CERRARÉ LOS OJOS
Carlos Rodón
Poemas
extraídos del libro 50 Desvaríos ocasionales
por
cortesía de Ana Vivancos Wisquensin.
(Gracias
por tu generosidad)
“Cerraré los ojos”
“Los cerraré. Contaré hasta diez y el demonio desaparecerá”
Ilustración: Kike Alapont
Eva María lo tenía todo preparado para inaugurar su primer
día de playa de aquél recién comenzado verano. Había pedido un adelanto de
quince días en el trabajo y como las cosas tampoco marchaban bien en la empresa
decidieron concedérselos sin poner demasiadas trabas. Sus amigas Ana y Mónica
llegarían a La Pineda el viernes por la noche con lo cual disponía de tres días
para ella sola. Para relajarse de las incertidumbres de la fábrica, olvidarse
de los ERES, del mal ambiente que llevaba todo un año respirando y sustituirlo
por el revitalizante aire de la costa. Necesitaba con extrema urgencia huir del
insaciable y fagocita devenir urbano de una Zaragoza que se le antojaba cada
vez más impersonal y asfixiante.
Y allí estaba dispuesta a recargarse las baterías y hacer
únicamente lo que le viniese en gana. A saborear cada minuto y a ponerse al día
con toda la lectura acumulada en los últimos meses. De hecho ya tenía un libro
preparado en la desgastada bolsa de NIVEA que cada verano la esperaba
pacientemente en el fondo del armario del dormitorio. “50 Desvaríos
ocasionales” era el libro elegido, un poemario escrito por una autora oscense,
que ya había leído en la quietud de su piso zaragozano durante las noches
invernales, recogida en una esquina del sofá de su salón bajo la amarillenta
luz de la lámpara de pie con pantalla, heredada de su difunta madre. Le gustaba
repasar sus páginas una y otra vez, por ese motivo decidió traérselo de
vacaciones. Su intención era tenerlo como libro de referencia para momentos de
soledad. Y siendo un martes de principio de junio no esperaba tener muchas
interrupciones en la playa tarraconense, ya que tradicionalmente en La Pineda
la gente solamente abarrotaba las salinas orillas en la última semana de julio
y la primera de agosto. El resto del verano y entre semana apenas se contaban
cien personas distribuidas a lo largo de los cinco kilómetros de caliente
arena, eso tirando por lo alto y aquél año no tenía el por qué ser una
excepción.
El reloj de cuco colgado junto a la librería de pino
acababa de anunciar las siete de la mañana, como siempre le pasaba tras un
viaje, los nervios le habían ganado la partida al sueño y ya llevaba despierta
un par de horas. Tiempo que dedicó en adecentar un poco el apartamento, no sin
antes prepararse un café bien cargado con unas magdalenas medio duras que
reposaban desde la pasada Semana Santa en la caja metálica de galletas del
estante sobre la nevera. Eva María nunca había comprendido por qué en aquella
antigua caja de galletas las cosas tardaban tantísimo tiempo en echarse a
perder.
Recostada en una tumbona de la terraza, con la faena
terminada, apuraba un cigarrillo mientras se dejaba acariciar por la brisa de
la mañana dedicándose a observar su sitio preferido de la playa, mientras
pensaba con una sonrisa en los labios que debería reclamar al ayuntamiento la
propiedad de ese rincón. Era la zona más pedregosa y por tanto la menos
concurrida. Su "reino privado" se situaba junto al espolón de enormes
rocas que se adentraba unos cien metros en el mar, separando la zona de baño
con la cercana área del puerto de la refinería. Un enorme monstruo que presidía
el horizonte con su obscena silueta de tubos y luces sin alma. Depósitos,
herrumbre y malos olores era su legado a un litoral en donde atracaban enormes petroleros
para desangrar su contenido, a través de sucios conductos hasta las avaras
panzas de los gigantescos globos metálicos que nunca parecían estar saciados
del oleoso manjar.
