El gordito, José Manuel Durán Rain
Ilustración, Carlos Rodón |
Nada más entrar
en su casa corrió hacia el cuarto de baño creyendo que no iba a llegar a tiempo para descargar todo lo que llevaba agitándose en su interior desde hacía
varios minutos. Afortunadamente, logró bajarse los pantalones antes de que el
último retortijón fuese el definitivo.
Nada más sentarse en el váter, por entre sus nalgas bajó una cascada de
líquido marrón escoltado por pequeños
trozos pastosos, unos sonidos semejantes a trompetas desafinadas y un olor
nauseabundo que comenzó a poner en peligro el oxígeno del cuarto de baño, el de
su propio hogar e incluso el de las casas aledañas. Si en aquél momento algún
vecino estuviera caminando por el portal quizá se habría visto tentado a llamar
a la policía ante el pútrido hedor que salía de la casa de nuestro protagonista,
bajo el temor de que en su interior hubiera un cadáver pudriéndose bajo un
manto de gusanos repulsivos y asquerosas moscas mugrientas.
Pero a pesar de que dentro de la casa de nuestro protagonista el olor es
insoportable y se podría ajustar al hedor que desprende un cuerpo en
descomposición, no hay ningún cadáver, solamente un hombre de treinta y siete
años sentado en la taza del váter con cara de resignación y una sonrisa
bobalicona en el rostro.
Pasó allí cerca de dos horas, que se le hicieron largas y exasperantes.
Durante aquél tiempo, su estómago ladraba dándole pinchazos, después, su
trasero vomitaba líquido y trozos de mierda que golpeaban con fuerza la
superficie de la taza, salpicando en ocasiones sus nalgas cuando algunos trozos
consistentes se sumergían violentamente en el agua. Un remanso de paz envolvía
entonces a nuestro amigo, hasta tal punto que se sentía completamente relajado,
sin aquellos sonidos de trompeta saliendo de su culo, sin aquella sensación de
que se estaba deshaciendo por dentro.
Lo único que lamentaba era aquél maldito olor. Se tapó la nariz con el
cuello del jersey y después se encogió de hombros, era su mierda, los deshechos
que expulsaba su cuerpo y no le quedaba más remedio que resignarse y aceptar la
situación.
Estiró la mano para coger el rollo de papel con tan mala pata que se le
escurrió de entre los dedos y el rollo rodó por el suelo hasta llegar a la
puerta del baño, a metro y medio de distancia. Maldijo entre dientes y abrió los
ojos. Tuvo intención de incorporarse cuando su estómago lo envistió de nuevo.
Esta vez fue un golpe mordaz que le dolió sobremanera a la altura del apéndice.
Bramó de dolor y hundió más aún su trasero en la taza, momento en el que notó
cómo una cantidad considerable de líquido caía como un torrente por entre las
paredes de su culo para precipitarse, tal cual cascada, hacia el fondo del
abismo. Nuestro amigo gimió de auténtico placer al sentirse liberado de la
prisión que hasta el momento le había sometido su propio estómago. Después
llegó la calma, otra vez.
Quiso levantarse, recuperar el
rollo de papel higiénico y hacerse una limpieza digna pero sus tripas lo amenazaron
de nuevo, obligándolo a permanecer sentado. Seguidamente, casi sin
previo aviso, en el interior del cuarto de baño se produjo un sonido
estruendoso, como un bazooka, que retumbó e hizo estremecer los cimientos de
todo el edificio. Se trataba de un pedo, un pedo cuyo sonido parecía más bien
el ronco rugido de un vampiro al que le acaban de atravesar el pecho con una
afilada estaca de madera que un viento huracanado procedente de sus entrañas. Y
aquello duró eternos segundos, lo que hizo estallar en carcajadas a nuestro
amigo, quien seguidamente arrugó la nariz al detectar el nauseabundo olor que
emergía para contaminar la atmósfera, una
vez más, tanto del cuarto de baño como la de todo el planeta Tierra.
A todo esto le siguió una serie de peditos mucho más suaves pero
igualmente olorosos, que semejaban el sonido de flautas mal afinadas. Luego, de
nuevo , la calma.
