domingo, 1 de septiembre de 2013

La moneda, escrito e ilustrado por Juapi

Ilustración, Juapi


   Desde el interior de la ventana la mañana se veía tranquila. La puerta de la terraza se abrió hacia las seis y media como de costumbre. Todavía era de noche, mas ya se podían ver a las primeras personas dirigiéndose a sus respectivos trabajos. Víctor González realizaba todas las mañanas la misma operación. Salía a la terraza semidesnudo, solamente provisto de unos pantalones cortos que utilizaba como pijama por las noches, para comprobar si la mañana era fría o calurosa. La mañana en cuestión era fresca, casi invernal para la época del año en que estábamos. Entró en casa, preparó las toallas y empezó a ducharse. Un par de minutos después ya estaba completamente aseado. Se dirigió a la habitación y de un cajón del armario sacó su uniforme de trabajo. Éste se componía de unos pantalones de algodón sintético imitando unos buenos pantalones de pinzas, una camisa de manga corta de color azul con el nombre de su empresa bordado en uno de los bolsillos del pecho, y un jersey de lana azul marino tirando a negro. Del cajón contiguo sacó un cinturón de piel de marca y se lo puso apretándolo hasta el penúltimo agujero. Víctor era un hombre atlético, de estatura media. Le gustaba dar una buena imagen de sí mismo a primera vista. Se cuidaba al detalle. Tenía una media melena rubia que volvía locas a las chicas. Sus ojos azules hacían el resto. Ni una sola marca podía apreciarse en su joven rostro, y mucho menos granos o espinillas. Como he dicho antes, se cuidaba al detalle. Por último cogió una riñonera de piel beige donde guardaba los instrumentos que utilizaba para trabajar. Antes de salir de casa cogió de un marco colgado a la entrada las llaves del coche y el teléfono móvil que estaba cargando sobre el taquillón. Abandonó la casa a las siete menos cuarto y salió a la calle, donde ya le esperaba su mejor amigo y compañero de trabajo, David. 

   - Buenos días -dijo David a la vez que bostezaba.

  - Buenos días -contestó Víctor-, hoy estoy matado tío. Me acosté a las tantas viendo Crónicas.

   - Yo me dormí a las diez y media -continuó David-, no me gustaba lo que había en la tele. Pero por fin es viernes, el último madrugón de la semana.

   David Fernán era un joven muy alegre. Siempre estaba feliz y contento. No tenía ningún tipo de complejo pese a su descomunal cabeza. Un problema en su nacimiento hizo que los huesos de su cráneo se cerraran mal, lo cual hizo que su cabeza fuera mucho más grande de lo normal. Toda la vida había tenido que soportar las burlas de sus compañeros de clase. Todo eso cambió cuando conoció a Víctor, quien se convirtió en su mejor amigo y su defensor ante los otros chicos.

   Los dos amigos cogieron el coche de Víctor y subieron hasta la estación de tren que se encontraba a un par de kilómetros de sus casas. Siempre iban al trabajo en tren, pues coger el coche para ir a Madrid por la A-42 a esas horas era casi un suicidio. Los atascos que se producían a veces hacían que llegaran con varias horas de retraso a la oficina. Pero no sólo por eso cogían el tren. La ventaja de ese trabajo era que también les pagaban el abono transporte, con lo cual el ahorro mensual en cuanto a gasolina se refiere, era significativo. De camino a Madrid, todas las mañanas, realizaban los "deberes", que era como le gustaba a David llamar a sus tareas pendientes del día anterior, charlaban, y si tenían tiempo, dormían un rato. 

   Una vez en Madrid, antes de entrar a la oficina, siempre paraban en un bar cercano para su desayuno diario, el cual se componía de tres porras y un Cola-Cao para Víctor y lo que esa mañana le apeteciera a David, ya que cambiaba de desayuno como de calzones.

  - ¿Qué vais a tomar? -preguntó el camarero.

  - Lo de siempre -dijo Víctor mientras corría para coger la única mesa que había en el bar.

  - A mí me vas a poner... - vaciló David-... un descafeinado y una tostadita.

Diez minutos y el desayuno estaba finiquitado. Pagaron y se dirigieron desanimados hacia la oficina, pero con el pensamiento de que por fin era viernes, el mejor día de la semana. Una vez dentro saludaron a sus compañeros y al personal de oficina. El jefe siempre se mostraba muy interesado por sus trabajadores, sobre todo por Víctor y David.

