martes, 4 de junio de 2013

Amor Artificial, Francisco José Palacios Gómez

Ilustración, Carlos Rodón


          El aroma del pollo asado invade mis fosas nasales. La saliva impregna mi lengua con su viscosidad. Cojo el cuchillo y el tenedor y ataco al animal inerte tendido sobre la bandeja. La carne tierna cede bajo la presión de la hoja afilada. Me aparto un muslo en mi plato y vierto un poco de salsa sobre él.
            Llevo el tenedor a mi boca y mis papilas gustativas despiertan en una orgía de sabores.
           Elevo la vista y la veo expectante, a la espera de mi reacción.
            “Está delicioso”, afirmo con los mofletes hinchados por el alimento. Ella sonríe.

¡Bip!
            ¡Bip bip!

            Otra vez el pitido insidioso.
           
            “System On
            Checking
           
            All Ok
            6.30 hours IE (In Earth)”

            Las palabras doradas se desdibujan de mis retinas.
            Tras un breve lapso de oscuridad, una pared límpida aparece frente a mí.
            Se halla iluminada por la luz plateada de las lámparas empotradas en el techo. Algunas parpadean. Tengo que repararlas.
            Salgo de mi cubículo.
            Estiro las extremidades superiores y observo el movimiento de mis dedos. Si alguien pudiera verme aseguraría que realizo ejercicios de estiramiento muscular tras muchas horas de inactividad. Nada más lejos de la realidad. Es pura rutina de control. Si algo falla en mi organismo, la prioridad es la auto reparación antes de iniciar mis tareas.
            Flexiono las rodillas. Una de ellas emite un leve crujido.

            Enfilo el pasillo, de un blanco inmaculado, hacia el taller de mecánica.
            Mis pasos resuenan en el vacío absoluto: el eco recorre galerías solitarias, salas desiertas… domina mi pequeño e inerte mundo.
            La puerta de la sala se eleva al detectar mi presencia. Encuentro en su interior una mesa de trabajo situada en el centro y varias máquinas equilibradoras, reparadoras, y de corte, entre otras muchas, que se alinean a lo largo de las paredes.
            Cojo una caja de herramientas, tomo asiento en un banco y aflojo la rodilla que chasquea. La separo de mi organismo, provocando una llamada de atención de mi programación: me alerta de la imposibilidad de deambular con normalidad en ese estado. Echo un vistazo a la pieza. Una sensación de alivio recorre mi cuerpo artificial cuando compruebo que solo está un poco reseca. De haberse partido, tendría que sustituirla por otra, y no es que me sobren materiales precisamente. Le unto un poco de líquido engrasador y la ajusto de nuevo en su lugar. Flexiono la pierna. Ya no suena.

            Con la caja de herramientas en una mano, regreso al pasillo cuyas luces parpadean. Elevo mis piernas hasta alcanzar la altura adecuada. En un rato, los focos vuelven a despedir una luz fija.
            Luego atravieso toda la nave hasta llegar a la cabina de mando, en la parte superior del vehículo.
            Los ordenadores parecen funcionar correctamente.
            Reviso las pantallas holográficas, las consolas y los mandos. Luego me conecto al cerebro de la nave.
            —Buenos días.
            —No hace falta que saludes, HIM. No eres humano —replica IA, la inteligencia artificial de la nave.
            En los últimos años hemos adquirido la costumbre de empezar todas las jornadas con el mismo ritual. Yo saludo como solían hacerlo los tripulantes y ella me responde de la misma manera, rotunda. A ella no le importa que ignore su comentario y reincida día tras día, y a mí no me importa que me repita una y otra vez la misma obviedad. Ser obtuso era un rasgo típico en los humanos y cada vez es más típico en nosotros.
            ¿Existirá alguna razón para ello?
            —¿Novedades?
            IA guarda silencio unos segundos. Luego responde.
            —Ninguna. Solo vacío.
            —De acuerdo.
            Otra conversación rutinaria más.
            Chequeo la nave.
            Detecto un pequeño fallo en el motor izquierdo: parece que su impulso ha disminuido levemente.
            —¿Hay algo más que no me hayas dicho? —recrimino a IA.
            —No.
            Dos mentiras en pocos segundos: sí que había una novedad, pues tenemos un motor aparentemente averiado.
            Sigo revisando todos los sistemas. La máquina que mantiene a la humana me indica que está inquieta. Debo ir a verla.
            Mientras me dirijo a la parte sur de la nave, me pregunto por qué mentiría IA. No está programada para hacerlo pero supongo que, como yo, evoluciona y aprende. Si miente es por alguna razón que no quiere revelarme. Camino y deduzco.
           
