Javier Sermanz, Terror en el subterráneo
Ilustración, Daniel Medina |
José Rivera se encontraba en
la zona VIP de la discoteca de moda Electrika. Desde allí podía ver a miles de
personas bailando al ritmo de la incomprensible música que ponía el también de
moda, DJ Doom, todos agolpados, inmersos en un ambiente saturado en sudor y
humo. A él no le gustaba el Tecno, ni le gustaba ese lugar, pero de vez en
cuando se daba una vuelta por allí para sentir de cerca la humanidad que había
perdido. Todas aquellas personas rezumaban tanta vida, tanta energía, que por
un instante le recordaba a cuando él estaba vivo.
Se preguntaba
una y otra vez qué le verían a esos ruidos infernales y por qué se movían todos
como meningíticos; no comprendía cómo a eso lo llamaban bailar. José prefería
la música de verdad, Duke Ellington, Louis Armstrong, Fletcher Henderson,
nombres que para los de allí dentro no significarían absolutamente nada. O la
música de los años cincuenta. ¡Oh, eso sí que era música, los Cadillacs, Eddie
Cochran, Frankie Lymon!
Era una
lástima que no la pudiera sentir, pues ya nada se le conmovía en su corazón
parado. Su estado no le permitía apreciar esas cosas, pero si lo hubiera hecho,
desde luego nunca se hubiera movido con esos sonidos electrónicos que allí
sonaban. Era una ventaja que permaneciera insensible a ellos.
En realidad
eso no le interesaba, querer recuperar su humanidad era un sueño al que hacía
tiempo que había renunciado, sobre todo desde que el que le convirtió en lo que
era, el doctor Mengele, había muerto hacía décadas. Quizá en el futuro su
fundación encontraba la cura a lo que le pasaba. O quizá no se trataba de
esperanza y en el fondo le gustaba estar muerto, ser un zombie y que nadie lo
sospechara cuando lo mirara.
El verdadero
motivo por el que frecuentaba los discotecas era porque allí podía encontrar
toda clase de gente que se adecuara a sus apetitos insaciables; debía comer
carne humana con cierta frecuencia si no quería descomponerse y convertirse en
polvo. Siempre encontraba un camellito de poca monta, un matón de medio pelo o
un poli corrupto con los que saciar su hambre voraz. Si aquello estaba bien o
mal le causaba completa indiferencia, hacía mucho tiempo que había dejado de
lado esas cuestiones porque lo único que le interesaba era existir de la manera
que fuese.
Gracias a su
condición de muerto viviente había podido reunir una inmensa fortuna,
quedándose el dinero de los que devoraba o cometiendo robos a bancos de los que
salía siempre bien parado porque las balas no le dañaban más de lo que ya
estaba. Si no podía escapar a la Policía, siempre le quedaba la opción de
fingirse muerto, como había realizado cientos de veces, y luego salir tan
campante de la Morgue.
Todo ese
dinero, millones y millones de euros, lo empleaba para encubrir sus actos,
adoptando múltiples personalidades y para procurarse una constante fuente de
alimento. Tenía siempre su despensa llena de gente que le proporcionaba Walter,
su hombre de confianza y, a veces, de extrañas personas que soñaban con ser
devoradas por un zombie, reclutadas de Internet. Pero de vez en cuando le
gustaba capturar él mismo las presas; no era por una cuestión de emociones, ya
que las había perdido décadas atrás, era por un motivo de consciencia, la poca
que le quedaba de aquel hombre que un día fue.
Esa noche se
presentaba aburrida, todo parecía muy normal, gente corriente tratando de huir
de sus ansiedades y poca gentuza a la que ajustar las cuentas. Aún era pronto,
tenía la esperanza de que se presentara algún mafiosillo en el reservado, donde
les gustaba exhibirse delante de los demás para causarles envidia. Lo peor de
todo es que lograban su objetivo; luego muchos jóvenes querían ser como él e
imitaban su modelo de vida.
Una preciosa
chica lo observaba desde la barra con una sonrisa seductora. Como muchas otras
allí, estaba luciendo figura, esperando que la invitaran a sentarse en la mesa.
José no tenía interés en ella, el deseo sexual ya no significaba nada para él;
aunque un vago vestigio todavía lo sorprendía observando a las chicas. Si bien
era verdad que pensaba más en comérselas que en acostarse con ellas.
