lunes, 10 de diciembre de 2012

La carta

LA CARTA
Carlos J. Benito



Samuel entró en la pequeña tienda de comestibles. Dejó pasar a una anciana que iba muy cargada de bolsas, y se internó entre las estanterías. Cogió una botella de ron y un pack de cervezas. Cuando llegó a la caja, un hombre alto y delgado le sonrió. Marcó unas teclas y lo miró.
- Veinte dólares.
Samuel sacó el dinero y lo puso en el mostrador, guardó la botella en el bolsillo de su gabardina y cogió las cervezas mientras se despedía con una sonrisa. Aquel hombre se limitó a mirarlo fijamente.
La calle estaba vacía, apenas algún coche se atrevía a circular. Se estaba nublando y la noche estaba al caer. Samuel se apresuró, no vivía lejos pero aun así no quería empaparse con la lluvia. Rebuscó en el bolsillo hasta dar con la llave del portal de su edificio. Entró y a punto estuvo de darse de bruces con el cartero.
- ¡Perdone!
- El anciano cartero le sonrió. No se preocupe joven. Por cierto, ¿no será usted Samuel Ferguson?
- Sí.
- ¡Genial! Aquí tiene, justo iba a echarla ahora mismo al buzón.
El anciano pulsó el timbre de la puerta, salió a la calle y continúo con el reparto.
Samuel metió la carta en el bolsillo y subió en el ascensor hasta su casa.
Una vez allí, se quitó el reloj y los zapatos, tomó el mando de la televisión y se tumbó en el sillón. Para variar no había nada interesante en ningún canal. De repente, cayó en la cuenta de algo.
«¿El cartero entregando cartas un sábado por la tarde?»
Se levantó, cogió la botella de ron y la carta, y se sentó en una vieja silla de madera con reposa manos que tenía junto a la ventana.
Pegó un buen trago de ron y dejó la botella en el plinto de la ventana. Rasgó el sobre y extrajo la carta. Dentro había un folio doblado. Estaba en blanco. Comprobó el remitente pero estaba demasiado desdibujado como para entender algo. Iba a tirar la carta al suelo cuando un par de letras empezaron a dibujarse en el papel.
«¡Qué demonios!»
Soltó la carta pero esta se quedó flotando en el aire durante unos minutos, inmóvil. Luego se elevó hasta quedar frente a sus ojos. Samuel intentó levantarse, pero el reposa manos cobró vida transformándose en dos garras que lo agarraron por los brazos, mientras de las patas surgieron otras garras que se entrelazaron apretando con fuerza sus piernas, inmovilizándole.
La silla estaba coronada con un adorno en forma de flor del que brotaron unas hojas de madera que sujetaron su cabeza, mientras otras dos ramitas pequeñas rodearon su nuca hasta transformarse en unas pequeñas manos que impedían que Samuel cerrara los ojos.
La carta empezó entonces a escribirse lentamente.

¡Hola Samuel!

Ha pasado tanto tiempo, varios años ya.
¿Recuerdas cuándo nos conocimos? Yo tenía quince años, era alta, rubia y de ojos azules. Mi madre decía que cuando fuera mayor sería modelo.

La carta dejó de escribirse por unos instantes. Pasados unos minutos, volvieron a aparecer las palabras.

Veo que la vida te ha ido bien, tienes un trabajo en una oficina, incluso sales con una chica.
Yo nunca podré crecer, nunca saldré con un chico, ni me casaré. ¿Sabes ya quién soy?

- ¡Maldita puta!, no sé quién eres, no te conozco de nada, pero si estuvieras aquí te mataría con mis propias manos.
Las letras empezaron a convertirse en borrones de tinta que resbalaban por el folio y llenaban el suelo de gotas negras. Luego cambió de color, ahora era otra vez blanco. Las letras regresaron.

¡Soy Wendy! ¿Me recuerdas ahora? Esa niña tan bonita que te encontraste hace unos años en un centro comercial, a la que querías hacer fotos para una revista.

La carta tomó la forma de rostro de niña, y se acercó a él.
Samuel lloraba de miedo, no podía ser ella, estaba muerta, él la mató.

¡Veo en tu rostro que ya sabes quién soy! La voz se volvió más gutural. Perdona si no se entiende bien lo que digo. Si no me hubieras cortado el cuello, mutilado y arrojado al río, ahora podría hablar de una forma más correcta.

Samuel se orinó encima, miró a la calle en busca de ayuda, pero el cristal se oscureció.

Bien Samuel, fuiste un niño malo, y ahora yo he venido para hacer lo que no hizo el juez, ni el fiscal, ni mi abogado. Ahora voy a hacer justicia.

La carta se estiró hasta convertirse en la figura espectral de una niña.
Samuel intentó gritar pero las hojas de la silla le cerraron la boca.

¡Ha llegado el momento de que seas castigado!

Adiós.

Las ropas de Samuel comenzaron a humear, hasta estallar en llamas. En silencio, la niña lo miraba con seriedad. El fuego consumía el cuerpo de Samuel, y este no dejaba de retorcerse por el dolor, hasta que al cabo de un rato murió abrasado.
Cuando el cuerpo quedó reducido a cenizas. La niña sin sonreír, miró a la acera de enfrente y desapareció.
El cartero estaba justo allí, enfrente del edificio. Se colocó su sombrero y se alejó silbando calle abajo, mientras su ropas se transformaban en una túnica negra. Su cartera de correos era ahora una guadaña.

2 comentarios:

  1. Muy bueno, como dijo alguien "el pasado siempre vuelve", esperemos que no sea "cartero". Carmen.

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  2. Lo bueno si es breve, 2 veces bueno! me ha gustado mucho. Vaya vaya con Samuel...

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