Lucha por tu familia, Irene Comendador
Ilustración de Nana Bidzinashvili
La luz del
ventanuco me mira con insistencia. Allí tras los barrotes veo volar los pájaros
en libertad, contemplo cómo el sol desaparece por las tardes y lo reemplaza una
luna llena que me recuerda viejos tiempos, mejores noches, días diferentes.
Tengo miedo a
quedarme dormida, sé que si eso ocurre vendrán a por mí, volverán los fantasmas
reales de mi pesadilla diaria, sé que buscan un momento de debilidad por mi
parte para acercarse y hacer de las suyas.
También tengo
miedo a no dormir, estar tan exhausta que llegue a perder la poca lucidez que
me queda, la cordura que me obliga a sentirme fuerte por ellas, esperándolo a
él con todas mis ganas, suplicando a cada minuto que aparezca por la puerta,
como antes, como cuando mi vida tenía sentido y todo era felicidad, como cuando
éramos una familia libre.
Hace escasas
horas he tenido visita, ellos de nuevo, esos captores que me hacen daño, que me
clavan millones de agujas por todo el cuerpo, quizás solo sea una, pero duele
hasta las entrañas, hasta el mismísimo centro de mi corazón. Luego, sin mi consentimiento
empieza la tortura, me tocan por todas partes, siento sus manos en mis brazos,
por las piernas, los pies; llegan hasta mis partes más íntimas y hacen su trabajo,
despojándome de toda dignidad. Antes gritaba cuando sucedía, intentaba
resistirme clavando las uñas en su piel, mordiendo su carne si se acercaban
demasiado, revolviéndome como vulgar lagartija sobre la cama, pataleaba,
gruñía, bramaba, pero lo único que conseguí en respuesta fueron las ataduras
que ahora adornan mis tobillos y mis muñecas. Duelen, duelen mucho, han marcado
mi piel con rozaduras que de vez en cuando se ampollan, se hinchan y terminan
por infectarse. Después llegan los pinchazos y vuelven las botellas de líquido
extraño a colgar sobre el cabecero, con cables transparentes que se dirigen a
mi torrente sanguíneo y me infectan el organismo con a saber qué diabólico
veneno.
He comprobado
que son más delicados si me quedo quieta cuando me tocan, no por ello hacen
caso a mis súplicas, ni siquiera parecen oírme, siguen con su tarea de profanar
mi cuerpo y convertirme en un trapo viejo en el que pueden limpiar sus manos
cuando les place.
En una
ocasión, mientras sobaban mis pechos con brío, perdí el control y de mi boca
salieron insultos e improperios que jamás creí pronunciaría, me convertí en un
demonio, los maldije a todos ellos, deseándoles la muerte más dolorosa y atroz.
En respuesta pronunciaron el nombre de mis niñas, como una advertencia.
Jamás he
vuelto a decir ni una palabra, soportaría cualquier suplicio y vejación con tal
de que a ellas no las tocaran, estaría días sin comer ni dormir, sintiendo sus
manos dentro de mí, si supiese que mis hijas están a salvo. Nadie me lo
garantiza, pero al menos, he de pensar en ellas y dejarme hacer por si cumplen
su amenaza.
Ayer permitieron
a mis hijas venir a visitarme, parecían confundidas, como si verme atada a esta
cama fuese algo normal, como si mis negaciones y mi falta de sueño autoimpuesta
fuese por gusto. Si ellas supiesen que solo intento cuidar de sus vidas…
Mis dos
pequeñas no entienden a su edad por lo que estamos pasando, no me atrevo a
preguntar dónde las tienen metidas cuando no están conmigo, es más, no quiero
saberlo, parecen sanas, felices en su ignorancia y con eso me basta.
Ha veces
pierdo la cabeza y me dejo llevar por el subconsciente, a veces dejo que los
ojos se cierren un segundo y se apoderen de mí las sombras. Ahí es cuando todo
mi mundo cambia, vuelvo a recordar las mañanas con tostadas y mermelada, el
beso de despedida de mi Teo al irse a trabajar, los preparativos y los
sándwiches de queso en las tarteras para el colegio, el cepillado de las largas
melenas de mis pequeñas, mis ángeles en la tierra. Las imágenes parecen tan
reales que tardo unos minutos en cobrar consciencia y darme cuenta de que sigo
aquí encerrada, atada, a veces amordazada como un perro.
