El puente de Frialuna, Raúl Rodriguez Fernández
…puede producir cierto grado de sedación
y deterioro en el estado de alerta con dosis altas y al principio del
tratamiento. Estos efectos pueden ser potenciados por el alcohol.
Se recomienda a los pacientes que no conduzcan o manipulen máquinas durante el tratamiento hasta conocer su susceptibilidad a estos efectos.
Se recomienda a los pacientes que no conduzcan o manipulen máquinas durante el tratamiento hasta conocer su susceptibilidad a estos efectos.
Como todos los medicamentos, puede tener
efectos adversos. Los más frecuentes son los que afectan al sistema nervioso central (sedación, somnolencia o insomnio, mareos,
convulsiones, movimientos musculares involuntarios, dificultad en el
movimiento, rigidez muscular que se puede asociar a fiebre).
Si tiene alguna duda, consulte a su
médico o farmacéutico.
- Conserve este prospecto. Puede tener que volver a leerlo.
- Conserve este prospecto. Puede tener que volver a leerlo.
Si usted ha
tomado más comprimidos de los que debiera
Consulte
inmediatamente a su médico o farmacéutico o al Servicio de Información
Toxicológica. Teléfono 376 032 098. No obstante, si la cantidad ingerida es
importante, acudir al médico sin tardanza o al servicio de urgencias del
hospital más próximo. Lleve este prospecto con usted.
Este prospecto ha sido aprobado
Noviembre 2009.
Fuente: Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios
-¡Joder,
qué putada! Para una vez que me voy de puente…- pensé, arrugando el prospecto y
metiéndolo a la fuerza en la caja de pastillas, esnifando los mocos que se me derramaban
por la nariz.
-¡Y
encima este puto refriado!
En
ése momento sonó una conocida melodía de AC/DC, era mi móvil, y la pantalla
indicaba que quien me llamaba era Chochito.
-Dime
Ana – contesté.
-Hola
cari, ¡qué nervios! ¿no? –respondió Ana.
-¿Nervios?
Yo lo que tengo es un calentón de mil pares, ¿cuánto tiempo hace que no…? –le
pregunté, echándome la mano al paquete pensando en los tres días que íbamos a
pasar juntos.
-Lo
se gordi, pero bueno, has estado malito. Acuérdate de tus medicinas, que si te
encuentras bien este finde nos desquitaremos. –me prometió Ana – Oye, ¿en la
casa había chimenea verdad?
1
-Sí,
sí. Al menos eso me han dicho.
-Vaya,
pues prepárate churri, porque te voy a dejar seco en cuanto enciendas un buen
fuego –dijo Ana, provocándome una ligera erección en la entrepierna – Chao,
mándame un whatsapp cuando me vayas a recoger.
-OK,
chao. –dije aún con la hinchazón en los pantalones.
Volví
a los preparativos sin dejar de pensar en el prospecto del medicamento, que
recomendaba no ingerir alcohol, además de advertir sobre la posible provocación
de sueño.
-Paso-
dije hablándole a la mochila al tiempo que extraía la caja – por tres días no
va a pasar nada, pienso estar bebiendo y follando hasta las tantas.
Dejé
el medicamento de nuevo en el primer cajón de mi mesita de noche, pasé por el
baño, cogí un trozo de papel higiénico
con el que me soné la nariz y volví a la tarea de la maleta de ropa, repasando
por si se me olvidaba algo.
Ropa
interior, calcetines, tres pares de pantalones, camisetas térmicas, jerseys de
lana, sudaderas con capucha, mi gorro de lana y mi pañuelo palestino.
Luego
cogí mi mochila Puma, y empecé a llenar los bolsillos laterales de los
enredados cables de los cargadores del móvil, del iPad y del portátil. Abrí la
cremallera del compartimento más grande,
como siempre hago puse una toalla doblada en cuatro veces y encima con
cuidado el ordenador y la tablet. A continuación fui con la mochila a mi
habitación y la dejé en el suelo, a los pies de mi biblioteca, y cogí varias
novelas para llevármelas, entre ellas alguna de Castroguer, de Sisí, de
Garduño, de Cosnava, unos relatos de Sergio Fernández y Oscuro, de Teo Rodríguez,
si mal no recuerdo. Me quería llevar éste tipo de novelas porque simplemente me
parecían muy apropiadas para leer allí donde íbamos.
