jueves, 20 de junio de 2013

Código: Génesis X · Capítulo 4 por Maialen Alonso




Capítulo 4 
Un inesperado encuentro
 

La situación de la ciudad estaba lejos de lo que llegó a imaginar. Shana dio vueltas sobre su propio eje mirando todo a su alrededor. Si bien era cierto que nunca había estado allí, había visto la televisión y el periódico, y desde luego no era lo que había grabado en su
memoria. La vegetación se había tragado absolutamente todo convirtiendo el lugar en unaselva. Parecía no haber ningún tipo de animal, lo cual agradeció terriblemente, el solo hecho de imaginar que algún depredador apareciese frente a ella la aterrorizó.
—No sé qué hacer… —murmuró sentándose para descansar— No hay nadie. ¿Qué
pasó, papá? Tengo miedo… —suspiró y miró sus pies desnudos y el pijama que seguía
vistiendo— No puedo cambiarme, toda la ropa que hay está casi deshecha.
No estaba segura de qué hacer, no había nadie... y pensar que podría ser la única humana en la tierra le quitaba todo el aire de los pulmones, hasta tal punto que quería llorar, y ella nunca lloraba.
Un fuerte pitido resonaba por toda la estancia molestando los oídos de los presentes.
En el centro había una extraña silla de color verde metalizado, estaba perfectamente posicionada frente a un cristal de enormes proporciones y en ella había un hombre sentado que miraba con pose imponente el cristal, el cual había dejado de mostrar el brillante exterior haciendo aparecer una imagen que le hizo fruncir el ceño.
—¿Qué hacemos capitán? —preguntó alguien sentado frente a él, a unos metros de
distancia— La señal parece clara, dudo que sean interferencias.
—Está prohíbo aterrizar, Morrik —habló pausadamente mientras se pasaba una mano por el mentón afilado.
—No creo que eso sea un problema —la puerta se abrió a su espalda con un sonido seco—, teniendo en cuenta que ya hemos bajado más de una vez.
—Sí, pero últimamente las naves del Emperador están rondando por este sector… — dejó escapar un largo suspiro y se levantó— si nos detectan tendremos problemas.
—Por supuesto, se mueren por ponerte la mano encima —el hombre que acababa de
entrar caminó y se posicionó junto al capitán—. Eres un chico malo, Luzbel.
Dejó escapar una risa ronca mientras se acercaba al que estaba sentado, puso una mano sobre su hombro y observó la señal con mayor detenimiento.
—No sé quién estará rondando por ese planeta muerto y prohibido —habló tras unos segundos en silencio—, pero me lo vais a traer aquí. Manda a Tak´ul, déjale claro que sea lo que sea, lo quiero de una pieza.
—¡Sí, capitán!
Shana comenzaba a tener hambre, pero no había absolutamente nada que llevarse a la boca, incluso dudaba de poder beber agua, porque se encontró un enorme lago en medio de la ciudad, en la zona más baja. Los edificios salían de él, algunos medio derrumbados, otros a punto de hacerlo. El agua era tan cristalina que desde la pendiente en la que se
encontraba podía ver todo lo que había sumergido en las profundidades, pero ningún pez, allí no había nada más vivo aparte de ella y las plantas.
—Si supiera cuales se pueden comer… —se dijo a sí misma mirando varios matorrales que no conocía— Mañana intentaré buscar algún libro que hable sobre ello, por ahora, será mejor que busque un sitio en el que descansar.
Miró la cama que había en la tienda de muebles, el pesó de esta había destrozado las patas así que no le preocupó que pudiera ceder con ella encima. Con las manos palpó la superficie, no estaba en buenas condiciones, pero era lo mejor que había encontrado.
—Es más cómodo de lo que había pensado —admitió cuando ya estaba sobre la cama con las piernas estiradas y observando el exterior de la calle.
En aquel momento, sus ánimos bajaron tanto como la temperatura, comenzaba a temer tanto… Deseaba saber lo que había ocurrido, y esperaba y rezaba porque sus padres no hubieran sufrido una muerte cruel. Hundió la cara en sus propias rodillas, se daba cuenta de pronto de que estaban muertos, ellos, que habían formado todo su mundo ya no estaban, pero para animarse un poco a sí misma se dijo que al menos, al ser su mundo tan
sumamente reducido, no estaba sufriendo la pérdida de amigos u otros seres queridos…
—Creo que pensar así es más triste todavía… —se dio cuenta repentinamente— No he tenido ni un amigo en mi vida, es la primera vez que paseo por la ciudad, y resulta que ya no queda nada. Nunca podré ir al cine o a un bar… tampoco tendré una triste cita con un
chico. Aunque si soy sincera, tampoco pensé nunca que lo fuese a hacer. ¡Ni siquiera sé lo que siento o debería de sentir! —golpeó con suavidad el colchón, estaba frustrada— ¿Que si tengo miedo? ¡Por dios que sí! Me tiembla todo.
Decidió callarse, porque aunque no había nadie más allí, se sentía estúpida hablando sola. Lo mejor en aquel momento era tragarse todos los malos sentimientos, no podía hacer nada, no podía revivir a todas aquellas personas que había visto tiradas por la calle “o lo que quedaba de ellas”, porque no eran más que esqueletos.
Dejó escapar un suspiro mientras miraba la calle, el sol comenzaba a dejar extraños tonos anaranjados, nunca había visto un color como aquel, y ella siempre observaba el
anochecer desde la gigantesca ventana de su habitación. Aunque siniestro, resultaba hermoso, se sentía hipnotizada, por un segundo todo lo malo se desvaneció, pero pegó un brinco en la cama que crujió bajo su trasero peligrosamente cuando escuchó un estruendo
enorme.
—¿Alguien? —alcanzó a decir levantándose y cogiendo la mochila— ¡Hay alguien!
Sin pensar si quiera en lo que estaba haciendo, salió por el hueco en el que una vez hubo un cristal y comenzó a caminar rápido y con cierta desesperación hacia la dirección
desde la que estaba segura provenía el sonido. Sus ojos verdes se entrecerraban por la potencia inusual de la luz del crepúsculo. En un primer momento creyó que se debía a que
había estado toda la vida en casa, pero lo descartó, porque ella siempre se sentaba frente a la ventana para disfrutar del astro. Se paró en secó y usando una mano para crear una
pequeña sombra sobre su cara, vio que el sol estaba mucho más cerca de lo que debería.
—No soy una experta —comenzó a pensar en miles de documentales—, pero esto no debería de ser así… de estar tan cerca del sol, me tendría que quemar, y hace frío.
Se encontraba en una pequeña cuesta, la parte redondeada de arriba comenzó a cambiar. Por culpa del sol no podía ver bien, pero la sombra se movía y comenzaba a dibujar una ancha y extraña silueta.
—¡El ruido de antes! —no pudo evitar alzar su voz emocionada.
El sol casi se había ido, solo unos segundos más y podría verles con claridad, porque había diferentes alturas y ya comenzaba a poder diferenciar a tres personas caminando. Se
quedaron de pies allí arriba, sospechó que observándola del mismo modo en el que ella les escrutaba. Cerró los ojos tan solo un segundo para descansar, pues le picaban de manera incómoda por no haber parpadeado, cuando enfocó con la mirada, ellos ya estaban bajando y podía verles con claridad, no tenían nada de humano.
—¿Qué diablos…?
Dio un pasó atrás mientras todo su cuerpo comenzaba a endurecerse, parecían humanos, porque tenían dos piernas y dos brazos, o eso pensó hasta que vio a uno de los individuos, de quien sobresalía un par extra de extremidades desde ambos costados. Capaz
ya de diferenciar incluso los tonos de sus cuerpos, vio que la mujer tenía un color ceniza, la del ser enorme era verdosa, y la del que tenía cuatro brazos parecía casi de color rojo.
—¿Mu… mutantes? —fue lo único que pudo pensar, porque no había más explicación para ella.
Apretó tanto los dientes que sintió una punzada de dolor. Por suerte, su cuerpo actuó por propia voluntad, se giró y comenzó a correr por primera vez en su vida sin pensar en los riesgos que aquel simple acto podrían conllevar para su cuerpo. Pero lo que acababa de ver no podía ser real, ¿tal vez algún desastre nuclear? Porque sin duda, eran mutantes, no
tenían nada de humano.
—¿Qué diablos hace? —preguntó una voz siseante— ¿Huye de nosotros?
—Con tu cara no me extraña —la mujer le miró de soslayo dibujando una sonrisa de burla—. Sea como sea, el capitán ha ordenado llevar al signo de vida, si huye… cazémosla
—acabó preparándose para correr tras ella, pero una mano del tamaño de su cabeza la agarró— ¿Qué mierda te pasa Tak´ul?
—Yo diría que ese gruñido… intenta decirte que no te pases, las órdenes son claras — entornó los ojos pensando en si había acertado, el hombre verde asintió— ¡Cada día soy mejor tío!
—Maldito estúpido —puso una mueca de asco mientras le miraba—, cállate y vamos antes de que perdamos su rastro.
Los tres corrieron calle abajo, en la misma dirección en la que Shana había huido despavorida. Eran rápidos y ligeros, incluso el más grande, que era capaz de apartar los
viejos coches de un golpe, cosa que no parecía resultar un gran esfuerzo para él. En apenas un minuto la vieron apoyando las manos sobre las rodillas e intentando respirar.
Estaba desesperada, tal vez por realizar su primer esfuerzo físico, no estaba segura, pero no podía respirar bien, sentía que se le cerraban los pulmones y resultaba frustrante a la par que doloroso. Les veía ir hacia ella casi a cámara lenta y supo que no podría correr
más, necesitaba pensar en algo cuanto antes. Entonces, en el viejo edificio de color blanco que había frente a ella, vio un pequeño agujero por el que entraría su cuerpo, no se lo pensó, no había tiempo, estaban tan cerca que casi podría tocarles.
—¡Ah! —dejó escapar un grito cuando una fuerte presión se aferró a su tobillo derecho.
Intentaba patalear y luchar por soltarse, maldijo a su propio pie por ser tan lento, sentía como aquella mano tiraba tan fuerte que le arrancaría la pierna entera, y mientras,
clavaba las uñas en el metal de las cuatro pequeñas paredes que la rodeaban creando un horrible e incómodo chirrido.
—¡Joder, sácala ya, me va a provocar dolor de cabeza! —gritó la mujer, pero las palabras que llegaron a los oídos de Shana eran inentendibles— ¡Sácala ya Jowak o la trocearé! —avisó furiosa.
—No sabemos lo que soporta, si tiro más podría partirla, no quiero que el jefe me miré de esa manera —remarcó quejándose y haciendo un poco más de fuerza, pero Shana gritó de dolor y aflojó al momento—. ¿Ves?
Comenzaba a sentir unos horribles pinchazos, no solo en la pierna, también en el corazón, y aquello la alertó, porque cuando eso le pasaba, no acababa nada bien.
La mano con la que se había aferrado a una vieja tubería de cobre comenzaba a aflojarse, no podía seguir luchando contra aquello, el esfuerzo la estaba matando, al final no pudo más y cedió dejándose arrastrar fuera y viendo la cara de aquel ser a tan solo unos
centímetros de la suya, parecía un lagarto rojo o algo por el estilo, con cuatro brazos y el pelo de un llamativo color naranja parecía sacado de una película.
—¡Hey! —habló, pero ella no entendía.
No podía controlar su respiración, y cuando pasaba a mirar de un individuo a otro, su estado empeoraba. Los músculos de todo su cuerpo estaban dolorosamente tensos y los nervios que sentía la hicieron colapsar.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó la mujer con sorna al verla desfallecer— Da igual, cógela y volvamos, llevamos demasiado tiempo aquí y nos pueden detectar.
El gigante verde llamado Tak´ul se agachó y agarró a Shana con ambos brazos, parecía mucho más pequeña de lo que era, y es que con el tamaño que tenía él, cualquiera podría parecer un niño.
Los tres comenzaron a caminar a paso cada vez más acelerado intentando llegar cuanto antes hasta el punto en el que habían quedado. Cuando llegaron, la mujer sacó un pequeño aparato gris y accionó un botón, en apenas un segundo una luz de ponente color blanco les rodeó a los tres haciéndoles desaparecer.

