sábado, 7 de septiembre de 2013

El gordito, José Manuel Durán Rain

Ilustración, Carlos Rodón


Nada más entrar en su casa corrió hacia el cuarto de baño creyendo que no iba a llegar a  tiempo para descargar todo lo que llevaba agitándose en su interior desde hacía varios minutos. Afortunadamente, logró bajarse los pantalones antes de que el último retortijón fuese el definitivo.

Nada más sentarse en el váter, por entre sus nalgas bajó una cascada de líquido marrón escoltado por  pequeños trozos pastosos, unos sonidos semejantes a trompetas desafinadas y un olor nauseabundo que comenzó a poner en peligro el oxígeno del cuarto de baño, el de su propio hogar e incluso el de las casas aledañas. Si en aquél momento algún vecino estuviera caminando por el portal quizá se habría visto tentado a llamar a la policía ante el pútrido hedor que salía de la casa de nuestro protagonista, bajo el temor de que en su interior hubiera un cadáver pudriéndose bajo un manto de gusanos repulsivos y asquerosas moscas mugrientas.

Pero a pesar de que dentro de la casa de nuestro protagonista el olor es insoportable y se podría ajustar al hedor que desprende un cuerpo en descomposición, no hay ningún cadáver, solamente un hombre de treinta y siete años sentado en la taza del váter con cara de resignación y una sonrisa bobalicona en el rostro.

Pasó allí cerca de dos horas, que se le hicieron largas y exasperantes. Durante aquél tiempo, su estómago ladraba dándole pinchazos, después, su trasero vomitaba líquido y trozos de mierda que golpeaban con fuerza la superficie de la taza, salpicando en ocasiones sus nalgas cuando algunos trozos consistentes se sumergían violentamente en el agua. Un remanso de paz envolvía entonces a nuestro amigo, hasta tal punto que se sentía completamente relajado, sin aquellos sonidos de trompeta saliendo de su culo, sin aquella sensación de que se estaba deshaciendo por dentro. 

Lo único que lamentaba era aquél maldito olor. Se tapó la nariz con el cuello del jersey y después se encogió de hombros, era su mierda, los deshechos que expulsaba su cuerpo y no le quedaba más remedio que resignarse y aceptar la situación.

Estiró la mano para coger el rollo de papel con tan mala pata que se le escurrió de entre los dedos y el rollo rodó por el suelo hasta llegar a la puerta del baño, a metro y medio de distancia. Maldijo entre dientes y abrió los ojos. Tuvo intención de incorporarse cuando su estómago lo envistió de nuevo. Esta vez fue un golpe mordaz que le dolió sobremanera a la altura del apéndice. Bramó de dolor y hundió más aún su trasero en la taza, momento en el que notó cómo una cantidad considerable de líquido caía como un torrente por entre las paredes de su culo para precipitarse, tal cual cascada, hacia el fondo del abismo. Nuestro amigo gimió de auténtico placer al sentirse liberado de la prisión que hasta el momento le había sometido su propio estómago. Después llegó la calma, otra vez.

Quiso levantarse,  recuperar el rollo de papel higiénico y hacerse una limpieza digna pero sus tripas lo amenazaron de nuevo,  obligándolo  a permanecer sentado. Seguidamente, casi sin previo aviso, en el interior del cuarto de baño se produjo un sonido estruendoso, como un bazooka, que retumbó e hizo estremecer los cimientos de todo el edificio. Se trataba de un pedo, un pedo cuyo sonido parecía más bien el ronco rugido de un vampiro al que le acaban de atravesar el pecho con una afilada estaca de madera que un viento huracanado procedente de sus entrañas. Y aquello duró eternos segundos, lo que hizo estallar en carcajadas a nuestro amigo, quien seguidamente arrugó la nariz al detectar el nauseabundo olor que emergía para contaminar la atmósfera, una vez más, tanto del cuarto de baño como la  de todo el planeta Tierra.

A todo esto le siguió una serie de peditos mucho más suaves pero igualmente olorosos, que semejaban el sonido de flautas mal afinadas. Luego, de nuevo , la calma.

