Ilustración Carlos Rodón
-¡Quillo, sube más la tele!- gritó un parroquiano del bar el Pincho, en los suburbios de la megápolis de Santa Ana.
Su aspecto desaliñado concordaba con la mugre que reinaba en el local; y como casi todos los clientes, se apalancaba en la barra durante horas, acumulando botellas de cerveza vacías y buscando a alguien con quien conversar, aunque fuera del tiempo.
En una esquina de la barra, donde el parroquiano defendía su puesto con ferocidad, la televisión de plasma ofrecía las noticias. Hablaban no sé qué de unos macabros asesinatos. El dueño del establecimiento, sino más sucio que el suelo, parecido, subió el volumen con indiferencia, apurando otro trago de su Gin-tónic.
-...les avisamos que las imágenes que van a presenciar a continuación podrían herir su sensibilidad- decía la presentadora, sin abandonar su tono modulado.
En un recuadro de la pantalla se veía un sórdido callejón en el que aparecía un hombre corriendo asustado.
-...las imágenes fueron grabadas por una cámara de seguridad, situada en la parte trasera de unos grandes almacenes del centro de Santa Ana. Se sospecha que es el mismo autor de los sanguinarios asesinatos acaecidos en los últimos meses. La Policía sigue sin tener pistas del asesino...
La presentadora desapareció por completo cuando las imágenes del callejón tomaron la pantalla.
El vídeo carecía de nitidez, solo se podía apreciar la figura de un hombre que corría desesperado hacia el final del callejón, donde un alto muro le impedía continuar. Era imposible discernir sus facciones, pero el modo en que se apretaba contra el muro, tratando a toda costa de trepar por él, sin resultado, indicaba su estado de ansiedad.
A los pocos segundos surgió otra figura, recortándose contra el halo de luminiscencia que arrojaba una bombilla cercana. El primer hombre efectuaba aterrorizados gestos, alargando los brazos hacia el recién aparecido como si estuviera suplicando, y negando exageradamente en un estado de pánico total. El haz de luz reveló por unos terroríficos instantes un cuerpo renqueante que se desplazaba con dificultad, arrastrando las piernas pesadamente. La cabeza estaba inclinada en un ángulo innatural hacia el lado derecho, ofreciendo el vislumbre fugaz de un rostro grisáceo, descompuesto en la mejilla, con los dientes chorreando sangre, que manchaba su camiseta blanca bajo una chupa de cuero.
El tenebroso agresor se precipitó con ansia voraz sobre la aterrada víctima, desoyendo sus peticiones de piedad. Le mordió en el cuello con la fiereza propia de una alimaña y le arrancó un enorme pedazo de carne. La sangre brotó a través de la herida como un surtidor mientras el desdichado profería angustiosos alaridos de dolor. El antropófago tumbó sobre el suelo enrojecido al moribundo y hundió sus manos como garras en el estómago del hombre, arrancando sus entrañas de golpe y llevándoselas a la boca. Masticaba restos del hígado con exacerbada pasión, se embutía los intestinos como si fueran longanizas, cubriendo su rostro descompuesto de sangre y vísceras.
Cuando terminó el asaz banquete, que no había durado más de unos minutos, todo ello registrado por la cámara, empapó su mano de sangre y trazó una “Z” sobre el muro que había intentado escalar el infortunado. Después, como si de repente el alimento ingerido le hubiera renovado las energías, el asesino salió del campo de visión caminando de manera normal, sin arrastrar los pies, con la cabeza derecha. Aquí finalizó el vídeo
-La Policía solicita la participación ciudadana para identificar al siniestro asesino que está conmocionando a la sociedad de Santa Ana. La víctima, Esteban Azuaga, era un reconocido maltratador que había salido impune tras la terrible muerte de su mujer, al producirse un error durante la detención. Fuentes policiales aseguran que este sanguinario justiciero ha decidido tomarse la ley por su mano para acabar con los delincuentes y criminales que eluden a la justicia. También se le atribuyen los asesinatos de González Bermejo, concejal de urbanismo implicado en la Trama Adelfa, del banquero Antonio Guzmán , responsable de las famosas Hipotecas Fáciles, que dejaron sin hogar a cientos de familias y del ex-tesorero del UDE, Don Francisco de la Peineta. Se ruega a...
A partir de este punto el desaliñado parroquiano, acumulador de cervezas, dejó de escuchar la televisión. Su curiosidad malsana ya se había satisfecho.
-¡Olé sus huevos!- exclamó por todo lo alto. Aquello se merecía otra cerveza-. ¡Quillo, ponme otra. Y sírvete otro Gin-tónic para ti!