Esta vez sí consiguió levantarse sin que su cuerpo escupiera más líquido
y echó un vistazo al interior de la taza. Todo estaba asquerosamente marrón, como
salpicaduras de un Pollock que usara los culos como instrumento y la diarrea
como expresión de un arte incomprendido. El protagonista de este relato sonrió,
ladeó la cabeza de un lado para otro y tiró de la cadena. El sonido de la
cisterna llenándose de nuevo lo dejó cautivado durante breves momentos y
aprovechó para coger el rollo de papel. Se limpió, tiró otra vez de la cadena y se sentó en el váter. El concierto empezaba de nuevo.
Dolores estomacales, pequeños mordiscos entre sus intestinos, varios
pedos apestosos y mucho, mucho líquido rojizo, esta vez con muy pocos trocitos
marrones.
¿Qué había comido para que su estómago y su cuerpo, protestaran de
aquella manera?
Entre pedo y trozos de mierda, entre cascadas de aguas fecales marrones y
malolientes, el protagonista de este relato comenzó a hacer memoria. De todos
es sabido que este sitio en el que se encuentra no es el mejor para tratar de
llegar a conclusiones más o menos convincentes pero no le quedaba otra y
trataba de encontrar una explicación para la diarrea desmesurada que sentía.
Incluso el culo ya le escocía, lo había notado cuando se lo había limpiado. Le
dolía y sus piernas estaban flojas a causa del considerable esfuerzo.
¿Qué había podido comer para llegar a este estado? Repasó mentalmente
todo lo que su generoso cuerpo había devorado desde el mismo momento en que se
había levantado y no encontró nada fuera de lo normal:
A las siete de la
mañana un gran tazón de café con leche con dos gruesas tostadas y media docena
de palmeritas de chocolate.
A las diez, en el
descanso del trabajo, otro café con leche y un bollo de mantequilla.
A la una, dos cervezas
y tres pinchos de tortilla.
A las tres de la tarde,
un buen plato de alubias, dos huevos fritos, varias salchichas rellenas de
queso, pan y vino.
A las cinco de la tarde
el sagrado triple whopper con su ración de patatas gigantes y el refresco de rigor.
A las nueve un
bocadillo de mortadela.
Cuando llegó a casa no tenía intención de cenar. Ya se había sentido algo
pesado sobre las cinco y media, curiosamente después de salir del Burger King.
¿Le habrían colado carne en mal estado? Le encantaban aquellos lugares de
grasientas hamburguesas aunque siempre había tenido la convicción de que ni la
carne era buena ni la lechuga, el tomate o los pepinillos frescos. ¿Qué más daba si a pesar de las
patatas recalentadas y el refresco sin apenas gas gozaba como un niño perverso
cuando se comía, con ansia voraz, la asquerosa hamburguesa? Aquél momento era
rozar el cielo con la yema de los dedos.
A decir verdad, babeaba como si fuera Homer Simpson.
Ahora estaba en el puto infierno, cargado de diablos apestosos que salían
del agujero de su culo. Sentado en la puñetera taza del váter, escupiendo
trozos coagulados de mierda y chorros oscuros de descomposición. Y estaba
pensando qué coño le había podido sentar mal.
Aunque pueda parecer gracioso, nuestro amigo se quedó dormido. No sabría
decir si fueron tres horas, diez minutos
o dos malditos segundos, pero el muchacho se quedó dormido mientras su culo
seguía trabajando, como una escavadora que escupe tierra palada tras palada,
con la diferencia de que en esta ocasión su culo esputaba líquido entre sonido
y sonido, entre hedor y hedor.
Y al abrir los ojos todo cambió, por
completo.
Primero notó la hundida pesadez de sus parpados. Le habían dolido al
abrir los ojos y ahora, cuando parpadeaba, tenía que apretar los dientes para
evitar los pellizcos que le producían, como pequeños mordiscos de dientes finos
y afilados.
Advirtió un profuso agarrotamiento en las piernas. Prácticamente las
tenía dormidas y dedujo que se debía a la postura: Tanto tiempo sentado estaba causando estragos en los músculos de su
cuerpo. Tenía calambres y dado que, por fin, ya no evacuaba con tanta
insistencia ni su estómago se quejaba, decidió ponerse en pié.