martes, 11 de junio de 2013

FanZine 6 . Prólogo

¿Qué tal estáis “leyentes” y aficionados al sobresalto? En este número estamos algo consternados. Al principio de cada edición solemos garabatear algo rufianesco, con humor ácido para que emprendáis con una sonrisa cuán Joker’s de la vida el faenón de leernos. Pero en esta revista estamos abrumados por la pérdida de “La Voz”.

Sí, “La Voz”, Constantino Romero nos dejó el pasado 12 de mayo de 2013. La voz de Clint Eastwood, Sean Connery, Arnold Schwarzenegger, Terminator, Darth Vader y al genial personaje de “Blade Runner” llamado Roy Batty que interpretó con maestría Rugter Hauer, son algunos de los personajes que ha doblado. FanZine se une al silencio de una de las voces más carismáticas dejando el séptimo arte sin el trueno de su voz.

Consternados, aún así, seguimos repartiendo nuestras pequeñas historias de terror y fantasía haciendo predominar las ganas de entretenerte. Puede sonar muy tópico pero llegado a este momento crucial, revista número seis, FanZine esta en el paso ecuador anual y lucha por seguir adelante deleitándote con “juntaletras” que contactan con nosotros para mostrarte su capacidad en el arte del miedo sazonado con ilusión y entusiasmo creador.

Para nosotros no sólo es un honor contar con este elenco de personas, que disfrutan con la escritura creando estos formidables relatos, sino también que nos leáis. Todos los que hacemos posible FanZine nos hemos criado con los personajes donde Constantino nos embrujaba con su voz.
Por eso queremos proponerte algo diferente en este sexto número. Deseamos que mientras lees nuestros relatos imagines la voz de Constantino Romero.

Busca una buena iluminación, siéntate en un lugar cómodo, intenta leernos cerca del W.C y tener siempre a mano un botellín de agua para no apartar la mirada de la pantalla. Vas a entrar en el mundo de FanZine, por primera o sexta vez, donde si no andas con cuidado te podrás encontrar con extrañas e inmisericordes criaturas. Entrarás a una dimensión desconocida llena de ilustraciones y versos cargados de sudor y sangre.

Bienvenido a FanZine... SOMOS tú padre.
Nunca Jamás, Sergio Pérez-Corvo
Ilustración, Daniel Medina

Peter no era el más fuerte, ni siquiera el más listo, pero sin lugar a dudas, era el más cabrón de todos ellos. Tampoco ese era su nombre real, pero el muy hijo de puta había asumido su papel con una perversa perfección. James se asomó por el ojo de buey de la puerta y los vio, de pie y a oscuras en el pasillo, con toda su atención volcada en él. Hacía mucho tiempo que habían tirado el selecto uniforme del colegio. Ahora vestían con los trajes de la función, harapos que habían convertido en su nueva ropa, parcheada aquí y allá por las pieles de los animales que lograban cazar y con las que daban un aire siniestro a su vestuario.
Los niños gritaron con júbilo cuando una piedra surgida de la oscuridad reventó el cristal de la puerta en mil pedazos. James cayó al suelo, gritando de rabia y miedo, con la cara ensangrentada llena de fragmentos de cristal.
Comenzaron a reír. Presuntuoso sacó su armónica y empezó a tocar la espeluznante melodía que se había convertido en una clara invitación para que la muerte recorriera los pasillos de la escuela. James supo entonces que iba a morir. Tarde o temprano los niños encontrarían la forma de entrar.
Ahora esto era Nunca Jamás. Y a los Niños Perdidos no les gustaban los adultos.
-          Nunca le dejaremos ir, señor- dijo Peter – Todavía tiene que vérselas con el cocodrilo.
El cabecilla de los Niños Perdidos se agachó junto a la puerta y untó sus dedos en la sangre que comenzaba a formar un charco en el suelo de linóleo, después trazo gruesas líneas rojas en su cara e invitó al resto de niños a imitarle. Comenzaron a jugar, simulando ser indios que danzaban. Tras la puerta, James intentó no cerrar los ojos, mantenerse alerta para poder contenerlos, para evitar que entrasen, pero su vista se nublaba más y más con cada latido. Se estaba muriendo, lentamente, sobre el suelo. Deseó con todas sus fuerzas no estar allí, pero ya no había nada que se pudiera hacer. Era demasiado tarde. La oscuridad lo envolvió como una húmeda mortaja, y se encontró fuera de allí, a mil años luz de aquella asquerosa habitación.