Esta vez sí consiguió levantarse sin que su cuerpo escupiera más líquido y echó un vistazo al interior de la taza. Todo estaba asquerosamente marrón, como salpicaduras de un Pollock que usara los culos como instrumento y la diarrea como expresión de un arte incomprendido. El protagonista de este relato sonrió, ladeó la cabeza de un lado para otro y tiró de la cadena. El sonido de la cisterna llenándose de nuevo lo dejó cautivado durante breves momentos y aprovechó para coger el rollo de papel. Se limpió, tiró otra vez  de la cadena y se sentó en el váter. El concierto empezaba de nuevo.

Dolores estomacales, pequeños mordiscos entre sus intestinos, varios pedos apestosos y mucho, mucho líquido rojizo, esta vez con muy pocos trocitos marrones.

¿Qué había comido para que su estómago y su cuerpo, protestaran de aquella manera?

Entre pedo y trozos de mierda, entre cascadas de aguas fecales marrones y malolientes, el protagonista de este relato comenzó a hacer memoria. De todos es sabido que este sitio en el que se encuentra no es el mejor para tratar de llegar a conclusiones más o menos convincentes pero no le quedaba otra y trataba de encontrar una explicación para la diarrea desmesurada que sentía. Incluso el culo ya le escocía, lo había notado cuando se lo había limpiado. Le dolía y sus piernas estaban flojas a causa del considerable esfuerzo.

¿Qué había podido comer para llegar a este estado? Repasó mentalmente todo lo que su generoso cuerpo había devorado desde el mismo momento en que se había levantado y no encontró nada fuera de lo normal:

A las siete de la mañana un gran tazón de café con leche con dos gruesas tostadas y media docena de palmeritas de chocolate.
A las diez, en el descanso del trabajo, otro café con leche y un bollo de mantequilla.
A la una, dos cervezas y tres pinchos de tortilla.
A las tres de la tarde, un buen plato de alubias, dos huevos fritos, varias salchichas rellenas de queso, pan y vino.
A las cinco de la tarde el sagrado triple whopper con su ración de patatas gigantes y el  refresco de rigor.
A las nueve un bocadillo de mortadela.

Cuando llegó a casa no tenía intención de cenar. Ya se había sentido algo pesado sobre las cinco y media, curiosamente después de salir del Burger King. ¿Le habrían colado carne en mal estado? Le encantaban aquellos lugares de grasientas hamburguesas aunque siempre había tenido la convicción de que ni la carne era buena ni la lechuga, el tomate o los pepinillos  frescos. ¿Qué más daba si a pesar de las patatas recalentadas y el refresco sin apenas gas gozaba como un niño perverso cuando se comía, con ansia voraz, la asquerosa hamburguesa? Aquél momento era rozar  el cielo con la yema de los dedos. A decir verdad, babeaba como si fuera Homer Simpson.

Ahora estaba en el puto infierno, cargado de diablos apestosos que salían del agujero de su culo. Sentado en la puñetera taza del váter, escupiendo trozos coagulados de mierda y chorros oscuros de descomposición. Y estaba pensando qué coño le había podido sentar mal.

Aunque pueda parecer gracioso, nuestro amigo se quedó dormido. No sabría decir si fueron tres  horas, diez minutos o dos malditos segundos, pero el muchacho se quedó dormido mientras su culo seguía trabajando, como una escavadora que escupe tierra palada tras palada, con la diferencia de que en esta ocasión su culo esputaba líquido entre sonido y sonido, entre hedor y hedor.

Y al abrir los ojos todo cambió, por completo.

Primero notó la hundida pesadez de sus parpados. Le habían dolido al abrir los ojos y ahora, cuando parpadeaba, tenía que apretar los dientes para evitar los pellizcos que le producían, como pequeños mordiscos de dientes finos y afilados.

Advirtió un profuso agarrotamiento en las piernas. Prácticamente las tenía dormidas y dedujo que se debía a la postura: Tanto tiempo sentado estaba causando estragos en los músculos de su cuerpo. Tenía calambres y dado que, por fin, ya no evacuaba con tanta insistencia ni su estómago se quejaba, decidió ponerse en pié.

