El camino de vuelta, Pau Varela
Ilustración, Carlos Rodón |
El
Dr. Lanning, el experto enviado por la corporación, es un tipo obeso y
grasiento. El arduo trabajo que le
supone respirar hace que sude a mares, a pesar de que la baja gravedad del
planetoide hace más fácil sobrellevar el peso extra que él carga. Me observa
con desgana desde el otro lado de mi escritorio, con una mirada sutilmente más
avisada que la de un viejo leonberger, incapaz de entender ni una sola palabra
de lo que le digo. Tal vez siete años confinado en esta estación minera de
mierda han hecho mella en mis habilidades sociales.
“Señor Oswald, no estoy seguro de entender porque me ha
hecho venir hasta aquí, el consejo ya le ha comunicado que no podemos atender a
su petición’’, se limita a repetir una y otra vez.
Me alzo de la silla y harto de verle la cara le doy la
espalda, examinando a través de la ventana de mi oficina la vista de las minas
y el ir y venir indeciso de esas bestias. Es una visión espeluznante y a la vez
irónica. Quién hubiera dicho que la guerra muerta solo fue el principio del fin
de la humanidad.
En aquellos primeros días después de la batalla del Mar
Rojo no me podía ni imaginar lo que estaba por venir. Yo era un simple soldado
raso por aquel entonces, exultante en mi inopia por haber sobrevivido a la
plaga. Pero en nuestro pueril anhelo de arrancar unos días más a la extinción
arrasamos el planeta. Sin las materias primas necesarias para subsistir, los
supervivientes nos vimos azotados por la hambruna y la pobreza. Lo que quedaba
de la civilización se desangraba lentamente sin remedio. Las colonias mineras
exteriores que habían nutrido a la industria antes de la guerra estaban
abandonadas y carecíamos de la mano de obra necesaria para volver a
explotarlas.
Entonces en medio de todo el caos y la desesperación
alguien de la corporación tuvo una idea genial. ¿Por qué no utilizar a los
mismos monstruos que casi nos exterminan para trabajar en las minas? Aún
quedaban bastantes de esas cosas deambulando por todo el globo. Los equipos de
exterminio los mantenían a raya. En poco tiempo pasaron de ser una amenaza a
ser una carga demasiado pesada. Habíamos aprendido de la manera más terrible
posible que ellos no precisaban de reposo o alimento, a pesar de su gran
apetito por nosotros, y eran capaces de resistir a las gélidas temperaturas del
espacio sin la necesidad de respirar que limitaba a los vivos. Adiestrarlos
para que cumplieran con la tarea no fue sencillo, aunque la mezcla de sus
cerebros consumidos y nuestra nanotecnologia nos permitieron someterlos y
otorgarles la movilidad necesaria para manejar herramientas. Sus instintos
primarios los convirtieron en una fuerza de trabajo eficiente e imprescindible
para la supervivencia de la humanidad.
Así fue que sin saber cómo, me vi exiliado del hogar que
tanto había luchado por salvar, condenado a cuidar y vigilar a las mismas
bestias que me lo habían arrebatado todo. Un castigo más cruel que la muerte
misma. Sin apartar la vista de la ventana le manifiesto al doctor una idea que
lleva días formándose en mi cabeza.
“Clausurad la mina. Sacrificad a los obreros antes de que
sea demasiado tarde’’, digo con severidad volviendo al presente.
“La tierra no puede prescindir de ninguna de las minas,
aún estamos trabajando para recuperarnos de la posguerra. Sin el suministro de
combustible y minerales volveríamos a estar donde empezamos’’.
Me jode admitir que el gordo cabrón tiene razón. Aun así,
ese miedo pegajoso que me tiene atenazado no se relaja. Me quedo en silencio,
cavilando.
“Oswald, ¿Qué ha visto?’’, me pregunta él, inclinándose
hacia adelante como quien espera oír un secreto.
“Usted los ha estudiado, ha estudiado su comportamiento.
¿Cómo los definiría?’’.
“Son básicamente depredadores, lo único que hacen es
buscar alimento, carne humana viva. Durante la guerra exploramos las grandes
ciudades, las primeras en quedar abandonadas, donde el virus se propagó más
ferozmente. Intentábamos entender a que nos enfrentábamos, encontrar una
debilidad. Pero no había nada. Los caminantes se limitaban a deambular por las
calles, sin rumbo. Era como una gigantesca danza lúgubre de extremidades
rígidas y torsos descarnados. No queda nada en ellos de lo que los hacía
humanos’’.