***

Si tenías dinero en abundancia y querías que tu hijo acabase siendo alguien, tu elección era obvia. Conocida popularmente como “El pequeño Oxford”, la escuela para jóvenes talentos, Blueberry Fields, era el centro de enseñanza privada más prestigioso de toda Inglaterra. Construida en 1946 sobre grandes terrenos de la campiña inglesa y huyendo de las consecuencias de la gran guerra, Blueberry había sido el sueño utópico del magnate sir Mathew Roots, un sueño con el que pretendía educar a las mejores mentes del futuro para evitar que se repitiesen los errores del pasado. La escuela había formado a una gran cantidad de los más destacados científicos, escritores y políticos de Gran Bretaña desde su fundación. Considerar a la escuela elitista sería quedarse corto, aunque la realidad era que, cualquier con los contactos necesarios y el ánimo de aflojar una bonita suma en concepto de donaciones podría inscribir aquí a sus hijos.
James había sido el primer sorprendido cuando, tras terminar el doctorado en teoría de la Literatura y Literatura comparada, recibió la llamada de sir Adam Coolidge, el actual director del centro, para ofrecerle un puesto como profesor allí. El sueldo era demasiado tentador para un treintañero que pasaba el día fumando y bebiendo ginebra en un cuartucho de alquiler, escribiendo pésimos relatos en una vieja Underwood que se caía a trozos mientras soñaba con que algún día vería su nombre en las estanterías de las librerías. En principio el contrato sólo cubriría la temporada de verano, pero aun así suponía una oportunidad excepcional de promoción para un joven como él, por lo que, sin apenas titubear, acabó aceptando el puesto y se trasladó como profesor interno a los terrenos de Blueberry.
James se sintió impresionado la primera vez que la vio. La escuela dormitaba, como un gigante sombrío de otra época,  dominando un pequeño valle. Una gran verja rodeaba los terrenos, que incluían los dos grandes edificios en los que se impartían las clases, las dependencias de los alumnos, el edificio de los profesores y un gran pabellón deportivo con unas magnificas pistas de croquet. El complejo también incluía un lago donde se celebraba una competición anual de regatas, y extensos terrenos de bosque que constituían un coto de caza privado.
El lugar era realmente idílico, mucho más de lo que había llegado a imaginar. El trabajo había sido un golpe de suerte, iba a pasar el verano entero hospedado allí, encargándose de aquellos alumnos que permanecían internados incluso en vacaciones. Su grupo sería pequeño, apenas doce alumnos. Y bastante problemático.
Fue entonces cuando conoció a los Niños Perdidos. Sólo que aún no se llamaban así. Gran parte de todo había sido culpa suya. Suya y de la epidemia.

***

James abrió los ojos, asustado aguantó la respiración, tratando de captar algún sonido tras la puerta. Silencio.  Parecía que los niños habían acabado cansándose y largándose de allí. O están escondidos, esperando que salgas para echarse sobre ti. Con cuidado, despegó la camisa empapada de sangre de su abdomen y examinó la herida. La puñalada no era demasiado profunda. Rizos no había tenido la fuerza suficiente para hundir el cuchillo en su carne, y la hoja había resbalado sobre las costillas. El corte era feo, pero no tanto como había temido en un principio. Arrancó la manga de su camisa e improvisó un vendaje con el que taponó la herida. Con la boca apretada por el dolor consiguió ponerse de pie y se asomó con cautela por el ojo de buey.
Estuvo a punto de gritar. Bajó la cabeza, con el corazón latiéndole en el pecho con fuerza. Cerró los ojos y suspiró con fuerza antes de volver a incorporarse y asomar apenas los ojos por la abertura.
De pie en el pasillo, aún vestido con su raido traje de conejo, Avispado le saludó con la mano.
Ha dejado un vigilante. El muy hijo de puta ha dejado un vigilante, y el vigilante, como no, es Avispado. Sabe que, de entre todos ellos, al que nunca harías daño es a él.
 James se lamentó en silencio y volvió a sentarse en el suelo, procurando alejarse del charco de sangre.

Cuando llegó a Blueberry se había encontrado con el variopinto grupo de alumnos, todos ellos de diferentes edades, todos ellos internados aún en verano por diferentes motivos que solían tener un denominador común. Molestaban en sus casas. Sus padres tenían dinero suficiente para que otros criasen a sus hijos por ellos mientras se dedicaban a vivir sus vidas. Los niños  habían llegado a convertirse en un estorbo para ellos, en un lastre. Y estos lo sabían. Sentirse rechazados de esta manera sin duda había afectado al carácter de los niños, los cuales se mostraban retraídos, desconfiados y hasta incluso agresivos.
Al principio encontró hostilidad en ellos. No se fiaban de los adultos, y podía entenderlos. Le iba a costar un gran esfuerzo que acabaran confiando en él. Y el que más problemas tenía era Avispado.
Charlie era huérfano y se había criado con su abuelo, un estirado empresario, que se había encontrado en su vejez con la carga que suponía criar a un nieto de ocho años. No había dudado mucho en inscribirlo en Blueberry y olvidarse de él. El niño se sentía abandonado. Todo le daba miedo y tenía un pánico extremo a la soledad. Siempre andaba detrás de quien le prestase un mínimo de atención. Y ese verano, mucho antes incluso de que comenzaran a ensayar la obra de teatro, Charlie se había convertido en su sombra. Darle el papel de Avispado, el niño perdido más valiente de todo el grupo, había llenado de orgullo y confianza al chico. Recordaba con que ilusión había colaborado en la elaboración de su traje, y como había acabado adoptando este como si fuera su verdadera piel.
James observó la habitación. Corriendo a ciegas había acabado dentro del despacho de Henry Brandon, el profesor de matemáticas. Desde entonces habían pasado dos días completos y nada hacía pensar que la situación fuese a mejorar. No había comido ni bebido nada en todo ese tiempo, con los niños asediándolo a cada momento tras la puerta, exigiendo su rendición. Apenas se sentía con fuerzas para mantenerse en pie.
 Abrió los cajones del escritorio buscando algo que le sirviera como arma improvisada y frustrado tiró de ellos hasta estrellarlos contra el suelo. Nada. Se sentó en el mullido sillón y, resignado, se sirvió una generosa medida del whisky que reposaba sobre una bandeja de plata en la mesa.
Fue entonces cuando lo vio, sujeto a la pared con dos ganchos dorados.