Para ir a las
discotecas se hacía pasar por José Rivera, rico de noble familia, dueño de un
enorme patrimonio inmobiliario. Había sido Eduardo Toledo, empresario, Juan
Velasco, banquero, Emilio Iniesta, importante ganadero; todo dependía del
objetivo que buscara. Para las discotecas prefería aparentar ser un tipo
forrado de millones que busca diversión nocturna. Las chicas se fijaban en él,
le buscaban con la mirada, le provocaban con sutiles movimientos y excitantes
posturas; ansiaban los beneficios de su posición, cosa que él encontraba
repugnante.
Como era el
caso de Estela, la bonita joven que no paraba de mirarlo con obvias
intenciones. José pensó que quizás su conversación fuera agradable, quizás no
fuera una de esas busconas y fuera una buena chica que no sabía donde ir una
noche cualquiera. Si bien eso era improbable, a esas horas una chica que
trabaja debería estar durmiendo y no en uno de esos sitios, o estudiando para
su futuro en lugar de escoger la vía fácil. En cualquier caso, decidió que
quería compañía y le indicó al camarero del VIP que la hiciera pasar.
La chica
asintió con la mirada iluminada y se acercó con pasos sinuosos sobre unas
plataformas que acentuaban su atractiva figura. Debería sentir al menos un
cosquilleo, pensó el Zombie, la chica es muy guapa. Pero no fue así, un muerto
no puede sentir.
―Me llamo
Estela, con una “L”― se presentó, intentando parecer simpática, sin darse
cuenta que acentuaba la “S” de forma afectada, como muchas que se creían diferentes
al hablar así. No sé, les daba distinción, decían
―Yo soy José,
¿quieres sentarte conmigo? Estaba solo y me preguntaba si...
―Sí, claro,
será un placer― ella no tardó en aceptar, sentándose descaradamente-. He visto
cómo me observabas...-añadió, dando a entender que José era el verdadero
interesado, cuando eso era lo más lejano a la realidad. Si ella sospechara las
verdaderas intenciones del Zombie, saldría corriendo de allí en lugar de
echarse directamente sobre la trampa.
Media hora
después ya se había bebido media botella de Champaña, de las que cuestan diez
mil euros.
―¡Salgamos a
bailar!― proponía, risueña, deseando exhibirse delante de la nueva persona que
había conocido. De lo poco que habían hablado, había decidido que le gustaba
muchísimo, era un hombre interesante y distinguido y a lo mejor podría ser su
próxima pareja. Ahora debía conquistarlo con sus armas de mujer.
Mientras eso
le decía, le dedicaba tórridas miradas y efectuaba lúbricas contorsiones con el
objeto de excitarle, de pie, sin abandonar la mesa. Así las demás mujeres
podrían ser testigos de su éxito. Era ella, y no otra, la que se lo iba a
llevar esa noche.
Al zombie le
desagradó su actitud. Demasiado vanidosa, demasiado interesada. Pensó que
quizás la estaba prejuzgando, sacando una conclusión errónea. A veces esos
lugares se prestaban a ello. Lo mejor sería poder conversar con ella en un
lugar más silencioso.
―¿Nos vamos a
un lugar más tranquilo?― le preguntó sin rodeos. A lo que ella accedió al
instante, ya llevaba tiempo pensando precisamente en eso. Ese hombre tan
apuesto tenía que ser para ella.
Media hora
después se encontraban en un Loft que tenía José justo al lado de la discoteca,
habían apagado las luces y se habían metido en la cama.
―No te
preocupes, es normal después de haber bebido― intentó consolar a José, sin
conocer que en realidad no podía realizar funciones sexuales. La excusa del
alcohol le venía de perlas. Cómo explicarle que era un zombie. El mismo del que
hablaban las noticias últimamente.
Ella también
había bebido lo suficiente como para no darse cuenta de la frialdad de su
cuerpo. En el fondo agradecía no haber tenido que tener sexo con él, aparte de
que odiaba hacerlo, prefería guardarse algo para la siguiente; cuanto más
insinuara y más pudiera dilatar la situación, tanto mejor. Si hubiera conocido
la verdad sobre José, se hubiera muerto del asco por haberse restregado con un
muerto; los manoseos, besuqueos y demás.
Aún así, se
sentía un poco sucia por estar allí, fingiendo que le gustaba ese hombre para
sacarle todo lo que pudiera. Una parte minúscula de ella se preguntó si su
hijo, Ramón, habría tenido una buena noche. Pero estaba tranquila porque su
madre lo cuidaba; ella todavía era joven y tenía derecho a divertirse. No iba a
renunciar a lo que le gustaba solo porque había tenido un crío.
―Voy a darme
una ducha― le dijo, cubriéndose con la sábana para que no le viera su figura.
No estaba segura de que le siguiera pareciendo atractiva a José después de
verla sin su ropa y sus tacones, ¡y mucho menos sin maquillaje!