Pero antes se frotó las piernas con las manos. Tenía que lograr que
entraran en calor porque apenas se las sentía. Al hacerlo, se miró estupefacto
los dedos de las manos. Estaban erectos, como garras de un monstruo. Intentó
doblarlos y no pudo hacerlo. Estaban rígidos. Vio, asombrado, que estaban
hinchados y le daba la impresión de que habían crecido alrededor de los cinco
centímetros pero eso es imposible, ¿No?
No sin poco esfuerzo logró levantarse y percibió un líquido caliente que
estaba bajando por sus piernas. Miró hacia ellas y se horrorizó al descubrir
que estaban manchadas de sangre. Asustado, se puso la mano en el culo y
comprobó que estaba sangrando. Echó un vistazo al interior del váter: Rojo escarlata.
Con los pantalones y los calzoncillos a la altura de los tobillos,
completamente nervioso mientras un hilillo de sangre caliente salía del agujero
central de su cuerpo para resbalar como sanguijuelas malolientes por entre sus
piernas, nuestro amigo, con los ojos muy abiertos para evitar sentir los
pellizcos de sus párpados, intentó acercarse a la ducha, para poder asearse
antes de realizar una cura de urgencia.
Estuvo a punto de caer al suelo al sentir los calambres en sus piernas y tuvo
que apoyar una mano sobre los azulejos blancos de la pared. Probó una vez
más a cerrar la mano pero sus dedos no querían doblarse. Los miró aterrorizado.
Eran largos, diabólicamente largos…
Tomó aire y lo único que entró en sus pulmones fue el oxígeno contaminado
del piso, que olía a mil demonios a causa de la descomposición. Tuvo
arcadas pero no vomitó. Sabía que tenía que abrir las ventanas para limpiar la
atmósfera pero eso sería luego, después de ducharse, después de curarse. Siempre hay tiempo para abrir las ventanas.
Mientras buscaba un momento de descanso (la verdad es que estaba agotado,
como si hubiera participado en una carrera de fondo) intentó pensar de nuevo en
qué podía haberle sentado mal y decidió que eso en realidad ya no importaba.
Debía tranquilizarse, una diarrea de semejantes características le habían
dejado flojo y bajo de defensas, por eso los dolores en los párpados, los
calambres de las piernas, los dedos agarrotados. En cuanto a la sangre que
bajaba como si alguien se hubiera olvidado de cerrar un grifo en el interior de
su culo, debía proceder de una herida que se había abierto ante el descenso
acuoso de su mierda disuelta.
Por eso, quizá, también le dolía el cuello. Apenas podía girarlo. Tenía
todas las cervicales cogidas por unas manos invisibles que lo aprisionaban y
notaba un peso tremendo sobre sus hombros. Sudaba copiosamente, tenía fuerte
temblores, quizá incluso fiebre. Sin el quizá. Se llevó la mano a la frente y
supo que su temperatura rondaría lo razonablemente alarmante.
Entonces algo cayó de su nariz. Extrañado, con los ojos muy abiertos, se
llevo la mano hacia la misma y la notó húmeda. Al retirarla advirtió que sus
largos e hinchados dedos estaban manchados de sangre. Miró hacia el suelo con
las cejas levantadas y vio caer numerosas gotas de sangre.
Su culo sangraba. Y ahora su nariz hacia exactamente lo mismo.
¿Qué le estaba pasando? ¿Qué demonios le ocurría?
Decidido, caminó con dificultad hacia la bañera. A duras penas
logró abrir el grifo del agua caliente y suspiró aliviado al ver manar el agua
humeante. Dejó que se llenara lo suficiente como para sumergir su cuerpo y
después se introdujo dentro. La sensación de placer duro más bien poco.
Las manos le dolían horrores, especialmente los dedos, que ahora parecían
mucho más gruesos y mucho más largos, como orugas atrapadas en una tela de
araña. Todo lo demás estaba igual: Intenso
dolor en las piernas; sangre cayendo desde la nariz y bajando por el recto;
fiebre, cuello agarrotado…
Y ahora un intenso dolor de dientes.
