Ilustración: Kike Alapont
Aquella
mañana de bruma resultaba difícil respirar. Aún el sol intentaba salir para
alumbrar las calles y la nieve comenzaba a caer con suavidad aquel primer día
de diciembre.
No se veía nada
en la habitación, pero sabía exactamente dónde apretar. Alargó el brazo y pulsó
un pequeño botón, sonó un chasquido y una nube de vapor salió disparada del
aparato. No recordaba haber pasado una noche tan mala en su vida, casi no había
dormido y sentía que cada vez se ahogaba con más fuerza.
—Papá…
—llamó, pero nadie habría podido escuchar aquel hilillo de voz.
Se destapó,
y con aquel simple esfuerzo sintió como si hubiera levantado varios kilos de
peso. Entonces supo que la cosa se estaba poniendo fea en su cuerpo.
Abrió la
puerta que daba al gigantesco pasillo de la mansión, las piernas le temblaban y
los cuatro metros que separaban su habitación de la de sus padres le parecieron
una maratón.
—Papa…
—volvió a susurrar tan fuerte como pudo al tiempo que abría la puerta y caía de
rodillas— Papa… ayúdame…
—¿Cariño?
—el hombre cogió las gafas de la mesita de noche y encendió la lámpara
enfocando con la vista hacia el lumbral de la puerta— ¡Cariño!
El hombre
de pelo canoso se tropezó con su propia zapatilla y cayó al suelo con tanta
fuerza que despertó a su mujer. Levantándose con torpeza fue tan rápido como
pudo hasta llegar a su hija, que seguía agarrada al pomo de la puerta como si
la vida le fuera en ello. La examinó con rapidez y Shana pudo ver el preocupado
rostro de su padre y las lágrimas en los ojos de su madre. ¿Se estaba muriendo?
¿Por qué? Nunca había comprendido por qué tenía que sufrir tantos dolores, por
qué su corazón era tan débil como para tenerla atada a aquellas cuatro paredes.
No sabía qué
tacto tenía la nieve bajo sus pies desnudos, no recordaba la sensación del
césped húmedo acariciando su piel ni el olor de la primavera, habían pasado
tantos años que lo había olvidado. Se esforzó por seguir respirando mientras su
padre la cogía en brazos y corría tan rápido como su cuerpo le permitía hacia
el exterior. No se rendiría, deseaba tanto vivir y sentir el mundo que se juró
vencer a su propio cuerpo.
— ¡Acelera
James! —gritó la mujer dentro del coche.
James
sentía como el sudor le resbalaba por las sienes, estaba tan cerca de perder a
la hija que tanto amaba que le daría un ataque de histeria. Había dedicado su
vida a investigar enfermedades y curas para todo el mundo. Entonces, ocurrió el
milagro veinte años atrás, nació su pequeña, pero pronto descubrieron que su
cuerpo no estaba sano como habría querido cualquier padre, su corazón no
funcionaba como debía, era genético, pero no sabía qué era ni como curarlo.
Desde aquel momento dedicó su vida y sus fuerzas a investigar hasta caer
desmayado por el exceso de esfuerzo, ¿y para qué? Solo había conseguido un
suero sintético que la ayudaba en momentos de crisis por un corto período de
tiempo.
Aparcó en
medio de la puerta principal, pues no era el momento de perder el tiempo yendo
hasta el aparcamiento trasero. La luz de la entrada estaba encendida, el guarda
estaba apostado en el mostrador de la pequeña oficina mirando con atención la
escena, y cuando reconoció al científico jefe y lo que hacía, salió corriendo
en su encuentro.
—¡Doctor
James! —sin preguntar, estiró los brazos aprovechando la enorme fuerza física
que le caracterizaba para cargar con la chica de pequeño tamaño.
Usando su
tarjeta llave accedió con rapidez al edificio entrando después a la zona
restringida, donde un pequeño grupo de guardia trabajaba en horario nocturno.
Causando revuelo, dejaron a Shana en una camilla y con manos temblorosas, James
abrió la pequeña nevera buscando el último suero que había creado. Mientras su
mujer sollozaba le clavó la aguja sin perder un segundo y se dejó caer sobre
una silla cuando acabó, pálido como un muerto y sin hablar.
—¿Se… se
pondrá bien? —tartamudeó su esposa— Me prometiste que la curarías…
—No lo sé…
cielo santo, mi pequeña.
—Doctor
—una muchacha de ojos azules le miró seria, era su ayudante Anna—. Creo que no
nos queda más remedio. Ha empeorado.
—¿A qué se
refiere, James?
El hombre
no quiso mirar a su mujer, no tenía fuerzas suficientes para decirle que su
princesa tenía los días contados. Aquel suero era más efectivo, pero cada vez
que sufría un ataque, su estado se volvía más grave y deterioraba más su
cuerpo. Solo les quedaba una solución para ganar tiempo, y recurriría al
gobierno en busca de un favor que le debían.
—Tengo que
hace una llamada… —se levantó de la silla arrastrando las patas de esta, que
chirriaron quejándose por la brusquedad del movimiento— Anna por favor, habla
con mi esposa.
Entró a su
despacho, que solamente estaba separado del laboratorio por una fina puerta que
no logró acallar el llanto de una madre apenas dos minutos después de cerrarla.
