuentas. Aún era pronto, tenía la esperanza de que se presentara algún mafiosillo en el reservado, donde les gustaba exhibirse delante de los demás para causarles envidia. Lo peor de todo es que lograban su objetivo; luego muchos jóvenes querían ser como él e imitaban su modelo de vida.

Una preciosa chica lo observaba desde la barra con una sonrisa seductora. Como muchas otras allí, estaba luciendo figura, esperando que la invitaran a sentarse en la mesa. José no tenía interés en ella, el deseo sexual ya no significaba nada para él; aunque un vago vestigio todavía lo sorprendía observando a las chicas. Si bien era verdad que pensaba más en comérselas que en acostarse con ellas.

Para ir a las discotecas se hacía pasar por José Rivera, rico de noble familia, dueño de un enorme patrimonio inmobiliario. Había sido Eduardo Toledo, empresario, Juan Velasco, banquero, Emilio Iniesta, importante ganadero; todo dependía del objetivo que buscara. Para las discotecas prefería aparentar ser un tipo forrado de millones que busca diversión nocturna. Las chicas se fijaban en él, le buscaban con la mirada, le provocaban con sutiles movimientos y excitantes posturas; ansiaban los beneficios de su posición, cosa que él encontraba repugnante.

Como era el caso de Estela, la bonita joven que no paraba de mirarlo con obvias intenciones. José pensó que quizás su conversación fuera agradable, quizás no fuera una de esas busconas y fuera una buena chica que no sabía donde ir una noche cualquiera. Si bien eso era improbable, a esas horas una chica que trabaja debería estar durmiendo y no en uno de esos sitios, o estudiando para su futuro en lugar de escoger la vía fácil. En cualquier caso, decidió que quería compañía y le indicó al camarero del VIP que la hiciera pasar.

La chica asintió con la mirada iluminada y se acercó con pasos sinuosos sobre unas plataformas que acentuaban su atractiva figura. Debería sentir al menos un cosquilleo, pensó el Zombie, la chica es muy guapa. Pero no fue así, un muerto no puede sentir.
―Me llamo Estela, con una “L”― se presentó, intentando parecer simpática, sin darse cuenta que acentuaba la “S” de forma afectada, como muchas que se creían diferentes al hablar así. No sé, les daba distinción, decían
 
―Yo soy José, ¿quieres sentarte conmigo? Estaba solo y me preguntaba si...
―Sí, claro, será un placer― ella no tardó en aceptar, sentándose descaradamente-. He visto cómo me observabas...-añadió, dando a entender que José era el verdadero interesado, cuando eso era lo más lejano a la realidad. Si ella sospechara las verdaderas intenciones del Zombie, saldría corriendo de allí en lugar de echarse directamente sobre la trampa.

Media hora después ya se había bebido media botella de Champaña, de las que cuestan diez mil euros. 

―¡Salgamos a bailar!― proponía, risueña, deseando exhibirse delante de la nueva persona que había conocido. De lo poco que habían hablado, había decidido que le gustaba muchísimo, era un hombre interesante y distinguido y a lo mejor podría ser su próxima pareja. Ahora debía conquistarlo con sus armas de mujer.

Mientras eso le decía, le dedicaba tórridas miradas y efectuaba lúbricas contorsiones con el objeto de excitarle, de pie, sin abandonar la mesa. Así las demás mujeres podrían ser testigos de su éxito. Era ella, y no otra, la que se lo iba a llevar esa noche.

Al zombie le desagradó su actitud. Demasiado vanidosa, demasiado interesada. Pensó que quizás la estaba prejuzgando, sacando una conclusión errónea. A veces esos lugares se prestaban a ello. Lo mejor sería poder conversar con ella en un lugar más silencioso.
―¿Nos vamos a un lugar más tranquilo?― le preguntó sin rodeos. A lo que ella accedió al instante, ya llevaba tiempo pensando precisamente en eso. Ese hombre tan apuesto tenía que ser para ella.

Media hora después se encontraban en un Loft que tenía José justo al lado de la discoteca, habían apagado las luces y se habían metido en la cama.


―No te preocupes, es normal después de haber bebido― intentó consolar a José, sin conocer que en realidad no podía realizar funciones sexuales. La excusa del alcohol le venía de perlas. Cómo explicarle que era un zombie. El mismo del que hablaban las noticias últimamente.

Ella también había bebido lo suficiente como para no darse cuenta de la frialdad de su cuerpo. En el fondo agradecía no haber tenido que tener sexo con él, aparte de que odiaba hacerlo, prefería guardarse algo para la siguiente; cuanto más insinuara y más pudiera dilatar la situación, tanto mejor. Si hubiera conocido la verdad sobre José, se hubiera muerto del asco por haberse restregado con un muerto; los manoseos, besuqueos y demás.