            Cierro la última compuerta tras de mí y me ajusto los arneses. Luego abro el portón exterior. Mis sistemas me informan del cambio de presión y temperatura. Me obligan a ser más cauto en mis acciones. No puedo controlar ese sistema interno de seguridad. Se pone en marcha automáticamente. Siempre me pregunto si el dolor humano tiene la misma finalidad de alerta que los códigos que me exigen precaución para no dañar mi estructura física ante esos escenarios tan extremos.
            Me desplazo hasta el límite de la abertura y me dejo arrastrar por el vacío. La oscuridad es total a mi alrededor, por lo que enciendo una de las lámparas integradas en mi carcasa e ilumino la superficie sobre la que voy a trabajar. Gracias a mis impulsores llego hasta el motor.
            Tiempo después he desarmado, arreglado y armado de nuevo la parte averiada.
            El impulso se estabiliza. Doy por concluida la reparación.

            Una serie de códigos informáticos se ponen en marcha y me indican que necesito ir a verla. Esos códigos no existían cuando empecé a funcionar, hace ya tantos años, pero han ido tomando forma a medida que iba analizándola durante mis ratos de ocio.
            En el nivel inferior de la nave tenemos una bodega de carga. Junto a ella se sitúa una sala repleta de contenedores de hibernación. Allí se encuentra la humana.
            Camino ante los sarcófagos que contienen los restos humanos: varios hombres, mujeres y niños. Los niveles reflejados en sus pantallas no ofrecen muestra alguna de señales vitales. Todos están muertos. Todos menos ella.

            Cuando se produjo la gran avería y la disminución drástica de oxígeno en la nave, fue pura casualidad que me encontrase trabajando cerca de esa humana.
            Mis prioridades son proteger a los tripulantes y reparar las averías de nuestro transporte. Es lo que ordena mi programación. Recuerdo que la cogí en brazos y fui todo lo deprisa que pude hasta la sala de supervivencia. No respiraba cuando la introduje en el cubículo y conecté la máquina. Entonces sí lo hizo. Sus pulmones se llenaron con la vida que le insufló el sarcófago.
            Regresé a por los demás. Poco a poco recuperé y trasladé los cuerpos inertes hasta las cajas de hibernación.
            Algunos empezaron a respirar cuando conecté la maquinaria. Para otros fue demasiado tarde. Entre los afortunados estaba ella. Sin embargo los supervivientes fueron sucumbiendo uno tras otro. No lograron superar la falta prolongada de oxígeno. Todos menos ella.

            A partir de entonces mi obsesión fue evitar su muerte.
Regulaba diariamente el funcionamiento de la cápsula que la mantenía con vida. Estudié a fondo su anatomía, su organismo, los efectos del accidente, las zonas de su cerebro dañadas… y la manera de repararlas.
            He pasado todos estos años investigando en el laboratorio con el objeto de hallar una cura que la salve. Hasta hoy no he tenido éxito.
            De alguna manera, por alguna razón que se escapa a mi comprensión artificial, llegué a obsesionarme con la superviviente. Ya no me limitaba a estudiarla con la curiosidad con la que se examina un simple organismo vivo distinto a nosotros. Su cabello, sus labios, las curvas de su cuerpo. Me deleitaba repasando su perfil con mis ojos. Ya no deseaba curarla: necesitaba curarla. Quería que volviera a moverse, que me hablara… que me tocara.
           
            A pesar de la obsesión surgida con el tiempo, mi momento del día favorito era el período de desconexión al que tenía derecho después de cumplir todas mis tareas. Llegada la hora, regresaba a mi cubículo y dejaba de funcionar.
            Entonces empezaba de nuevo.

            ¿Es frío lo que siente mi cuerpo? Abro los ojos. Todo se deforma ante mí. Estoy flotando. Agito los pies y saco la cabeza de un medio acuoso.
            Oigo gente hablar y niños que ríen.
            Limpio el agua de mis ojos y miro en derredor. Estoy en una piscina. El sol calienta mi piel. Algunas personas de edades dispares disfrutan tumbados en los límites de la piscina o chapotean dentro de ella. Algo agarra mi pierna y me hunde. Cuando logro salir a flote la veo frente a mí. Ríe con el pelo apelmazado, húmedo. Me abraza.

¡Bip!
            ¡Bip bip!

            Otra vez el pitido insidioso.
           
            “System On
            Checking
           
            All Ok
            6.30 hours IE (In Earth)”
           
            Abro los ojos.

IA se comporta de manera extraña. Me ha vuelto a mentir. Algunos mecanismos de la nave no funcionan como debieran. No obstante, no solo no me informa de ello para que proceda a repararlos sino que, además, reitera día tras día que todo está correcto.
           
            Mi rutina es idéntica a la de la jornada anterior, y a la de la anterior, y a la de la anterior…

            Llega mi momento favorito. Los humanos que habitaron esta nave soñaban y sus sueños flotan confinados en la nave. Rebotan en las paredes y recorren pasillos y salas. Se entrelazan con el eco de mis pasos. Al caer la noche, los atrapo y los revivo. Soy parte de ellos. Soy parte de su humanidad.