Al parroquiano no le gustaba beber solo; aunque no es que el camarero le fuera a hacer mucha compañía, en el bar había otros clientes que atender. Y, aunque no los hubiera, tampoco habría pasado de ese primer brindis. Prefería su sitio al final de la barra, donde la banqueta ya había tomado la forma de su trasero.
El crudo vídeo había causado una tremenda impresión entre la clientela del bar. La gente comenzó a comentar en voz alta como se suele hacer en este tipo de establecimientos.
-¡Ya era hora de que alguien hiciera algo en este país!- vociferó el parroquiano cervecero para nadie en particular.
-¡Si es que se veía venir, con la justicia que tenemos...!- le contestó Fernando Halitosis desde su solitario puesto en el otro extremo de la barra.
Nadie quería acercarse a él por su mal aliento. Fernando era especialista en aprovechar las rencillas conyugales para levantarle las mujeres a sus amigos y luego fingir desaprobación hacia ellos para disimular delante de su esposa. Además de su mal aliento, ése era el verdadero motivo de su aislamiento en el Pincho.
-¡Pos a estos serdos les ha llegado su San Martín!- se sumó Benito el Andaluz. Estaba encantado con la noticia.
¡Ya tenía con quién hablar el parroquiano, y menudo tema!
Al fin se había hecho justicia, pensaban la mayoría de los allí presentes. El hecho de haber presenciado tan sangrientas escenas no les había afectado en absoluto. El descontento y la indignación de la población española crecía día a día, viendo los abusos y los desmanes de algunos sectores de la sociedad sobre otros más desfavorecidos. La gente pedía sangre y no era de extrañar que a nadie le importara si a un criminal lo devoraban en un oscuro callejón con tal de que pagara su castigo.
Se desconocía la identidad de aquel super-héroe caníbal que estaba ajusticiando a los delincuentes que eludían la Justicia de una manera u otra, ya fueran personas influyentes del ámbito de la política, mafiosos o empresarios destacados. En los últimos años, desde que comenzó la Crisis del 2007, el número de cadáveres devorados había aumentado considerablemente en las calles de Santa Ana, todos ellos absueltos de sus crímenes a fuerza de influencias o de dinero.
Aquel individuo no dejaba huellas ni otras pruebas que pudieran identificarle. Los cuerpos aparecían en los lugares más insólitos, siempre acompañados de su sangrienta marca: la “Z”.
La población española e internacional especulaba a cerca de él sin poder esclarecer nada, ni su origen, ni su nombre. Había personas que aseguraban haber visto a un extraño personaje que caminaba tambaleante, de aspecto demacrado y con los ojos hundidos. Sin embargo no se ponían de acuerdo con los detalles concernientes a su físico; para unos era alto y moreno; para otros delgado y con poco pelo; incluso los había que aseguraban que era un hombre rico y bien parecido, con donaire al caminar. En lo que sí coincidían todos era que, fuera quién fuera, había surgido en un momento propicio para restablecer el orden y la justicia en España, dando su merecido a los corruptos de toda especie. Sus sanguinarias hazañas le estaban dotando de gran popularidad entre la sociedad indignada del país, ya algunos comenzaban a llamarle El Zombie.
-Yo creo que la “Z” esa es del Zorro- apuntó Fernando Halitosis
-¡No digas chelipolleces!- le contradijo el parroquiano, más exaltado por la ingesta de cerveza que por el tema en sí-. ¿Es que no has visto que es un Zombie? Se ha zampado al quillo ese y tan pancho que se ha ido.
-¿Cómo va ser un Sombie? ¿Desde cuándo los muertos vivientes van por ahí de superhéroes?- se preguntó Benito, rascándose las grasientas guedejas, que habría tenido que lavar hacía ya tres semanas.
El camarero aprovechó la coyuntura para cambiar de canal y poner un programa de esos que premian la vulgaridad y el mal gusto como una excelencia necesaria de la virtud humana.
-¿Y por qué no? Puestos a comerse a la gente, me parece de puta madre que se coma a los desgraciados esos que siempre escapan a la justicia. ¡Ja, ja, ja, ja, pues se les acabó el chollo!- se encendió el cervecero.
-Entonces, ¿Por qué no se ha comido ya al Undangaizoa ese? ¡Con toda la pasta que se ha llevado y el tío tiene la cara dura de decir que es inocente. No, si ya lo sabía yo que ése se casaba por la pasta! ¡Menudo braguetazo ha pegado el tío! Un poco de pantomima para tenernos contentos y ahora a disfrutar con nuestro sudor. Sí es que aquí todos se lo montan a lo grande menos los desgraciados como nosotros. Ya lo decía mi abuela, nos tendríamos que hacer políticos todos.