Aún así, se sentía un poco sucia por estar allí, fingiendo que le gustaba ese hombre para sacarle todo lo que pudiera. Una parte minúscula de ella se preguntó si su hijo, Ramón, habría tenido una buena noche. Pero estaba tranquila porque su madre lo cuidaba; ella todavía era joven y tenía derecho a divertirse. No iba a renunciar a lo que le gustaba solo porque había tenido un crío.

―Voy a darme una ducha― le dijo, cubriéndose con la sábana para que no le viera su figura. No estaba segura de que le siguiera pareciendo atractiva a José después de verla sin su ropa y sus tacones, ¡y mucho menos sin maquillaje!

El Zombie asintió con indiferencia, pasando por alto este hecho. A decir verdad se extrañó cuando observó cómo se quitaba las pestañas postizas y cuando al dirigirse al baño descubría lo bajita que era sin tacones. Aunque no le dio importancia, su percepción ya no era la misma desde que los Nazis le hicieran eso, todo se esfumaba en la bruma que obnubilaba su mente.

Veinte minutos después, Estela ya se encontraba de nuevo junto a José, acariciando su pecho sin vida. Atribuyó el tacto frío a su melena mojada. Para no perder las extensiones que le habían costado tres cientos euros, eran del pelo de una super-model que lo vendía por Internet, se las había quitado con cuidado y las había dejado al lado de las pestañas. Confiaba en que José no se diera cuenta del poco pelo que tenía. Para despistar la atención colocó su pierna por encima de la suya, mostrando la curva de la cadera y el tatuaje que descendía desde ella.

José apoyó su mano en la cadera más por instinto que por otra cosa.

―Es muy bonito. ¿Qué significa?― le preguntó aparentando interés, quería penetrar esa fachada a ver qué escondía y si valía la pena el esfuerzo.

―Oh, nada. Me encapriché y me lo hice. Es muy bonito, ¿verdad? Me encantan los Tatoos. Mira éste. Me lo hice por un tío que me molaba; la “T” es de Tyson. Era boxeador. Y éste otro fue porque a mi amiga le dio por uno y nos hicimos juntas el mismo. ¿A que es una pasada?

Mientras Estela hablaba, el Zombie se fijó en su cara, resaltada por un haz de luz. Se dio cuenta de que era un horror botulímico sin el maquillaje; los poros exudaban un sudor aceitoso y macilento y los labios estaban hinchados de una manera innatural que forzaba una sonrisa. Se había retocado los pómulos y también la nariz. Aquello le sorprendió al hombre que llevaba dentro, quien una vez se llamó Amancio, las mujeres de su época eran de otra manera.

Estela vio cómo José la miraba y pensó que observaba sus pechos. Muy pícara, se llevó las manos allí y se los acarició con orgullo.

―¿Te gustan? Son de silicona, ¿a que no se nota nada? Me costaron una pasta; tuve que pedir un préstamo para poderlos pagar pero merece la pena. ¿A que sí?

El Zombie hizo un amago de querer tocarlos, pensando que no le gustaría tener que comerse eso. Ella aprovechó para esquivarlo, cambiando de tema.
 
―¿Tienes familia? Quiero decir: ¿estás casado?― esa cuestión era muy importante, ante todo debía asegurarse de que no hubiera otra en su vida. ―Yo tengo un hijo de nueve años, se llama Ramón.

El tema del hijo también era importante para ella, el hombre que la deseara tenía que aceptarlos a los dos. Si tenía suerte y a éste le gustaban los críos, podría despreocuparse de él y limitarse a vivir con el dinero del otro.

―Lo tuviste de muy joven― observó él.

―Sí― puso mala cara.

―¿No lo querías tener?

―No. Sí, bueno en realidad, no. Ya no podía abortar más veces, el médico no me lo aconsejaba.

―Entonces, ¿qué ocurrió?

―El muy cabrón me dijo que era una puta, que el niño no era suyo y se largó. Nunca más he vuelto a verle.

―¿Y por qué no lo denunciaste?

―Ya da igual.

―Para haber tenido un hijo tu figura está estupenda, debes de hacer mucho ejercicio en el GYM.

―¡Qué va!- resopló Estela―. Yo hace años que no piso un gimnasio ni de coña. Si yo era la gorda de la clase. Desde que descubrí eso de las liposucciones, oye, puedo comer lo que quiera y después ya me lo quitaré. Esto es como lo de los Tatoos, una vez que empiezas ya no puedes parar. ¡Madre mía! Yo primero me hice la Lipo, luego me operé los pechos; después me retoqué la nariz, porque era espantosa; hace poco me retoqué los pómulos y la barbilla. Y ahora quiero retocarme los párpados para quitarme las bolsas, que están muy feas. Lo que no sé es si voy a tener el dinero porque ya no me fían en ningún sitio y le debo un huevo a mi amiga...

