viernes, 30 de noviembre de 2012

Tú la llevas



¡TÚ LA LLEVAS!
Francisco Valverde (Valverdikon)

Cuando uno se va haciendo mayor va olvidando paulatinamente detalles de su infancia, detalles vitales de tiempos pretéritos que quedan relegados, apartados por la vorágine de nuestra insana y antinatural vida diaria, enterrados entre el estrés laboral y las obligaciones familiares.
Este también es mi caso, no soy especial en ese sentido. Muy lejos está ya el colegio público Amadeo Vives, treinta años atrás. De todo lo vivido, solo queda aquello que más te ha marcado. Recuerdo las aburridas clases de historia de Don Alberto, y la mala leche que tenía. El muy cabrón dónde ponía el ojo, ponía la tiza y, a veces, hasta el borrador, lo que tuviera a mano. Siempre daba en el blanco, salvo una vez cuando le atizó a Teresa en toda la frente. Era una de las empollonas de la clase, y acabó cubierta de polvo.
Pululando por mis recuerdos, también están las clases de música de Don Aurelio que, pese a ser el director del colegio, estaba muy verde. Al comienzo de cada clase, nos pedía que afináramos la flauta. ¡Se lo pedía a una turba de cuarenta mocosos de diez años! La flauta no era más que un bloque homogéneo de plástico endurecido, de esos que venden ahora en las tiendas de chinos por tres euros. Imposible de afinar, y menos aun en nuestras traviesas manos. Aquello siempre terminaba como el rosario de la aurora. El ruido iba en crescendo, cada uno compitiendo por elevar el tono para sobresalir de entre la amalgama de estridencias, como una manada de venados en celo berreando al amanecer para demostrarle a las hembras su superioridad, hasta que Don Aurelio echaba el telón con un berrido estremecedor que helaba el alma y dejaba bien a las claras quién era el macho dominante.
Entre mis compañeros estaban Beatriz y otra chica de cuyo nombre no me acuerdo. Ellas me defendieron en mi primer día de cole del acoso de unos matones. Eran grandes amigas hasta que se enfadaron y pasaron a ser terribles enemigas. Ya se sabe que los amores reñidos son los más queridos, o eso dicen. También Mariano que fue amigo dentro y fuera del colegio. ¡Cuántas horas pasamos hablando de los clicks de Famobil! Creo que incluso llegamos a jurar no dejar de jugar con ellos cuando fuéramos mayores y tuviéramos chamacos. O cuando soñábamos con ser pilotos de combate o policías o… tantas cosas que se han ido al traste. Recuerdo historias con El More, David y las castañas de su abuelo, Jorge (al pobre le bajé los pantalones en clase delante de dos chicas, y ni siquiera pudo salir corriendo detrás de mí), Gustavo, Jaime, Fran alias el Espa por ser tan largo y delgado como un espárrago,... Y se me olvidaba José Ignacio, que siempre estaba contándonos como su padre, que manejaba excavadoras, había removido tierras en un antiguo cementerio. Entre la tierra extraída en cada palada, se veían cráneos, fémures y otras osamentas envueltas en ajados ropajes. Eso siempre nos ponía los pelos de punta.
El patio del colegio estaba a dos alturas. Abajo había una pista de futbol sala y otra de baloncesto donde jugaban los mayores. Arriba estaba el soportal de arena bajo el gimnasio, el edificio de prescolar erigido sobre columnas rojas, y la zona de atracciones con columpios, arcos, y todas esas cosas diseñadas en puro acero para los niños de antes. 