De
uno de los cajones saqué una guía que compramos para la ocasión, titulada
“Rutas de senderismo por la Sierra Norte sevillana”. La coloqué junto a las
novelas de terror y cerré la cremallera. Fui de nuevo al salón y dejé mi
mochila del ocio junto a la pequeña maleta de ropa.
-¡Ostia
puta!- exclamé al recordar algo que casi se me olvida.
De
nuevo fui a mi habitación y de encima de mi mesita de noche agarré otro libro,
el que me estaba leyendo por entonces. La “Guía de supervivencia Zombi”, de Max
Brooks.
Me
quedaban unas ochenta páginas para terminarlo, por eso me llevaba tantas
novelas, simplemente porque no sabía cual empezaría a leerme a continuación y
lo decidiría tranquilamente una vez en la casa rural.
2
Pues
ya lo tenía todo, así que volví al salón.
-¡Mamá!
–grité, mirando hacia arriba, por el hueco de escaleras.
-Voy
cariño- contestó mi madre, desde algún sitio en la planta alta.
Mientras
la esperaba, me miré al espejo del mueble recibidor.
-¡Vaya
carita que tienes Gabriel! –me dije, e intenté disimularlo tapándome la mayor
parte de la cara que pude con el flequillo.
La
imagen de mi madre apareció reflejada detrás de mí, haciéndome dar un respingo.
-Llámame
en cuanto llegues- comenzó a decirme mi madre, dando inicio así al esperado
sermón de consejos- No hagas el cafre y cuida de Ana. Y no te olvides las
medicinas.
-Sí
mamá.
Mamá
me dio la vuelta para darme un beso de despedida.
-¡Vaya
ojos que tienes Gabriel! Si no te conociese bien juraría que te acabas de fumar
un porro hijo –me dijo, apartándome el pelo de la cara y poniéndome su palma de
la mano en la frente.
Al
escuchar a mi madre lo de los porros, pensé en el chocolate.
-No
tengo fiebre mamá… -le dije, en un tono cansino, lo reconozco.
-Ya,
pero estás destempl…¿Adónde vas?- me preguntó cuando ya me perdía por el
pasillo en dirección a mi habitación.
-Se
me olvidaba el iPod mamá – le contesté mientras sacaba la llave de mi pequeña
caja fuerte.
-¿iPod?-
preguntó mi madre desde el salón.
-La
música mamá, ¿qué más te da? – respondí mientras cogía el hachís y volvía a
cerrar la caja.
Al
regresar al salón mamá me esperaba con mi abrigo ya preparado.
-Pues
si ése resfriado sigue cuando vuelvas tendrás que ir al médico- me dijo mamá
mientras me abrigaba.
-Ya
sabes lo que pienso de los médicos mamá, siempre recetan lo mismo, ni te miran
en condiciones.
3
-Tú
hazme caso –dijo mi madre- y espera un momento.
Luego
se dirigió a la cocina y volvió con una pequeña caja en la mano.
-¿Me
has dicho que llevas tus medicinas?
-Sí
mamá, qué pesadita estás. Que me voy tres días joder, y además aquí al lado.-
le dije, comenzando a perder la paciencia.
-Vale,
pues como es posible que a la caída de la tarde te suba algo la temperatura,
llévate también esto –y me introdujo la caja en uno de los bolsillos del
abrigo.
-¿Qué
es? – le pregunté, pensando en que si en
algo debía darle la razón a mi madre era en lo referente a la subida de la
temperatura, sólo que estaba convencido que en nada tendría que ver con su
catarro, y que les subiría por igual a Ana y a él.
-Paracetamol
–contestó mi madre, ajena a mis lujuriosos pensamientos –para la fiebre. Y ya
sabes que no puedes beber nada, ni con éstas ni con las otras medicinas.