Los primeros y casi tímidos rayos de sol afloraban entre
las nubes comenzando a acariciar las húmedas arenas de una playa invadida por
inquietas gaviotas, que en grupos devoraban los restos desperdigados por la
nocturna marea, ahora en retirada. Eva María comenzaba a creerse ella misma con
aquellos primeros destellos de calor. Simplemente cerrando los ojos y
respirando hondo, muy hondo el aroma del mar percibía ese nexo tan especial con
la naturaleza que tanto tiempo había añorado. Se sentía parte de un todo. Un
eslabón perfectamente engranado en la maquinaria de la vida, al tiempo
que muy despacito se iba reclinando en su silla hasta lograr apoyar los pies
sobre la barandilla de la terraza, consiguiendo un estrafalario equilibrio,
empero, su postura preferida. La quietud de la mañana y el revitalizante olor
de la cercana masa salina no resultaban todavía suficiente estímulo como para
apartar de la memoria el hecho de que su madre ya no pasaría ni un verano más
en aquél apartamento.
Necesitaba como fuere exiliar aquél sentimiento de vacío y
pensó en el bikini a rayas que se compró en una de las tiendas del Gran Casa.
Eso de estrenar siempre le había encantado. Decía que un bikini nuevo traía
buena suerte y éste lo había conseguido por un precio bastante ajustado.
Contenta por la adquisición ya que pensaba gastarse más dinero, se hizo también
con un gorro fucsia de amplio vuelo y a juego un fular de gruesas e imprecisas
líneas granates y moradas. Ese día hubiese sido sin lugar a dudas el mejor del
mes de abril si no fuera porque llegando a casa, feliz por su compra, recibió
una llamada que borró por completo la sonrisa de su semblante. Su madre acababa
de ser mortalmente atropellada en un cruce entre Sagasta y Goya.
Los recuerdos de aquellos terribles días sufridos dos
meses atrás le asaltaron con vívida fuerza. Socavando sin que pudiese evitarlo
a su ridículo intento de apartarlos. Hasta el punto de enflaquecer su ánimo,
ensombreciendo la euforia vacacional recién estrenada. Dos lágrimas se
escaparon del cerco de sus ojos, se las secó con rabia. No estaba dispuesta a
dejarse llevar de nuevo por la tristeza, no allí, no ante su amada costa, no
ahora que lo que necesitaba su joven aliento era la distracción que le ofrecían
las trivialidades del entorno estival. Levantándose con genio se dirigió a la
bolsa amarilla de NIVEA y cogió el ejemplar del poemario que tantas veces le
había ayudado en aquellos días pasados. Los versos de aquél libro poseían el
poder de reconfortar su espíritu, y lograban la magia de apaciguar sus
emergentes estados de angustia como ningún otro había conseguido hacerlo.
"Ni persona
alguna" se dijo.
Delicadamente separó las hojas sin mirar, siguiendo un
ritual inventado por el azar para aquella publicación. Lo hizo el primer día
que lo tuvo entre las manos y la maravilla encontrada le animó a seguir
haciéndolo. Curiosamente siempre y cada una de las veces encontraba un poema
por su inicio. Ese detalle le había llegado a maravillar, ella y aquellos “50 desvaríos ocasionales” poseían un
pacto tácito que ambas partes respetaban y consumaban, convirtiendo el ritual
en un juego excitante y divertido.
Ante sus ojos apareció el poema XLIV. Una sonrisa de
complicidad se dibujó en su cara, era como que el libro supiese cuál era el
texto que necesitara en cada momento.
Una nube oscurece el perfil de tu esencia
llega turbia con la noche
tu sol escapa en la tormenta
fría intensa tu sonrisa tiesa.
Nube entristecida y sola
negra como las fauces de un tigre
ríe como las hienas.
Cree que ha vencido al frío
piensa que ya no regresas.
No hay furia en esta noche
sólo una infinita espera.