Gritó como un poseso cuando sus muelas lo mordieron con atroz dolor. Instintivamente
se llevó las manos a la boca y se agarró los dientes… con la desgracia de que,
nada más tocarlos, éstos cayeron hacia el agua de la bañera como niños
lanzándose desde el trampolín de una piscina municipal.
Es entonces cuando se asusta realmente, cuando comprende que algo que no
puede explicar le está sucediendo. ¿Una comida en mal estado? ¡Y un cuerno!
Esto es mucho más grave, sin duda.
Y si no que alguien le de respuestas convincentes para aclarar el jodido
dolor que siente en los dedos de los pies, como si estuvieran tirando de ellos
con unas tenazas invisibles. Cuando los levanta para echar un vistazo (creyendo
incluso que en la bañera, bajo el agua, se han colado peces carnívoros)
descubre las uñas negras y podridas, como si las hubieran aplastado con un
martillo. Al rozarla con sus dedos horrorosamente hinchados y
extraordinariamente largos, nuestro amigo grita cuando esas negras uñas caen al
agua como piezas de dominó, probablemente para yacer junto a los dientes que
cayeron pocos minutos antes.
Gimiendo como un bebe abandonado en el pórtico de una iglesia, este
muchacho tiembla como si se hubiera quedado dormido bajo la más intensa de las
nevadas. Sus ojos se han cubierto de lágrimas, los cierra y brama de dolor al
sentir la mordedura de sus parpados. Los abre inmediatamente pero no puede
evitar que las lágrimas resbalen por sus sonrojadas mejillas, mezclándose con
la sangre que, con descaro y gallardía, no deja de manar de sus fosas nasales.
¿Quién puede ayudarle? No tiene
fuerzas para salir a la calle o hacer una llamada telefónica. ¿Va a morir en
estas condiciones sin saber al menos qué coño le está pasando?
Hoy ha sido un día tan normal como cualquier otro y sin embargo todo se
ha complicado. Y ha sido en cuestión de segundos. No ha sentido nada especial
salvo un dolor en el estómago y después… después todo esto que estás leyendo.
No sabe qué hacer. Está asustado. No sabe qué más puede pasarle. Tiene
miedo.
Miedo de morir.
El agua que rodea su cuerpo está ya manchada de rojo y busca con la mano
el tapón, que quita con la poca fuerza que le queda. El agua turbia y
contaminada por la sangre se escapa en cuestión de segundos y nuestro amigo
abre el grifo para lavarse. No quiere
mirarse los pies, ni siquiera los dedos de las manos, que los nota ya
jodidamente gordos y jodidamente largos.
Se lava y tarda una hora en hacerlo, el tiempo suficiente para que su
recto no sangre más y su nariz se de también por vencida. Más calmado y
relajado, pero con nauseas y una sensación atroz en todo su cuerpo, el
protagonista sale de la bañera.
Y lo hace despacio, porque no se siente bien, porque no sabe cuál será el
siguiente paso.
En realidad no es ningún paso, porque nada más poner sus húmedos pies en
el suelo, las piernas se le doblan grotescamente produciendo un sonoro
chasquido y su cuerpo cae al suelo con la misma potencia y a la misma velocidad
que un obús parido por un bombardero norteamericano.
Su cabeza impacta brutalmente contra el suelo y se hace una brecha lo
suficientemente grande y dolorosa como
para provocarle la pérdida del conocimiento.
Horas después despierta, con el cuerpo dolorido, las extremidades
agarrotadas y un fuerte calvario en la cabeza. Han pasado horas, quizá días.
Trata de ponerse de pié. Vano intento es el primero.
Y el segundo. Incluso el tercero.
Al cuarto se da por vencido. ¡¡No puede levantarse!
Decidido a no quedarse en el frío suelo del cuarto de baño, comienza a
arrastrarse. Al detectar la longitud de sus dedos exclama furioso ante la
irrupción de lo que no tiene explicación y clava las uñas en el suelo. Se
doblan como chicles, se parten como astillas.
Al menos no sintió dolor, en realidad ya no podía sentir nada en absoluto.
Ni los temblores de las piernas ni la rigidez del cuello, ni tan siquiera la
pesadez y el dolor de los párpados.