Pero antes se frotó las piernas con las manos. Tenía que lograr que entraran en calor porque apenas se las sentía. Al hacerlo, se miró estupefacto los dedos de las manos. Estaban erectos, como garras de un monstruo. Intentó doblarlos y no pudo hacerlo. Estaban rígidos. Vio, asombrado, que estaban hinchados y le daba la impresión de que habían crecido alrededor de los cinco centímetros pero eso es imposible, ¿No?

No sin poco esfuerzo logró levantarse y percibió un líquido caliente que estaba bajando por sus piernas. Miró hacia ellas y se horrorizó al descubrir que estaban manchadas de sangre. Asustado, se puso la mano en el culo y comprobó que estaba sangrando. Echó un vistazo al interior del váter: Rojo escarlata.

Con los pantalones y los calzoncillos a la altura de los tobillos, completamente nervioso mientras un hilillo de sangre caliente salía del agujero central de su cuerpo para resbalar como sanguijuelas malolientes por entre sus piernas, nuestro amigo, con los ojos muy abiertos para evitar sentir los pellizcos de sus párpados, intentó acercarse a la ducha, para poder asearse antes  de realizar una cura de urgencia. Estuvo a punto de caer al suelo al sentir los calambres en sus piernas y tuvo que apoyar una mano sobre los azulejos blancos de la pared. Probó una vez más a cerrar la mano pero sus dedos no querían doblarse. Los miró aterrorizado. Eran largos, diabólicamente largos…

Tomó aire y lo único que entró en sus pulmones fue el oxígeno contaminado del piso, que olía a mil demonios a causa de la descomposición. Tuvo arcadas pero no vomitó. Sabía que tenía que abrir las ventanas para limpiar la atmósfera pero eso sería luego, después de ducharse, después de curarse. Siempre hay tiempo para abrir las ventanas.

Mientras buscaba un momento de descanso (la verdad es que estaba agotado, como si hubiera participado en una carrera de fondo) intentó pensar de nuevo en qué podía haberle sentado mal y decidió que eso en realidad ya no importaba. Debía tranquilizarse, una diarrea de semejantes características le habían dejado flojo y bajo de defensas, por eso los dolores en los párpados, los calambres de las piernas, los dedos agarrotados. En cuanto a la sangre que bajaba como si alguien se hubiera olvidado de cerrar un grifo en el interior de su culo, debía proceder de una herida que se había abierto ante el descenso acuoso de su mierda disuelta.

Por eso, quizá, también le dolía el cuello. Apenas podía girarlo. Tenía todas las cervicales cogidas por unas manos invisibles que lo aprisionaban y notaba un peso tremendo sobre sus hombros. Sudaba copiosamente, tenía fuerte temblores, quizá incluso fiebre.  Sin el quizá. Se llevó la mano a la frente y supo que su temperatura rondaría lo razonablemente alarmante.

Entonces algo cayó de su nariz. Extrañado, con los ojos muy abiertos, se llevo la mano hacia la misma y la notó húmeda. Al retirarla advirtió que sus largos e hinchados dedos estaban manchados de sangre. Miró hacia el suelo con las cejas levantadas y vio caer numerosas gotas de sangre.

Su culo sangraba.  Y ahora su nariz hacia exactamente lo mismo.

¿Qué le estaba pasando? ¿Qué demonios le ocurría?

Decidido, caminó con dificultad hacia la bañera. A duras penas logró abrir el grifo del agua caliente y suspiró aliviado al ver manar el agua humeante. Dejó que se llenara lo suficiente como para sumergir su cuerpo y después se introdujo dentro. La sensación de placer duro más bien poco.

Las manos le dolían horrores, especialmente los dedos, que ahora parecían mucho más gruesos y mucho más largos, como orugas atrapadas en una tela de araña. Todo lo demás estaba igual: Intenso dolor en las piernas; sangre cayendo desde la nariz y bajando por el recto; fiebre, cuello agarrotado…

Y ahora un intenso dolor de dientes.