Abrió la puerta y empezó a correr con todas sus fuerzas hacía el niño vestido de conejo, que se quedó mirándolo, asustado y con la boca abierta sin saber qué hacer, como un ciervo que, en mitad de una curva viera los faros de un coche abalanzándose sobre él. James sintió el peso del mazo de croquet en sus manos y, por una milésima de segundo titubeó. Avispado cogió aire y abrió la boca para gritar mientras manoteaba en busca de la pequeña hacha que colgaba de su cinturón. Entonces James golpeó con todas sus fuerzas en la cara del niño. El cuerpo salió volando y se estrelló contra la pared del pasillo con un sonido húmedo. Avispado se quedó allí tumbado, con la cabeza torcida en un ángulo extraño como si en lugar de un niño se tratase de un muñeco relleno de paja.  Su pierna derecha pataleó un par de veces y tras aquello  permaneció quieto.
James rompió a llorar. Ahora no tienes tiempo para esto. Muévete antes de que alguno de ellos vuelva. Ya has visto lo que son capaces de hacer. Si, lo había visto. Había visto como los Niños Perdidos acorralaban a Samantha, la cocinera, y la despedazaban a cuchilladas. No dudaba de que harían lo mismo con él si lograban darle caza, mucho más si veían el cuerpo de Avispado tirado en el suelo.
Sacudió la cabeza tratando de despejarse. Vale, estas fuera otra vez, ¿ahora qué? ¿Dónde cojones pretendes ir? Sabes que fuera está mucho peor que aquí dentro. Sí, pero fuera no estarían los niños. Tratando de no hacer ruido se dirigió a su habitación. Si no las habían cogido, las llaves de su coche aún estarían en la mesita de noche. Trataría de escapar de Blueberry. Luego tendría tiempo para preocuparse de la muerte que esperaba, sin duda, fuera de la escuela.
***
Debido a su aislamiento, las primeras noticias de la epidemia se les antojaron un serial radiofónico de ciencia ficción. De hecho, James llegó a pensar que algún bromista estaba emulando a Orson Welles, y su legendaria broma en la que, leyendo extractos de “La Guerra de los Mundos” de H.G Wells en los noticiarios, había conmocionado a la población de Norteamérica por completo haciéndoles creer que sufrían una invasión extraterrestre real. Ninguna persona cuerda podría aceptar que los muertos habían salido de sus tumbas y estaban atacando las principales poblaciones.
Y sin embargo, dos semanas después, fueron testigos de que el infierno caminaba entre los vivos.
Hicieron lo más lógico, intentad comunicarse con el exterior. George, el conserje había salido en la furgoneta con dirección a la ciudad en busca de noticias y había vuelto al caer la noche, delirando y contando historias absurdas. Apenas había encontrado a nadie, y entre los pocos supervivientes,  ninguno sabía a ciencia cierta lo que estaba pasando. Unos hablaban sobre la guerra de los americanos en Vietnam y algo a lo que llamaban agente naranja, otros que había estallado una guerra nuclear con Rusia. Había incluso quienes hablaban de extraterrestres o de que al fin estaban viviendo el día del Juicio Final.
-Todo esto es culpa vuestra. Como siempre, los adultos rompéis todo lo que tocáis. Ojala pudiéramos ser como los personajes de la obra y no crecer nunca- sentenció con rabia quien ahora hacía llamarse Peter- Estoy seguro de que entonces el mundo sería un lugar diferente.
En aquel momento James había estado de acuerdo con la afirmación del muchacho, a la que incluso le había encontrado su lado poético. Fue entonces cuando les propuso algo que pensó que  ayudaría a los niños a superar la crisis, aunque ahora se daba cuenta de que la idea de la representación había sido tan buena como intentar apagar el fuego con gasolina y había caído en aquellos jóvenes abandonados como algo profético, como si todo aquello hubiera sido orquestado a modo de señal divina que guiase sus pasos.
Representarían  la obra “Peter Pan y Wendy”. La idea le había parecido genial. Tenía una docena de niños de cinco a trece años a su cargo en una situación bastante confusa y estresante. No dudaba de que tarde o temprano, lo que quiera que estuviese pasando en el exterior acabaría solucionándose pero mientras tanto tenía que hacer algo para distraerlos, para mantenerlos ocupados y evitar que la sensación claustrofóbica de permanecer en el interior del recinto no se hiciera insoportable. Que no los volviera locos, a todos ellos, él mismo inclusive. Así que les había enseñado el libro. Muchos conocían la película de Walt Disney que se había representado en los cines en la década anterior, pero el libro les pilló totalmente por sorpresa. Les propuso preparar la obra para  representarla en el gran salón cuando el resto de alumnos volvieran tras las vacaciones de verano. Además, somos justo el número de actores que necesitamos para que la obra nos quede perfecta, les había dicho, buscando entusiasmarlos, intentando evadirlos de la situación que se desarrollaba en el exterior.
Así, mientras cada día la noche les traía los lamentos de los muertos que ansiaban su carne tras las verjas de hierro de Blueberry, aquel grupo de niños desechados acabó convirtiéndose en los Niños Perdidos.
Joshep O´Neill, enorme para sus doce años, y siempre hablando del pelo que le cubría las pelotas, se transformó en Lelo, el más grande y noble de los Niños Perdidos.  Ralph Carter, con su exasperante armónica, se convirtió por elección obvia en Presuntuoso, el músico engreído. Los hermanos Dawson, Terry y Lucy, eran idóneos para el papel de los Gemelos, mientras que Amanda Stoods, su hermano Anthony, y el pequeño Heath Conelly completaban el trío de hermanos que componían John, Michael y Wendy Darling, los niños de la tierra que viajaban a Nunca Jamás guiados por Peter Pan y el hada Campanilla, interpretada por la bella pese a su juventud Lisa Mitchell.
Por último, los más mayores de todos ellos, los más problemáticos terminarían el plantel de la obra. Christian Doyle, con su mirada esquiva que hacía que se le encogieran los esfínteres y el miedo reptase como algo vivo por su espalda, daría vida a Rizos, el más problemático de los Niños Perdidos, que junto con el ya desaparecido Avispado, completaría la joven banda. Y como colofón, Albert Behram, el más mayor de todos, el más inteligente, sería Peter Pan.
Como era de esperar, sobre él recayó la tarea de encarnar al Capitán Garfio, el eterno rival de Peter y sus muchachos.
Los dos primeros meses la situación se volvió angustiosa. A pesar del empeño de James, los niños no conseguían centrarse en la obra de teatro, atormentados por recibir noticias del exterior, de sus casas. Sin embargo los teléfonos continuaban sin funcionar, y las noticias de radio se fueron espaciando más y más hasta desaparecer sustituidas por un anuncio ininterrumpido en el que el gobierno instaba a los ciudadanos a mantener la calma. Poco a poco, en el interior de Blueberry Fields,  el idílico mundo de Nunca jamás fue volviéndose una realidad tan vívida que terminó por sustituir al mundo real.
El detonante de la crisis ocurrió a mediados de febrero.  Laura Shipman, la Jefa de estudios cogió su coche y se marchó. La señorita Laura era una mujer con fuertes creencias cristianas. La situación la había afectado profundamente. Creía fielmente que el asunto de los muertos vivientes era un castigo divino para purificar el mundo de pecadores. Insistía con fanatismo en rezar durante largas jornadas, exhortando a los niños a seguir el camino recto de Dios, para que este, en su infinita sabiduría les concediera el perdón y los librase del Infierno que acechaba al otro lado de las rejas.  Pese a todo, una noche, cargó su coche con toda la comida y suministros que pudo transportar, robó todo el dinero de la caja fuerte del director y huyó en mitad de la noche, dejando la puerta de la verja abierta para que la muerte tambaleante entrase en los terrenos de Blueberry, sin preocuparse de nada más. Apenas llegó a recorrer un par de kilómetros antes de que los muertos se lanzaran sobre su coche y la hicieran salirse del camino. El coche dio varias vueltas de campana y se quedó quieto en la oscuridad. Los aullidos de la Jefa de estudios despertaron al resto de habitantes de Blueberry que observaron en silencio el fin de la mujer.
-          Nos han abandonado- sentenció Peter- otra vez.
Eso dejó a los doce niños, a George el conserje y Samantha, la encargada de las cocinas y al propio James como únicos pobladores de una hacienda enorme, sin apenas comida y con los terrenos del colegio infestados de muertos vivientes.
Cerrar las verjas otra vez costó tres días de duro trabajo y las vidas de dos de los muchachos. El precio a pagar había sido excesivo pero necesario. El ambiente del centro se volvió más sombrío a medida que los días transcurrían y la esperanza iba consumiéndose como la arena de un reloj que marcase el final de todo.
En poco tiempo  tuvieron que empezar a racionar la comida, que finalmente acabó desapareciendo, así como las velas, ya que la luz eléctrica dejó de llegar. La única solución consistió en organizar grupos que salían a cazar por los bosques de Blueberry para poder sobrevivir. Estos grupos a su vez se encargaban de ir eliminando poco a poco a los muertos que aún pululaban por los terrenos de la escuela. James había observado sin poder evitar estremecerse como los niños se empleaban en el exterminio de los muertos vivientes, llegando a considerar la purga como un juego siniestro en el que habían llegado a convertirse en auténticos expertos.
Sin embargo, la vida en Blueberry Fields no era fácil, y con frecuencia la muerte se cobraba su tributo de carne y sangre. Fue en aquel entonces cuando Presuntuoso empezó a tocar su siniestra melodía en lugar de hablar y Peter, y el resto de niños comenzaron a cambiar de piel, comportándose más como los personajes de la obra que como los niños que habían sido al empezar el verano. Una nueva piel que les hacía más fuertes, más duros, convirtiéndolos en habitantes perfectos del infierno en el que estaban viviendo.

