CAPÍTULO
1. LAS VARIACIONES GOLDBERG.
Era
de noche, noche cerrada como se decía por aquí, y la luna se reflejaba en el
tranquilo océano, ni siquiera el barco en el que viajábamos perturbaba su
calma. El barco se llamaba Laika. Siempre me han gustado los barcos con nombres
significativos, me dan seguridad y tranquilidad y aquel barco, a pesar de las
huellas de la edad en alguna que otra pared desconchada o en algún molesto
ruido del motor, seguía tan fiable como el primer día.
Miraba
al mar, recuerdo que lo miraba sentado en un sillón forrado en terciopelo. Solo
apartaba la vista de la tranquila noche para encender o apagar uno de mis
cigarrillos. En un viejo tocadiscos sonaban Las variaciones Goldberg de Bach, y
eso, unido a la tranquilidad de la sala común del barco donde solo quedábamos
un par de hombres leyendo o simplemente pensando, daba como resultado una noche
perfecta.
Serían
casi las tres y cuarto de la madrugada. Apagaba mi último cigarro y me dirigía al
camarote a descansar después de un largo día cuando, de pronto, un fuerte golpe
me lanzó contra el lado opuesto de la sala. Me golpeé la cabeza pero, aun así,
me pude reponer. Salí a la cubierta esperando un iceberg, un fatal y helado
desenlace, pero no fue así. Cuando salí, lo que vi no lo podría haber imaginado
ni en mis peores pesadillas, ni siquiera se lo podría haber deseado a mi peor
enemigo; allí, frente a mí, como una bestia sedienta de sangre y destrucción,
yacía un enorme monstruo de unos veinticinco metros de altura con la piel
rugosa y una cabeza de lagarto que zarandeaba el barco de un lado al otro sin
control.
Vi
pasajeros caer por la borda, a otros morir aplastados por muebles que iban de
aquí para allá; aterrorizado, regresé corriendo a la sala común buscando
refugio y allí, donde antes no había nadie, ahora se apelotonaban decenas de
personas, desde niños a ancianos de rodillas en el suelo, rezando para salvar
la vida.
No
lo podía creer, Helen me dijo que cogiera un avión pero no le hice caso. Como siempre,
le dije que prefería el barco, para deleitarme con el viaje y disfrutar de las
vistas. ¡Maldita decisión absurda!. Busqué un lugar cómodo donde esperar la
muerte. Volví a sentarme en el sillón de terciopelo, cerré los ojos y esperé la
llegada de la muerte mientras en el viejo tocadiscos seguían sonando las variaciones
Goldberg.
Cuando
abrí los ojos era de día. Estaba tirado panza arriba en una playa de lo que
parecía ser una isla. Me incorporé para sentarme sobre la arena blanca. No sin
dificultad, observé a lo lejos, en el horizonte, el monstruo .Se alejaba con
los restos del barco entre sus garras. Mi cabeza palpitaba de dolor. Me levanté
la camisa esperando encontrarme lleno de moratones pero, quitando un par de
cortes poco profundos, estaba sano y salvo; la ropa estaba empapada y el que otrora fuera un paquete de Lucky
Strike, con su lema "it's toasted" impreso, no era más que una inútil
pasta de papel.
Tras
cerciorarme tristemente de que no quedaban más supervivientes en la isla, me
tumbé de nuevo en la arena y puse a secar la ropa al sol, mientras el sueño y
el cansancio se apoderaban de mí.
CAPÍTULO
2. IGOR EN LA NIEBLA.
Desperté
de noche. Tiene gracia siempre me consideré un animal nocturno, pero no de esta
manera. El pensamiento que cruzaba por mi mente, no hacía más que sacarme una
media sonrisa. Tenía hambre, mucha hambre. Me puse de pie, no sin dificultad, y
me dispuse a buscar comida, tarea que se presentaba ardua, dada la densa niebla
que reinaba aquella noche. De haber tenido frente a mí al monstruo gigante no
lo habría visto. Palpé el aire buscando algo, me daba igual que fuera comida,
me conformaba con encontrar algún signo de vida.
