Ilustración: Kike Alapont
Oh, París
El hombre
caminaba por los Campos Elíseos con las manos en los bolsillos. Hacía unas
semanas que comenzó a suavizarse la temperatura y disfrutaba del calor del sol
templando las fibras de su camisa de franela. En el horizonte de la avenida se
elevaba el Arco del Triunfo. Allí dirigía sus pasos con la tranquilidad que
otorga la falta de ocupación.
Bandadas de
patos cruzaron el cielo en orden marcial. Los ecos de su paspar resonaron en
los edificios que se elevaban a ambos lados, llevando a sus oídos ecos de una
naturaleza salvaje en expansión. Con la primavera se iniciarían los flujos
migratorios de las aves y los campos remotos del norte del continente
precipitarían legiones de cigüeñas, estorninos y jilgueros sobre la región. Los
árboles aún desnudos, cubiertos por yemas endurecidas que en breve estallarían
en hojas y flores, se preparaban para recibir a los visitantes que acudían a
sus ramas cada año.
Tenía sed y algo
de hambre. Caminaba desde el amanecer y de eso hacía varias horas ya. Al otro
lado de los ocho carriles de asfalto divisó una fuente de metal. Miró a ambos
lados por si venía algún vehículo. Nuevas costumbres surgían y otras no se
perdían a pesar de su inutilidad. Salvó los metros que le separaban de la acera
contraria rodeando los esqueletos oxidados de un Renault Clio y de un autobús
de línea que se abrazaban sobre un camastro de pavimento ennegrecido por el
fuego.
Pulsó el botón
del grifo, se acuclilló y sacó la lengua para recoger el chorrito de agua,
lamiendo como un perro, con paciencia, hasta que se sintió saciado. Se
incorporó y eructó sonoramente, atrayendo la atención de un par de transeúntes
que miraron confusos a su alrededor, retomando sus paseos a los pocos segundos.
Echaba de menos
montar en bicicleta. Quizás fuese el buen tiempo. Sea lo que fuere, añoraba
sentarse en el sillín, posar los pies en los pedales y dejarse llevar por ese
sentimiento de libertad que facilita la tracción mecánica. Las bicicletas eran
un bien escaso. Desaparecieron de los almacenes con la escasez de combustible;
hacía mucho que no veía ninguna en buen estado. La última consiguió mantenerla
durante varias semanas en su viaje transpirenaico hasta que se reventó el
pedalier en una subida y no supo repararla. El placer de rodar no es comparable
a nada, pensó.
El recuerdo de
esa pérdida le quitó las ganas de llegar al Arco del Triunfo. Ese alegato
inútil a la victoria que no se repitió no era más que una broma cruel de épocas
esperanzadas que ya no volverían.
Todo por culpa
de ellos. Por su culpa. Hasta el pasado dejaba de tener sentido si no había un
futuro.
Enfurecido, se
agachó, recogió un pedazo de losa desprendida del suelo y se lo lanzó a una
mujer que pasaba por su lado. Acertó de pleno en lo que quedaba de su cabeza y
la hizo trastabillar. Ella recuperó el equilibrio con dificultad y se giró
buscando el origen de la piedra, elevando el mentón como un perro de presa.
—Mírame puta,
mírame —susurró levantando el dedo medio y dedicándole un gesto grosero.
Pero no le vio.
Nunca le veían.
En Dios confío
El hombre rezaba
sentado en un banco, con los codos apoyados en las rodillas, cruzando las manos
y apoyando la frente en el nudo de dedos que apretaba con fuerza. El Padre
nunca abandonaba a sus hijos en la tribulación. Su fe era fuerte. El Señor le
hacía poderoso en la flaqueza.
Hacía verdaderos
esfuerzos por concentrarse y escuchar algún mensaje de Dios. Pero el arrastrar
continuo de pies le expulsaba del lugar al que ansiaba elevar su alma para
recobrar la esperanza.
La prueba era
dura, muy dura, como no hubo otra en la historia de su raza.
Rezaba en una
iglesia católica murmurando salmodias como un mantra mágico que retenía su
cordura. Algún día recibiría su respuesta. No dudaba de esa certeza.