Cerrando el libro quedó un buen rato pensativa, inmersa en
su mundo interior, desligándose de la realidad por completo, sucumbiendo entre
las brumas de su oscura nube. El cigarrillo que tenía entre los dedos se
consumió por completo sin que ella se diese cuenta. La ceniza cayó al suelo
originando una notable estridencia que le hizo volver de su trance. Le había
parecido que el vaso de café se había hecho añicos, sin embargo ahí estaba
sobre la mesa, tan tranquilo. Se apresuró a apagar la colilla que comenzaba a
chamuscarle los dedos mientras se miraba la ceniza del suelo.
"¿Cómo es
posible que haya hecho tanto ruido?"
Creyó que algo en la calle, cuatro pisos más abajo, había
tenido que producir ese sonido atronador, su subconsciente habría relacionado
el sonido exterior con la ceniza y el cigarrillo que la comenzaba a quemar,
seguro. Se asomó, pero la calle estaba en total calma. Sin entender nada se
encendió otro pitillo y se fue para la cocina a ponerse más café. Estaba claro
que aún estaba dormida.
Al regresar a la terraza la ceniza no estaba en donde la
había dejado, echó una mirada y la vio reptando como un gusano en dirección al
murete separador que delimitaba la frontera entre la terraza y la de su vecino.
No daba crédito a sus ojos, no podía hacerlo. Pero aquella reptante ceniza
siguió su camino perdiéndose por el agujero de desagüe entre ambos balcones.
Corrió hasta allí y agachándose hasta tocar con la mejilla en el suelo miró por
el sumidero, al otro lado no vio nada más que la pata de una silla de plástico
y una pequeña pelota roja. La visión que ofrecía el agujerito era claramente
insuficiente así que arrimando la mesa contra el murete se izó sobre éste para
tener una mejor perspectiva de la terraza contigua.
Allí estaba la infame ceniza/gusano que continuaba su
sinuoso reptar. Los vecinos de al lado, una pareja francesa con un niño de unos
seis años estaban desayunando. La mujer observaba entre bocado y bocado a una
tostada con mermelada a través de unos binoculares, posiblemente en dirección a
los petroleros que se acercaban por el horizonte. El marido leía
despreocupadamente un ejemplar de "L'indépendant"
dándole pequeños sorbos a una taza sin apartar su atención del rotativo,
mientras el niño enredaba con unos gajos de naranja que tenía dispuestos sobre
la mesa a modo de navíos enfrentados en singular batalla. La ceniza comenzó a
subir por la pata de la mesa y ante su estupor terminó por introducirse en el
bote de mermelada de fresa. Eva María no supo qué hacer, quiso advertirles, gritar
algo pero permaneció callada. ¿Cómo decirles lo que acababa de pasar sin que la
tomaran por loca?
Bajó
de la mesa y entrando en la vivienda se dejó caer en el sofá, anonadada por
aquél suceso, intentando buscar una respuesta a lo que sabía escapaba a cualquier
lógica. Tardó unos quince minutos en reaccionar hasta que decidió irse a dar un
relajante paseo y luego pasar la mañana tirada en la playa hasta la hora de
comer.
El cíclico sonido del romper de las olas contra la orilla
resultaba algo hipnótico para sus sentidos, mantenía los ojos cerrados y
plantándole cara al sol del mediodía se dejaba azotar por su inclemente calor
recibiendo toda la vida que los elementos le regalaban. Consiguiendo a duras
penas sentirse bien consigo misma, relajada y en comunión con el entorno. Podía
estarse así durante horas, de hecho esa mañana para ser el primer día llevaba
demasiado tiempo expuesta al astro rey y la cabeza comenzaba a dolerle. Dándose
la vuelta le dio la espalda al sol, pero no al mar. Se encasquetó el gorro
fucsia de amplias alas, bebió un buen trago de agua de la botella que guardaba
en la sombra de la bolsa y echó mano al libro, a su libro. A aquél cómplice
compañero que tan bien entendía a su corazón, pensando en cuál sería el regalo
en forma de poema que le depararía su amigo para aquella tranquila mañana.
Abrió el libro con el cuidado de quién acaricia el rostro
de un niño y ante ella apareció el poema XXII.