De
repente, como si Dios enviara a un ángel irlandés, a lo lejos en la niebla,
escuché algo. Era una canción; no distinguía la letra pero parecía uno de esos
cánticos populares que los irlandeses cantan cuando van mamados. La voz sonaba
cada vez más cerca. Pasaron unos minutos hasta que pude distinguir la silueta
de un carromato, un carro tan viejo como el tiempo, conducido por un hombre
desfigurado, un jorobado maloliente y, si mi intuición no me fallaba, irlandés.
Cuando
el hombre estuvo lo suficientemente cerca como para verme, soltó una carcajada,
me miró fijamente y dijo con voz chillona:
-
¿Es usted el náufrago?
No
sabía muy bien si el jorobado hablaba en serio o no, ¿quién pensaba que era? ¿La
jodida Mary Poppins? Me tragué estas preguntas y respondí con un tímido
"sí", a lo que el irlandés maloliente respondió:
-
Muy bien. Pues suba al carro, nos esperan para cenar.
Ahora
sí que me había perdido. Miré al hombre desconfiando de sus intenciones y
dudando de si llegaba tarde para cenar o para ser la cena, pero tenía hambre,
así que subí al carro.
Pasaron
cerca de cuarenta y cinco interminables minutos en los que el jorobado, que
según me dijo se llamaba Igor, no dejaba de cantar, una tras otra, decenas de
canciones irlandesas sobre que algún tío con un apellido similar a O' Noséqué
había fornicado con una mujer de caderas anchas en el pajar. Todas versaban
sobre el mismo tema.
Tras
el eterno trayecto y el ameno recital, llegamos a la mansión. Igor paró el
carro justo en la entrada para que me deleitara con el paisaje o, al menos, con
el paisaje que la niebla me dejaba ver. Frente a mí había una mansión
gigantesca, con más de una cincuentena de ventanales y dos torres, una a cada
lado de la casa, rodeando el majestuoso hogar y protegiendo el palaciego y muy
bien conservado jardín. Había una antigua valla de metal coronada a la entrada
por dos terroríficas gárgolas, que asustaban tanto, que alejaban cualquier
intento de allanamiento.
Cuando
Igor creyó que ya me había regalado bastante la vista con la majestuosidad de
la mansión, lanzó un grito al viejo caballo que tiraba del carro y seguimos el
trayecto de la entrada principal.
CAPÍTULO
3. LA MANSION MALIGNA.
Cuando
bajé del carro, Igor continuó su camino hasta el establo, se adentró en la
bruma y, tras quejarse por la tozudez del caballo, desapareció. Allí estaba yo,
solo frente a la enorme puerta y, tras unos segundos en los que, debo admitirle
querido lector, estuve a punto de salir corriendo, me armé de valor y llamé a
la puerta dando un golpe con el puño. Nadie respondió. Cuando me disponía a
golpear de nuevo la puerta, se abrió y allí estaba, como sacado de un telefilm
de la BBC, el mayordomo más inglés de toda Inglaterra. Por una vez en toda esta
aventura bizarra, me sentí como en casa; cuando el buen mayordomo con su flema
habitual, digna de todo buen inglés, me invitó a pasar y a seguirle al salón
Lovecraft donde se estaba celebrando el cocktail previo a la cena, solo pude
mirar, con admiración y cierta envidia, las armaduras que antaño pertenecieron
a grandes militares y que el dueño de la casa seguramente habría adquirido en
alguna subasta; también disfruté de los grandes lienzos y de las armas
antiguas, recuerdos de guerras que hablaban de sangrientas batallas en cada
filo y en cada empuñadura.