   - ¿Qué tal, bien?  ¿Estáis bien? -preguntó el jefe como si de verdad se interesara por alguien.

   - Bien, bien -dijeron Víctor y David, ¿qué otra cosa se le podía contestar a un jefe si cuando uno se pone enfermo y aún con el justificante del médico en la mano, sigue pensando que te lo has inventado? Pues eso, bien.

   La empresa se dedicaba a la lectura y el mantenimiento de los contadores del Gas. Víctor y David eran lectores, o como ellos solían decir cuando les preguntaban en qué trabajaban, señores inspectores del gas. Otros nueve compañeros completaban la plantilla de lectores. En más o menos tres cuartos de hora tenían su trabajo preparado. Una ruta para cada uno. Varias calles con varias fincas y unos trescientos o cuatrocientos contadores para cada uno, dependiendo de la zona que llevasen. Sobre las nueve de la mañana se disponían todos a irse para empezar su duro trabajo. Unos iban a los pueblos, otros al centro y otros a zonas peores como Vallecas o Villaverde. David tenía que ir al barrio de Salamanca, mientras que a Víctor le había tocado ir al Pueblo de Vallecas. La diferencia era clara. En el barrio de Salamanca los pisos son mucho más grandes y con ascensor, con lo cual lleva menos fincas que visitar. Por el contrario en el Pueblo de Vallecas abundan las casas de pocos vecinos, diez la mayoría de las veces, por lo que la cantidad de fincas es enorme y todas ellas sin ascensor.

   A mediodía, sobre la una y media más o menos, y con más de la mitad de la ruta terminada, Víctor se disponía a entrar en una finca de la calle Hachero, con sólo tres vecinos. A esas horas el calor era insoportable. Pasaron del fresco de la mañana al calor del mediodía en cuestión de horas. Un calor que se incrementaba a medida que iba terminando cada finca. Para remitir un poco ese calor, Víctor se quitó el jersey de lana que le había estado calentando por la mañana, y se lo ató a la cintura. El primer piso, al igual que el segundo, lo leyó rápidamente sin ningún percance. Una vez en el tercero, llamó varias veces al timbre. Víctor notó que no funcionaba, así que golpeó con fuerza la puerta con el puño. Acto seguido y cogiendo bastante aire, lanzó un gran alarido que se pudo escuchar por toda la escalera.

   - ¡El gaaaaasssssssss! -mientras seguía golpeando la puerta.

   Al mirar la hoja donde estaba señalada la finca y el piso, y donde debía poner la lectura del contador, vio que sus antiguos compañeros las veces que fueron a leerlo escribieron la nota de "no viven". Víctor, sin más preocupaciones, sacó un gráfico y se puso a rellenarlo. Una vez hubo terminado de escribir el código de la finca, dejó el aviso entre la puerta y el marco para que vieran que el señor del gas estuvo allí. No bajó ni dos peldaños cuando el aviso fue introducido hacia el interior de la casa con rapidez. Víctor, que notó el roce del papel con la madera, dio media vuelta y volvió a llamar a la puerta, pero esta vez con más cuidado, ya que sabía que dentro había gente.

   - ¡El del gas! -dijo Víctor- ¡El contador del gas! -volvió a decir. 

   Una vocecilla rasgada y muy débil salió del interior de la casa. Víctor comprendió que se trataba de una señora mayor y que por eso sus compañeros pensaban que allí no vivía nadie, al no abrirles la puerta con rapidez. Donde sus compañeros escribieron "no viven" ahora ponía "sí viven, esperar, anciana". La puerta se abrió en unos segundos que para Víctor parecieron horas. Un olor nauseabundo a cerrado, a viejo y a descomposición de basura salió de la casa, echándole ligeramente hacia atrás.

   - ¿Quién es? -preguntó la anciana con la puerta semiabierta y con la cadena echada.

   - El contador del gas -replicó Víctor, que ya estaba algo mosqueado por perder tanto tiempo para leer un contador.

   - ¡Ah, hijo, perdona, es que no te había oído! -exclamó la vieja ancianita- Pasa, pasa, que llevan mucho tiempo sin verme el contador. 