“Eso es lo que yo recuerdo también. Pero lo que he visto
aquí… dejan de trabajar sin motivo aparente, a veces equipos enteros de
extracción se quedan inmóviles, juntos en círculo, gimiendo y respirando
pesadamente. Casi como si…’’.
“No estará insinuando que esas cosas se comunican. Que
celebran asambleas o algo parecido. Joder, como esas cosas formen un sindicato
más de uno en la tierra se va a cagar encima’’.
No digo nada, incapaz de creer lo que estoy pensando. Voy
hasta el mini bar y cojo un par de vasos y una botella de whisky y me siento
encima del escritorio, justo a su lado. Le sirvo una copa y otra para mí. Soy
generoso con la cantidad. Los dos damos un buen trago.
“Tal vez se trate de un mal funcionamiento de los nanobots
de sus cerebros, al fin y al cabo aun es una tecnología en desarrollo’’. Dice pasándose una mano peluda por la frente.
“¿Quiénes fueron los primeros? El primer grupo que mostró ese comportamiento’’.
“Uno de los primeros equipos de extracción que pusimos en
el terreno cuando reactivamos el trabajo en la mina. Se encargan de la veta
principal con otros tres equipos’’.
“¿Cuántos?’’.
“Unos treinta, más o menos. Eran casi el doble cuando
empezaron, pero durante el primer año tuvimos muchas bajas, algunos perdieron
miembros o simplemente no se adaptaron al frio de la superficie”.
“Quiero verlos’’, dice él sin ni siquiera mirarme.
“¿A quién?’’.
“A los caminantes de ese grupo. Aíslelos y conténgalos
para que los podamos ver más de cerca. A ver en qué estado se encuentran.
Tienen el equipo necesario para ello, ¿no es así?’’.
“¿Qué pretende sacar con eso?’’.
“Tal vez las respuestas que no pude obtener en su
momento’’.
***
El irregular estruendo de mis latidos resuena dentro del
casco de mi traje especial mientras compruebo el funcionamiento de mi rifle.
Mis manos tiemblan. Odio verme superado por el miedo y trato de calmarme
tomando grandes bocanadas de aire. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez
que vi a una de esas cosas de cerca y mi cuerpo me grita que huya sin mirar
atrás. El Dr. Lanning se pelea para embutir su masivo contorno dentro de su
traje, escoltado por tres oficiales de seguridad cuyos rostros severos no consiguen
ocultar unas sonrisas burlonas ante el espectáculo que presenciamos. El
ascensor nos conduce a la parte más profunda de las minas a un ritmo constante.
“¿Tiene miedo?’’, le pregunto a Lanning en voz baja.
“Usted que cree. La mayoría de ejemplares con los que
trabajo llegan con daños severos en el cráneo y el cerebro. Desde que acabo la
guerra no he podido inspeccionar un infectado activo’’. Replica él frunciendo el ceño mientras un ligero tufo a
azufre inunda el ascensor. “Aún tengo pesadillas sobre aquellos días’’.
Al llegar al nivel inferior ante nosotros se descubre lo
que mis hombres han bautizado apropiadamente como la ciudad de los muertos. Una
gigantesca bóveda excavada en las entrañas del planetoide que cubre un valle
artificial y subterráneo que sirve de acceso a las vetas más profundas.
Raramente bajamos aquí ya. Nos limitamos a monitorizar el trabajo desde las
estaciones de observación y ni siquiera retiramos los cuerpos de los no muertos
que caen y no se vuelven a levantar. Nos reciben una docena de oficiales de
seguridad preparados para acompañarnos hasta la entrada donde han reunido a los
caminantes del equipo de extracción. La mayoría de los hombres que trabajan en
las minas fuera de la tierra son jóvenes, demasiado. Los envían con la promesa
de ganarse el sueldo de una vida en pocos años, les enseñan a empuñar un arma y
les ponen a vigilar a los caminantes. Pero la mayoría de ellos no ha tenido que
enfrentarse al terror que nosotros vivimos.