No sé si hoy
dejarán que Mila y Elena vengan a verme, las visitas suelen ser cortas e insuficientes,
ellas hablan de trivialidades mientras yo las miro con intensidad, sin
pronunciar palabra, sin decirles nada. Les transmito todo el amor que puedo con
la mirada, acaricio despacio sus manitas e intento no llorar al ver la
situación en la que estamos sumergidas, calmo sus almas torturadas con suspiros
cuando se acercan a darme el beso de partida. Alguna vez las he visto llorar,
quieren una explicación a mi comportamiento, a mi mutismo, pero ellas no
entienden que si hablara lo más mínimo podría escaparse de entre mis labios
algún detalle de nuestro cautiverio, podría pedirles que intentaran escapar
cuando les fuese posible, exigiéndoles que corrieran lejos, que se olvidaran de
mí, que buscaran ayuda de cualquier extraño; pero eso no es posible, solo son
dos niñas pequeñas guardadas por muros gruesos custodiados por dementes y
carceleros. Podrían hacerles daño si lo intentaran, solo de pensarlo se me
hielan las venas y mi garganta se cierra.
Encontraré la
manera de salir de aquí, de llevarlas conmigo a un lugar seguro, intentaré
urdir un plan de escape, algo que nos permita volver a casa.
Esta mañana me
han sacado de mi celda cubierta únicamente por una sábana blanca y atada a mi
camilla como de costumbre. He recorrido varios pasillos, cruzándome con más
gente que parece estar en mi misma situación, cautivos en este lugar en contra
de nuestra voluntad. No sé qué clase de aberraciones sufren el resto de
secuestrados, tampoco quiero saberlo, con mi batalla personal ya tengo más que
suficiente.
Al llegar a
una sala excesivamente iluminada me han metido en un tanque enorme, donde un
ruido ensordecedor ha perforado mis tímpanos con inquina, luces cegadoras me
hacían parpadear, varios cables conectados a mi cuerpo daban pequeñas descargas
eléctricas provocando que mis lágrimas se derramaran mojándome el pelo y la
tela bajo mi cuerpo. Desconozco cuánto tiempo me han tenido allí metida, pero
ha sido bastante; mis piernas ya se habían dormido cuando una mujer con máscara
en la cara me ha empezado a clavar agujas en el estómago.
Hablan entre
ellos pero no logro comprender lo qué dicen, palabras que nunca había oído se
cuelan en sus conversaciones encriptadas; hablan de muerte, de enfermedad, de
tratamientos, pero sigo sin comprender qué tienen que ver conmigo todas esas
cosas.
He intentado
poner orden dentro de mi caos, pensar el por qué de su comportamiento. ¿Buscan
algo dentro de mi cuerpo? ¿Ensayan con él? ¿Acaso soy el conejillo de indias de
alguna droga? Pero entonces me acuerdo de sus visitas, como cuando me dieron la
vuelta en la cama y penetraron mi trasero sin contemplaciones, provocando
sangrados que duraron días de sábanas mojadas. Recuerdo todas las veces que me
tocan, siempre a la misma hora, personas diferentes pasando sus manos por mi
piel pálida y temblorosa. Y pierdo el hilo de mis pensamientos, dejo de buscar
el motivo y me concentro en el dolor y la pérdida.
Aún guardo mi
secreto sin confesar, no sé cómo contárselo a mis hijas, ellas han notado que
su padre ya no está y presienten que algo malo le ha pasado. De momento confían
en mí y no han preguntado al respecto.
Son demasiados
días sin verlo, demasiadas horas sin contemplar su cara, sin recibir sus besos…
Con él todo esto era más llevadero.
Estoy segura
de que lo han matado, cada vez que me atrevo a preguntar a mis captores me
miran con condescendencia, me explican con la mirada que jamás lo volveré a
ver, me aseguran sin abrir la boca que será mejor que deje de preguntar si no
quiero que mis hijas corran la misma suerte, y entonces, me callo. Dejo salir
las lágrimas mudas y cierro los ojos con fuerza hasta que terminan de tocarme.
Pero ha
llegado el día, Mila y Elena tienen que saber la verdad, se lo intentaré
explicar de la mejor manera, me inventaré cualquier excusa que justifique la
ausencia de su padre. No quiero que piensen que nos ha abandonado por voluntad
propia en este infierno, no quiero que tengan esa impresión del hombre que más
las ha amado en el mundo, él no merece ese recuerdo de sus adoradas hijas.