Cualquier sitio era bueno para jugar, cualquiera salvo las pistas de abajo. En una ocasión, se nos escapó una pelota que fue a parar a la pista de baloncesto. Uno de los mayores la cogió, y con la autoridad que le confería su altura y musculatura, le pegó tal patadón que la puso en órbita geoestacionaria. El estampido fue tremendo. La pelota roja ascendió a una velocidad endiablada haciéndose cada vez más pequeña. Todos nosotros la seguimos con la mirada, primero subir hasta perderse en el azul infinito y luego, bajar poco a poco, aumentando su tamaño hasta retornar al original. Aterrizó en el descampado que existía frente al colegio más allá de la calle. El peor de todos los sitios posibles, plagado de drogadictos, violadores y monstruos de los que acechan en la oscuridad para arrancarte el corazón con sus afiladas garras. Nadie volvió a ver aquella pelotita, nadie se ofreció a rescatarla, y nadie pidió explicaciones al que la pateó. Esa era la ley del colegio.
Antes de que comenzará la moda de jugar al Todicho, jugábamos mucho al Tú la llevas. ¿Cuál era mejor? Pues miré usted, depende, como diría un gallego. En ambos hay una víctima, y en ambos estaban “los demás” que lo pasaban bastante mejor. Desde el punto de vista de la víctima, el Todicho era muchísimo peor. Entrabas por la puerta de chiqueros en un callejón de niños ansiosos por desollarte en el más absoluto anonimato. La víctima avanzaba lentamente, arrastrándose entre paredes vivientes, fijando la mirada allá donde podía, intentando adivinar por donde le iba a caer el siguiente golpe, sintiendo la punzada de dolor del anterior y temiendo las de los futuros, moviendo espasmódicamente la cabeza de un lado a otro para evitar lo inevitable.
El Tú la llevas se jugaba en la pista de arena donde estaban anclados los columpios, torres y demás artefactos, que hacían de bases en las que uno estaba a salvo del contagio de la enfermedad que portaba la víctima, una enfermedad demoniaca que te volvía una bestia implacable y vengativa. El juego consistía en pasar de una base a otra, evitando el contacto salvaje de la bestia.
Horas y horas, día tras día, estuvimos jugando hasta que ocurrió lo que ahora os narraré, algo que no he podido borrar de mi mente pese al trascurso de los años, los intentos de varios psicólogos, psicoanalistas (que todo lo achacaban al sexo y al amor hacia mi madre) y demás fauna que dice comprender y hasta controlar los circuitos que rigen los pensamientos.
Recuerdo que era un día otoñal. Las hojas marchitas de los árboles cubrían parcialmente la arena de la pista, guiadas por las ráfagas de viento que las llevaban de acá para allá sin mucho orden y sentido. La arena estaba mojada por las lluvias del día anterior, igual que los hierros de los aparatos. A nuestro alrededor, flotaba en el aire ese aroma único de la tierra mojada. Éramos seis, yo me la pochaba y el resto estaba a salvo en las bases estancas. Yo les provocaba para que abandonaran la protección de las bases, saltaran al ruedo y se enfrentaran en lucha simpar a la bestia inmunda venida del averno.
−¡Vamos! Salid de vuestras madrigueras, ratillas. ¡Qué os voy a devorar!
−No he visto en mi vida un monstruo más torpe y feo que tú –se burlaba David con su gordo trasero a resguardo.
−Si solo sabes arrastrar los pies –soltó El More antes de abandonar la base para retornar a la misma ante un amago de ataque por mi parte.
−No me digáis que tenéis miedo de una bestia estúpida y tonta –seguí picándoles.
−No te tenemos miedo, como mucho de lo feo que eres.
−Yo es que aquí estoy muy cómodo.
−Espera, que me voy a atar los cordones para estar en igualdad de condiciones.
No arriesgaban nada. Es un juego en el que si no arriesgas, toda la diversión se limita a la verborrea, a lanzar y recibir improperios, pullas contras la autoestima. Así, el diálogo se prolongó un buen rato hasta que aprovechando la monotonía reinante, José Ignacio se lanzó a la carrera de una base a la opuesta. La bestia, evaluó la situación en milésimas de segundo, y percibiendo la oportunidad, arrancó en carrera para interceptar a su presa. Podía percibir el miedo a través del sudor que emitía, escuchar los alterados latidos de su corazón dándolo todo para sobrevivir, su agitada respiración, la adrenalina flotando en el ambiente. No hacía falta mirarle a los ojos. La distancia entre uno y otro se acortaba, igual que la distancia a la seguridad de la base. De fondo, los gritos de terror de la manada, tristes por la víctima pero, en realidad, contentos por no ser ellos los elegidos. Todo transcurría en décimas de segundo. La presa, en un último esfuerzo, brincó por el aire mientras una potente garra volaba hacia su dorso impactando contra ella, desgarrándola, provocando la irrupción de sangre brillante, roja y viscosa. Saber que has vencido a través del olor de esa sangre en ebullición, sentir cómo su aroma se entremezcla en tu interior con el de su miedo, alterando todos tus sentidos, dilatando tus pupilas, elevándote a un plano superior de dominio.
−¡Tú la llevas!
−Ya había tocado la base. No me has pillado, pero me has hecho una herida, ¡idiota!
«Sé que mientes. Te he atrapado y ahora eres mio. Estás a mi merced. Te devoraré lentamente y solo compartiré tus despojos con aves carroñeras»
−¡Pero qué dices! Estabas en el aire cuando te he dado.
−No seas mentiroso.
«Siento tu miedo. Siento como tu fuerza vital se escapa. Mis colmillos están clavados en tu cuello y mis garras en tu espalda»
−Cuando te he tocado, no estabas agarrado porque te he desestabilizado.
−¡Tú la llevas! ¡Te la sigues ligando! – es el veredicto de la manada, prácticamente una orden para la bestia cazadora.
«Os mataré a todos, uno a uno. Os devoraré hasta que no quede ni rastro de lo que fuisteis»
−Pues me la seguiré ligando, pero le he dado antes de que tocara base.
«Lo vais a pagar muy caro»