-Claro
mamá –dije, pensando en un sitio donde esconder el paracetamol en el coche.
Me
apartó el pelo de la cara y me dio un sonoro beso en la mejilla.
-Adiós
viejita –fue mi despedida.
-Llámame,
si no lo haces seré yo quien llame a tu tío Genaro para que te vigile mientras
estás allí – me amenazó mamá desde la puerta.
-Ni
se te ocurra o la tendremos – reí al tiempo que metía el equipaje en el
maletero de mi viejo Ford Mondeo.
Cuando
abría la puerta del conductor, mi padre, que regresaba del bar, se aproximó
hacia mí. Lo recibí entre toses.
-¿Te
llevas las medicinas? –fue todo lo que acertó a decirme mi padre.
-Que
sí joder, mira que estáis pesaditos –le respondí, sentándome al volante y
arrancando el motor, tras dejar en la guantera el libro de Max Brooks.
En
una última mirada a mamá, vi cómo me pedía con señas que la llamase.
Y
me puse en marcha dirección a casa de Ana. A mitad de camino saqué el móvil del
bolsillo trasero de mis vaqueros y comencé a escribirle un whatsapp.
“Voy
para allá, mueve tu rico culo”
Paré
en una gasolinera cercana, y mientras me llenaban el depósito fui a la tienda,
cogí dos botellas de Beefeater, dos de Coca-Cola, una cajetilla de papel OCB,
un paquete de vasos de plástico, tres paquetes de patatas fritas y la revista
“el jueves”.
4
Cuando
llegué a la caja, le pedí al chico que se cobrase todo y que me diese la vuelta
en monedas, para sacar tabaco de la máquina expendedora.
Cinco
paquetes de Camel después abrí la puerta trasera del Mondeo y dejé la bolsa en
el asiento.
Arranqué
y varios minutos después llegué a casa de Ana, que ya me esperaba en la puerta
junto a su madre.
-Vaya
tetas que tienen las dos, –pensé – y dentro de poco me estaré comiendo al menos un par de ellas.
De
nuevo sentí un cosquilleo en mis zonas erógenas.
-Hola
cari – me dijo Ana mientras aparcaba, y me recibió con un cálido beso en los
labios según me bajaba del coche.
-¿Qué
hay? – fue mi saludo, y luego me dirigí a mi futura suegra – Hola mamá Luisa,
¿qué tal?
Mamá
Luisa me miró desde el portal con los brazos cruzados y con cara de
preocupación al ver mi aspecto.
-Vaya
gripazo que llevas hijo. ¿Llevas las medicinas? – me preguntó.
-Sí
– dije tocando instintivamente la caja de paracetamol que aún llevaba en mi
bolsillo.
-¿Todas?
– me volvió a preguntar la madre de Ana.
-Claro…
-respondí, pensando en el cajón de mi mesita de noche.
Después
de no menos de quince besos y de tragarse nueve o diez “sabios” consejos
maternos, nos subimos al viejo Ford rumbo a la sierra norte sevillana, donde
nos aguardaba un apasionante puente de la Constitución, en pleno mes de
Diciembre.
-Oye
cari, ¿al final no vamos a llevar nada de comida? –preguntó Ana.
-¿Llevar
comida? No sabes cómo se come por allí, en plena sierra –le dije – además en
cualquier venta ¿eh?, no creas que hay que andar buscando un buen restaurante.
-Vaya,
pues qué bien, así no habrá que fregar ni que recoger- continuó Ana -Pero,
¿tampoco leña, ni agua, ni…?
-¿Leña?
– le interrumpí – Ana, estaremos en pleno bosque, habrá miles de arbolitos por
todas partes, y en todas las casas de montaña tienen hachas ¿no?, al menos en
las de las pelis…
-¡Ja,
ja ,ja! –rió Ana –ya te imagino cortando un árbol, señor leñador.
5
-Bueno,
tampoco habrá que cortar uno entero, con
parte de él creo que nos apañaremos. –
bromeé – Y respecto a la bebida, mira en el asiento de atrás.