Tras
un eterno paseo siguiendo al mayordomo, llegamos al salón y, si antes me sentía
impactado con todo lo que había visto durante el trayecto, ahora simplemente
sentí el escalofrío más grande de toda mi vida, una mezcla de pánico y
curiosidad que me recorrió la espalda, y que sería el sueño húmedo de Roger Corman
o de cualquier guionista de la Hammer; delante de mí, tomando un aperitivo y
manteniendo una agradable charla estaban Víctor Frankenstein y su criatura
putrefacta, fabricada a base de partes extraídas de manera ilícita de
cuerpos muertos; allí estaban, el hombre y el monstruo, saboreando una copa del
mejor Moët-Chandon, el hombre, no la criatura, aunque esta afirmación sería fácilmente
rebatida por Mary Shelley que declararía que, al menos en este caso la
diferencia entre el hombre y el monstruo es casi nimia.
También
estaba por allí, disfrutando un canapé de foie, la famosa y admirada Momia
soportando la interminable anécdota del señor Naschy, más conocido como el
hombre lobo, mientras intentaba no comerse las vendas con cada bocado; el
mismísimo Paul Naschy, con el torso descubierto mostrando su belludo pecho,
relatando por enésima vez la historia de Walpurgis y Valdemar que tantas veces
había contado y que cada vez adornaba con nuevos y escabrosos detalles teñidos
de rojo sangre. De vez en cuando, la mirada se le escapaba hacia el sofá del
rincón, donde se encontraban las tres damas de la fiesta y, en especial, el
interés amoroso de la noche, la novia de Frankenstein que, mientras guiñaba un
ojo a su amado, miraba con lujuria a Naschy, desnudándolo con la mirada y
queriendo sentir sobre ella ese torso fuerte y peludo. Junto a ella, estirada
como de costumbre, estaba la señora Danvers, también conocida como el ama de
llaves de Rebeca, con la misma copa de champagne de cuando llegó. Solo le dio
un sorbo, no quería enturbiar su mente maquiavélica. Para terminar de formar el
trío, estaba Norman Bates vestido con su disfraz favorito, el de la anciana y
fallecida señora Bates. En su cabeza una despeinada peluca gris claro y en su estirado
cuerpo , un vestido negro hasta un poco más abajo de las rodillas y unas botas
militares. Su cara pícara e ingenua a partes iguales, me miró de arriba abajo y
me guiñó un ojo sonriendo. Yo me hice el loco y giré la cabeza.
Entonces,
sentí un golpe en la espalda que me sacó del asombro por unos segundos. Una voz
amigable me decía:
-
Mi muy querido invitado, bienvenido ¿le trató bien Igor?
Me
di la vuelta y me quedé blanco como la cal al ver allí frente a mí a...
-
Disculpe, que maleducado soy, ni siquiera me he presentado. Mi nombre es
Drácula, soy conde, heredero y descendiente de los Drakul de Transylvania de
toda la vida.
El
Conde me extendió la mano y yo se la estreché con miedo. Posó su mano en mi hombro
y me acompañó a seguir conociendo al resto de invitados. Me encontré de cara
con la niña de "The ring" con medio cuerpo fuera de un antiguo
televisor y la otra mitad dentro, mientras discutía con Michael Myers sobre cuál
de los dos era más terrorífico. La conversación se empezaba a calentar, ya que
Myers había sacado su cuchillo. A su
lado, pegados a un viejo transistor, estaban los muertos vivientes escuchando
la retransmisión de un partido de baseball. El Conde me indicó que había dos
tipos de zombis y cada uno iba con un equipo; por un lado estaban los Romero's
, clásicos, lentos y de apetito voraz, y por otro lado estaban los Boyle's,
demasiado preocupados por mantener la figura, rápidos y de apetito más
selecto, que gritaban con cada strike y con cada carrera.
Para
terminar, junto a un gran ventanal, bebiendo un brandy y observando al resto de
invitados con curiosidad, tanta como yo mismo, estaba Vincent Price, el gran
actor, el verdadero representante del terror más absoluto en toda la sala. Solo,
miraba atento cada acto y cada gesto, al estilo Price.