Arrojo paladas de arena a los ojos de tus
fieras.
Sumerjo mi mundo en la bruma oculta de la
espuma perfecta de este mar que te aferra.
Echo de menos tu agua bañando mis humildes
orillas
agotada la fuente de tus besos
un día es un abismo entre tus corrientes
marinas.
El mar seca y destruye mis playas
acantilados desnudos que no dejan recostarme
en tu aura.
La arena entierra mis recuerdos
son falsos momentos de felicidad en mi
cuerpo.
El mar me arranca violento de tu centro.
Echo de menos tu cielo
hundido en los rincones perdidos del
tormento
el fuego eterno de unos besos asola mi
firmamento.
"La arena
entierra mis recuerdos" repitió para sí.
Ojala fuera verdad, ojala aquella perturbadora imagen de
la mañana abandonase su mente, pero por más que intentara desviar la atención o
distraer la cabeza la inquietante escena de la ceniza/gusano atormentaba su
ánimo. Incluso llegó a preguntarse si al consumirla mezclada con la mermelada
aquellos franceses iban a sufrir algún daño. Se dijo que aquello eran bobadas,
que esas cosas no pasaban en el año 2013, para luego desdecirse pensando en que
tampoco era algo habitual que la ceniza cobrase "vida" para irse de paseo a su antojo. Confundida se quedó
mirando la línea difusa de un horizonte en donde se hacía imposible discernir
cuando el cielo empezaba y cuando acababa el mar. Se sintió sola y perdida ante
aquella inmensidad de agua marina.
"Echo de menos
tu cielo"
Necesitaba
a su madre junto a ella, el calor de sus sabios consejos, la arrugada y firme
mano de aquella mujer que, siempre con una caricia, le había guiado por la
senda de la razón, de la verdad, de la cordura.
Quería
darse un baño, el último antes de abandonar la playa por hoy, pero sentía una
inseguridad creciente dentro de su alma, llevaba un rato muerta de calor y no
se atrevía a ese último baño, como si postergando el momento también retrasara
la hora de volver al apartamento. No dejaba de repetirse que se estaba
comportando como una tonta, que no pasaba nada, Que todo aquello tenía que ser
una alucinación, una broma de mal gusto jugada por una mente atormentada y muy
cansada tras el fallecimiento de su madre, por la asfixiante situación laboral
y por la reciente ruptura con su pareja. O quizá fue por el cambio de
aguas o aquellas magdalenas revenidas de la caja metálica de encima de la nevera.
Estaba
de vacaciones y el cielo sabía que bien merecidas, no estaba dispuesta a
dejarse llevar ni un minuto más por aquellas paranoias estúpidas. Así que se
levantó y corrió al agua, la sintió helada en los pies pero le dio lo mismo,
necesitaba limpiar toda aquella basura de su mente y se arrojó de cabeza
sumergiéndose medio metro y saliendo a la superficie con una sonrisa en la
mirada. Nadó unos metros gozando del líquido entorno alejándose al interior,
pero no mucho. La bandera ese día estaba izada y su color rojo indicaba que el
mar traía fuertes corrientes bajo sus aguas.
Por un instante le pareció notar como una fría corriente
submarina quería llevársela al fondo, pero ella estaba en plena forma y dando
unas brazadas se apartó de su maléfico curso. Chapoteó alegre de su victoria
cuando a unos sesenta metros de su posición le pareció ver algo agarrándose en
la boya cónica que delimitaba la zona de baño con la de paso de embarcaciones
de recreo a motor. Quedó quieta para fijar la mirada. Era un perro, parecía la
cabeza de un perro que pujaba por mantenerse a flote, uno de esos de caza con
grandes orejas marrones. Le dio un vuelco al corazón. Echó una mirada a la
playa que permanecía desierta salvo por un grupo de ancianos que estaban
demasiado alejados, en la torreta del vigía no había nadie, no se lo pensó más
y dirigió su nado hacia el apurado animal.