Las bisagras
de la puerta chirrían y veo pasar a mis princesas, una de ellas viste una falda
larga que cubre sus piernas, me dan ganas de pedirle que muestre su piel bajo
la tela, quiero comprobar que las marcas que yo tengo no adornan también su
cuerpo, pero me contengo. Hoy hay una conversación más importante, hoy sabrán
la medio verdad que he guardado todo este tiempo.
— Mamá, tienes
mejor aspecto— dice Mila, la mayor de ellas, la tristeza en sus ojos revela que
miente.
Pasa la mano
por mi pelo, una caricia, ladeo la cabeza para encontrarme con su palma en la
mejilla; quiero su contacto, quiero que sepan que aún estando incapacitada,
lucho por ellas.
— Nos han
dicho que hoy traerán una comida que te gusta, espero que dejes el plato
limpio, estás muy delgada y hay que recuperar fuerzas— esta vez es Elena la que
habla.
Esa insufrible
comida, porquería que no vale ni para los cerdos. Omito el pensamiento y sonrío
lo que puedo.
— ¡Una
sonrisa! Bien, parece que hoy estamos de buen humor, así me gusta, pronto nos
dejarán irnos a casa.
Ese comentario
hace que mi gesto se endurezca sin querer, la pena y el sufrimiento afloran por
mi piel, neutralizando el escaso brillo de mis ojos.
“Es ahora o
nunca” Pienso.
— Tengo que
hablar con vosotras de algo importante.
Las dos me
miran con atención, se han sorprendido mucho y abren los ojos expectantes,
incluso a mí me ha sonado rara mi voz después de tanto tiempo sin usarla.
Se acercan un
poco más a la cama y me agarran con fuerza de las manos, me animan a seguir
hablando, contando mi historia.
— Mis pequeñas…
tengo que confesaros un secreto que llevo guardando estos últimos días— espero
que sus cabecitas se preparen para lo que tengo que contar, aunque soy consciente
de que jamás estarán preparadas para tal desolación—, es referente a vuestro
padre.
Mis hijas me
miran extrañadas, pero siguen calladas para no interrumpirme. Decido soltarlo
directamente, alargar la espera será mucho peor. Después tendré que consolar
sus corazones destrozados para que entiendan que no están solas, yo sigo aquí.
— Como habréis
notado, hace unos días que vuestro padre no viene por aquí; no nos ha
abandonado, simplemente ha tenido que partir a un viaje muy largo del que no va
ha volver. Los mismos hombres que nos tienen aquí retenidas se lo han llevado
en contra de su voluntad. Él opuso resistencia todo lo que pudo, intentó
quedarse a nuestro lado, pero no lo consiguió.
Elena intenta
hablar y corto sus palabras, sé lo que va ha preguntar y no quiero que lo haga,
no quiero que tenga dudas sobre el amor que Teo les ha dejado en vida, no
quiero que piensen que no fue valiente, luchador, que no intentó por todos los
medios seguir con nosotras, seguramente ha dado su vida para que tengamos una
oportunidad en la nuestra.
— Hace escasos
cinco días, papá se ha ido al cielo para no volver. Pero nos protegerá desde
donde esté y cuidará de nosotras, conseguiremos volver a casa y ser una familia
unida de nuevo, os lo prometo. No pienso dejaros aquí encerradas para siempre. Da
igual lo que quieran hacer con mi cuerpo, lo que quieran meter en mi mente, yo
tengo la cabeza fría y encontraré la manera de que esto funcione, os lo
prometo.
Después de
decir mi última palabra me doy cuenta de que conté más de lo que quería, pero
el daño ya está hecho, tienen que crecer y ser conscientes de que esto no son
unas vacaciones. Nos tienen secuestradas y no sé cuánto más aguantaré la
situación antes de que sean ellas las que ocupen mi lugar.
Mila y Elena
se miran entre ellas, sus ojos se han puesto tristes, reflejan decepción.
Se dan la mano
en señal de complicidad y me miran con ternura.
— Mamá, no
estamos aquí recluidas, esto es un hospital. Estás enferma y los médicos
intentan encontrar una cura a tu enfermedad. Papá hace más de diez años que nos
abandonó, ¿recuerdas? ¿Recuerdas haber ido a su funeral, mamá?
— Mamá, mañana
vendremos con tus nietos, verás cómo te alegra verlos tan grandes. Ellos están
deseando verte, incluso han hecho unos dibujos preciosos con las flores que más
te gustan. Pronto todo pasará y volveremos a casa. Ya lo verás.
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