Ana
se quitó un instante el cinturón y se dio la vuelta sobre su asiento.
-¿Qué
has comprado? –me preguntó Ana, escuchando un leve tintineo de botellas de
cristal al golpearse entre sí tras pillar un pequeño bache.
-Después
lo verás –respondí sin poder ocultar una sonrisa de oreja a oreja.
-No
será alcohol ¿no? – volvió a preguntarme Ana, cambiando el semblante de
inmediato – Cari, pero ¿y los medicamentos?
-Basta
ya de medicamentos joder, todos con la misma monserga, - respondí, sin llegar a
enfadarme – el prospecto no dice nada
referente a la incompatibilidad con el alcohol, luego te lo enseño si lo
quieres leer. Hay un par de botellas y paquetes de patatas.
Y
con ésta sarta de mentiras continuamos el camino durante ocho kilómetros,
prácticamente sin cruzar palabra alguna, mientras escuchábamos el último disco
de mi factoría, un recopilatorio con temas de Nirvana, Metallica o Guns and
Roses entre otros que yo mismo había grabado para la ocasión.
Ana
vio a lo lejos lo que parecía ser una venta de carretera junto a una gasolinera
y me pidió que parase.
-Coño
Ana, si no llevamos ni diez kilómetros –le protesté.
-Solamente
un cafelito, además te vas a alegrar –me dijo Ana con cara de malicia.
Con
un resoplido puse el intermitente a la derecha y como había sitio suficiente
pretendía aparcar en la misma puerta del bar.
-No
churri, ve hasta el final del aparcamiento, junto a aquel camión –me ordenó.
-¿Pero
qué…? – comencé a protestar bastante confundido.
-Hazme
caso –me dijo mi chica poniéndome morritos y alargando la a de caso, por lo que
sonó caaaaso.
Chasqueé
la lengua y aparqué allí donde decía Ana, contra ésos morritos poco podía
hacer.
-¿Aquí
mami?- continué con la broma.
-Perfecto-
me respondió Ana- vamos, un cafelito y… continuamos.
Le
pedí a la camarera dos cafés con leche, como siempre hacía.
-El
mío sólo por favor –me corrigió Ana.
6
La
miré extrañado, pero sin darle mayor importancia. Al terminar mi café pedí dos
vasos de agua y la cuenta.
Ana
se terminó el café de un sorbo pero no probó el agua. Al llegar de nuevo al
coche me pidió que no arrancase, puso música y me bajó los pantalones hasta la
rodilla.
Le
costó diez segundos ponérmela dura y siete minutos sin parar de chupar para que
me corriera en su boca. Me quedé absorto.
-Café
con leche- me susurró Ana – me encanta hacerlo cuando el sabor del café aún
permanece en mi boca.
Y
Ana se rió mirando por la ventanilla hacia el camión, donde un hombre con
camisa de cuadros y gorra verde se la estaba cascando a nuestra costa.
-Ahora
sí gordi, tráeme agua anda –me dijeron los morritos de Ana.
Cumplí
órdenes y de vuelta al coche llevé una botella de agua y una bolsita de
caramelos con sabor a café. Ana rió divertida.
-¿Nos
vamos al bosque ya? –me preguntó, poniéndose ella al volante ésta vez.
Transcurridos
cincuenta minutos y ya en plena sierra, Ana me preguntó:
-¿Cómo
decías que se llamaba el pueblo?
-Frialuna
–contesté – sólo quedan unos seis kilómetros.
-¿Y
qué decían sobre una leyenda? No sé qué de muertos o espíritus- Me preguntó de
nuevo.
-Zombis,
eran zombis. Ahora le preguntaremos a mi tío Genaro, que ha vivido allí
siempre. Oye, ¿tienes pañuelos? No paro de moquear.
-Uuummm,
¿pero sigue encantado el pueblo? Pues estarás a tus anchas allí so friki-
bromeó Ana – Cógelos, están en mi bolso.
-Tú
ten cuidado por la noche – le dije, forzando los ojos para ponerlos en blanco.