Cuando
Drácula me hubo presentado al resto de invitados, se disculpó y se fue a la
cocina; así que allí me encontraba yo, junto a una mesa perfectamente
engalanada con excelentes aperitivos variados y el mejor champagne. Procedí a
servirme una copa, y entonces una voz afable y simpática me advirtió:
-
De esa botella no, ese es el champagne malo para los zombis. Coja del de su
derecha, el de la etiqueta negra.
Hice
caso a la voz desconocida y sonreí. Empezaba a acostumbrarme a lo raro. Me serví
una copa y brindé a la salud de la voz, la cual me respondió agradecida:
-
Gracias señor, se preguntará de donde proviene mi voz. Pues se lo diré
encantado.
Tomé
un canapé y me dispuse a escuchar.
-
Soy la pared de la que cuelgan cuadros y armas, soy el techo del que cuelgan
las innumerables lámparas de araña, soy también el suelo que pisa y, por último,
soy el calor del hogar que lo acoge. Soy la mansión maligna, muy señor mío.
La
voz esperaba impaciente mi sorpresa ante semejante presentación pero, como he
comentado antes, visto lo visto estaba curado de espanto, así que sonreí al
aire y volví a brindar por una agradable velada con la pared más cercana.
Pasó
cerca de media hora. Ya me había zampado más de una docena de canapés y media
botella de la etiqueta negra, cuando el mayordomo inglés entró en el salón,
tocó una campanilla y dijo con un elegante y cortés tono de voz...
CAPÍTULO
4. LA CENA ESTÁ SERVIDA.
El
olor del delicioso manjar que nos esperaba en el comedor, nos llevó a todos
hechizados hasta la mesa. El comedor estaba iluminado por una gigantesca y
enrevesada lámpara de araña que acaparaba, a primera vista, la atención de los
invitados, aunque quedaba completamente minimizada ante el grandioso banquete sobre
la mesa: una bandeja para cada comensal de pavo asado con guarnición de
cebolletas y patatas gratinadas, sorbete de limón, cocktail de cangrejos recién
pescados en la orilla del mar donde horas antes aparecí yo mismo. Todo ello
acompañado por el mejor vino y la mejor cerveza artesanal. Cuando el último
comensal quedó acomodado, el Conde nos agradeció la presencia y nos invitó a
disfrutar del manjar.
Yo
no comía, engullía. Mi plato pronto quedó vacío y, tanto la señora Bates, que
había corrido para sentarse a mi lado, como el señor Naschy, no dudaron un
segundo en ofrecerme muslo y pechuga de sus platos, gesto que agradecí. Luego,
con más cara que vergüenza, sustraje a la niña de The ring una patata
gratinada, acto del que no me siento muy orgulloso, pero como se suele decir:
cuando el hambre entra por la puerta, la educación salta por la ventana.
Mientras
cenaba, pude escuchar a la señora Danvers criticar a la fresca novia de
Frankenstein mientras miraba de reojo a Naschy, quien le devolvía la mirada de
manera amenazadora. También presté atención a la Momia, que narró, ante la
curiosa mirada del Conde Drácula, como por enésima vez asustó a un grupo de estúpidos exploradores . El
Conde no paraba de reír con las ocurrencias del vendado faraón.
Finalizó
la cena. Había comido demasiado y, por lo nublado de mi vista, también había
bebido demasiado. Estaba borracho y me orinaba encima, así que me disculpé ante
todos y fui dando tumbos al baño. Pasé junto al Conde, al que saludé con un
golpecito en el hombro. Este no me hizo mucho caso, ya que hablaba de una
manera bastante sospechosa con el mayordomo, al cual solo le escuché un
informativo y amenazante: "no es de fiar" que me dejó seriamente
extrañado.
El
aseo de abajo estaba cerrado por obras. ¡Qué oportuno! No fue fácil, en mi
estado de embriaguez, subir los treinta y nueve escalones que me separaban del
baño de la planta superior. A la carrera, llegué al lavabo, empujé la
puerta hasta juntarla con el quicio, y cuando iba a girar el pestillo, se cerró
sin que llegará a tocarlo.. No estaba solo.
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