***

James paró en seco y se permitió el lujo de respirar hasta que su corazón se tranquilizó. Había matado a un niño, pero por cruel que pudiera sonar, eso no era lo más importante ahora. Lo único que cuenta en este momento es que consigas salir de aquí. Si te pillan, estarás muerto. Tenlo muy claro. Ellos no tienen los mismos dilemas morales que tú. Te darán matarile mientras sonríen y bailan. Sentía el suelo frio donde las plantas de sus pies descalzos lo tocaban. Se los había quitado para no hacer ruido en el suelo de linóleo y ahora colgaban, atados por las cordoneras, sobre su pecho. La sangre goteaba de la herida que se había vuelto a abrir en su abdomen.
En silencio sopesó sus opciones. Sólo quedaban seis niños. ¿Sólo? Pedazo de idiota, ¿sólo? Se obligó a sí mismo a respirar despacio, intentó tranquilizarse. Si jugaba bien sus cartas todavía podría conseguir escapar de Blueberry.
Se asomó más allá de la esquina, estudiando las grandes escaleras de roble que llevaban al piso de arriba y que dominaban el gran salón. Y lo vio. Apoyado en la balaustrada, Lelo miraba al vacío, con sus ojos porcinos perdidos en el infinito. Confiado, dormitaba a ratos mientras se rascaba la entrepierna y se olisqueaba la mano. Junto a él, apoyado en la pared estaba el rudimentario arco de sauce que él mismo les había enseñado a fabricar y  con el que los niños le habían demostrado una pericia envidiable durante las cacerías diurnas en busca de comida. Miró con desesperación el mazo de croquet, aun cubierto por la sangre y el pelo de Avispado, que colgaba fláccido de su mano. Nunca conseguiría llegar a su habitación. Era imposible que lograse atravesar el salón sin que el gigante en miniatura reparase en él. Su huía terminaba, aquí y ahora.
-¡Eh Lelo! ¡Ven aquí un momento! – La voz de Rizos, rebotando en los pasillos vacios, le hizo estremecerse- Peter quiere que cojas uno de estos. Son demasiado pesados para nosotros pero Peter cree que tu si podrías derribar la puerta con uno.
El miedo le encogió los testículos y subió por su espalda como una mano helada que se aferrase a su nuca. Era ahora o nunca. Tenía que empezar a correr. No sabía lo que los niños estaban tramando allí arriba y tampoco le importaba, pero sí tenía una cosa clara. Sea lo que fuera que estuvieran haciendo allí, acabarían yendo a la habitación donde había conseguido encerrarse. Cuando vieran a Avispado roto en el suelo, cuando descubrieran que había escapado de la habitación, recorrerían todo Blueberry hasta dar con él. Había visto lo que eran capaces de hacer cuando se enfadaban, conocía  su  retorcido sentido de la justicia que no dudaban en aplicar cuando consideraban necesario. Como un recordatorio de todo aquello, aún sujeta al pasamano, la soga con la que los niños habían matado  a George el conserje, osciló, mecida por el viento que se colaba por las ventanas rotas del salón.