Estaba incluso convencido de que ya no sangraba. No podía cerrar los ojos, no
podía pestañear pero nada le dolía, nada
absolutamente.
Comenzó a arrastrarse con gran dificultad, muy despacio, como una puñetera
babosa o mejor aún, como un puto caracol porque su cuerpo le pesaba como
doscientos kilos de patatas recién traídos del huerto.
Apenas tenía movilidad en los brazos y piernas pero, en un tiempo que se
le hizo interminable, pudo llegar hasta su habitación. Subir a la cama iba a
ser toda una proeza pero, qué demonios, lo hizo y apenas valen ya las
explicaciones para dejar claro cómo coño lo había conseguido. A fin de cuentas,
hay cosas mucho más importantes a las que prestar atención.
Quieto en la cama, nuestro amigo tiene la vista clavada en el techo.
Apenas puede moverse. Si intenta girar la cabeza su cuello cruje y una aguda
sensación de molestia lo invade. Por unos momentos teme haberse roto la columna
vertebral en la caída.
Está terriblemente asustado. Intenta agitar sus piernas y éstas no
responden. Los brazos no le obedecen y aunque lucha con todas sus fuerzas para
lograr el más mínimo movimiento, pronto descubre que carece totalmente de las
mismas.
No se ha dado cuenta de que su cuerpo ha cambiado por completo,
provocándose en él una transformación anómala y posiblemente inexplicable. Si
tuviera la oportunidad de verse allí mismo, tendido en la cama, no habría
podido reconocerse.
Parece una persona completamente diferente, más bien un monstruo escapado
de un circo ambulante de gente extraña como la mujer barbuda, el hombre
serpiente o el siniestro mago con aspecto de vampiro…, lo que hay en la cama y
que nadie podría convencerle de que en realidad se trata de él, es un hombre
desnudo (por denominarlo de alguna manera aunque comprendo que no es la
definición más adecuada para referirse a…eso)
con una obesidad mórbida que de solo verlo resulta repugnante.
Unas piernas enormes, que más parecen sólidas columnas, se extienden a los lados de
una cama que apenas puede aguantar el peso de todo el cuerpo. Cada minuto que
pasa, las patas crujen anunciando la inminente rotura. Aquellas piernas (o lo
que fueran) tienen una tonalidad grisácea y las gruesas venas, completamente
negras, se pueden apreciar a través de su piel, como si fueran muecas deformes
de engendros misteriosos y horripilantes. Los brazos, de iguales
características, están unidos a un tronco deformado, con las flácidas carnes
cayendo hacia los lados de una forma espantosa.
De alguna manera que no sabría explicar ni el científico más galardonado,
nuestro protagonista ha sufrido una extraña mutación, una deformación inusitada
de su cuerpo, un cuerpo que quizá ha adquirido la friolera de doscientos o
trescientos kilos. Y lo peor de todo es la cabeza: Ridículamente pequeña. Es algo que llama mucho la atención, que
hace comprender que el pobre hombre se ha convertido en un monstruo siniestro y
aberrante.
La diminuta cabeza, inverosímil y terrorífica si la comparamos con la
masa mórbida, se asemeja a la cabeza de un insecto, con esos ojos pequeñitos,
con esa boca casi insignificante… Y da la impresión de que a medida que el
tiempo va pasando, el cuerpo aumenta de
tamaño, manifestándose las venas con mayor virulencia y llegando incluso a
traspasar la propia piel. Si antes esas venas parecían las líneas dibujadas en
un mapa de carretera, ahora tienen gran parecido con las cicatrices de los
latigazos en la espalda de un grupo de esclavos en las galeras.
Y sucedió lo que se había anunciado: La
cama se partió en dos.
El enorme cuerpo cayó al suelo y quedó tendido boca arriba, sin apenas
movimiento salvo una ligera expresión de espanto dibujada en sus pequeños y cada vez más reducidos ojos.
La respiración de la enferma criatura era lo único que podía escucharse en
la habitación, una respiración profunda, lenta, agónica. A medida que esa
respiración comenzaba a ser más y más silenciosa, los ojos de nuestro amigo
perdieron todo brillo de vida que pudiera existir en ellos hasta que,
paulatinamente, se fueron cerrando.