Gritó como un poseso cuando sus muelas lo mordieron con atroz dolor. Instintivamente se llevó las manos a la boca y se agarró los dientes… con la desgracia de que, nada más tocarlos, éstos cayeron hacia el agua de la bañera como niños lanzándose desde el trampolín de una piscina municipal.

Es entonces cuando se asusta realmente, cuando comprende que algo que no puede explicar le está sucediendo. ¿Una comida en mal estado? ¡Y un cuerno! Esto es mucho más grave, sin duda.

Y si no que alguien le de respuestas convincentes para aclarar el jodido dolor que siente en los dedos de los pies, como si estuvieran tirando de ellos con unas tenazas invisibles. Cuando los levanta para echar un vistazo (creyendo incluso que en la bañera, bajo el agua, se han colado peces carnívoros) descubre las uñas negras y podridas, como si las hubieran aplastado con un martillo. Al rozarla con sus dedos horrorosamente hinchados y extraordinariamente largos, nuestro amigo grita cuando esas negras uñas caen al agua como piezas de dominó, probablemente para yacer junto a los dientes que cayeron pocos minutos antes.

Gimiendo como un bebe abandonado en el pórtico de una iglesia, este muchacho tiembla como si se hubiera quedado dormido bajo la más intensa de las nevadas. Sus ojos se han cubierto de lágrimas, los cierra y brama de dolor al sentir la mordedura de sus parpados. Los abre inmediatamente pero no puede evitar que las lágrimas resbalen por sus sonrojadas mejillas, mezclándose con la sangre que, con descaro y gallardía, no deja de manar de sus fosas nasales.

¿Quién puede ayudarle? No tiene fuerzas para salir a la calle o hacer una llamada telefónica. ¿Va a morir en estas condiciones sin saber al menos qué coño le está pasando?
Hoy ha sido un día tan normal como cualquier otro y sin embargo todo se ha complicado. Y ha sido en cuestión de segundos. No ha sentido nada especial salvo un dolor en el estómago y después… después todo esto que estás leyendo.

No sabe qué hacer. Está asustado. No sabe qué más puede pasarle. Tiene miedo.

Miedo de morir.

El agua que rodea su cuerpo está ya manchada de rojo y busca con la mano el tapón, que quita con la poca fuerza que le queda. El agua turbia y contaminada por la sangre se escapa en cuestión de segundos y nuestro amigo abre el grifo para lavarse.  No quiere mirarse los pies, ni siquiera los dedos de las manos, que los nota ya jodidamente gordos y jodidamente largos.

Se lava y tarda una hora en hacerlo, el tiempo suficiente para que su recto no sangre más y su nariz se de también por vencida. Más calmado y relajado, pero con nauseas y una sensación atroz en todo su cuerpo, el protagonista sale de la bañera.

Y lo hace despacio, porque no se siente bien, porque no sabe cuál será el siguiente paso.

En realidad no es ningún paso, porque nada más poner sus húmedos pies en el suelo, las piernas se le doblan grotescamente produciendo un sonoro chasquido y su cuerpo cae al suelo con la misma potencia y a la misma velocidad que un obús parido por un bombardero norteamericano.

Su cabeza impacta brutalmente contra el suelo y se hace una brecha lo suficientemente grande y dolorosa  como para provocarle la pérdida del conocimiento.
Horas después despierta, con el cuerpo dolorido, las extremidades agarrotadas y un fuerte calvario en la  cabeza. Han pasado horas, quizá días.

Trata de ponerse de pié. Vano intento es el primero.

Y el segundo. Incluso el tercero.

Al cuarto se da por vencido. ¡¡No puede levantarse!

Decidido a no quedarse en el frío suelo del cuarto de baño, comienza a arrastrarse. Al detectar la longitud de sus dedos exclama furioso ante la irrupción de lo que no tiene explicación y clava las uñas en el suelo. Se doblan como chicles, se parten como astillas.
Al menos no sintió dolor, en realidad ya no podía sentir nada en absoluto. Ni los temblores de las piernas ni la rigidez del cuello, ni tan siquiera la pesadez y el dolor de los  párpados. Estaba incluso convencido de que ya no sangraba. No podía cerrar los ojos, no podía pestañear pero nada le dolía, nada absolutamente.