***
El principio del fin llegó en la primavera.
Como era de esperar, los ensayos de la obra habían desaparecido finalmente con el paso del tiempo. La radio acabó por dejar de emitir y los muertos se habían multiplicado hasta tal punto que parecían un mar de cuerpos en descomposición en continuo movimiento cuando se los miraba a través de las ventanas del piso superior de Blueberry. Cada vez era más evidente que no acudiría ayuda alguna. Estaban solos. Solos y abandonados a su suerte, convertidos en la más disfuncional y extraña de todas las familias imaginables.
A pesar de que habían conseguido cerrar las verjas en una de las primeras expediciones, los ocupantes del colegio tenían bastante trabajo con intentar conseguir la comida necesaria para sobrevivir. Estaban bastante ocupados en no perder la cabeza.
Entonces, una mañana, mientras todos desayunaban en el gran salón, Campanilla apareció tambaleándose, con el vestido desgarrado y la cara amoratada llena de golpes y contusiones. Cayó al suelo y allí permaneció estremeciéndose entre escalofríos mientras los residentes de Blueberry la rodeaban. La niña apenas podía respirar. Su cuerpo presentaba las señales de haber sido sometida a un castigo brutal. Bajo su cintura, una reveladora mancha de sangre se hacía más grande con cada latido de su joven corazón. Peter y Rizos cruzaron sus miradas. Tenían claro lo que había pasado allí, y tras un rápido recuento de los presentes en el salón, salieron corriendo hacia la zona de las habitaciones. Lelo, con su gran mole tambaleándose, trotó tras ellos.
James se limitó a permanecer arrodillado junto a la niña, con el corazón encogido y sin saber qué hacer. No alcanzaba a comprender como había sucedido esto. Por muy mal que estuviese la situación, nada justificaba la brutalidad de lo que aquí acababa de pasar. Examinó con cuidado el cuerpo de la niña y descubrió con pesar que las vejaciones que mostraba su cuerpo eran producto de varias horas de sufrimiento.
Transcurrieron menos de diez minutos hasta que la voz de los muchachos llegó desde el recibidor, llamándolos a gritos, convocándolos allí. James no alcanzó a oír el mensaje, pues la acústica de la gran sala distorsionaba las palabras de Peter. Aun así, el tono de este era jocoso, agresivo y provocador. Levantó a la niña del suelo y, apoyándola contra su pecho, siguió al grupo de niños que corrían por el pasillo, contestando a la llamada de su cabecilla.
Pese a que se temía lo peor, nunca hubiera estado preparado para la imagen que allí le recibió. Los tres muchachos estaban subidos en el rellano que daba acceso a la planta superior. Todos mostraban sonrisas de satisfacción y blandían porras que habían improvisado con las patas de los muebles, aún húmedas de sangre. George, el conserje, estaba entre ellos, apoyado en la balaustrada con esfuerzo para no desplomarse en el suelo, apenas consciente. Su ropa estaba hecha jirones, y aquí y allá aparecían manchas de sangre. Su cara se había convertido en una grotesca mascara bulbosa que guardaba poco parecido con el rostro de un hombre. El castigo de los jóvenes había sido rápido y brutal. Pero lo peor era la gran soga que, amarrada al apoya manos, rodeaba su cuello.
James depositó con cuidado a la muchacha sobre la alfombra y se quedó mirando a los niños. Sabía que tenía que decir algo, frenar toda esa locura, pero las palabras no acudían a su boca. Aquel monstruo había violado a la niña en repetidas ocasiones y sin duda merecía un castigo brutal. Pero lo que los chicos iban a hacer estaba más allá de toda razón. Era una locura injustificable. Sin embargo su boca continuó cerrada, seca y pastosa.
-Mirad amigos, mis hermanos, mis Niños Perdidos- clamó Peter- Esto es lo que los adultos hacen con nosotros. Han destruido el mundo, y ahora quieren destruirnos a nosotros. Este hijo de puta se aprovechó de su fuerza, de que era un adulto, ¡y miradla! –dijo señalando a la muchacha que agonizaba-Podría ser cualquiera de nosotros.
Los niños se giraron hacía Campanilla, la cual permanecía hecha un ovillo en el suelo, temblando. La sangre que manaba de entre sus piernas empapaba lentamente la alfombra. Aunque muchos de ellos no eran lo suficiente mayores para entender lo que había pasado, el dolor de la niña pesaba como una sombra oscura sobre el salón, llenando sus corazones de conocimiento y rabia.
-¿Y qué podemos hacer?- Peter continuó con su discurso- Aplaudid. Aplaudid todos si creéis en cuentos. Si no creéis en ellos, Campanilla morirá. –James se sintió enfermo ante la rabia con la que el niño citaba la obra- ¡Pues no! ¡Nosotros no seremos como ellos! Los Niños Perdidos cuidan de ellos mismos.
Peter paseó la vista sobre los niños, buscando su aprobación. Samantha, horrorizada ante la inminencia de lo que iba a suceder, salió corriendo en dirección a la cocina. Los ojos de Peter buscaron a James y lo recorrieron de arriba abajo.
-          ¿Y usted Capitán? ¿Vendrá con nosotros a Nunca Jamás?
James palideció. ¿Qué podía hacer? ¿Qué podía decir? En el fondo de su corazón, una parte minúscula de sí mismo comprendía a los niños, pero sin lugar a dudas, no podía permitir que estos ajusticiasen al conserje. Buscó argumentos para convencerlos sin encontrarlos. Nada de lo que dijera, nada de lo que hiciera calmaría la sed de sangre de los muchachos.
-Entonces, esta noche, Peter Pan tendrá que hacer el trabajo del Capitán, el trabajo de un adulto. Profesor, ya que usted no quiere decir su frase, la diré yo… ¡Poned la tabla! –rugió.
Con esfuerzo, Rizos y Lelo cogieron al conserje por las piernas y comenzaron a levantarlo. Los niños bailoteaban de expectación, contagiados por la emoción y la rabia del momento. Sus risas y gritos eran ensordecedores. George, roto y medio muerto, apenas podía gimotear y se agarraba sin fuerza al pasamanos para evitar que siguieran subiéndolo.
-¡Parad! ¡Estaos quietos de una vez! -James corrió hacia el centro de la sala, agitando los brazos con furia.- ¡No podéis hacer esto! Lo encerraremos, lo meteremos en una habitación hasta que todo esto pase y podamos llamar a la policía, pero no podéis matarlo.
-¿Por qué no?- escupió Rizos con rabia- ¿Es que el no hubiera hecho lo mismo? Al final todos hubiéramos acabado siendo sus esclavos. Así es como funcionáis los adultos.
James no supo que responder. En cierta manera, los niños llevaban razón. Desde que ocurrió la catástrofe y habían sido conscientes de que el mundo se moría a su alrededor, George había actuado con un carácter agresivo y bestial. Era normal verle borracho, y frecuentemente, tenía accesos de rabia en los que se asomaba a la ventana e insultaba a los muertos, que indiferentes continuaban gimiendo hacía él. Tarde o temprano algo así iba a acabar sucediendo, por mucho que él se hubiera empeñado en no verlo.
Lelo y Rizos habían conseguido poner al conserje por fin sentado a horcajadas sobre el pasamanos. Junto a ellos, con gesto solemne, y simulando que el palo ensangrentado que llevaba en la mano era una espada, Peter hizo una reverencia a los niños.
-          ¡No lo hagáis, por Dios, no!- gritó James.
-          Yo no creo en Dios, profesor –respondió Peter Pan- Yo creo en las hadas.
Y empujó.
***
Primero escuchó la música. Apenas un segundo después sintió el impacto en el pecho y cayó al suelo. Algo ardía en su hombro izquierdo. Bajó la vista y vio el asta de una rudimentaria flecha sobresaliendo de su hombro. Un cerco de sangre crecía rodeándola y manchando su camisa raída. Unos cuantos centímetros más y todo se hubiera acabado¸ pensó con resignación.
La música sonó de nuevo, y James buscó en la oscuridad hasta encontrar su origen. Encaramado en una de las vigas que apuntalaban el techo, como si de una grotesca gárgola se tratase, Presuntuoso le saludó con una inclinación de la cabeza. Una media sonrisa en su cara le indicó que había estado allí desde el principio, acechándole, disfrutando con ello. El muchacho le guiñó un ojo y volvió a tocar su armónica. Apenas cuatro notas, lentas  y acompasadas, pero que se le antojaron tan pesadas como enormes losas de mármol que cayesen sobre él.
La segunda flecha se clavó en su estómago, muy cerca de la herida que apenas había logrado taponar. Gritó de dolor. Las carcajadas de Rizos llegaron desde la balconada en la que habían colgado al conserje. El arco aún vibraba en sus manos.
-Así que al final se ha decidido a salir –dijo Peter Pan con voz suave-¿Qué va a hacer profesor? ¿Está dispuesto a enfrentarse al cocodrilo?
El miedo y el dolor le sacudieron impulsándole. Sus músculos, rebosantes de adrenalina lucharon por ponerlo en pie. Si no se movía rápido, Rizos lo asaetearía sin piedad mientras todos ellos miraban. Avanzó un par de pasos y cayó sobre sus rodillas. El golpe se extendió por su cuerpo haciendo vibrar las flechas, que abrieron las heridas. Gritó y escupió sangre en el suelo. Con esfuerzo se alzó y avanzó a trompicones, buscando un lugar donde protegerse de las flechas, de las risas, donde pudiera esconderse y morir.
-Usted fue el peor de todos. Nos hizo pensar que era uno de nosotros. Nos engañó. Eligió crecer- sentenció Peter Pan- No hay lugar para usted en Nunca Jamás.
James continúo andando. Ya nada importaba, sólo andar, alejarse de allí lo máximo posible. Se concentró en colocar un pie delante de otro, delante de otro, delante de otro. Sintió un fuerte golpe en la espalda, pero el dolor se le antojó lejano, apenas lo sintió, como una voz que le gritase contra el viento y que apenas pudiera oír. Tardó unos segundos en entender que era aquella cosa puntiaguda que sobresalía por su pecho. Escupió sangre y continuó andando.
Apenas fue consciente del hecho de que los niños lo rodeaban, mirando solemnes su avance, como soldados de piedra que custodiasen el pasillo. Atravesó la cocina sin reparar en el gran charco de sangre sobre el que los niños habían matado a Samantha cuando el pequeño Heath había empezado a vomitar sangre sobre su cena y ellos habían descubierto que la cocinera había vertido cristal molido en la comida. La gorda mujer había gritado, insultando a Peter, llamándole Satanás, pero eso no había parado a los Niños Perdidos que habían dado cuenta de ella con sus cuchillos, mostrando la pericia de matarifes experimentados. James había tenido que huir para no correr la misma suerte. Había sido entonces cuando Rizos le había clavado su cuchillo en el costado y su sentencia de muerte quedó firmada.
La luz del día golpeó su rostro y sintió el cálido viento del exterior meciéndole. Alguien había abierto la puerta que daba al exterior, pero sus ojos no conseguían enfocar las figuras que bailoteaban a su alrededor. Con suavidad, una mano infantil depositó algo metálico en su propia mano. Sintió la dureza de las llaves de su coche que tintineaban con cada paso tambaleante que daba al exterior.
Sacudió la cabeza con fuerza y escupió varias veces. Se esforzó por enfocar la vista. Caminó sin pararse, como si las flechas que lo atravesaban, dándole la apariencia de un enorme y caricaturesco erizo, no fueran más que accesorios de un siniestro disfraz. Entonces entró en el coche y se dejó caer ante el volante con esfuerzo. Tuvo que intentarlo tres veces hasta que el motor tosió y el coche arrancó. El temblequeó de este le adormeció el cuerpo y agradecido se apoyó sobre el volante, descargando su peso en él.
Metió la marcha y el coche avanzó con suavidad. Con destreza, aceleró hasta que el vehículo alcanzó una velocidad considerable. Entonces, sin aminorar la marcha, se estrelló contra las verjas, que saltaron sobre sus goznes, abriéndose. Por un segundo atisbó las figuras de los muchachos por el retrovisor mientras escapaba de allí. Permanecían en grupo, vestidos con sus pieles de animales y despidiéndose de él con sus pequeñas manos.
-¡Es allí! ¡Justo allí, la segunda estrella a la derecha, y luego directo al amanecer!- gritó Peter Pan.
Y los dejó en aquel lugar, en esa tierra maldita de Nunca Jamás inundada de sangre, mientras el coche atravesaba las filas de muertos que, poco a poco y sin prisa, se cerraban sobre él.
Cerró los ojos y sonrió. Continuó conduciendo, al encuentro de su cocodrilo

