La moneda, escrito e ilustrado por Juapi
Ilustración, Juapi |
Desde el interior de la ventana
la mañana se veía tranquila. La puerta de la terraza se abrió hacia las seis y
media como de costumbre. Todavía era de noche, mas ya se podían ver a las
primeras personas dirigiéndose a sus respectivos trabajos. Víctor González
realizaba todas las mañanas la misma operación. Salía a la terraza semidesnudo,
solamente provisto de unos pantalones cortos que utilizaba como pijama por las
noches, para comprobar si la mañana era fría o calurosa. La mañana en cuestión
era fresca, casi invernal para la época del año en que estábamos. Entró en
casa, preparó las toallas y empezó a ducharse. Un par de minutos después ya
estaba completamente aseado. Se dirigió a la habitación y de un cajón del
armario sacó su uniforme de trabajo. Éste se componía de unos pantalones de
algodón sintético imitando unos buenos pantalones de pinzas, una camisa de
manga corta de color azul con el nombre de su empresa bordado en uno de los
bolsillos del pecho, y un jersey de lana azul marino tirando a negro. Del cajón
contiguo sacó un cinturón de piel de marca y se lo puso apretándolo hasta el
penúltimo agujero. Víctor era un hombre atlético, de estatura media. Le gustaba
dar una buena imagen de sí mismo a primera vista. Se cuidaba al detalle. Tenía
una media melena rubia que volvía locas a las chicas. Sus ojos azules hacían el
resto. Ni una sola marca podía apreciarse en su joven rostro, y mucho menos
granos o espinillas. Como he dicho antes, se cuidaba al detalle. Por último
cogió una riñonera de piel beige donde guardaba los instrumentos que utilizaba
para trabajar. Antes de salir de casa cogió de un marco colgado a la entrada
las llaves del coche y el teléfono móvil que estaba cargando sobre el
taquillón. Abandonó la casa a las siete menos cuarto y salió a la calle, donde
ya le esperaba su mejor amigo y compañero de trabajo, David.
- Buenos días -dijo David a la vez que bostezaba.
- Buenos días -contestó Víctor-, hoy estoy matado tío. Me
acosté a las tantas viendo Crónicas.
- Yo me dormí a las diez y media -continuó David-, no me
gustaba lo que había en la tele. Pero por fin es viernes, el último madrugón de
la semana.
David Fernán era un joven muy alegre. Siempre estaba feliz y
contento. No tenía ningún tipo de complejo pese a su descomunal cabeza. Un
problema en su nacimiento hizo que los huesos de su cráneo se cerraran mal, lo
cual hizo que su cabeza fuera mucho más grande de lo normal. Toda la vida había
tenido que soportar las burlas de sus compañeros de clase. Todo eso cambió cuando
conoció a Víctor, quien se convirtió en su mejor amigo y su defensor ante los
otros chicos.
Los dos amigos cogieron el coche de Víctor y subieron hasta
la estación de tren que se encontraba a un par de kilómetros de sus casas.
Siempre iban al trabajo en tren, pues coger el coche para ir a Madrid por la
A-42 a esas horas era casi un suicidio. Los atascos que se producían a veces
hacían que llegaran con varias horas de retraso a la oficina. Pero no sólo por
eso cogían el tren. La ventaja de ese trabajo era que también les pagaban el
abono transporte, con lo cual el ahorro mensual en cuanto a gasolina se
refiere, era significativo. De camino a Madrid, todas las mañanas, realizaban
los "deberes", que era como le gustaba a David llamar a sus tareas
pendientes del día anterior, charlaban, y si tenían tiempo, dormían un
rato.
Una vez en Madrid, antes de entrar a la oficina, siempre
paraban en un bar cercano para su desayuno diario, el cual se componía de tres
porras y un Cola-Cao para Víctor y lo que esa mañana le apeteciera a David, ya
que cambiaba de desayuno como de calzones.
- ¿Qué vais a tomar? -preguntó el camarero.
- Lo de siempre -dijo Víctor mientras corría para coger la
única mesa que había en el bar.
- A mí me vas a poner... - vaciló David-... un descafeinado
y una tostadita.
Diez minutos y el desayuno estaba finiquitado. Pagaron y se
dirigieron desanimados hacia la oficina, pero con el pensamiento de que por fin
era viernes, el mejor día de la semana. Una vez dentro saludaron a sus
compañeros y al personal de oficina. El jefe siempre se mostraba muy interesado
por sus trabajadores, sobre todo por Víctor y David.