Atravesamos el valle subterráneo poblado por centenares
de caminantes atareados. Los trajes ocultan nuestro aroma a humanidad,
haciéndonos invisibles ante los ojos vidriosos que nos rodean. Los caminantes
que debemos inspeccionar se encuentran encadenados en tres filas de a uno cerca
del muro este. A medida que nos acercamos el coro de gemidos característico de
esas bestias me trae de vuelta recuerdos de la guerra muerta. Las noches
atrincherado en medio del barro y el frio, oyendo ese mismo gemido rodeándome y
empapando de terror todo mi mundo.
“Un agradable paseo bajo el sol’’, le digo a Lanning
sonriendo a través del plástico tintado de mi visera.
“Rodeados de aberraciones pútridas devoradoras de carne
humana’’, añade él.
Las risas nerviosas son rápidamente reemplazadas por el
silencio. Los oficiales de seguridad rodean al grupo de caminantes mientras
Lanning los examina uno a uno tembloroso. Están bien encadenados, sus manos y
pies apresados de tal manera que su movilidad se limita a tambalearse levemente
como las olas de un mar infesto. Yo le sigo con el rifle en alto apuntando a
las criaturas.
“Aún parecen tan humanos…’’, murmuro entre dientes. Y es
verdad. A pesar de que les faltan algunos pedazos de carne aquí y allá, de que
su piel tiene un tono gris y lo que queda de las ropas que llevaban en su
último momento de vida son ahora jirones de tela que apenas cubren sus formas,
es imposible apreciar cierto eco a humanidad en ellos.
“Son cascaras vacías, sombras de lo que fueron. Una burla
nauseabunda a la humanidad’’.
El doctor los revisa atentamente y toma notas en su
libreta táctil.
“Necesitare una muestra de materia gris’’. Me dice. Yo
asiento y le vuelo la cabeza al último caminante de la primera fila, haciendo
saltar pedacitos de materia gris por los aires.
“Eso bastará’’, me dice recogiendo un pedazo de cerebro y
guardándolo en un frasquito.
De pronto mi mirada capta algo anormal. Uno de los
caminantes esta inmóvil. Su postura carece del vaivén al que me he acostumbrado
con el paso de los años. Tiene la cabeza
agachada, mostrándonos un cráneo donde faltan clapas de cabellos y piel que
parecen haber sido arrancados violentamente. Se encuentra justo en el medio de
las tres filas de caminantes, casi oculto a la mirada. Lanning se da cuenta de
que me he quedado pasmado, y sigue con su mirada la mía.
“Ese’’, me dice señalando al caminante inerte. “¿Fue el
primero en dejar de trabajar?’’, me pregunta.
“No lo sé’’. Le respondo mientras alzo mi rifle en
dirección al caminante.
Él alza la cabeza lentamente y nos mira, acompañando el
gesto señalando con sus manos encadenadas a Lanning. Su piel es visiblemente
más oscura que la de los demás. Lo siguiente que oigo me destroza el alma por
completo.
“Li… ber… a…’’, musita el caminante.
Mi mandíbula cede y queda colgando de mi cráneo como si
tuviera un resorte.
“Liber… a…’’, repite más alto. Las silabas salen de su
boca tambaleándose pero de forma clara.
Aprieto el gatillo sin pensármelo dos veces, pero uno de
los muertos que lo rodean se mueve y se interpone en la trayectoria del
disparo. Ahora no soy el único sorprendido. Todos nos quedamos quietos, en
silencio, mientras el cuerpo del caminante que se ha sacrificado para proteger
a su compañero cae al suelo. Será cabrón.
El silencio se quiebra por unos chasquidos secos, como de
ramas rompiéndose. Los caminantes se están arrancando las cadenas, rompiendo
sus huesos y arrancándose partes de sus extremidades sin inmutarse. El doctor
Lanning cae de culo y uno de los caminantes se abalanza sobre él, apresando la
protección del cuello de su traje con los dientes. El grita y reacciono por
puro instinto y le vuelo los sesos a su asaltante, dándole unos segundos para
separarse gateando del tumulto.
En pocos segundos el caos se desata. Algunos caminantes
se han conseguido arrancar las cadenas y
los oficiales de seguridad les disparan a discreción y sin apuntar,
consiguiendo solamente llenarles el cuerpo de agujeros. Imbéciles.
