Translúcidos, Luis Carbajales
Ilustración Carlos Rodón
Elena siempre había creído ser
especial. Veía cosas que nadie más veía, sentía cosas que solo ella era capaz
de percibir. Debía de tener lo que se solía conocer como un «sexto sentido». Pero ninguna
de sus experiencias había sido ni siquiera parecida a lo que sintió aquella
noche.
—Ven —parecía decir la voz en su
mente. No era una voz exactamente, sino la representación pura de un deseo o un
sentimiento. Como si su cerebro estuviera conectado directamente al de otro
ser.
—Te necesitamos. Hemos venido
desde muy lejos, buscando gente como tú —así podría traducirse en palabras lo
que aquella anhelante mente le expresaba. Elena vio, en la psique de su
interlocutor, el espacio exterior, y una larga travesía en las vísceras de un
gran animal translúcido, hasta llegar allí, a las afueras de su modesto pueblo.
—¡Pero no puedo, no ahora mismo!
—contestó ella, tratando de enviar sus propios pensamientos—. Mis padres no me
dejarían salir de casa tan tarde...
Elena era muy joven, tan solo
tenía catorce años. La mente al otro lado la oyó, y pareció entristecerse
terriblemente. La chica sintió su pesar, y se compadeció del ser.
—¡Está bien! Esperadme...
En silencio, se escabulló por la
ventana de su casa, y huyó hacia el bosque, donde la esperaban sus misteriosos
nuevos amigos.
Juanito era un borracho. Todos
lo sabían, y, en la vida cotidiana, nunca lo tomaban en serio. Sin embargo, en
un día como aquel, nadie despreciaba sus esfuerzos por encontrar a la pequeña
Elena, unido al resto de guardias civiles y a algunos hombres del pueblo.
Se separaron, en el extenso
bosque que rodeaba el pueblo. Juanito se quedó solo entre los árboles,
acompañado únicamente por el zumbido de su radio, de la que, de cuando en cuando,
surgían frases desesperanzadoras. «¿Nada aún?». «No, nada».
A pesar de sentirse algo egoísta
al pensar de aquel modo, esperaba ser él quien encontrara a la niña: así, todos
dejarían de tomarlo por el pito del sereno, ¡era un guardia civil, coño! Haría honor
a su uniforme. Sacó su petaca, y dio un trago de orujo para calentarse. Era
otoño, ya empezaba a hacerse de noche, y el viento que mecía las ramas de los
árboles era cada vez más frío.
Mientras, distraídamente,
devolvía la petaca al bolsillo de su chaqueta, escuchó un ruido, como si
alguien hubiera pisado las hojas secas frente a él. Levantó la vista y se quedó
congelado en el sitio, manteniendo una posición ridícula, con un brazo en el
aire y el otro en su abrigo. Lo que vio parecía surgido de una delirante
pesadilla etílica, pero joder, no estaba tan borracho, y estaba seguro de estar
despierto.
Ante él, una temblorosa masa
blanca, translúcida e informe, se agitaba y ondulaba mientras terminaba de
tomar una nueva forma: la de un hombre. Era, de hecho, bastante similar a
Juanito, si teníamos en cuenta tan solo la silueta: se distinguía su fofa
barriga, y sus carrillos hinchados. No tenía piel, ni ojos, ni huesos (la luz
seguía dejando ver, vagamente, a través de él), tan solo era aquella sustancia viscosa
imitando el aspecto de un ser humano, quizá reflejándolo de forma instintiva.
En su interior parecía haber algo flotando, varios objetos difícilmente
distinguibles desde el exterior, más aún a la distancia desde la que Juanito
los miraba.
La criatura se adentró en el
bosque, corriendo extrañamente con sus nuevas piernas. Para cuando el agente
pudo reaccionar, ya no tuvo forma de encontrarla. Trató de seguir sus huellas,
pero, en cierto punto, desaparecían por completo. Quizá hubiera cambiado de aspecto
de nuevo, y hubiera empezado a arrastrarse, o a volar, ¿quién podía saberlo?
Los otros guardias civiles
encontraron a Juanito sentado sobre la hojarasca, bebiendo de su petaca para
pasar el susto. Creyeron que estaba como una cuba desde un primer momento, y su
historia les terminó de convencer. Es más, empezaron a pensar que se había
vuelto completamente loco.
¿Por qué lo tenía que haber
contado? Ahora se burlarían de él con mucha más saña, cuando todo aquello
hubiera pasado. Ya había empezado a notar las risitas a sus espaldas, de vuelta
en el cuartel. En casa, de madrugada, Juanito se emborrachaba solo,
lamentándose de su triste destino. Seguro que aquel ser era quien había
secuestrado a la pequeña, pero nunca podría demostrarlo.