   El paso de la anciana no superaba los cinco metros por hora. Sus débiles y cortas piernas acababan en un muñón hinchado que cubrían sus callosos pies. Miles de varices se veían en la zona de las piernas que no eran tapadas por una vieja falda de color gris. Vestía su cuerpo, claramente demacrado, con un jersey de lana vieja, deshilachado seguramente al engancharse con los tiradores de las puertas. Los pliegues de su cuello se perdían en el interior del jersey como si de sinuosas culebras se trataran. Su rostro era la imagen de la dejadez absoluta. En cambio, su mirada era penetrante,. Tenía los ojos hundidos y estaban rodeados por unas enormes bolsas de arrugas que le caían hasta la mitad de la cara. Su color de piel era la de un muerto, el color más pálido que uno puede llegar a tener. No más de tres mechones de pelo cubierto de canas se dejaban caer por su frente, apreciándose costras prácticamente en la totalidad de su cráneo.

   Víctor caminaba detrás de la anciana a paso de tortuga. Con lo único que podía contrarrestar la mala leche que le estaba entrando era con admirar aquella desastrosa casa. Carecía de ventanas, ya que las tenía inutilizadas y clavadas a los marcos con tablones de madera podrida. Solamente un par de bombillas de poca intensidad alumbraban la casa. Las paredes de casi todos los pasillos y habitaciones estaban repletas de bolsas de basura llenas que, acumuladas, llegaban casi hasta el techo. Una costra de suciedad y grasa estaba adherida a la superficie del suelo, menos por la zona central, que era por donde caminaba la anciana. En el salón, y colgados de la pared, varios cuadros llamaron la atención de Víctor. Todos ellos eran protagonizados por hombres jóvenes desnudos y con una tremenda expresión de angustia en sus rostros. Era un tipo de pintura muy realista. La anciana indicó a Víctor la situación del contador. Estaba en la cocina al lado del calentador. Víctor sacó de la riñonera una linterna para ver la lectura del contador sin errores. Una vez observado y sin darle tiempo a escribir la lectura en su hueco correspondiente, la anciana preguntó cuánto había gastado.

   - Todavía no me ha dado tiempo a verlo -refunfuñó Víctor.

   - Perdona hijo, no me he dado cuenta -añadió la vieja anciana.

   - No pasa nada -dijo sintiéndose un poco mal por ofender a la vieja- Veamos... son unos siete metros. Muy poquito para llevar tanto tiempo sin verlo.

   La anciana se sintió satisfecha y de uno de los bolsillos de su falda sacó una moneda. Se la ofreció a Víctor como propina por haber sido tan amable y paciente. Víctor, a la vez que empezaba a acercar la mano hacia la moneda sin ni siquiera mirarla, le decía a la anciana que no hacía falta, pero la anciana insistió. Víctor se guardó la moneda en uno de los bolsillos del pantalón y abandonó la casa despidiéndose amablemente. 

   Por lo menos se había llevado una propinilla, pensó Víctor. Una vez fuera del edificio y ya seguro de que no podía ser visto por la anciana, sacó del bolsillo la moneda que ésta le había entregado. Un gesto de ira, incredulidad y gracia se formó en el rostro de Víctor. “Después de todo el tiempo que he tardado en leer esa maldita finca -pensó - ¡me tiene que pasar esto!” La moneda no era un euro, ni dos, ni siquiera era de cincuenta céntimos. Era una moneda de otro país, por lo que pudo deducir Víctor gracias a las extrañas palabras escritas sobre ella. Un extraño dibujo rellenaba la parte central de una de las caras, mientras que en la otra sólo se veía en relieve unas llamas. Sin más distracciones, Víctor decidió irse a terminar la ruta, guardándose la moneda a modo de recuerdo de este odioso momento.

   Sobre las dos y cuarenta y cinco de la tarde, en la estación de trenes de Atocha, aguardaba David la llegada de su amigo. Al ver que éste no llegaba pasados veinte minutos, decidió llamarle al móvil. Recibió como única respuesta la sensual voz del contestador de telefónica, indicando que se encontraba apagado o fuera de cobertura. Como seguía sin llegar, David decidió irse a su casa en el siguiente tren.
David pasó todo el fin de semana fuera de Madrid sin haber podido ponerse en contacto con Víctor. El lunes, David bajó como siempre a esperar a que Víctor bajara también. Como iba siendo normal en los últimos días, Víctor no aparecía. Llamó a su casa, sin ninguna contestación. “No es normal, algo debe haberle pasado”, pensó David, bastante preocupado por su amigo. En la oficina no sabían nada desde el viernes. No tenían ningún mensaje de Víctor en el contestador automático de la empresa.