Y
al volver a mirar por la ventanilla me sentí algo mareado, y vi, a lo lejos una
mujer anciana en bata, parada y mirando al suelo en medio de la arboleda.
Me
sobresalté, cerré los ojos con fuerza y al abrirlos ya no había nadie allí.
Cogí
de inmediato la “Guía de supervivencia zombi” de la guantera y no paré de leer
hasta que llegamos a la salida que debíamos tomar para acceder al pueblo, entre
Constantina y Cazalla. Llegamos a Frialuna por un camino de tierra sin asfaltar
que cruzaba la vía del tren, al parecer el único acceso posible.
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Ana
detuvo el coche en la misma entrada, junto un cartel hecho a mano en el que
podía leerse:
Los
dos quedamos enmudecidos unos segundos.
-¿A
esto le llaman pueblo? –preguntó Ana, sin mirarme.
-La
verdad es que yo lo recordaba más grande, -le dije, bastante serio – aunque
hace veinte años que no venía por aquí.
El
pueblo se limitaba a una sola calle, con viejas y destartaladas cabañas a ambos
lados, no más de una docena, y más de la mitad tenían el tejado hundido en
algunas partes.
No
se veía un alma por ningún lado.
-Y
ahora… ¿adónde vamos? – me preguntó Ana.
-La
casa de mi tío es la segunda de la derecha. – le dije- Él tendrá las llaves de
nuestra casa rural. Aparca ahí, al lado de ése…. granero o lo que sea.
Tras
cerrar el coche nos dirigimos a la casa del tío Genaro, teniendo que rodear un
gran agujero excavado en la tierra que estaba repleto de lo que parecían ser huesos, vísceras y
pellejos sangrientos de distintos animales, y del que emanaba un olor al que
algunos escritores describían como dulzón, pero que a mí me pareció, simplemente,
nauseabundo.
Al
llegar a la puerta de la casa dudé entre llamar o salir pitando de allí hacia
cualquier otro lugar que no pareciese muerto, ni apestara como tal.
Finalmente
llamé, casi por inercia.
Esperamos
un minuto, dos, cuatro.
Cuando
nos disponíamos a marcharnos sin cruzar palabra alguna, escuchamos un ruido
como el que hacía un sillón al ser arrastrado, y diez segundos después la
puerta crujió para abrirse.
Del
interior, totalmente en penumbra, apareció la figura de un demacrado anciano,
greñoso y con una larga y sucia (¿tal vez de sangre?) barba.
8
Instintivamente,
ambos dimos un paso atrás ante semejante visión.
-¡Vaya!
Pero si es el pequeño Gabriel. –dijo el tío Genaro, con una voz apagada, casi
inaudible. – Y su palomita. Buenos melones, chico listo éste sobrino mío.
Aunque te recordaba más… sano.
-Ho…
hola tío, es que tengo un catarro de mil pares. Venimos a por lo de la llave,
me alegro de verte. – fue todo lo que acerté a decirle, casi en estado de
shock.
-No
digas estupideces so necio- me contestó mi tío de muy malas formas – aquí nadie
se alegra de ver a nadie.
Agaché
la cabeza, mordiéndome el labio inferior.
-Anda
pasad, os moriréis de frío –ordenó el tío Genaro- Aunque el aire puro de aquí
te vendrá bastante bien para el resfriado.
-No,
no te molestes tío, solamente venimos por las llaves, estarías ocupado y no…
-comencé a decirle.
-¿Llaves?
¿Yo ocupado? ¡Ja,ja,ja! – rió desagradablemente el viejo, dejando ver una
salteada y mugrienta fila de dientes. – No seas imbécil, ¿y para qué demonios
ibas a necesitar la llave? Aquí nadie las utiliza, se encaja el portón y listo.
Pero si te sientes más seguro ahí tienes la llave.
El
tío Genaro señaló una alcayata que había clavada tras su vieja puerta.
-Lleva
años sin utilizarse, así que no te aseguro que la cerradura funcione –continuó
el tío Genaro, al tiempo que escupía al suelo de su propia casa un líquido
entre verde y marrón. –Y sobre lo de que debo estar ocupado, lo que hacía era
limpiar el hacha y preparándoos algo de comer.