-¿Qué dices? ¿Para que nos coma el Zombie? ¡Quita, quita! ¡A ver si va a resultar que va a tener más barriga él que ellos!-. A medida que avanzaba la conversación, más personas se metían en ella. Es un modo muy común de socializarse en los bares españoles, cosa que en otros países de Europa encuentran de lo más extraño.
-Sí, pos haber que hase ahora er señó duque con el Sombie suelto por ahí. A ver qué cara se le ha puesto ar notas- continuó Benito, siempre tan animado.
-Ya puede temblar, ya- comentó otro cliente solitario con aspecto de motorista: chupa y pantalones de cuero y peinado con un perfecto Duck-tail-. Lo que pasa es que todavía no ha salido la sentencia. Algo me dice que si sale de rositas, el Zombie actuará de nuevo.
-¡Eso, y de paso que se coma los del UDE que ya les vale con tanto impuesto y tanta corrupción!- añadió el parroquiano.
-¡Anda que se han privado de algo los muy sinvergüenzas!- se oyó por el fondo del bar.
-¡Una invasión Zombie es lo que necesitamos en este país de sinvergüenzas!- dijo el Halitosis.
-¡Pos anda que no tié pa comer el Sombi, se a jartar er pavo!- chilló Benito.
El motorista, imperturbable, sin emoción alguna en el tono, ciertamente macilento, contestó a eso con una voz cascada:
-Yo que tú no hablaría tan alto, no fuera que el Zombie te escuchara.
El camarero, indiferente a las manifestaciones de sus clientes, a él lo que en verdad le gustaba era el Gran Hermano, si por él hubiera sido, se habría ido a vivir allí para toda la vida, lo que ocurría era que debía un riñón, un ojo y parte del otro al banco, subió de nuevo el volumen para escuchar un cotilleo de esos que, inexplicablemente, tenían más aceptación que las noticias culturales.
-El torero López Contreras, el Cartaginés, ha sido declarado inocente de la acusación en el juicio por atropello mortal, después de que el juez declarara nulo el procedimiento y lo dejara en libertad sin cargos. El torero, haciendo gala de su generosidad ha bonificado a la familia del fallecido con la suma de seis mil Euros...
En el bar el revuelo fue total, las cotas de indignación e impotencia alcanzaron el máximo de la tarde.
-¡Joder! ¡No hay derecho, siempre igual!- grito uno.
-¿Y ya está? ¿Eso es lo que vale la vida del pobre hombre, seis mil cochinos Euros cuando el tío está forrado de millones?
-¡Sí es que la justicia de este país no tiene precio! A los famosos se les perdona y a los probes que nos den!
-¡A éste se lo tendría que comer el Zombie!
-¡Ya te digo!
El motorista se levantó en medio del jaleo, pagó la bebida que no se había tomado y salió por la puerta renqueando un tanto. Nadie se había dado cuenta de que cuando entró caminaba perfectamente.
El diestro López Contreras salió a eso de las tres de la madrugada del bar de copas Dominguín, lugar que gustaba frecuentar y donde encontraba consuelo a sus penas. Andaba tambaleándose, manteniendo el equilibrio a duras penas, gracias a los cubatas que se había tomado de más. En otros tiempos había exhibido un porte gallardo y distinguido, con el aire intrépido del que ha enfrentado a la muerte en numerosas ocasiones y había logrado burlarla. Pero ahora solo quedaba un remedo de su apostura, que empapaba en alcohol todas las noches para olvidar. Su aspecto era más bien demacrado donde había lucido buen color, el pelo se le había teñido de blanco y solo conservaba la negrura en sus espesas cejas.
-Buenas noches, Maestro- le saludó un admirador, o eso creyó él, desde las sombras.
El desconocido estaba apoyado en una chopper de chasis rígido, pintada de negro mate, con las llantas rojas y las gomas con banda blanca. Cuando el torero pasó por su lado mostrando su total indiferencia, el motorista salió a su encuentro.
-¡Joder, otro pesado!- se lamentó contrariado López Contreras.
Al principio había buscado la fama, pero luego de hallarla, había llegado a odiar a todos sus fans. Estaba harto de empujones y muestras de admiración desenfrenada para conseguir su autógrafo.