- ¿Qué tal, bien? ¿Estáis bien? -preguntó el jefe como si de
verdad se interesara por alguien.
- Bien, bien -dijeron Víctor y David, ¿qué otra cosa se le
podía contestar a un jefe si cuando uno se pone enfermo y aún con el
justificante del médico en la mano, sigue pensando que te lo has inventado?
Pues eso, bien.
La empresa se dedicaba a la lectura y el mantenimiento de
los contadores del Gas. Víctor y David eran lectores, o como ellos solían decir
cuando les preguntaban en qué trabajaban, señores inspectores del gas. Otros
nueve compañeros completaban la plantilla de lectores. En más o menos tres
cuartos de hora tenían su trabajo preparado. Una ruta para cada uno. Varias
calles con varias fincas y unos trescientos o cuatrocientos contadores para
cada uno, dependiendo de la zona que llevasen. Sobre las nueve de la mañana se
disponían todos a irse para empezar su duro trabajo. Unos iban a los pueblos,
otros al centro y otros a zonas peores como Vallecas o Villaverde. David tenía
que ir al barrio de Salamanca, mientras que a Víctor le había tocado ir al
Pueblo de Vallecas. La diferencia era clara. En el barrio de Salamanca los
pisos son mucho más grandes y con ascensor, con lo cual lleva menos fincas que
visitar. Por el contrario en el Pueblo de Vallecas abundan las casas de pocos
vecinos, diez la mayoría de las veces, por lo que la cantidad de fincas es
enorme y todas ellas sin ascensor.
A mediodía, sobre la una y media más o menos, y con más de
la mitad de la ruta terminada, Víctor se disponía a entrar en una finca de la
calle Hachero, con sólo tres vecinos. A esas horas el calor era insoportable.
Pasaron del fresco de la mañana al calor del mediodía en cuestión de horas. Un
calor que se incrementaba a medida que iba terminando cada finca. Para remitir
un poco ese calor, Víctor se quitó el jersey de lana que le había estado
calentando por la mañana, y se lo ató a la cintura. El primer piso, al igual
que el segundo, lo leyó rápidamente sin ningún percance. Una vez en el tercero,
llamó varias veces al timbre. Víctor notó que no funcionaba, así que golpeó con
fuerza la puerta con el puño. Acto seguido y cogiendo bastante aire, lanzó un
gran alarido que se pudo escuchar por toda la escalera.
- ¡El gaaaaasssssssss! -mientras seguía golpeando la puerta.
Al mirar la hoja donde estaba señalada la finca y el piso, y
donde debía poner la lectura del contador, vio que sus antiguos compañeros las
veces que fueron a leerlo escribieron la nota de "no viven". Víctor,
sin más preocupaciones, sacó un gráfico y se puso a rellenarlo. Una vez hubo
terminado de escribir el código de la finca, dejó el aviso entre la puerta y el
marco para que vieran que el señor del gas estuvo allí. No bajó ni dos peldaños
cuando el aviso fue introducido hacia el interior de la casa con rapidez.
Víctor, que notó el roce del papel con la madera, dio media vuelta y volvió a
llamar a la puerta, pero esta vez con más cuidado, ya que sabía que dentro
había gente.
- ¡El del gas! -dijo Víctor- ¡El contador del gas! -volvió a
decir.
Una vocecilla rasgada y muy débil salió del interior de la
casa. Víctor comprendió que se trataba de una señora mayor y que por eso sus
compañeros pensaban que allí no vivía nadie, al no abrirles la puerta con
rapidez. Donde sus compañeros escribieron "no viven" ahora ponía
"sí viven, esperar, anciana". La puerta se abrió en unos segundos que
para Víctor parecieron horas. Un olor nauseabundo a cerrado, a viejo y a
descomposición de basura salió de la casa, echándole ligeramente hacia atrás.
- ¿Quién es? -preguntó la anciana con la puerta semiabierta
y con la cadena echada.
- El contador del gas -replicó Víctor, que ya estaba algo
mosqueado por perder tanto tiempo para leer un contador.
- ¡Ah, hijo, perdona, es que no te había oído! -exclamó la
vieja ancianita- Pasa, pasa, que llevan mucho tiempo sin verme el contador.
El paso de la anciana no superaba los cinco metros por hora.