martes, 4 de junio de 2013

Amor Artificial, Francisco José Palacios Gómez

Ilustración, Carlos Rodón


          El aroma del pollo asado invade mis fosas nasales. La saliva impregna mi lengua con su viscosidad. Cojo el cuchillo y el tenedor y ataco al animal inerte tendido sobre la bandeja. La carne tierna cede bajo la presión de la hoja afilada. Me aparto un muslo en mi plato y vierto un poco de salsa sobre él.
            Llevo el tenedor a mi boca y mis papilas gustativas despiertan en una orgía de sabores.
           Elevo la vista y la veo expectante, a la espera de mi reacción.
            “Está delicioso”, afirmo con los mofletes hinchados por el alimento. Ella sonríe.

¡Bip!
            ¡Bip bip!

            Otra vez el pitido insidioso.
           
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            Las palabras doradas se desdibujan de mis retinas.
            Tras un breve lapso de oscuridad, una pared límpida aparece frente a mí.
            Se halla iluminada por la luz plateada de las lámparas empotradas en el techo. Algunas parpadean. Tengo que repararlas.
            Salgo de mi cubículo.
            Estiro las extremidades superiores y observo el movimiento de mis dedos. Si alguien pudiera verme aseguraría que realizo ejercicios de estiramiento muscular tras muchas horas de inactividad. Nada más lejos de la realidad. Es pura rutina de control. Si algo falla en mi organismo, la prioridad es la auto reparación antes de iniciar mis tareas.
            Flexiono las rodillas. Una de ellas emite un leve crujido.

            Enfilo el pasillo, de un blanco inmaculado, hacia el taller de mecánica.
            Mis pasos resuenan en el vacío absoluto: el eco recorre galerías solitarias, salas desiertas… domina mi pequeño e inerte mundo.
            La puerta de la sala se eleva al detectar mi presencia. Encuentro en su interior una mesa de trabajo situada en el centro y varias máquinas equilibradoras, reparadoras, y de corte, entre otras muchas, que se alinean a lo largo de las paredes.
            Cojo una caja de herramientas, tomo asiento en un banco y aflojo la rodilla que chasquea. La separo de mi organismo, provocando una llamada de atención de mi programación: me alerta de la imposibilidad de deambular con normalidad en ese estado. Echo un vistazo a la pieza. Una sensación de alivio recorre mi cuerpo artificial cuando compruebo que solo está un poco reseca. De haberse partido, tendría que sustituirla por otra, y no es que me sobren materiales precisamente. Le unto un poco de líquido engrasador y la ajusto de nuevo en su lugar. Flexiono la pierna. Ya no suena.

            Con la caja de herramientas en una mano, regreso al pasillo cuyas luces parpadean. Elevo mis piernas hasta alcanzar la altura adecuada. En un rato, los focos vuelven a despedir una luz fija.
            Luego atravieso toda la nave hasta llegar a la cabina de mando, en la parte superior del vehículo.
            Los ordenadores parecen funcionar correctamente.
            Reviso las pantallas holográficas, las consolas y los mandos. Luego me conecto al cerebro de la nave.
            —Buenos días.
            —No hace falta que saludes, HIM. No eres humano —replica IA, la inteligencia artificial de la nave.
            En los últimos años hemos adquirido la costumbre de empezar todas las jornadas con el mismo ritual. Yo saludo como solían hacerlo los tripulantes y ella me responde de la misma manera, rotunda. A ella no le importa que ignore su comentario y reincida día tras día, y a mí no me importa que me repita una y otra vez la misma obviedad. Ser obtuso era un rasgo típico en los humanos y cada vez es más típico en nosotros.
            ¿Existirá alguna razón para ello?
            —¿Novedades?
            IA guarda silencio unos segundos. Luego responde.
            —Ninguna. Solo vacío.
            —De acuerdo.
            Otra conversación rutinaria más.
            Chequeo la nave.
            Detecto un pequeño fallo en el motor izquierdo: parece que su impulso ha disminuido levemente.
            —¿Hay algo más que no me hayas dicho? —recrimino a IA.
            —No.
            Dos mentiras en pocos segundos: sí que había una novedad, pues tenemos un motor aparentemente averiado.
            Sigo revisando todos los sistemas. La máquina que mantiene a la humana me indica que está inquieta. Debo ir a verla.
            Mientras me dirijo a la parte sur de la nave, me pregunto por qué mentiría IA. No está programada para hacerlo pero supongo que, como yo, evoluciona y aprende. Si miente es por alguna razón que no quiere revelarme. Camino y deduzco.
           
            Cierro la última compuerta tras de mí y me ajusto los arneses. Luego abro el portón exterior. Mis sistemas me informan del cambio de presión y temperatura. Me obligan a ser más cauto en mis acciones. No puedo controlar ese sistema interno de seguridad. Se pone en marcha automáticamente. Siempre me pregunto si el dolor humano tiene la misma finalidad de alerta que los códigos que me exigen precaución para no dañar mi estructura física ante esos escenarios tan extremos.
            Me desplazo hasta el límite de la abertura y me dejo arrastrar por el vacío. La oscuridad es total a mi alrededor, por lo que enciendo una de las lámparas integradas en mi carcasa e ilumino la superficie sobre la que voy a trabajar. Gracias a mis impulsores llego hasta el motor.
            Tiempo después he desarmado, arreglado y armado de nuevo la parte averiada.
            El impulso se estabiliza. Doy por concluida la reparación.

            Una serie de códigos informáticos se ponen en marcha y me indican que necesito ir a verla. Esos códigos no existían cuando empecé a funcionar, hace ya tantos años, pero han ido tomando forma a medida que iba analizándola durante mis ratos de ocio.
            En el nivel inferior de la nave tenemos una bodega de carga. Junto a ella se sitúa una sala repleta de contenedores de hibernación. Allí se encuentra la humana.
            Camino ante los sarcófagos que contienen los restos humanos: varios hombres, mujeres y niños. Los niveles reflejados en sus pantallas no ofrecen muestra alguna de señales vitales. Todos están muertos. Todos menos ella.