El extraño se acercaba a él dando tumbos, con la cara de color mortecino y los ojos enrojecidos. El cuero negro enfundaba su cuerpo encorvado, fundiéndolo con la penumbra. De vez en cuando los remaches metálicos de la chupa lanzaban tenues destellos.
-Éste va peor que yo- se dijo el torero con una sonrisa desdeñosa, a punto de subir a su coche. Mientras buscaba con afán las llaves en su bolsillo, el motorista ganó la distancia que los separaba.
-¿Se encuentra ya mejor de su accidente, Maestro?- le preguntó con voz gutural, emitiendo un raro gorgoteo como si le costara articular palabra-. Enhorabuena por su declaración de inocencia, permítame que le ayude.
-¡Quita, desgraciado, no me toques!- rezongó López Contreras, realizando un gesto brusco y maleducado hacia su eventual benefactor.
Ya había abierto la puerta del coche y se metía a él con toda la velocidad que su tremenda borrachera le permitía. Antes de que pudiera cerrar la puerta el motorista se abalanzó sobre él y le asestó un golpe en la sien que le dejó inconsciente en el acto.
Cuando recobró el conocimiento se encontraba desorientado, maniatado desnudo sobre una silla, en medio del pequeño ruedo privado de alguna finca particular. Le habían amordazado para evitar sus gritos. Dos focos iluminaban la arena desde arriba, a ambos lados de la plaza. Unos altavoces dejaban sonar una canción de Julio Iglesias.
Enfrente suyo el motorista le contemplaba con desapasionada atención, sin emitir palabra, solo unos gruñidos más guturales de los que había escuchado en el Parking del Dominguín. Su aspecto había cambiado desfavorablemente, la piel se había tornado de un gris plomizo; los ojos se habían enterrado en sus cuencas; la boca comenzaba a emitir un hedor insoportable al iniciarse en su interior el estado de putrefacción. Pronto la piel se degradaría y se desprendería de los huesos.
Así, mudo, como muerto, permaneció más de tres horas, ajeno al forcejeo del torero, que en vano trataba de liberarse de las fuertes ataduras, y a sus miradas cargadas de odio. Aquella espera tenía una finalidad, no era para torturarle, ni para amedrentarle o conseguir su docilidad, no; era para que sus super-poderes de Zombie se pusieran en acción, para que la voracidad se adueñara de su cuerpo y de su mente y le convirtiera en una fiera rabiosa que se abatiría sobre el malhechor para devorarlo en un acto de justicia.
Al cabo le quitó la mordaza.
-¿Quién eres?- le preguntó con soberbia el Cartaginés. Él no se acobardaba por nada después de haber lidiado con toros de media tonelada.
-El Zombie- le contestó escuetamente.
-¿Vas a matarme?
-Sí.
-Al menos podrías dejar de torturarme de una puta vez con esa dichosa música.
-Tranquilo, aún te quedan cinco Lps más.
-¿Quién te envía? ¿La familia de Parra? Te pagaré el doble, el triple, tengo mucho dinero; es tuyo si me sueltas. -No me interesa tu dinero.
-Entonces, ¿para quién trabajas? ¿Eres el justiciero ése que está matando a los políticos y banqueros?
-Me envía la indignación popular, la impotencia de los desamparados, la frustración de los oprimidos. Vas a pagar por tu crimen, aquí nada te va a salvar.
-¡Menuda gilipollez! ¡No fue culpa mía! ¿Qué vas a hacer conmigo?
-Te voy a dar una oportunidad para que demuestres tu bravura, voy a lidiarte igual que tú lidias tus toros. En todo momento su voz sonaba rasposa, perdía intensidad.
-¡Soy inocente, el juez ha declarado nulo el juicio! ¡Te juro que yo no bebí ni una gota de alcohol!
-Ya, claro, solo te mojaste los labios con champán, igual que hoy, ¿no? El otro tuvo la culpa de toparse contigo, ¿eh? Se olvido que la carretera era tuya.
-No puedes matarme, soy un héroe nacional; la gente me quiere, me admira, admira mi arte. He hecho yo más por este país que nadie. Alguien como yo nunca irá a la cárcel, la gente no lo permitiría. O es que no has visto como me han aclamado todos al salir de los juzgados. ¿Te atreverás a privar a España de una de sus glorias?
-Eso es un sofisma sin sentido que no te va a ayudar. El Zombie renqueó hasta una mesa donde había depositado dos banderillas y dos cuchillos de carnicero. Cada vez se movía con más dificultad, ya casi había perdido la facultad del habla y la piel se le empezaba a cuartear, por cuyas grietas brotaba una especie de líquido viscoso color café.