"Pobrecito,
debe estar muy asustado" pensó
mientras aceleraba la cadencia de sus brazadas.
Le debían faltar como diez metros para alcanzar la boya
cuando el animal posiblemente exhausto desapareció bajo las aguas, Eva María
quedó por unos segundos flotando sin saber cómo reaccionar mientras los ojos se
le llenaban de lágrimas. Se sumergió y comenzó a bucear en la dirección por
donde había desaparecido el perro mientras en su mente se repetía una y otra
vez.
"Vamos, tú puedes Eva, tú puedes Eva"
Lo primero que alcanzó a ver en la semioscuridad fue la
cordada del anclaje de la boya.
"Bien"
se dijo "Te encontré"
Sintió cómo le empezaban a fallar los pulmones y tuvo que
subir a coger aire, lo hizo y volvió a bajar en pos del can con la exigua
esperanza de hallarlo con vida. A cada brazada la oscuridad que la rodeaba era
mayor, los ojos le escocían, los pulmones se le quejaban, los músculos se
agarrotaban por el frío que traían aquellas corrientes submarinas. Pero ella
sabía que no podía volver a subir a por aire, no si quería sacar de allí al
perrito. Dos metros más abajo vio la sombra del animal que caía suavemente
hacía las profundidades, apresuró el buceo a sabiendas de que se la estaba
jugando. Al límite de su aguante alcanzó el bulto, pero aquello no era un
perro. No daba crédito y tampoco disponía del tiempo necesario para pensar.
Aquello era un saco anudado de áspera tela. Creyó que igual el perro estaba
dentro, ya que apenas pudo ver más que la cabeza junto a la boya, "¿pero cómo?" "si estaba cerrado", no podía irse
sin comprobarlo. Lo abrió con el penúltimo resquicio de aire que albergaba en
sus pulmones y lo que halló dentro hizo que lo soltara, hizo que su rostro se
descompusiese de horror, hizo que sus pulmones expulsaran el último halo de
aire que guardaban, hizo que la oscuridad invadiese su mente.
Diez gatos sin cabeza comenzaron a flotar hacia la superficie
liberados de la prisión del saco pasando por delante de sus narices, de unas
narices que ya no expulsaban graciosas burbujitas de aire, braceó mientras
notaba como el agua invadía el interior de su cuerpo mientras la invisible
fuerza de una fría corriente submarina la empujaba a la oscura profundidad.
Miró para comprobar con pavor que no era una corriente lo que la arrastraba al
abismo, era una sombra viscosa y helada que la miraba con ojos de fuego. Le
pareció la sombra de la muerte.
"Cerraré los
ojos" se dijo.
" Los cerraré.
Contaré hasta diez y el demonio
desaparecerá"
El silencio y la oscuridad eran totales, sentía una suave
brisa acariciando su piel desnuda, la paz era total, la sentía desde su
interior, todo estaba en orden. Escuchó el tintineo de un tenedor batiendo
huevos en un plato y un familiar olor a torreznos llegó hasta ella.
"Mamá"
se dijo.
Eva María abrió los ojos, su bikini de rayas había
desaparecido, se encontró completamente desnuda tumbada sobre el sofá del salón
del apartamento, era de noche y la única luz que iluminaba la estancia era la
de la cocina. Unos sincopados pasitos llamaron su atención. Al girar la cabeza
vio como una gallina con cabeza de perro se acercaba hasta ella. La gallina con
cabeza de perro comenzó a lamerle la mano con cariño.
"Dos"
dijo ella con alegría y rodeando la cabecita con ambos brazos le dio un sonoro
besote en toda la frente. Era el perrito que tuvo de niña.
El perro/gallina la miró con nostalgia mientras decía.
"Te he echado
mucho de menos"
Eva María palmeó su cabeza "Yo a ti también pequeño"
Se levantó y se dirigió a la cocina seguida muy de cerca
por Dos que meneaba su cola de gallina como un loco. Abrió la puerta de cristal
opaco y allí estaba ella, los ojos se le llenaron de lágrimas de pura emoción,
no podía dar ni un paso de lo sobrecogida que estaba.