            Cuando se produjo la gran avería y la disminución drástica de oxígeno en la nave, fue pura casualidad que me encontrase trabajando cerca de esa humana.
            Mis prioridades son proteger a los tripulantes y reparar las averías de nuestro transporte. Es lo que ordena mi programación. Recuerdo que la cogí en brazos y fui todo lo deprisa que pude hasta la sala de supervivencia. No respiraba cuando la introduje en el cubículo y conecté la máquina. Entonces sí lo hizo. Sus pulmones se llenaron con la vida que le insufló el sarcófago.
            Regresé a por los demás. Poco a poco recuperé y trasladé los cuerpos inertes hasta las cajas de hibernación.
            Algunos empezaron a respirar cuando conecté la maquinaria. Para otros fue demasiado tarde. Entre los afortunados estaba ella. Sin embargo los supervivientes fueron sucumbiendo uno tras otro. No lograron superar la falta prolongada de oxígeno. Todos menos ella.

            A partir de entonces mi obsesión fue evitar su muerte.
Regulaba diariamente el funcionamiento de la cápsula que la mantenía con vida. Estudié a fondo su anatomía, su organismo, los efectos del accidente, las zonas de su cerebro dañadas… y la manera de repararlas.
            He pasado todos estos años investigando en el laboratorio con el objeto de hallar una cura que la salve. Hasta hoy no he tenido éxito.
            De alguna manera, por alguna razón que se escapa a mi comprensión artificial, llegué a obsesionarme con la superviviente. Ya no me limitaba a estudiarla con la curiosidad con la que se examina un simple organismo vivo distinto a nosotros. Su cabello, sus labios, las curvas de su cuerpo. Me deleitaba repasando su perfil con mis ojos. Ya no deseaba curarla: necesitaba curarla. Quería que volviera a moverse, que me hablara… que me tocara.
           
            A pesar de la obsesión surgida con el tiempo, mi momento del día favorito era el período de desconexión al que tenía derecho después de cumplir todas mis tareas. Llegada la hora, regresaba a mi cubículo y dejaba de funcionar.
            Entonces empezaba de nuevo.

            ¿Es frío lo que siente mi cuerpo? Abro los ojos. Todo se deforma ante mí. Estoy flotando. Agito los pies y saco la cabeza de un medio acuoso.
            Oigo gente hablar y niños que ríen.
            Limpio el agua de mis ojos y miro en derredor. Estoy en una piscina. El sol calienta mi piel. Algunas personas de edades dispares disfrutan tumbados en los límites de la piscina o chapotean dentro de ella. Algo agarra mi pierna y me hunde. Cuando logro salir a flote la veo frente a mí. Ríe con el pelo apelmazado, húmedo. Me abraza.

¡Bip!
            ¡Bip bip!

            Otra vez el pitido insidioso.
           
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            Abro los ojos.

IA se comporta de manera extraña. Me ha vuelto a mentir. Algunos mecanismos de la nave no funcionan como debieran. No obstante, no solo no me informa de ello para que proceda a repararlos sino que, además, reitera día tras día que todo está correcto.
           
            Mi rutina es idéntica a la de la jornada anterior, y a la de la anterior, y a la de la anterior…

            Llega mi momento favorito. Los humanos que habitaron esta nave soñaban y sus sueños flotan confinados en la nave. Rebotan en las paredes y recorren pasillos y salas. Se entrelazan con el eco de mis pasos. Al caer la noche, los atrapo y los revivo. Soy parte de ellos. Soy parte de su humanidad.

            Estoy en la nave. Trabajo. ¿Es otro sueño?
            Creo que sí. Tiene la forma irreal de los sueños. Echo en falta la continuidad de la realidad. Lo que vivo ahora transcurre a saltos.
            Reparo el sistema de respiración de la nave. IA ha detectado un fallo y me ha informado convenientemente.
            La humana prepara sus informes. En ese preciso instante, pasa a mi lado y me observa atentamente. Apunta algo en la máquina portátil que lleva en las manos. ¿Controla mis funciones? Puede ser. Yo controlo a la nave. Ella me controla a mí. Todos nos preocupamos porque cada cual realice bien su cometido. Por un instante pierdo la concentración y me giro para mirarla. Una extraña sucesión de códigos inunda mi programación inicial. No reconozco los comandos. No entiendo las órdenes. Caigo en la cuenta de lo hermosos que son los seres humanos. De lo bella que es esa mujer en concreto. No puedo dejar de mirarla. Ella realiza ese extraño gesto con la boca, esa contracción de los músculos faciales que deja sus perfectos dientes al descubierto. Lo llaman sonreír. No comprendo ni su origen ni su fin.
La distracción sale cara. Toco algo que no debo. Una conexión se parte y todos los sistemas se interrumpen. Ella cae en redondo contra el suelo. Me afano por reparar el desastre. Vuelven las luces.
            La agarro y me dirijo todo lo deprisa que me permiten mis piernas artificiales hasta la sala inferior, donde se encuentran los cubículos de hibernación. La introduzco en uno y lo programo.
            Yo fui el culpable.
            Yo fui el causante de que no existan humanos vivos en la nave. La misión no tiene sentido.
Ahora, después de la catástrofe, comprendo los códigos ajenos a mi programación primera que provocaron la distracción fatal: es una asimilación del significado de la palabra amor.
            Sigo soñando. En el sueño aparece ella. Estoy frente a su cubículo. Se abre y posa el pie desnudo en el suelo helado. Quedo petrificado. Se acerca y me planta un beso en mi boca de metal.
            “Te perdono”, susurra.
            Luego se despide con una sonrisa. Se gira y atraviesa una luz. Ya no está.
            Aún en el sueño, soy consciente de que ha muerto.

¡Bip!
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            Abro los ojos.
            Raudo llego hasta su sarcófago. Efectivamente, sus impulsos vitales están planos. Ya no existe.
            La alarma suena.
            Me dirijo a la cabina de mando y me conecto a IA.
            —Buenos días.
            —No hace falta que saludes, HIM. No eres humano.
            —¿Por qué suena la alarma?
            —He cambiado el rumbo.
            Igual que el rumbo también ha variado la repetitiva conversación.
            Examino los datos de la bitácora: ya no nos dirigimos a la Tierra. Vamos directos a una estrella cercana.
            Entonces comprendo. IA sabe que los humanos perecieron por mi culpa. Ella también está preparada, enseñada, programada para protegerlos. Y yo soy la razón de sus muertes. Yo soy la amenaza que IA lleva en su vientre.
 Tiene razón. Ahora va a hacerme pagar por ello. Sin los humanos, ni ella ni yo tenemos sentido. Como una madre enajenada, desea acabar con el ser que porta en sus entrañas; quiere hacerme pagar por lo que no fue más que el fruto del infortunio.

Mi nombre es una sucesión de números y letras, un código de fabricación. Sin embargo todos me llaman HIM. Cuando abrí los ojos por primera vez, me encontré con el rostro de un humano pegado al mío. Me observaba atentamente. Esperaba mi reacción; quería comprobar si funcionaba bien.
—Hi, man —dijo.
—Hi, man —respondí.
Luego contrajo los músculos faciales, satisfecho.
Desde entonces, cada vez que me cruzaba con un ser humano, lo saludaba con la misma frase con la que fui recibido en este mundo. A ellos parecía divertirles que un androide se tomara tales confianzas. Acabé adoptando el apodo de HIM, con el que todos los humanos se dirigían a mí.

Cuando comprendo que el final de mi existencia está cerca, me permito el lujo de rebautizarme. Cambio en mi interior la codificación de mi apodo. “Hi-man… HIM… HUM… Hu-man”.
            Tomo asiento ante los mandos.
            Acepto mi destino.
            Como un humano más, sonrío.