Aprovechando el alboroto, y como para cubrir su expediente, Jorge cambió de base. La bestia desatada en mí, supo inmediatamente que no tenía ninguna opción de atraparle, y no malgastó sus energías.
«Os mataré a todos, uno a uno. Os devoraré»
Tras este último movimiento, se produjeron otros de los que no se podía sacar provecho alguno, y que no hacían más que aumentar mi ansia. Todo continuó igual, hasta que una criatura comenzó a moverse a mi espalda. Escuché los rítmicos latidos de su corazón, cada vez más fuertes, más cercanos. El olor del miedo reinaba en el patio, pero flotaba alrededor de las criaturas encaramadas a las bases, no alrededor de aquella otra que continuaba aproximándose lentamente.
Sin mover un solo músculo, permanecí en guardia, esperando el momento preciso, dejando que la criatura se confiara, impaciente. Llegado el momento, lancé mi derecha hacia atrás con potencia, impactando en su zona inguinal y provocando un alarido quejumbroso que rompió el ruido dominante, dejando tras de sí un silencio abrumador. Las garras no consiguieron penetrar en la carne, como si la criatura no participase en el juego de la supervivencia, como si no se sometiera a sus predadores sino todo lo contrario. Preocupado, miré mis miembros. No eran más que manos que finalizaban en redondeadas uñas, incapaces de desgarrar. Las que habían sido garras afiladas como cuchillos eran ahora miembros prensiles aptos para la huida, para la supervivencia. Ya no era la bestia sino la presa.
−¡Tú eres gilipollas o qué! – las palabras impactaron en mis tímpanos como afilados estiletes de plata, pero no fue su significado lo que me perturbó, sino el tono en el que fueron pronunciadas, un tono desconocido.
«Uyuyui. Esa voz no la conozco»
−Perdona tío, me he equivocado, pensé… − el bofetón llegó como el rayo, con un rugido, con potencia desbordante y sin avisar. Caí al suelo malherido, sangrando, aturdido. El sabor de mí sangre no era tan diferente del sabor de la sangre de las que fueron mis presas.
La criatura se abalanzó sobre mí, colocándose a horcajadas sobre mi pecho. Al primer golpe le siguieron muchos otros, bien colocados, golpes expertos pero sin garras, como si fueran mazas.
−¡Déjale, abusón! – de fondo se escuchaban las voces de la manada, voces que no sirvieron da nada pues la criatura continuaba lanzando golpes que a duras penas conseguía parar.
De pronto, un hilo de esperanza cruzó ante mí a la velocidad del rayo. Tomando impulso desde una posición alcanzada con sigilo, José Ignacio se lanzó contra la criatura con un grácil salto, un brinco felino que consiguió quitarme a la criatura de encima. Rápidamente, aproveché la oportunidad para escapar hacia la seguridad de las bases, a una altura suficiente para que nadie pudiera atraparme, donde pudiera lamer mis heridas.
La criatura quedó a merced de José Ignacio que lanzaba sus garras una y otra vez contra ella, sin descanso. Ahora sí pudimos percibir su miedo, su angustia. Todos sus movimientos estaban orientados a la defensa, a la huida, algo que solo consiguió cuando la bestia se lo permitió.
Miré a todos mis compañeros de juegos desde la seguridad de las alturas, y grité
−¡Ya os dije que él la llevaba!

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