“¡A las cabezas!’’, grito sin conseguir nada.
Algunos hombres ya están en el suelo forcejeando y
convulsionando. El rojo tan familiar empieza a brotar y manchar sus trajes. La
apariencia frágil de los no muertos es engañosa. Incapaces de sentir dolor
fuerzan sus cuerpos hasta el límite de lo que queda de sus músculos y tendones.
Una vez te atrapan no te dejaran jamás. El horror que contemplo me transporta
al Mar Rojo. Me sorprendo al notar una corriente de lágrimas cayendo por mis
mejillas. Me distraigo y soy arrollado por dos caminantes y antes de tocar el
suelo mi mundo se desvanece en el rojo.
***
Fuego. Sangre. Silencio. Oscuridad.
Lo primero que veo al recuperar la consciencia es un
paisaje que he visto miles de veces desde mi oficina. Las minas y los
caminantes yendo y viniendo como hormigas atareadas. Solo que algo es
ligeramente diferente. Desde la distancia a la que me encuentro puedo ver
cuerpos despedazados yaciendo en el suelo en medio de gigantescos charcos
carmesíes. Parecen llevar el uniforme del cuerpo de seguridad. Algunos
caminantes aún se están alimentando de ellos con la voracidad de quien lleva
décadas sin probar la carne humana.
Siento un dolor punzante en mi hombro derecho y una
sensación empapada recorriéndome el brazo. Estoy algo mareado debido a la
pérdida de sangre. Detrás de mí siento un suave rumor, como la respiración
quejosa de un enfermo. Unas manos se posan sobre la silla a la que me encuentro
encadenado y me da la vuelta. Me encuentro cara a cara con el caminante de piel
morena. El recuerdo de su voz áspera me da escalofríos. Es imposible que haya
hablado. Los cerebros de esas criaturas llevan tiempo consumidos. Es imposible.
Aun así, no puedo negar lo que oí. Fue real. Habló.
Él me mira altivo. Su boca chorrea sangre y veo pedazos
de tendón y músculo colgando de entre sus dientes. Junto a él veo un rostro,
por así decirlo, conocido. El Dr. Lanning me mira con unos exánimes ojos
velados. La mitad de su cara ha sido roída, dejando al descubierto el lado
izquierdo de su cráneo. Le han arrancado los brazos y una cadena le rodea el
cuello. Lo sujeta uno de los otros cuatro caminantes que se encuentran en mi
despacho. Todos mirándome fijamente. De repente se me ocurre. Tal vez soy el
último humano vivo que queda en el planeta. De repente el alivio que sentí en
el Mar Rojo se desvanece. Hubiera sido mejor no sobrevivir esta vez. El
caminante que se ha erigido en líder de los suyos se acerca a mí. En la mano
lleva algo que me cuesta identificar. Un comunicador por satélite. La única
conexión entre las minas y la tierra. Lo alza y me lo pone a la altura de los
ojos.
“No comprendo…’’
Él agita el comunicador ante mí y expulsa un gemido
apremiante. La cabeza me pesa una barbaridad y me cuesta enfocar la mirada. El
caminante separa sus labios consumidos y me preparo para estremecerme una vez
más.
“Libera… dnos…’’ gruñe.
Entonces lo entiendo. Entiendo lo que quiere el muy
desgraciado. Quiere volver a la tierra. Quiere que llame a un transporte para
poder asaltarlo. Solo el supervisor de una excavación exterior puede solicitar
uno de los transportes que unes la tierra con las colonias mineras.
“No. No lo haré. Podéis matadme si queréis’’. Digo
resignadamente.
Él se limpia la sangre del mentón y me la pasa por el
pecho, dejando un rastro rojizo en mi traje. Luego se inclina hacia mí y
deposita el comunicador en mi regazo.
“Tú… muer… to’’. Me dice mirándome directamente a los
ojos. ‘Tú… nosotros… iguales…’’
La herida de mi hombro no es una herida. Es una sentencia
de muerte en vida. La transformación no tardará a desposeerme de mi humanidad.
Agarro el comunicador y lo miro fijamente. Las lágrimas empiezan a brotar de
mis ojos descontroladas. Mi lealtad a la vida tirita e imágenes de mi hogar
desfilan ante mí. Lo que daría por volver, ver la tierra una última vez.
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