El Zombie asintió con indiferencia, pasando por alto
este hecho. A decir verdad se extrañó cuando observó cómo se quitaba las
pestañas postizas y cuando al dirigirse al baño descubría lo bajita que era sin
tacones. Aunque no le dio importancia, su percepción ya no era la misma desde
que los Nazis le hicieran eso, todo se esfumaba en la bruma que obnubilaba su
mente.
Veinte
minutos después, Estela ya se encontraba de nuevo junto a José, acariciando su
pecho sin vida. Atribuyó el tacto frío a su melena mojada. Para no perder las
extensiones que le habían costado tres cientos euros, eran del pelo de una
super-model que lo vendía por Internet, se las había quitado con cuidado y las
había dejado al lado de las pestañas. Confiaba en que José no se diera cuenta
del poco pelo que tenía. Para despistar la atención colocó su pierna por encima
de la suya, mostrando la curva de la cadera y el tatuaje que descendía desde
ella.
José apoyó su
mano en la cadera más por instinto que por otra cosa.
―Es muy
bonito. ¿Qué significa?― le preguntó aparentando interés, quería penetrar esa
fachada a ver qué escondía y si valía la pena el esfuerzo.
―Oh, nada. Me
encapriché y me lo hice. Es muy bonito, ¿verdad? Me encantan los Tatoos. Mira
éste. Me lo hice por un tío que me molaba; la “T” es de Tyson. Era boxeador. Y
éste otro fue porque a mi amiga le dio por uno y nos hicimos juntas el mismo.
¿A que es una pasada?
Mientras
Estela hablaba, el Zombie se fijó en su cara, resaltada por un haz de luz. Se
dio cuenta de que era un horror botulímico sin el maquillaje; los poros
exudaban un sudor aceitoso y macilento y los labios estaban hinchados de una
manera innatural que forzaba una sonrisa. Se había retocado los pómulos y
también la nariz. Aquello le sorprendió al hombre que llevaba dentro, quien una
vez se llamó Amancio, las mujeres de su época eran de otra manera.
Estela vio
cómo José la miraba y pensó que observaba sus pechos. Muy pícara, se llevó las
manos allí y se los acarició con orgullo.
―¿Te gustan?
Son de silicona, ¿a que no se nota nada? Me costaron una pasta; tuve que pedir
un préstamo para poderlos pagar pero merece la pena. ¿A que sí?
El Zombie
hizo un amago de querer tocarlos, pensando que no le gustaría tener que comerse
eso. Ella aprovechó para esquivarlo, cambiando de tema.
―¿Tienes
familia? Quiero decir: ¿estás casado?― esa cuestión era muy importante, ante
todo debía asegurarse de que no hubiera otra en su vida. ―Yo tengo un hijo de
nueve años, se llama Ramón.
El tema del
hijo también era importante para ella, el hombre que la deseara tenía que
aceptarlos a los dos. Si tenía suerte y a éste le gustaban los críos, podría
despreocuparse de él y limitarse a vivir con el dinero del otro.
―Lo tuviste
de muy joven― observó él.
―Sí― puso
mala cara.
―¿No lo
querías tener?
―No. Sí,
bueno en realidad, no. Ya no podía abortar más veces, el médico no me lo
aconsejaba.
―Entonces, ¿qué ocurrió?
―El muy
cabrón me dijo que era una puta, que el niño no era suyo y se largó. Nunca más
he vuelto a verle.
―¿Y por qué
no lo denunciaste?
―Ya da igual.
―Para haber
tenido un hijo tu figura está estupenda, debes de hacer mucho ejercicio en el
GYM.
―¡Qué va!-
resopló Estela―. Yo hace años que no piso un gimnasio ni de coña. Si yo era la
gorda de la clase. Desde que descubrí eso de las liposucciones, oye, puedo
comer lo que quiera y después ya me lo quitaré. Esto es como lo de los Tatoos,
una vez que empiezas ya no puedes parar. ¡Madre mía! Yo primero me hice la
Lipo, luego me operé los pechos; después me retoqué la nariz, porque era
espantosa; hace poco me retoqué los pómulos y la barbilla. Y ahora quiero
retocarme los párpados para quitarme las bolsas, que están muy feas. Lo que no
sé es si voy a tener el dinero porque ya no me fían en ningún sitio y le debo
un huevo a mi amiga...
―Te debió costar
otra pasta todo eso.
―¡Y tanto que
sí! Pero bueno, lo voy pagando poco a poco. Ahora voy un poco justa, con eso de
que no tengo curro y eso, pero me ayudan mis padres y a veces mi abuela.