No pudo
evitar odiarse a sí mismo por no curar a su hija, pero amenazaría a quien fuera
para conseguir que le hicieran el favor, se lo debían después de lo que le
obligaron a crear años atrás.
—Ponme con
el general Graham —esperó una contestación negativa y continuó— Dile que soy
James Hamon. Si se niega a hablar conmigo, avísale de que Reina Sur se hará famosa.
Solamente
unos segundos pasaron antes de que escuchara al otro lado del teléfono una voz
agria que no escondió su mal humor ante la amenaza. En aquel momento, su mujer
entró por la puerta seria y con los ojos enrojecidos, las manos le temblaban
sin remedio.
—Maldito
idiota, ¿quieres que te maten? --escuchó al otro lado.
—Es hora de
que el país me devuelva el favor —su tono firme pareció calmar al hombre con el
que hablaba.
—¿Te has
vuelto loco? No puedes hablar de Reina
Sur. Es un secreto de estado. Joder James, somos amigos desde niños, no me
pongas en un aprieto —Graham se sentó en su sillón y con un gesto pidió a su
mujer que le sirviera un whisky.
—Mi niña se
muere Graham, tú eres su padrino, ayúdame.
—Sabes que
si estuviera en mis manos la salvaría sin dudarlo, pero si ni un científico de
tu talla puede, ¿crees que yo seré capaz de algo?
James se
tomó unos segundos, tal vez varios minutos. Por su mente aparecieron varios
recuerdos, el comentario de un colega, que inocentemente creyó que James
conocía aquel proyecto le creó una pequeña esperanza.
—Necesito a
Venus —su tono tembló haciendo
evidente la desesperación que sentía.
—No sé de
dónde has sacado ese nombre, pero conoces la respuesta.
—Te juro
Graham, que si mi pequeña muere el planeta entero sabrá como el país ganó la
tercera guerra mundial —se hinchó de valor—. No te imaginas las pruebas que
tengo. No quería amenazarte, pero…
—¿Sabes
cuántos millones costará meter a tu hija en Venus?
—No tantos
como los que os ahorrasteis gracias a mi virus…
—Vale,
tienes razón. No voy a preguntarte como mierda has descubierto Venus. Pero no
te aseguro nada, llamaré al presidente ahora mismo y se lo pediré como un favor
personal. Escúchame —elevó el tono de voz antes de que James le diera las
gracias—. Será mejor que cierres esa bocaza. Tú no sabes nada.
—Sí.
—Espera mi
llamada.
Colgó el
teléfono sin decir nada más. No se sintió bien del todo con aquella situación,
Graham era como un hermano para él, pero no podía dejar que Shana muriese,
daría su vida por ella. El problema era que se había acabado el tiempo, y si
entraba en Venus, aquello ya no sería
un obstáculo.
En el fondo
no tenía grandes esperanzas. El proyecto
Venus se había usado en muy pocas personas, y todos ellos eran eruditos,
gente potencialmente valiosa para la humanidad. Su pequeña no tenía nada de
especial, pero si tenía que amenazar al presidente en persona, Dios sabía que
era capaz.
Había
estado varios días barajando aquello, era un proyecto experimental, muy
efectivo en casos como el de su hija, una enfermedad incurable de momento. Daba
tiempo, todo el tiempo del mundo para descubrir la cura.
—¿Sí?
—corrió hasta el teléfono.
—El
presidente ha dado el visto bueno. He tenido que recordarle lo que hiciste por
el país, pero al final ha accedido a que Shana entre en el proyecto. He mandado
un furgón a por vosotros, no podemos perder tiempo, solo hay una cámara libre
por el momento. Escucha —continuó—, sé que va a ser difícil, pero Mei no podrá
acompañarte. Es un complejo de alta seguridad, solo a ti se te permitirá estar
dentro y seguir con tu investigación.
—Gracias
Graham… —en aquel momento se debatió por no dejar salir su llanto—. No te
preocupes por Mei, lo entenderá.
—Asegúrate
de que no comente nada. No deberías haberle dicho nada a nadie sobre Venus, si se enteran de que civiles o…
—carraspeó— tu equipo conoce estos detalles, estarán muertos en un abrir y
cerrar de ojos, ya sabes como funciona todo esto.
Se disculpó
por todo antes de colgar. Graham le conocía demasiado bien, sabía que no tenía
secretos con su equipo, menos aún con Anna, que era su mano derecha. Dio un
giro brusco y salió del despacho, no tardarían más que unos minutos en llegar y
debía preparar todo.
Habló con
Mei, su esposa. Entre llantos y lágrimas le pidió a su marido que salvase a su
hija costase lo que costase, y que no quería conocer más datos de lo que iba a
ocurrir más allá de lo que ya sabía. Con la ayuda de Anna y el resto de su
equipo, James preparó a Shana, que estaba plácidamente dormida gracias a un
sedante. Mandó al guardia de seguridad a la puerta, a la espera del equipo de Venus para que les abriese las puertas
hasta su laboratorio.
Mola mucho me encanta Maialen. *--*
ResponderEliminarMe suscribo de paso :D
Gracias princesa, la verdad es que es una historia que me gusta mucho n_n
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