Comenzó a arrastrarse con gran dificultad, muy despacio, como una puñetera babosa o mejor aún, como un puto caracol porque su cuerpo le pesaba como doscientos kilos de patatas recién traídos del huerto.

Apenas tenía movilidad en los brazos y piernas pero, en un tiempo que se le hizo interminable, pudo llegar hasta su habitación. Subir a la cama iba a ser toda una proeza pero, qué demonios, lo hizo y apenas valen ya las explicaciones para dejar claro cómo coño lo había conseguido. A fin de cuentas, hay cosas mucho más importantes a las que prestar atención.

Quieto en la cama, nuestro amigo tiene la vista clavada en el techo. Apenas puede moverse. Si intenta girar la cabeza su cuello cruje y una aguda sensación de molestia lo invade. Por unos momentos teme haberse roto la columna vertebral en la caída.

Está terriblemente asustado. Intenta agitar sus piernas y éstas no responden. Los brazos no le obedecen y aunque lucha con todas sus fuerzas para lograr el más mínimo movimiento, pronto descubre que carece totalmente de las mismas.

No se ha dado cuenta de que su cuerpo ha cambiado por completo, provocándose en él una transformación anómala y posiblemente inexplicable. Si tuviera la oportunidad de verse allí mismo, tendido en la cama, no habría podido reconocerse.

Parece una persona completamente diferente, más bien un monstruo escapado de un circo ambulante de gente extraña como la mujer barbuda, el hombre serpiente o el siniestro mago con aspecto de vampiro…, lo que hay en la cama y que nadie podría convencerle de que en realidad se trata de él, es un hombre desnudo (por denominarlo de alguna manera aunque comprendo que no es la definición más adecuada para referirse a…eso) con una obesidad mórbida que de solo verlo resulta repugnante.

Unas piernas enormes, que más parecen  sólidas columnas, se extienden a los lados de una cama que apenas puede aguantar el peso de todo el cuerpo. Cada minuto que pasa, las patas crujen anunciando la inminente rotura. Aquellas piernas (o lo que fueran) tienen una tonalidad grisácea y las gruesas venas, completamente negras, se pueden apreciar a través de su piel, como si fueran muecas deformes de engendros misteriosos y horripilantes. Los brazos, de iguales características, están unidos a un tronco deformado, con las flácidas carnes cayendo hacia los lados de una forma espantosa. 

De alguna manera que no sabría explicar ni el científico más galardonado, nuestro protagonista ha sufrido una extraña mutación, una deformación inusitada de su cuerpo, un cuerpo que quizá ha adquirido la friolera de doscientos o trescientos kilos. Y lo peor de todo es la cabeza: Ridículamente pequeña. Es algo que llama mucho la atención, que hace comprender que el pobre hombre se ha convertido en un monstruo siniestro y aberrante.

La diminuta cabeza, inverosímil y terrorífica si la comparamos con la masa mórbida, se asemeja a la cabeza de un insecto, con esos ojos pequeñitos, con esa boca casi insignificante… Y da la impresión de que a medida que el tiempo va pasando, el cuerpo  aumenta de tamaño, manifestándose las venas con mayor virulencia y llegando incluso a traspasar la propia piel. Si antes esas venas parecían las líneas dibujadas en un mapa de carretera, ahora tienen gran parecido con las cicatrices de los latigazos en la espalda de un grupo de esclavos en las galeras.

Y sucedió lo que se había anunciado: La cama se partió en dos.

El enorme cuerpo cayó al suelo y quedó tendido boca arriba, sin apenas movimiento salvo una ligera expresión de espanto dibujada en sus pequeños  y cada vez más reducidos ojos.

La respiración de la enferma criatura era lo único que podía escucharse en la habitación, una respiración profunda, lenta, agónica. A medida que esa respiración comenzaba a ser más y más silenciosa, los ojos de nuestro amigo perdieron todo brillo de vida que pudiera existir en ellos hasta que, paulatinamente, se fueron cerrando.