―Te debió costar otra pasta todo eso.

―¡Y tanto que sí! Pero bueno, lo voy pagando poco a poco. Ahora voy un poco justa, con eso de que no tengo curro y eso, pero me ayudan mis padres y a veces mi abuela.

―¿Y cómo lo haces para mantener a tu hijo y encargarte de su educación con esas deudas?

Ella encogió los hombros con indiferencia.

―Ya va al cole. Su abuela lo cuida, que si no, está muy sola. Yo ahora me preocupo de disfrutar, que para eso soy joven, él ya disfrutará cuando le toque.

El zombie se estaba descomponiendo. No quería que ella viera lo que en realidad era; le dio un billete de cincuenta euros para que cogiera un taxi y la despidió con una excusa. Estela, aunque tenía el coche aparcado cerca de allí, en un subterráneo, aceptó el dinero sin rechistar. Le venía de maravilla, acababa de gastarse lo último que le quedaba en la copa de la disco. Le había salido bien la noche, si tenía suerte lo vería pronto y quizás la cosa...

Estela escuchó un ruido. Se volvió para mirar. No vio nada. Estaba en el subterráneo, de camino a la máquina de tickets. A los pocos pasos volvió a escuchar un ruido, como un extraño gemido. Miró con más atención. Nada. “Serán imaginaciones tuyas, no te detengas” se dijo con un estremecimiento.

El eco de unos pasos le robó un sobresalto. Se giró con nerviosismo. Se acercaba un hombre bien vestido que se tambaleaba un poco, parecía que no encontraba su coche. “Ah, es un borracho, no te distraigas”.

Llegó al cajero. Estaba inquieta. Mientras salía el ticket contuvo la respiración, mirando a los lados por si se acercaba alguien más. El borracho no estaba; le parecía haber oído la puerta de un coche. El suyo estaba al fondo del pasillo, a cincuenta metros.

Comenzó a caminar con paso apresurado, tenía ganas de meterse en el coche e irse a su casa. Notaba una extraña presencia que la agobiaba. Aceleró.

De pronto surgió una sombra y la atrapó en una zona de penumbra. Era el borracho, que trataba de forzarla. Estela chilló horrorizada, revolviéndose como una loca y pidiéndole que la soltara. El borracho dimanaba un hedor asfixiante, su piel estaba gris como las paredes de cemento e igual de frías. Su boca repugnante se dirigía hacia la suya.

Estela se libró de él con un violento empujón; era un sujeto enorme y pesado. El quererla agarrar lo derribó al suelo. Ella echó a correr. Menos mal que se había traído en el bolso una muda y unos zapatos de deporte y ahora podía correr. En el último instante el borracho le asió un tobillo y trastabilló, sin llegar a caer. Pero sí que perdió el bolso; algunas cosas se esparcieron por el suelo.

Ella no paraba de gritar, sus ecos resonaban por todo el subterráneo pero nadie parecía oírlos. A esas horas casi todos estaban durmiendo. Recoge a trompicones lo caído sobre el suelo y sale a la carrera en dirección a su coche.

El borracho se levanta y la persigue cojeando y con los brazos alzados como si quisiera cogerla.

Estela lo ve y chilla de nuevo. Le invade la angustia. Tiene que llegar al coche. “¡Rápido, las llaves, corre, saca las llaves!” se urgió, no logrando controlar el temblor de manos por el miedo que estaba sintiendo. Solo podía pensar en ponerse a salvo de ese asqueroso violador.

La llave no entra. “Tranquila, prueba otra vez”. ¡Por fin! Abrió la puerta y se metió dentro a toda velocidad, cerrando el seguro sin perder un segundo. Estaba aterrada y muy nerviosa. Respiró un poco más aliviada. 

De repente una mano golpeó el cristal; el borracho otra vez. Había saltado sobre el coche de golpe. Cuando le vio la cara dio un respingo y un alarido a la vez. Si gritaba alto a lo mejor alguien la escuchaba. Era una cara monstruosa, con los dientes negros y los ojos rabiosos.
“¡Arranca!”. Metió las llaves y giró. No arranca. ¡No, maldita sea, ahora no!