Apretó los
párpados para no errar en las frases que se encadenaban construyendo un
Padrenuestro, ansiando no escuchar los golpes que los resucitados se propinaban
contra las inmensas columnas que sostenían la bóveda de la catedral de Notre
Dame en su avance ciego.
Pensaba en el
Cristo que ya no presidía la capilla principal, secuestrado por vivos en los
primeros tiempos de desorden. Y en las estatuas de los Santos que yacían
reducidas a fragmentos policromados por el paso de cientos de ellos,
profanadores de las figuras sagradas que regresarían tarde o temprano para
finalizar la venida del Reino de Dios. Esa era su esperanza. Su fe era fuerte.
Era difícil
concentrarse en ese silencio repleto de movimiento.
Recupera el objeto perdido
Sentado en una
mesa del interior de una brasserie, masticaba terrones de azúcar que localizó
en los estantes más elevados situados detrás de la barra cubierta de manchas de
café y tazas volcadas, como si todos hubiesen salido a toda prisa de allí. Era
un milagro que ningún roedor se le hubiese anticipado en los primeros días en
que la población humana inició su merma. Estaba deliciosamente crujiente.
Frente al
escaparate podía ver un portal con una fachada clásica, gris y de forja negra,
limpia de pintadas. Las puertas de acceso estaban cerradas. Un oso de peluche
reposaba apoyado en la hoja izquierda, cerca de un zapato infantil deslustrado.
Una niña paseaba por la calle, arrastrando por el suelo una mochila escolar.
Estaba descalza.
Se levantó
chocando una mano con otra para limpiarse de los restos de azúcar y salió del
local, dejando atrás al hombre que se empeñaba en abrir la puerta del baño de
mujeres, rascando incansable el pomo con los muñones pelados de carne, sin
atinar a girarlo. Dios sabe cuánto tiempo llevaría atareado en su afán y qué
demonios buscaría en su interior.
Esquivó tres
peatones que avanzaban muy juntos y recogió el peluche. Lo sacudió para
retirarle el polvo acumulado y se fijó en que le faltaba un ojo. No importaba,
ella no se daría cuenta.
La alcanzó en
tres zancadas, acompañándola unos metros. Finalmente, le ofreció el muñeco.
—Tengo tu osito.
Seguro que se te cayó de la mochila y lo estás buscando.
La niña abrió la
boca y retrajo los labios, mostrando sus encías carentes de dientes. No tenía
lengua.
—Tómalo. Estará
mejor contigo.
Presionó el oso
contra su pecho y ella lo atenazó con los dedos de una mano, mirando a un lado
y otro, intentando ubicar el origen de la voz. Incapaz de conseguirlo,
prosiguió su marcha sin soltar ni el muñeco ni la mochila.
Él se sentó en
un bordillo y la observó durante unos minutos. Después, se lamió los restos
azucarados de los dedos.
Érase una vez una familia
El hombre
encontró un apartamento vacío en la cuarta planta del portal de la fachada sin
pintadas. Revisó piso por piso hasta dar con uno sin moradores. Cuando dormía
le gustaba hacerlo sin compañía de ningún tipo. Despertarse a media noche con
uno de ellos tropezándose con los pies de la cama era muy incómodo.
Desde los
amplios ventanales podía ver a la niña en su paseo inacabable. Aún mantenía el
oso contra su cuerpecillo. Debía de tener la misma edad que su hija cuando
sufrió el cambio.
Recordó a su
querida Ana llegando a casa al salir de clase. Él libraba esa mañana y la había
pasado junto a su mujer haciendo el amor y compartiendo las tareas domésticas.
Escuchó el timbre y abrió la puerta para darle una sorpresa. La pequeña iba
vestida con un chándal y de su espalda colgaba una mochila llena de libros.
Tenía medio rostro desgarrado y una cuenca sin globo ocular. Se agachó y la
abrazó, gritando a su esposa para que llamase a urgencias de inmediato,
levantándola en vilo para llevarla al sofá, llorando por el dolor que él no
podía sufrir. La mujer chilló al verla y se abalanzó sobre su hija, mesando su
cabello, preguntándole qué le había pasado, por qué no decía nada, escupiendo
sangre cuando Ana se aferró a su cuello y alcanzó la tráquea a dentelladas. Él
se cayó de espaldas, reptando de culo para huir de esa cosa que le ignoró y
devoró las mejillas que él acarició esa misma mañana. Después, entre
convulsiones, su esposa se levantó sin pronunciar ningún sonido, la carne
colgando por el mentón. Se le veían las muelas por el boquete. Ambas
deambularon en silencio por la casa sin prestarle atención. Él huyó despavorido
sin mirar atrás.