"Mamá..."
comenzó a decir entre lloros.
"Mamá...te quiero tanto"
La madre le miró con un reproche en el gesto, dejó la
fuente donde batía los huevos sobre la encimera, apartó la sartén del fuego,
secó sus firmes y arrugadas manos en el delantal.
"Hija mía"
dijo dirigiéndose hacia ella.
La rodeó muy fuerte con sus viejos brazos, ambas se
abrazaron y comenzaron a llorar mientras Dos, el perro/gallina, daba vueltas
alrededor de las dos mujeres ladrando de felicidad.
"Eva María hija
mía. ¿Cómo has tardado tanto?"
dijo la madre tras besar su frente.
"Lo siento
madre...yo..."
"Anda ve a
ponerte algo encima no vayas a coger frío criatura"
La muchacha se dirigió al dormitorio y mientras se ponía
una bata de ir por casa reparó en que en su lado de la cama descansaba su libro
preferido. "50 Desvaríos ocasionales".
Sonrió complacida, ahora sí estaba todo en su sitio. Se sentó en el canto de la
cama, abrió el libro al azar, con la misma delicadeza con la que un pianista
acaricia las teclas mientras interpreta un nocturno de Chopin, el libro le
regaló el poema XXX.
De nuevo su cómplice amigo había encontrado los versos
precisos para apaciguar su consternado corazón.
Ayúdame, cielo
consígueme una estrella
consígueme su brillo
para iluminarme el camino
y llegar hasta su vera.
Consígueme, cielo
la estela de un cometa
para agarrarme a su cola
y volar cerca de ella.
Ayúdame, cielo
dame tu lluvia
dame tu viento
dame tu luna
para poder arrimarme
y besarle el cuello.
Si tú, cielo
fueras bueno
me darías todo eso,
y no tus rayos y tus truenos.
Sólo me diste, cielo
tus tormentas y tus fuegos.
Gracias a ti por usar mi poesía en tu relato, no sabes lo que me llena eso...
ResponderEliminarComentar que este relato me ha encantado. He descubierto a un gran descriptor (¿se dirá asi? jiiiij), Me encanta como describe, soy capaz de visualizar las escenas una por una, es como si su prosa fuera una cámara que grabara una película. Y los párrafos más interesantes fueran descritos a cámara lenta, ralentizando la historia, haciéndola más interesante pero sin llegar a aburrir en sus descripciones.
Espero con ansia más relatos tuyos....
Gracias Wiss, tus poemas han sido una verdadera inspiración y me han llevado de la mano hacia ese verano extraño y sobrecogedor.
ResponderEliminarCoincido con Wiss en que es genial como describes. Eres capaz de hacer ver cada detalle como, seguramente, lo ves tu al escribirlo. Mi corazón se ha acelerado y he llegado a sentir falta de aire.
ResponderEliminarMe ha encantado y quiero más.
Un gran relato, de ésos que te enganchan..., lo he leído un par de veces y hace que te sumerjas en él.., sobre todo hay un párrafo para mí muy emotivo.., como dice Rosa Vidal, me ha encantado y también quiero más.
ResponderEliminarGracias, muchas gracias. Vuestros comentarios me llenan de verdad ya que se que son verdaderos. Y no os preocupeis queridas amigas y amigos...tendreis más..de hecho, ya tengo algo en mente, muy, muy, muy sugerente...
ResponderEliminarMuy bueno, descriptivo e intrigante, un relato que no te deja indiferente.
ResponderEliminarUn aplauso también a Kike por su ilustración de la sombra de la muerte arrastrando a Eva Maria. Me mola mogollón tu trabajo.
ResponderEliminarMuchas Gracias Rosa :) o moltes gràcies.
ResponderEliminarno solo me ha gustado, sino que me ha encantado. Me ha parecido bueno, maduro, sentimental, surrealista también
ResponderEliminarplas plas plas
te has superado
los poemas son la ostia!!!! quiero ese poemario!!!