―¿Y cómo lo
haces para mantener a tu hijo y encargarte de su educación con esas deudas?
Ella encogió
los hombros con indiferencia.
―Ya va al
cole. Su abuela lo cuida, que si no, está muy sola. Yo ahora me preocupo de
disfrutar, que para eso soy joven, él ya disfrutará cuando le toque.
El zombie se
estaba descomponiendo. No quería que ella viera lo que en realidad era; le dio
un billete de cincuenta euros para que cogiera un taxi y la despidió con una
excusa. Estela, aunque tenía el coche aparcado cerca de allí, en un
subterráneo, aceptó el dinero sin rechistar. Le venía de maravilla, acababa de
gastarse lo último que le quedaba en la copa de la disco. Le había salido bien
la noche, si tenía suerte lo vería pronto y quizás la cosa...
Estela
escuchó un ruido. Se volvió para mirar. No vio nada. Estaba en el subterráneo,
de camino a la máquina de tickets. A los pocos pasos volvió a escuchar un ruido,
como un extraño gemido. Miró con más atención. Nada. “Serán imaginaciones
tuyas, no te detengas” se dijo con un estremecimiento.
El eco de
unos pasos le robó un sobresalto. Se giró con nerviosismo. Se acercaba un
hombre bien vestido que se tambaleaba un poco, parecía que no encontraba su
coche. “Ah, es un borracho, no te distraigas”.
Llegó al
cajero. Estaba inquieta. Mientras salía el ticket contuvo la respiración,
mirando a los lados por si se acercaba alguien más. El borracho no estaba; le
parecía haber oído la puerta de un coche. El suyo estaba al fondo del pasillo,
a cincuenta metros.
Comenzó a
caminar con paso apresurado, tenía ganas de meterse en el coche e irse a su
casa. Notaba una extraña presencia que la agobiaba. Aceleró.
De pronto
surgió una sombra y la atrapó en una zona de penumbra. Era el borracho, que
trataba de forzarla. Estela chilló horrorizada, revolviéndose como una loca y
pidiéndole que la soltara. El borracho dimanaba un hedor asfixiante, su piel
estaba gris como las paredes de cemento e igual de frías. Su boca repugnante se
dirigía hacia la suya.
Estela se
libró de él con un violento empujón; era un sujeto enorme y pesado. El quererla
agarrar lo derribó al suelo. Ella echó a correr. Menos mal que se había traído
en el bolso una muda y unos zapatos de deporte y ahora podía correr. En el
último instante el borracho le asió un tobillo y trastabilló, sin llegar a
caer. Pero sí que perdió el bolso; algunas cosas se esparcieron por el suelo.
Ella no
paraba de gritar, sus ecos resonaban por todo el subterráneo pero nadie parecía
oírlos. A esas horas casi todos estaban durmiendo. Recoge a trompicones lo
caído sobre el suelo y sale a la carrera en dirección a su coche.
El borracho
se levanta y la persigue cojeando y con los brazos alzados como si quisiera
cogerla.
Estela lo ve
y chilla de nuevo. Le invade la angustia. Tiene que llegar al coche. “¡Rápido,
las llaves, corre, saca las llaves!” se urgió, no logrando controlar el temblor
de manos por el miedo que estaba sintiendo. Solo podía pensar en ponerse a
salvo de ese asqueroso violador.
La llave no
entra. “Tranquila, prueba otra vez”. ¡Por fin! Abrió la puerta y se metió
dentro a toda velocidad, cerrando el seguro sin perder un segundo. Estaba
aterrada y muy nerviosa. Respiró un poco más aliviada.
De repente
una mano golpeó el cristal; el borracho otra vez. Había saltado sobre el coche
de golpe. Cuando le vio la cara dio un respingo y un alarido a la vez. Si
gritaba alto a lo mejor alguien la escuchaba. Era una cara monstruosa, con los
dientes negros y los ojos rabiosos.
“¡Arranca!”. Metió las llaves y giró. No arranca. ¡No, maldita sea, ahora no!
El borracho
arremetió mientras tanto contra el cristal de la ventana y metió las manos
ensangrentadas dentro del coche para cogerla. Ella se echó a un lado a tiempo,
sin soltar las llaves, logrando arrancar. ¡Browmm! El coche arrancó. Estela
pisó el acelerador y dio marcha atrás; la angustia recorría todo su cuerpo. El
borracho no se soltaba. Lo llevó arrastrando unos metros, quemando gomas. El
humo negro flotó en el aire junto con los chirridos de las ruedas y los
gruñidos del borracho, que cada vez parecía más un muerto.