No obstante, aunque todo pareció haber acabado reduciéndose al más
angustioso silencio, de vez en cuando, el cuerpo deforme de lo que bien podría
denominarse una ballena, se agitaba, en concreto su pecho, que subía y bajaba
como si estuviera sumergido en un profundo letargo. A su vez, por la pequeña
boca de nuestro hombre, salía un sonido lastimero, un quejido doloroso vestido
con el sonido de una respiración opaca y escalofriante.
Eso era lo único que podía escucharse en toda la habitación, de la que
emanaba un hediondo olor, nauseabundo y putrefacto, mucho más asqueroso y
repugnante del que aún perduraba en el cuarto de baño.
Era evidente que el pobre desgraciado había sufrido el ataque de un virus
o, al menos, yo no tengo otra explicación. No podría precisar en qué momento
del día lo atacó, cómo sufrió el contagio, por qué se desarrolló tan rápidamente
y por qué aún no lo ha matado y lo está haciendo sufrir de un modo tan bárbaro.
Porque aunque lo parecía no estaba muerto. Cada diez o doce minutos podía
escucharse esa espeluznante respiración, esa especie de jadeo eterno que ponía
los pelos de punta.
Quizá lo más terrorífico de todo esto sea que si prestamos un poco de
atención y abrimos los oídos para escuchar más allá, descubrimos que hay más
respiraciones similares que proceden del mismo edificio en el que agoniza el
protagonista de este relato. Aproximadamente una veintena; y si entramos en
cada piso de cada planta se nos mostrara un escenario similar al que hemos
descrito poco más arriba:
Varias personas han
sufrido esa misma mutación, atacadas por la virulencia de un germen desconocido
hasta la fecha y que los ha convertido en lo que ahora son:
Masas deformes y
gordas.
Y todas ellas están
tiradas en el suelo, completamente inmovilizadas, respirando profundamente a
intervalos espaciosos.
Tras escucharlos detenidamente… nos asombraremos al deducir que esas
respiraciones siguen una misma pauta y que están ligadas por el unísono de un
sonido que, de seguir así, podría llegar a dañar los cimientos del edificio.
Podría incluso añadir que una vez oyes esas respiraciones… el sonido perdurará
en tus oídos eternamente siendo fuente de terribles pesadillas donde monstruos
mórbidos te observarán desde la profundidad de unos ojos tristes y casi
muertos.
Y si sólo ocurriese en ese edificio es posible que la situación no fuera
tan grave pero sonidos semejantes, de respiraciones que más parecen lamentos
cavernosos, se escuchan procedentes de los edificios colindantes, incluso de la
calle.
A varios metros a la redonda
hay más de lo mismo.
A varios kilómetros la
situación es estremecedoramente igual.
En toda la ciudad ha
sucedido algo idéntico, como una plaga que ha diezmado a todos sus habitantes.
En todos y en cada uno de los pisos se encuentran, en el mismo estado
vegetal que nuestro amigo, familias enteras que han sufrido la acometida de tan
destructivo virus. Cuerpos hinchados, obesos hasta la extremidad esparcidos por
el suelo; sus respiraciones son lentas y angustiosas.
Los hoteles de la ciudad están repletos de huéspedes que no entienden qué
les ha podido pasar. Han perdido la conciencia. Muchos
de ellos no son concientes de que sus cuerpos han adquirido una monstruosidad
mórbida, de que la piel ajada de sus piernas parece cartón mojado. Sin morir y
sin vivir realmente, están sumidos en una incertidumbre atroz y ninguno de
ellos puede mantener viva la esperanza de que alguien venga a auxiliarlos por
la sencilla razón de que los alrededores se encuentran repletos de personas o cosas semejantes a ellos.
Hay cientos de coches colapsando las desiertas calles y en su interior
hay hombres y mujeres que han quedado atrapados. Se les ve extrañas expresiones
en sus pequeños y asustados rostros. Da pavor mirarlos y comprobar que la
transformación, por falta de espacio, no ha podido llegar hasta su desenlace final. Estos sí que están muertos. Sus cuerpos
son voluminosos, pero deformes, como si la prisión que suponía estar dentro de
un coche, les hubiera impedido expandirse con total libertad. Son amasijos de
carne sin forma ni razón, trozos humanos sin coherencia alguna.