            Estoy en la nave. Trabajo. ¿Es otro sueño?
            Creo que sí. Tiene la forma irreal de los sueños. Echo en falta la continuidad de la realidad. Lo que vivo ahora transcurre a saltos.
            Reparo el sistema de respiración de la nave. IA ha detectado un fallo y me ha informado convenientemente.
            La humana prepara sus informes. En ese preciso instante, pasa a mi lado y me observa atentamente. Apunta algo en la máquina portátil que lleva en las manos. ¿Controla mis funciones? Puede ser. Yo controlo a la nave. Ella me controla a mí. Todos nos preocupamos porque cada cual realice bien su cometido. Por un instante pierdo la concentración y me giro para mirarla. Una extraña sucesión de códigos inunda mi programación inicial. No reconozco los comandos. No entiendo las órdenes. Caigo en la cuenta de lo hermosos que son los seres humanos. De lo bella que es esa mujer en concreto. No puedo dejar de mirarla. Ella realiza ese extraño gesto con la boca, esa contracción de los músculos faciales que deja sus perfectos dientes al descubierto. Lo llaman sonreír. No comprendo ni su origen ni su fin.
La distracción sale cara. Toco algo que no debo. Una conexión se parte y todos los sistemas se interrumpen. Ella cae en redondo contra el suelo. Me afano por reparar el desastre. Vuelven las luces.
            La agarro y me dirijo todo lo deprisa que me permiten mis piernas artificiales hasta la sala inferior, donde se encuentran los cubículos de hibernación. La introduzco en uno y lo programo.
            Yo fui el culpable.
            Yo fui el causante de que no existan humanos vivos en la nave. La misión no tiene sentido.
Ahora, después de la catástrofe, comprendo los códigos ajenos a mi programación primera que provocaron la distracción fatal: es una asimilación del significado de la palabra amor.
            Sigo soñando. En el sueño aparece ella. Estoy frente a su cubículo. Se abre y posa el pie desnudo en el suelo helado. Quedo petrificado. Se acerca y me planta un beso en mi boca de metal.
            “Te perdono”, susurra.
            Luego se despide con una sonrisa. Se gira y atraviesa una luz. Ya no está.
            Aún en el sueño, soy consciente de que ha muerto.

¡Bip!
            ¡Bip bip!

            “System On
            Checking
           
            All Ok
            6.30 hours IE (In Earth)”

            Abro los ojos.
            Raudo llego hasta su sarcófago. Efectivamente, sus impulsos vitales están planos. Ya no existe.
            La alarma suena.
            Me dirijo a la cabina de mando y me conecto a IA.
            —Buenos días.
            —No hace falta que saludes, HIM. No eres humano.
            —¿Por qué suena la alarma?
            —He cambiado el rumbo.
            Igual que el rumbo también ha variado la repetitiva conversación.
            Examino los datos de la bitácora: ya no nos dirigimos a la Tierra. Vamos directos a una estrella cercana.
            Entonces comprendo. IA sabe que los humanos perecieron por mi culpa. Ella también está preparada, enseñada, programada para protegerlos. Y yo soy la razón de sus muertes. Yo soy la amenaza que IA lleva en su vientre.
 Tiene razón. Ahora va a hacerme pagar por ello. Sin los humanos, ni ella ni yo tenemos sentido. Como una madre enajenada, desea acabar con el ser que porta en sus entrañas; quiere hacerme pagar por lo que no fue más que el fruto del infortunio.

Mi nombre es una sucesión de números y letras, un código de fabricación. Sin embargo todos me llaman HIM. Cuando abrí los ojos por primera vez, me encontré con el rostro de un humano pegado al mío. Me observaba atentamente. Esperaba mi reacción; quería comprobar si funcionaba bien.
—Hi, man —dijo.
—Hi, man —respondí.
Luego contrajo los músculos faciales, satisfecho.
Desde entonces, cada vez que me cruzaba con un ser humano, lo saludaba con la misma frase con la que fui recibido en este mundo. A ellos parecía divertirles que un androide se tomara tales confianzas. Acabé adoptando el apodo de HIM, con el que todos los humanos se dirigían a mí.

Cuando comprendo que el final de mi existencia está cerca, me permito el lujo de rebautizarme. Cambio en mi interior la codificación de mi apodo. “Hi-man… HIM… HUM… Hu-man”.
            Tomo asiento ante los mandos.
            Acepto mi destino.
            Como un humano más, sonrío.

3 comentarios:

  1. Hola

    Muy interesante el relato. Aprovecho que me he pasado por aquí para hacerme seguidor de la bitácora.

    Un saludo.

    Juan.

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    Respuestas
    1. Gracias Juan, espero que disfrutes con nosotros... Bienvenido.

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