El borracho arremetió mientras tanto contra el cristal de la ventana y metió las manos ensangrentadas dentro del coche para cogerla. Ella se echó a un lado a tiempo, sin soltar las llaves, logrando arrancar. ¡Browmm! El coche arrancó. Estela pisó el acelerador y dio marcha atrás; la angustia recorría todo su cuerpo. El borracho no se soltaba. Lo llevó arrastrando unos metros, quemando gomas. El humo negro flotó en el aire junto con los chirridos de las ruedas y los gruñidos del borracho, que cada vez parecía más un muerto.
Estela paró en secó el coche y su pasajero salió despedido por el impulso. Rodó a unos metros por delante del coche. Entonces, en estado de shock total, aceleró y pasó por encima del agresor. El coche botó bruscamente dos veces en las que se escucharon aterradores crujidos. Después salió a toda velocidad.

No quería mirar pero la curiosidad pudo más y se distrajo mirando por el retrovisor. En su estado de ansiedad, perdió el control del coche y se estampó contra una columna. Por fortuna el golpe no fue fuerte y no saltó el Air-Back. El coche se había calado.

Contacto. No arranca. Una sombra cruzando la luz la puso en guardia. Miró automáticamente hacia donde yacía el cuerpo roto del borracho. ¡Oh, no, se había levantado y se acercaba con todos los huesos de las piernas y de los brazos rotos!

―¡Vamos, arranca ya!

¡Sííí! 

“Por Dios que no se haya estropeado” rezó cuando puso la marcha. Cuando tomó el rumbo de salida el borracho rozaba el lateral trasero del coche con sus dedos crispados y se quedaba atrás, dando pasos trastabillantes. Entonces Estela frenó en seco y dio marcha atrás. El perseguidor se golpeó con violencia contra el coche y salió despedido unos metros. Estela estaba histérica. 

―¡Muérete ya, cabronazo!

Y volvió a pasar por encima. Una vez, y otra hacia delante. El trecho hasta la barrera no sabe cómo lo condujo. Empezó a registrar el bolso. El ticket no aparecía. Ella no podía quitarse la escena de la cabeza, ni el horrible ruido de los huesos. “¿Dónde esta el puto ticket?” se repetía, nerviosa, sin resultados. ¡Oh, mierda, se le había caído al suelo!

“Ahora tienes que volver”. Aquel pensamiento le heló la sangre. “¿Y ver otra vez a ése?”.

Resoplando con amargura, metió la marcha y se dispuso a girar. A mitad del giro se dio cuenta de que el ticket estaba en la alfombrilla. No se le había caído. Respiró aliviada, por fin algo estaba saliendo bien. Con lo bien que había empezado la noche.

Pero de pronto: ¡Clang! El violador apareció de nuevo. Esta vez la rueda se había llevado parte de la cara, sin embargo seguía caminando igual. El traje también exhibía rodaduras y polvo.
 
¡Es que no se muere nunca!

El Zombie se acercaba inexorablemente. Arrastraba la pierna izquierda, arañando el suelo con el hueso astillado de la tibia. Su rostro mutilado mostraba todos los dientes de la parte derecha de la mandíbula y parte del maxilar. Aquel agujero negro que era su boca se abría y cerraba con avidez caníbal.

Estela desesperó. No le daría tiempo de poner el ticket en la máquina y pasar. Derribaría la barrera con el coche. Gritaba y gritaba, al borde del delirio, mientras la inmensa figura renqueante se acercaba con los brazos extendidos y aquella mirada.
 Aceleró. No controló la velocidad con los nervios y se estrelló contra la curva del carril. El golpe la dejó aturdida.

En esto unas manos ensangrentadas abrieron la puerta del coche y la sacaron con brutalidad al exterior. Estela gritaba sin cesar, rogando piedad. El Zombie la arrastró hasta una cámara de seguridad apostada en una esquina y allí la devoró a voluntad. La cara rellena de Votox y los pechos de silicona no los tocó.


En el bar el Pincho estaban escuchando las noticias.
―El Zombie ha actuado de nuevo. El justiciero asesino en serie, que imita a un muerto viviente a la hora de protagonizar sus sangrientos asesinatos, le ha quitado la vida de una forma atroz a una mujer de veintiocho años, madre de un hijo pequeño de nueve. No vamos a retransmitir las imágenes, dada su crudeza. Se sospecha que haya podido ser un ajuste de cuentas por las elevadas sumas que debía...

―¡Joer, ése no perdona una!― dijo el Sebastián, el parroquiano del bar.

―¡Sí, el otro día se cargó al maltratador ese, luego al torero! ¿Y a ésta por qué labrá matao?

―Yo creo que por las deudas; si le andó pidiendo a quien no debía, es natural que la encontraran asín― le contestó el Sebastián.

―Pues yo creo que ha sido por profanar su cuerpo, ser tan egoísta y descuidar a su hijo en lugar de hacer lo que le correspondía como a una buena madre― opinó Johnny, el motero de la chopper negra que a veces iba por el bar.