   Buscaron a Víctor durante un par de días más sin ningún resultado positivo. David y los compañeros de su oficina decidieron poner una denuncia en la comisaría de policía. Durante unos días, los policías investigaron los últimos movimientos del joven por la zona en que se le vio por última vez. En un vertedero cercano a la M-40, los investigadores encontraron las ropas que pertenecían a chico. Estaba todo; la camisa, el pantalón, el jersey hecho un nudo, la carpeta de trabajo, y algo que desconcertó un poco a los investigadores: la riñonera con la documentación, el carné de conducir y el dinero que llevaba ese día encima.

   Pasaron los días y no había forma de dar con él. David, antes alegre y risueño, ahora se encontraba desolado. Su rendimiento en el trabajo había disminuido considerablemente a raíz de ese suceso. Los días se convirtieron en semanas, y las semanas en meses, exactamente tres.

   David entraba esa mañana en la oficina más cabizbajo que nunca. Al repartirse el trabajo con los demás compañeros vio que le había tocado la misma ruta que Víctor hizo el día que desapareció. Como siempre, todos salieron a sus respectivas zonas sobre las nueve de la mañana. A medida que el día transcurría, a David le quedaban menos fincas para acabar su jornada laboral. Una de las últimas fincas era la calle Hachero, con sólo tres vecinos. 

   El primer piso, al igual que el segundo, se los leyó en un periquete y sin problemas. Una vez en el tercero, se dispuso a llamar al timbre. Al notar que no sonaba golpeó la puerta con fuerza. 

   - ¡El del gaaaaasssssss¡ -gritó David con un gran alarido. 

   Al mirar en la hoja vio que su compañero había escrito "sí viven, esperar, anciana". 

   David golpeó la puerta, pero esta vez con más cuidado y volvió a decir que era el del gas. Una mujer mayor, pero no “anciana”, abrió la puerta con la cadena echada.

   - ¿Quién es? -preguntó la mujer.

   - El contador del gas -dijo David-. Vengo a verle el contador del gas.

   - Pase, pase, y perdone, no le había oído -añadió. 

   David, que ya había percibido el nauseabundo olor, comenzó a seguir a la señora hacia la cocina. La mujer caminaba a un paso prudente. El chico se fijó en sus piernas, que se veían con alguna que otra variz. En la piel del cuello tenía algunas marcas parecidas a cicatrices. Unos pocos mechones de pelo se recogían con una vieja goma. Alguna que otra cana se podía apreciar en la coleta. David comenzaba a sentirse mal por mirar tanto a la señora y empezó a fijarse en las cosas que tenía la mujer en casa. Las bolsas de basura apiladas, la grasa incrustada en el suelo, las ventanas anuladas y clavadas, la luz tenue de las bombillas. Pero lo que más llamó la atención de David fueron unos cuadros que se encontraban clavados en la pared. Jóvenes desnudos con expresiones increíblemente angustiadas. 

   No pudo dejar de mirar uno de los cuadros más cercano a él. Un escalofrío le recorrió el cuerpo de pies a cabeza para después volver a los pies, cuando apreció, sin ninguna duda, que el protagonista de esa obra era su mejor amigo, Víctor. La señora le distrajo de su increíble visión para indicarle dónde estaba el contador del gas. David decidió leerlo rápidamente y salir de esa casa maldita lo antes posible. Por fin había encontrado a su amigo. No estaba vivo, que era lo que más esperaba, pero tampoco estaba muerto. Simplemente estaba atrapado entre cuatro vástagos de madera en una casa del demonio.

   - ¿Cuánto he gastado hijo? -preguntó la mujer.

  - Muy poco señora -contestó David a medida que se dirigía hacia la puerta de la calle apresuradamente.

  - ¿Me puedes decir la cantidad? -volvió a preguntar-…si no es mucha molestia.

  - Por supuesto -gimió David, agobiado -, son... un par de metros, es muy poquito. 

  La señora se sintió satisfecha y agradecida. Cuando David estaba a punto de abandonar la casa, ésta sacó de un bolsillo de su falda una moneda. 

  - Toma hijo -dijo la mujer-, acepta esta moneda para que te tomes lo que quieras.

   David dio media vuelta y fue donde estaba la mujer para recoger la moneda. A la vez que la agarraba, David miró a la mujer, la cual sonreía malévolamente. Entonces comprendió que ese sería su último acto.

Fin.

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