No obstante, aunque todo pareció haber acabado reduciéndose al más angustioso silencio, de vez en cuando, el cuerpo deforme de lo que bien podría denominarse una ballena, se agitaba, en concreto su pecho, que subía y bajaba como si estuviera sumergido en un profundo letargo. A su vez, por la pequeña boca de nuestro hombre, salía un sonido lastimero, un quejido doloroso vestido con el sonido de una respiración opaca y escalofriante.

Eso era lo único que podía escucharse en toda la habitación, de la que emanaba un hediondo olor, nauseabundo y putrefacto, mucho más asqueroso y repugnante del que aún perduraba en el cuarto de baño.

Era evidente que el pobre desgraciado había sufrido el ataque de un virus o, al menos, yo no tengo otra explicación. No podría precisar en qué momento del día lo atacó, cómo sufrió el contagio, por qué se desarrolló tan rápidamente y por qué aún no lo ha matado y lo está haciendo sufrir de un modo tan bárbaro. Porque aunque lo parecía no estaba muerto. Cada diez o doce minutos podía escucharse esa espeluznante respiración, esa especie de jadeo eterno que ponía los pelos de punta.

Quizá lo más terrorífico de todo esto sea que si prestamos un poco de atención y abrimos los oídos para escuchar más allá, descubrimos que hay más respiraciones similares que proceden del mismo edificio en el que agoniza el protagonista de este relato. Aproximadamente una veintena; y si entramos en cada piso de cada planta se nos mostrara un escenario similar al que hemos descrito poco más arriba:

Varias personas han sufrido esa misma mutación, atacadas por la virulencia de un germen desconocido hasta la fecha y que los ha convertido en lo que ahora son:
Masas deformes y gordas.
Y todas ellas están tiradas en el suelo, completamente inmovilizadas, respirando profundamente a intervalos espaciosos.

Tras escucharlos detenidamente… nos asombraremos al deducir que esas respiraciones siguen una misma pauta y que están ligadas por el unísono de un sonido que, de seguir así, podría llegar a dañar los cimientos del edificio. Podría incluso añadir que una vez oyes esas respiraciones… el sonido perdurará en tus oídos eternamente siendo fuente de terribles pesadillas donde monstruos mórbidos te observarán desde la profundidad de unos ojos tristes y casi muertos.

Y si sólo ocurriese en ese edificio es posible que la situación no fuera tan grave pero sonidos semejantes, de respiraciones que más parecen lamentos cavernosos, se escuchan procedentes de los edificios colindantes, incluso de la calle.

A varios metros a la redonda hay más de lo mismo.
A varios kilómetros la situación es estremecedoramente igual.
En toda la ciudad ha sucedido algo idéntico, como una plaga que ha diezmado a todos sus habitantes.

En todos y en cada uno de los pisos se encuentran, en el mismo estado vegetal que nuestro amigo, familias enteras que han sufrido la acometida de tan destructivo virus. Cuerpos hinchados, obesos hasta la extremidad esparcidos por el suelo; sus respiraciones son lentas y angustiosas.

Los hoteles de la ciudad están repletos de huéspedes que no entienden qué les ha podido pasar. Han perdido la conciencia. Muchos de ellos no son concientes de que sus cuerpos han adquirido una monstruosidad mórbida, de que la piel ajada de sus piernas parece cartón mojado. Sin morir y sin vivir realmente, están sumidos en una incertidumbre atroz y ninguno de ellos puede mantener viva la esperanza de que alguien venga a auxiliarlos por la sencilla razón de que los alrededores se encuentran repletos de personas o cosas semejantes a ellos.

Hay cientos de coches colapsando las desiertas calles y en su interior hay hombres y mujeres que han quedado atrapados. Se les ve extrañas expresiones en sus pequeños y asustados rostros. Da pavor mirarlos y comprobar que la transformación, por falta de espacio, no ha podido  llegar hasta su desenlace final. Estos sí que están muertos. Sus cuerpos son voluminosos, pero deformes, como si la prisión que suponía estar dentro de un coche, les hubiera impedido expandirse con total libertad. Son amasijos de carne sin forma ni razón, trozos humanos sin coherencia alguna.