Estela paró
en secó el coche y su pasajero salió despedido por el impulso. Rodó a unos metros
por delante del coche. Entonces, en estado de shock total, aceleró y pasó por
encima del agresor. El coche botó bruscamente dos veces en las que se
escucharon aterradores crujidos. Después salió a toda velocidad.
No quería
mirar pero la curiosidad pudo más y se distrajo mirando por el retrovisor. En
su estado de ansiedad, perdió el control del coche y se estampó contra una
columna. Por fortuna el golpe no fue fuerte y no saltó el Air-Back. El coche se
había calado.
Contacto. No
arranca. Una sombra cruzando la luz la puso en guardia. Miró automáticamente
hacia donde yacía el cuerpo roto del borracho. ¡Oh, no, se había levantado y se
acercaba con todos los huesos de las piernas y de los brazos rotos!
―¡Vamos,
arranca ya!
¡Sííí!
“Por Dios que
no se haya estropeado” rezó cuando puso la marcha. Cuando tomó el rumbo de
salida el borracho rozaba el lateral trasero del coche con sus dedos crispados y
se quedaba atrás, dando pasos trastabillantes. Entonces Estela frenó en seco y
dio marcha atrás. El perseguidor se golpeó con violencia contra el coche y
salió despedido unos metros. Estela estaba histérica.
―¡Muérete ya,
cabronazo!
Y volvió a
pasar por encima. Una vez, y otra hacia delante. El trecho hasta la barrera no
sabe cómo lo condujo. Empezó a registrar el bolso. El ticket no aparecía. Ella
no podía quitarse la escena de la cabeza, ni el horrible ruido de los huesos.
“¿Dónde esta el puto ticket?” se repetía, nerviosa, sin resultados. ¡Oh,
mierda, se le había caído al suelo!
“Ahora tienes
que volver”. Aquel pensamiento le heló la sangre. “¿Y ver otra vez a ése?”.
Resoplando
con amargura, metió la marcha y se dispuso a girar. A mitad del giro se dio
cuenta de que el ticket estaba en la alfombrilla. No se le había caído. Respiró
aliviada, por fin algo estaba saliendo bien. Con lo bien que había empezado la
noche.
Pero de
pronto: ¡Clang! El violador apareció de nuevo. Esta vez la rueda se había
llevado parte de la cara, sin embargo seguía caminando igual. El traje también
exhibía rodaduras y polvo.
¡Es que no se
muere nunca!
El Zombie se
acercaba inexorablemente. Arrastraba la pierna izquierda, arañando el suelo con
el hueso astillado de la tibia. Su rostro mutilado mostraba todos los dientes
de la parte derecha de la mandíbula y parte del maxilar. Aquel agujero negro que
era su boca se abría y cerraba con avidez caníbal.
Estela
desesperó. No le daría tiempo de poner el ticket en la máquina y pasar.
Derribaría la barrera con el coche. Gritaba y gritaba, al borde del delirio,
mientras la inmensa figura renqueante se acercaba con los brazos extendidos y
aquella mirada.
Aceleró. No controló la velocidad con los
nervios y se estrelló contra la curva del carril. El golpe la dejó aturdida.
En esto unas
manos ensangrentadas abrieron la puerta del coche y la sacaron con brutalidad
al exterior. Estela gritaba sin cesar, rogando piedad. El Zombie la arrastró
hasta una cámara de seguridad apostada en una esquina y allí la devoró a
voluntad. La cara rellena de Votox y los pechos de silicona no los tocó.
En el bar el
Pincho estaban escuchando las noticias.
―El Zombie ha
actuado de nuevo. El justiciero asesino en serie, que imita a un muerto
viviente a la hora de protagonizar sus sangrientos asesinatos, le ha quitado la
vida de una forma atroz a una mujer de veintiocho años, madre de un hijo
pequeño de nueve. No vamos a retransmitir las imágenes, dada su crudeza. Se
sospecha que haya podido ser un ajuste de cuentas por las elevadas sumas que
debía...
―¡Joer, ése
no perdona una!― dijo el Sebastián, el parroquiano del bar.
―¡Sí, el otro
día se cargó al maltratador ese, luego al torero! ¿Y a ésta por qué labrá
matao?
―Yo creo que
por las deudas; si le andó pidiendo a quien no debía, es natural que la
encontraran asín― le contestó el Sebastián.
―Pues yo creo
que ha sido por profanar su cuerpo, ser tan egoísta y descuidar a su hijo en
lugar de hacer lo que le correspondía como a una buena madre― opinó Johnny, el
motero de la chopper negra que a veces iba por el bar.
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