Lo mismo ha ocurrido en los ascensores de los grandes rascacielos. En su
interior, las personas afectadas por el virus han comenzado a sufrir las mismas
tropelías que nuestro protagonista así que imagínate a tres o cuatro personas
subiendo hacia las plantas superiores en el momento en que sus cuerpos
comienzan a sufrir la mutación: Paredes llenas de sangre y repletas de un hedor
nauseabundo, incluso algunas cabinas no soportaron el exceso mórbido que se estaba
produciendo en su interior y los cables de acero se partieron, precipitándose
hacia el abismo de la perdición, acompañada de gritos, alaridos y lamentos. Después el silencio más abisal.
Bares y hospitales, parques y colegios, bibliotecas, jefaturas de
policía… nadie, absolutamente nadie
se ha librado de semejante peste. Hay
cuerpos tirados en las calles, grandes y deformes. Algunos respiran con
dificultad, siguiendo el mismo tono de los otros que permanecen en letargo.
Varios cuerpos se han quedado sin vida, tirados de cualquier manera en mitad de
la nada.
Decenas de aviones se han estrellado llevando en su interior gran
cantidad de pasajeros convertidos ahora en seres grotescos y abominables y que
muchos perecieron definitivamente bajo el dolor de las llamas.
Lo mismo ha ocurrido con el metro, los trenes, los barcos que en estos
momentos van a la deriva, dejando una estela de muerte y horror tras su paso,
viajando hacia la nada.
Todos los habitantes de la ciudad han padecido la misma pandemia y no
solo en la ciudad…
También en todo el
estado.
En todo el continente.
Si nos remitimos a la ausencia de noticias y a la dificultad para
contactar, por el medio que sea, con los habitantes de otras zonas alejadas (me
refiero a otros países y continentes) debemos pensar, por mucho que nos cueste
admitirlo y asimilarlo, que el mismo fenómeno ha sucedido en todo el mundo.
La Humanidad entera ha
sucumbido a la hecatombe.
Un terrible virus, una
plaga maldita, ha diezmado al Hombre
La Tierra pronto será
un planeta yermo y corrupto.
Esto… es el Fin de la Humanidad tal y como hoy la conocemos. Todo se
ha acabado, ha llegado a su fin…
A todos nos pareció divertido el comienzo de este relato cuando un pobre
desgraciado era atacado por una fuerte diarrea cuyas consecuencias nunca
pudimos prever.
Y ahora, en estos momentos, todo el Planeta Tierra es un caos silencioso
y horrendo. Sólo se escucha las respiraciones de todos los seres humanos que
yacen tendidos en el suelo, creciendo sin parar, aumentando su volumen y masa
corporal. Respiran con lentitud y lo
hacen al unísono, por lo que se asemeja al lento latido de un solo corazón
moribundo, el corazón de la
Raza Humana.
Pero antes de acabar, aún queda una pregunta y la lanzo al aire en estos
momentos. Es un interrogante que me impulsa a tener una ligera esperanza para
enarbolar la ilusión de que quizá
podamos tener una pequeña oportunidad:
¿Hay supervivientes?
¿Es posible que ese
germen desconocido haya sido incapaz de arremeter con tanta furia en algunas
personas que han podido ser inmunes a la infección?
¿Pueden existir, pese a
todo, supervivientes, hombres y mujeres desconcertados, asustados, que huyen de
las ciudades para evitar el contagio y la enfermedad?
Es más que posible. Puede haber gente que no haya padecido ninguno de
estos síntomas, personas a las que no les ha afectado la agresión de ese virus
hostil… pero mucho me temo que ninguno de ellos, absolutamente ninguno de
ellos, querrá estar vivo cuando dentro de dos o tres días todos los que
han sufrido la mutación, todas las
personas convertidas en monstruos horripilantes y mórbidos se levanten de nuevo
con un hambre atroz.
Y lo harán, vaya si lo harán.
¡Con hambre de vivos!
Muy buena me gusto principalmente el final,muchas gracias por publicarla
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