No existe el
amor si no hay nadie vivo para recibirlo.
Por aire, sólo por aire
El hombre
corría.
Los meses de
actividad física al aire libre, moviéndose de una ciudad a otra a pie, habían
endurecido los músculos y aumentado la capacidad de sus pulmones. Por eso no se
sentía apenas fatigado. Esquivaba a los que iban en su misma trayectoria, cada
vez en mayor número, soltándoles improperios cuando ralentizaban su avance.
Escuchó el eco
lejano de otro ladrido y giró por la calle que se abría a su izquierda.
Se acercaba, de
eso no cabía duda.
Estaba leyendo
una vieja revista, taciturno, cuando creyó oírlo por primera vez. Levantó los
ojos de las páginas y esperó uno segundos por si se repetía. Volvía ya al
artículo sobre los avances en una rara enfermedad que asolaba una región de
Indonesia cuando se repitió de nuevo.
Era un perro.
Echó la revista
a un lado y se levantó. Los pocos transeúntes que se encontraban a su alrededor
se giraron también en la dirección del sonido, abrieron las bocas y cambiaron
el rumbo de sus movimientos para encaminarlos hacia el origen del eco.
Parecía un
milagro. O una casualidad. O mucha suerte. Porque ya no había animales
cuadrúpedos en las ciudades. Tampoco en los campos. Por lo menos en los que él
había cruzado. Devorados por las legiones de hambrientos seres en que se había
convertido la humanidad, fueron desapareciendo hasta que sólo las aves
señorearon la naturaleza, cada estación en mayor número. A ellas no podían
alcanzarlas los muy bastardos.
Corría con el
ansia que otorga la desesperación de la soledad.
Llegó a una
plaza y lo vio. Encaramado en el pedestal de una estatua que homenajeaba a
algún general que sí ganó su guerra, un chucho ladraba a la multitud que se
agolpaba en su base elevando los brazos para atraparle, hechizados por el
hálito vital que emanaba. Se acercaban más por las calles aledañas, arrastrando
los pies y abriendo las bocas en un vano intento de absorber el vigor del que
carecían.
—¡Aguanta! ¡Voy
a por ti!
El perro le
descubrió y cambió el tono de sus ladridos. Inició un lastimero lloriqueo al
reconocer a un auténtico ser humano. Una zarpa le atrapó de un anca y saltó
hacia atrás, librándose por los pelos de ser arrastrado al mar emponzoñado de
resucitados.
El hombre se
lanzó hacia delante para salvarle, pero no pudo atravesar el compacto trenzado
de brazos y piernas por más que empujó y pateó. La masa que se aproximaba le
rodeó, aprisionándole contra las espaldas de los que
estaban delante de él. Se revolvió medio asfixiado por el hedor y la presión y
escapó gateando. El perro aulló de dolor cuando uno de ellos le aferró de la
pata delantera, sin soltarle a pesar de los mordiscos.
Tirado en el
suelo, recuperando el resuello, contempló impotente cómo más manos atrapaban al
perro y le arrastraban hasta que los ladridos desaparecieron opacados por el
alboroto de los chapoteos, crujidos y masticaciones.
La soledad era
un valor en alza.
Au revoir, París
El hombre no se
sentía satisfecho. A pesar de haberse dedicado a aplastar cráneos y amputar
miembros hasta que el cansancio venció su rabia, el vacío que crecía en su
corazón no se llenaba. A su alrededor yacían decenas de mujeres y hombres con
sus no-vidas segadas por el arma improvisada. Había sangre en sus manos, propia
y ajena. Los huesos astillados también arañan.
Dejó caer el
utensilio y el acero de su hoja vibró al chocar con los adoquines.
Era el momento
de viajar. Berlín podía ser un buen destino. Tan bueno como cualquier otro.
Odiaba París.
Muy bueno, te lleva leyendo en volandas de una escena a otra como si estuvieras viendo un buen corto en lugar de disfrutar de un relato. Más, más.
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