Lo mismo ha ocurrido en los ascensores de los grandes rascacielos. En su interior, las personas afectadas por el virus han comenzado a sufrir las mismas tropelías que nuestro protagonista así que imagínate a tres o cuatro personas subiendo hacia las plantas superiores en el momento en que sus cuerpos comienzan a sufrir la mutación: Paredes llenas de sangre y repletas de un hedor nauseabundo, incluso algunas cabinas no soportaron el exceso mórbido que se estaba produciendo en su interior y los cables de acero se partieron, precipitándose hacia el abismo de la perdición, acompañada de gritos, alaridos y lamentos. Después el silencio más abisal.

Bares y hospitales, parques y colegios, bibliotecas, jefaturas de policía… nadie, absolutamente nadie se ha librado de semejante peste. Hay  cuerpos tirados en las calles, grandes y deformes. Algunos respiran con dificultad, siguiendo el mismo tono de los otros que permanecen en letargo. Varios cuerpos se han quedado sin vida, tirados de cualquier manera en mitad de la nada.

Decenas de aviones se han estrellado llevando en su interior gran cantidad de pasajeros convertidos ahora en seres grotescos y abominables y que muchos perecieron definitivamente bajo el dolor de las llamas.

Lo mismo ha ocurrido con el metro, los trenes, los barcos que en estos momentos van a la deriva, dejando una estela de muerte y horror tras su paso, viajando hacia la nada.

Todos los habitantes de la ciudad han padecido la misma pandemia y no solo en la ciudad…

También en todo el estado.
En todo el continente.

Si nos remitimos a la ausencia de noticias y a la dificultad para contactar, por el medio que sea, con los habitantes de otras zonas alejadas (me refiero a otros países y continentes) debemos pensar, por mucho que nos cueste admitirlo y asimilarlo, que el mismo fenómeno ha sucedido en todo el mundo.

La Humanidad entera ha sucumbido a la hecatombe.
Un terrible virus, una plaga maldita, ha diezmado al Hombre
La Tierra pronto será un planeta yermo y corrupto.

Esto… es el Fin de la Humanidad tal y como hoy la conocemos. Todo se ha acabado, ha llegado a su fin…

A todos nos pareció divertido el comienzo de este relato cuando un pobre desgraciado era atacado por una fuerte diarrea cuyas consecuencias nunca pudimos prever.

Y ahora, en estos momentos, todo el Planeta Tierra es un caos silencioso y horrendo. Sólo se escucha las respiraciones de todos los seres humanos que yacen tendidos en el suelo, creciendo sin parar, aumentando su volumen y masa corporal. Respiran con  lentitud y lo hacen al unísono, por lo que se asemeja al lento latido de un solo corazón moribundo, el corazón de la Raza Humana.

Pero antes de acabar, aún queda una pregunta y la lanzo al aire en estos momentos. Es un interrogante que me impulsa a tener una ligera esperanza para enarbolar  la ilusión de que quizá podamos tener una pequeña oportunidad:

¿Hay supervivientes?

¿Es posible que ese germen desconocido haya sido incapaz de arremeter con tanta furia en algunas personas que han podido ser inmunes a la infección?

¿Pueden existir, pese a todo, supervivientes, hombres y mujeres desconcertados, asustados, que huyen de las ciudades para evitar el contagio y la enfermedad?

Es más que posible. Puede haber gente que no haya padecido ninguno de estos síntomas, personas a las que no les ha afectado la agresión de ese virus hostil… pero mucho me temo que ninguno de ellos, absolutamente ninguno de ellos, querrá estar vivo cuando dentro de dos o tres días todos los que han  sufrido la mutación, todas las personas convertidas en monstruos horripilantes y mórbidos se levanten de nuevo con un hambre atroz.

Y lo harán, vaya si lo harán.

¡Con hambre de vivos!

1 comentario:

  1. Muy buena me gusto principalmente el final,muchas gracias por publicarla

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