-Vamos a jugar al torero y el toro- bisbiseó con la lengua hinchada. Las encías también rezumaban pus y excrecencias fétidas. El ansia devoradora se apoderaba de él y el rictus despiadado se instalaba en su rostro en descomposición. Tiró a sus pies los dos cuchillos curvos mientras lo desataba-. ¡Pero en igualdad de condiciones!
Y le hincó las dos banderillas en la espada con total maestría, igual que hubiera hecho el torero. Los rejones mordieron la carne y se incrustaron en partes no vitales para que pudiera lidiar. La sangre tiñó su espalda desnuda y chorreó por las piernas. El intenso dolor obligó al diestro a postrase delante de su verdugo. Toda su altanería, toda su bravura, su orgullo, se desvanecieron ante la figura tambaleante que se cernía sobre López Contreras, el Cartaginés, con las fauces chasqueando y los ojos cianóticos encendidos por la cólera.
El torero, convertido en torito, sacó pecho y se irguió a la desesperada. Sus reflejos, curtidos después de mil lidias en la plaza, se pusieron en funcionamiento al instante y desvió con un hábil giro de cintura al Zombie, hundiéndole uno de los cuchillos curvos como cuernos en el estómago. Ejecutando una Verónica sin capote le hundió el otro en la espalda, a la altura de los riñones.
Para su sorpresa, El Zombie recibió ambas cornadas con indolencia. No podía experimentar dolor porque era un muerto viviente; llevaba muerto más de setenta años, desde que el doctor Mengele le convirtiera en lo que era. El Zombie había muerto multitud de veces desde que el experimento fallido le otorgó ese estado, había sido multitud de personas, adoptado numerosas identidades, aunque recordaba vagamente que un día fue Amancio Jiménez, soldado republicano que luchó contra el General Franco y fue deportado a Auswitch para contribuir a los degenerados intentos de los nazis de engendrar el soldado perfecto, invencible.
Y de alguna forma, nunca hubieran sospechado el terrible resultado, lo habían conseguido. El cuerpo del Zombie no se podía matar porque ya estaba muerto. Pero necesitaba alimentarse con regularidad para no ser pasto de la putrefacción. Por esa razón, desde que volvió a su nuevo estado en aquella fosa común atestada de judios, había devorado y devorado cuerpos sin descanso. Y no siempre habían sido los de los culpables.
Con un gruñido aterrador El Zombie se abatió sobre López Contreras y le arrancó la oreja derecha de un mordisco. A continuación le arrancó la oreja izquierda y después las masticó con horrendos ruidos. El torero emitió un alarido que se mezcló con la voz de Julio Iglesias que resonaba en la plaza. Aún tuvo tiempo el diestro de asestar dos puñaladas más, abriendo en canal todo el abdomen de su atacante, cuyas vísceras se desparramaron por los pantalones de cuero como grotescas cadenas.
El Zombie se miró unos instantes con indiferencia y continuó su ataque, bloqueando los lances del torero, que ya comenzaban a acusar la pérdida de energías, derramadas junto con su sangre. En el frenético forcejeo ambos cayeron sobre la arena. El Zombie alargó sus brazos, rígidos como palos, hacia el cuello del lidiador y lo inmovilizó, tirándose a su cuello con impulso rabioso. Sus dientes le desgarraron la carótida, se hundieron en la carne ensangrentada, mordieron más y más, entre los desquiciados gritos de su víctima, dando enajenadas dentellas y desgarrando con sus uñas ennegrecidas su vientre.
López Contreras, el Cartaginés, encontró su infausto final en el paroxismo de la agonía, contemplando horrorizado cómo El Zombie se nutría con sus vísceras, clamando al cielo su triunfo, como si se hubiera quitado la montera y la ofreciera a la multitud imaginaria de la plaza. Se había hecho justicia, aunque no divina, pero eso a la gente le importaría un bledo; otro criminal que se creía impune había conocido los efectos de su presunción a manos de El Zombie.
Antes de abandonar la plaza, montado en su chopper de chasis rígido, trazó una “Z” en la arena junto a la carnicería y decoró su cuelgamonos con la cabeza del torero que se había llevado de trofeo. Días más tarde alguien encontraría una nota que rezaba así: “Un nuevo super-héroe ha llegado a las calles de Santa Ana para limpiar la inmundicia de la sociedad. Corruptos, pedófilos, especuladores, banqueros: ¡temblad! Pensadlo bien antes de cometer vuestros crímenes; puede que os libréis hoy, pero os encontraré mañana”.
El Zombie.
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