Entonces, sintió la presencia
dentro de su cabeza.
—Ven —parecía susurrarle desde
lo más hondo de su mente. Era como si le sonriera afectuosamente de un modo no
visual, sino psíquico; sentía su calma y amabilidad, su deseo por compartir con
él conversaciones y experiencias.
—Nosotros sabemos que dices la
verdad. No eres ningún loco. Para nosotros, eres especial. Queremos que vengas
aquí, con nosotros y con Elena. Ella está bien.
Así entendía Juanito los
extraños pensamientos que invadían su cerebro, enviados desde algún lejano
lugar.
Sin duda, se trataba del hombre
translúcido que se había encontrado aquella tarde en el bosque. Iría, sí. Vaya
que si iría, pensó, mientras comprobaba la munición de su pistola. Se iban a
cagar, esa cosa y sus amigos. Todos le creerían cuando les mostrara sus
repugnantes cadáveres gelatinosos.
Salió a toda prisa hacia el
bosque, aún borracho. Sin embargo, la tremenda emoción parecía disipar la mayor
parte de los efectos del alcohol según alcanzaba la maleza, ya fuera del
pueblo. Caminó, incansable, hacia donde la «voz» le indicaba.
—Te estamos esperando, estamos
ansiosos por verte, ven.
En su mente, sentía su cariñosa
llamada. Casi tenía ganas de guardar la pistola, correr hacia esa cosa con una
sonrisa en la boca y abrazarla con todas sus fuerzas, fuera lo que fuese. Pero
se resistió: era su deber rescatar a la chica y acabar con esos bichos.
Finalmente, lo vio. La brillante
luna llena se reflejaba en su carne blancuzca y maleable, aunque no dejaba
distinguir los detalles de los bultos en su interior. Su forma era la de un ser
humano, la misma que Juanito le había visto adoptar hacía tan solo unas horas.
Se alejó del guardia civil, perdiéndose entre los árboles, antes de que este
pudiera alzar su arma. Lo siguió.
Tras la vegetación, había un
claro. Y en él, una enorme masa con forma de huevo, del tamaño de una de las
casas del pueblo. Estaba hecha del mismo material que el hombre translúcido, y
en su interior parecía haber unas cápsulas para albergar criaturas más
pequeñas, además de una miríada de pequeños tentáculos, todo ello orgánico. Era
el vehículo de los seres, y también su amigo, por lo que comprendió Juanito,
gracias a los mensajes telepáticos que recibía.
Junto al vehículo, a pocos
metros del agente, el hombre translúcido se había reunido con su otro amigo,
otra masa informe de tamaño humano. Ambos adquirieron, entonces, su forma
natural, con la que se encontraban más cómodos. Eran similares a medusas, pero
puestas del revés. La parte principal de su cuerpo era una esfera, del tamaño
de un balón de playa, que se arrastraba por el suelo, y, sobre ella, numerosos
tentáculos, de grosor regular y de punta redonda, se agitaban frenéticamente.
Juanito disparó. La bala
atravesó la carne de uno de los seres, el que hacía poco había tenido forma humana.
Sintió sus diabólicas risas en su propia mente, burlándose de sus patéticos
intentos de acabar con ellos. Entonces, uno de los tentáculos se alargó
enormemente, y se enroscó en el tobillo del guardia civil. Tiró de él con la
fuerza de varios hombres, haciéndole caer al suelo y arrastrándolo hacia el
alienígena. Acto seguido, las viscosas medusas se abalanzaron sobre él,
cubriéndolo de glutinosos seudópodos que lo sostenían por todas partes con
increíble fuerza. Le amputaron la pierna por la rodilla, simplemente
arrancándosela. Uno de ellos (ya no recordaba cuál era cada uno) se la
introdujo en su esférico cuerpo, junto a los otros bultos. El organismo parecía
absorber la materia sólida sin agrietarse o deformarse, probablemente debido a
su gran maleabilidad. Era como introducir una galleta en un plato de fluidas
natillas, que raudas volvían a cubrirla, recuperando su forma. La otra criatura
se sirvió un antebrazo, del mismo modo.
Entre gritos de dolor y terror,
Juanito distinguió finalmente las formas que flotaban en el interior de las
medusas, junto a sus propios miembros mutilados. Se trataba de pedazos de otro
cuerpo, probablemente del de la pequeña Elena. La carne estaba corroída, como
bañada en ácido: parcialmente digerida. La cabeza de la niña lo observaba sin
ojos, con los hilillos de carne que salían de su cara destruida flotando y
desgajándose en el interior de aquella masa mucilaginosa. Fue lo último que vio
Juanito, antes de que le arrancaran su propia cabeza.
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