Sus débiles y cortas piernas acababan en un muñón hinchado que cubrían sus
callosos pies. Miles de varices se veían en la zona de las piernas que no eran
tapadas por una vieja falda de color gris. Vestía su cuerpo, claramente
demacrado, con un jersey de lana vieja, deshilachado seguramente al engancharse
con los tiradores de las puertas. Los pliegues de su cuello se perdían en el
interior del jersey como si de sinuosas culebras se trataran. Su rostro era la
imagen de la dejadez absoluta. En cambio, su mirada era penetrante,. Tenía los
ojos hundidos y estaban rodeados por unas enormes bolsas de arrugas que le
caían hasta la mitad de la cara. Su color de piel era la de un muerto, el color
más pálido que uno puede llegar a tener. No más de tres mechones de pelo
cubierto de canas se dejaban caer por su frente, apreciándose costras
prácticamente en la totalidad de su cráneo.
Víctor caminaba detrás de la anciana a paso de tortuga. Con
lo único que podía contrarrestar la mala leche que le estaba entrando era con
admirar aquella desastrosa casa. Carecía de ventanas, ya que las tenía
inutilizadas y clavadas a los marcos con tablones de madera podrida. Solamente
un par de bombillas de poca intensidad alumbraban la casa. Las paredes de casi
todos los pasillos y habitaciones estaban repletas de bolsas de basura llenas
que, acumuladas, llegaban casi hasta el techo. Una costra de suciedad y grasa
estaba adherida a la superficie del suelo, menos por la zona central, que era
por donde caminaba la anciana. En el salón, y colgados de la pared, varios
cuadros llamaron la atención de Víctor. Todos ellos eran protagonizados por
hombres jóvenes desnudos y con una tremenda expresión de angustia en sus
rostros. Era un tipo de pintura muy realista. La anciana indicó a Víctor la
situación del contador. Estaba en la cocina al lado del calentador. Víctor sacó
de la riñonera una linterna para ver la lectura del contador sin errores. Una
vez observado y sin darle tiempo a escribir la lectura en su hueco
correspondiente, la anciana preguntó cuánto había gastado.
- Todavía no me ha dado tiempo a verlo -refunfuñó Víctor.
- Perdona hijo, no me he dado cuenta -añadió la vieja
anciana.
- No pasa nada -dijo sintiéndose un poco mal por ofender a
la vieja- Veamos... son unos siete metros. Muy poquito para llevar tanto tiempo
sin verlo.
La anciana se sintió satisfecha y de uno de los bolsillos de
su falda sacó una moneda. Se la ofreció a Víctor como propina por haber sido
tan amable y paciente. Víctor, a la vez que empezaba a acercar la mano hacia la
moneda sin ni siquiera mirarla, le decía a la anciana que no hacía falta, pero
la anciana insistió. Víctor se guardó la moneda en uno de los bolsillos del
pantalón y abandonó la casa despidiéndose amablemente.
Por lo menos se había llevado una propinilla, pensó Víctor.
Una vez fuera del edificio y ya seguro de que no podía ser visto por la
anciana, sacó del bolsillo la moneda que ésta le había entregado. Un gesto de
ira, incredulidad y gracia se formó en el rostro de Víctor. “Después de todo el
tiempo que he tardado en leer esa maldita finca -pensó - ¡me tiene que pasar
esto!” La moneda no era un euro, ni dos, ni siquiera era de cincuenta céntimos.
Era una moneda de otro país, por lo que pudo deducir Víctor gracias a las
extrañas palabras escritas sobre ella. Un extraño dibujo rellenaba la parte
central de una de las caras, mientras que en la otra sólo se veía en relieve
unas llamas. Sin más distracciones, Víctor decidió irse a terminar la ruta,
guardándose la moneda a modo de recuerdo de este odioso momento.
Sobre las dos y cuarenta y cinco de la tarde, en la estación
de trenes de Atocha, aguardaba David la llegada de su amigo. Al ver que éste no
llegaba pasados veinte minutos, decidió llamarle al móvil. Recibió como única
respuesta la sensual voz del contestador de telefónica, indicando que se
encontraba apagado o fuera de cobertura. Como seguía sin llegar, David decidió
irse a su casa en el siguiente tren.
David pasó todo el fin de semana fuera de Madrid sin haber
podido ponerse en contacto con Víctor. El lunes, David bajó como siempre a esperar
a que Víctor bajara también. Como iba siendo normal en los últimos días, Víctor
no aparecía. Llamó a su casa, sin ninguna contestación. “No es normal, algo
debe haberle pasado”, pensó David, bastante preocupado por su amigo. En la
oficina no sabían nada desde el viernes. No tenían ningún mensaje de Víctor en
el contestador automático de la empresa.
Buscaron a Víctor durante un par de días más sin ningún
resultado positivo. David y los compañeros de su oficina decidieron poner una
denuncia en la comisaría de policía. Durante unos días, los policías
investigaron los últimos movimientos del joven por la zona en que se le vio por
última vez. En un vertedero cercano a la M-40, los investigadores encontraron
las ropas que pertenecían a chico. Estaba todo; la camisa, el pantalón, el
jersey hecho un nudo, la carpeta de trabajo, y algo que desconcertó un poco a
los investigadores: la riñonera con la documentación, el carné de conducir y el
dinero que llevaba ese día encima.
Pasaron los días y no había forma de dar con él. David,
antes alegre y risueño, ahora se encontraba desolado. Su rendimiento en el
trabajo había disminuido considerablemente a raíz de ese suceso. Los días se
convirtieron en semanas, y las semanas en meses, exactamente tres.
David entraba esa mañana en la oficina más cabizbajo que
nunca. Al repartirse el trabajo con los demás compañeros vio que le había
tocado la misma ruta que Víctor hizo el día que desapareció. Como siempre,
todos salieron a sus respectivas zonas sobre las nueve de la mañana. A medida
que el día transcurría, a David le quedaban menos fincas para acabar su jornada
laboral. Una de las últimas fincas era la calle Hachero, con sólo tres vecinos.
El primer piso, al igual que el segundo, se los leyó en un
periquete y sin problemas. Una vez en el tercero, se dispuso a llamar al
timbre. Al notar que no sonaba golpeó la puerta con fuerza.
- ¡El del gaaaaasssssss¡ -gritó David con un gran alarido.
Al mirar en la hoja vio que su compañero había escrito
"sí viven, esperar, anciana".
David golpeó la puerta, pero esta vez con más cuidado y
volvió a decir que era el del gas. Una mujer mayor, pero no “anciana”, abrió la
puerta con la cadena echada.
- ¿Quién es? -preguntó la mujer.
- El contador del gas -dijo David-. Vengo a verle el contador
del gas.
- Pase, pase, y perdone, no le había oído -añadió.
David, que ya había percibido el nauseabundo olor, comenzó a
seguir a la señora hacia la cocina. La mujer caminaba a un paso prudente. El
chico se fijó en sus piernas, que se veían con alguna que otra variz. En la
piel del cuello tenía algunas marcas parecidas a cicatrices. Unos pocos
mechones de pelo se recogían con una vieja goma. Alguna que otra cana se podía
apreciar en la coleta. David comenzaba a sentirse mal por mirar tanto a la señora
y empezó a fijarse en las cosas que tenía la mujer en casa. Las bolsas de
basura apiladas, la grasa incrustada en el suelo, las ventanas anuladas y
clavadas, la luz tenue de las bombillas. Pero lo que más llamó la atención de
David fueron unos cuadros que se encontraban clavados en la pared. Jóvenes
desnudos con expresiones increíblemente angustiadas.
No pudo dejar de mirar uno de los cuadros más cercano a él.
Un escalofrío le recorrió el cuerpo de pies a cabeza para después volver a los
pies, cuando apreció, sin ninguna duda, que el protagonista de esa obra era su
mejor amigo, Víctor. La señora le distrajo de su increíble visión para
indicarle dónde estaba el contador del gas. David decidió leerlo rápidamente y
salir de esa casa maldita lo antes posible. Por fin había encontrado a su
amigo. No estaba vivo, que era lo que más esperaba, pero tampoco estaba muerto.
Simplemente estaba atrapado entre cuatro vástagos de madera en una casa del
demonio.
- ¿Cuánto he gastado hijo? -preguntó la mujer.
- Muy poco señora -contestó David a medida que se dirigía
hacia la puerta de la calle apresuradamente.
- ¿Me puedes decir la cantidad? -volvió a preguntar-…si no
es mucha molestia.
- Por supuesto -gimió David, agobiado -, son... un par de
metros, es muy poquito.
La señora se sintió satisfecha y agradecida. Cuando David
estaba a punto de abandonar la casa, ésta sacó de un bolsillo de su falda una
moneda.
- Toma hijo -dijo la mujer-, acepta esta moneda para que te
tomes lo que quieras.
David dio media vuelta y fue donde estaba la mujer para
recoger la moneda. A la vez que la agarraba, David miró a la mujer, la cual
sonreía malévolamente. Entonces comprendió que ese sería su último acto.
Fin.
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