-¿Comer?
–le pregunté, mirando a Ana que a juzgar por su cara parecía tener el estómago
revuelto. –no, no tenemos hambre aún tío, luego iremos a alguna venta cercana
o…
-Pero
éste chico es un inútil, por aquí no hay nada so idiota –volvió a interrumpirme
el viejo – en tiempos mejores lo hubo, pero no ahora.
-Bueno,
pues cogeremos el coche y… _intenté decirle.
-¿Qué
coche ni coche coño? –Me interrumpió por enésima vez el decrépito tío Genaro
–los de ciudad os lleváis media vida subidos a ésos cacharros fabricagrasas.
En
ése momento caímos en la cuenta de que no habíamos visto ni un solo vehículo en
todo el pueblo.
9
-Aquí
no hay ni un coche –Le dije afirmando, sin preguntar.
-Ya
te he dicho que aquí las cosas son muy diferentes- dijo el viejo.
-¿Y
cómo vais a comprar? – se atrevió a abrir la boca Ana por primera vez- ¿La
comida y demás?
-¡Vaya!,
si la palomita habla –bromeó el tío – Tampoco compramos, ni comida, ni agua, ni
nada. Digamos que nos abastecemos del… entorno. Hay un riachuelo detrás de la
vía, con suerte se puede pescar algo y agua no nos falta. Además está la caza,
por aquí viven cientos de bichejos diferentes, todos comestibles… jejeje.
El
tío Genaro volvió a mostrar su infame dentadura al reírse, al tiempo que se
rascaba una axila.
Pensé
con bastante repugnancia en la comida que según el anciano, nos estaba
preparando, y de pronto se encendió una bombilla en mi mente.
-No
te preocupes tío, de verdad –comencé a decirle – nosotros… traemos el maletero
lleno de comida para éstos días, ya sabes cómo somos los de ciudad.
El
tío Genaro se me quedó mirando sin gesto alguno casi un minuto.
-Como
queráis –dijo al fin, rompiendo la tensión – pero no me rechacéis lo que os
estaba preparando. Lleváoslo a la cabaña, solo encended un buen fuego y podréis
asarlo. Ya está despellejado y destripado. Pasad, que os lo doy.
A
buen seguro que Ana estaba pensando al igual que yo en el agujero que tuvimos
que sortear a la entrada del pueblo.
Tripas,
pellejos, huesos… moscas, gusanos.
Y
cuando Ana de nuevo iba a intervenir casi con seguridad para volver a rechazar
la oferta, me anticipé.
-Está
bien tío, te lo agradecemos.
Y
Ana me miró con cara de estar a punto de asesinarme cuando el viejo ya se
introducía al interior de su cabaña.
-Después
lo tiraremos –le susurré al oído- si no aceptamos nunca terminaremos ésta
conversación.
Y
cogiendo del codo a Ana seguimos al anciano.
Dentro
de la cabaña reinaba la oscuridad, y el hedor era idéntico al que emanaba del
agujero de los pellejos, aunque de menor intensidad y mezclado con un tufo
rancio de ancianidad.
10
En
el centro del salón parecía haber una vieja mesa de madera, y cuando mis ojos
se acostumbraron a la débil luz pude ver que encima había dos pequeños bultos,
húmedos y oscuros.
El
viejo se dirigió hacia la mesa y cogió un hacha, luego me miró.
-Pásame
aquel saco niño –me ordenó Genaro, señalando hacia un rincón donde había una
pila de leña.
Obedecí
raudo, deseaba salir de allí cuanto antes, y cuando me acerqué al saco pude
distinguir que estaba manchado de un reseco color marrón, probablemente sangre.
Lo
agarré, notando su aspereza, y al levantarlo me llevé una nefasta sorpresa cuando vi que debajo había
una mano humana cortada, con la palma hacia arriba, putrefacta, sangrienta y
con parte del radio y el cúbito astillados y asomando por la muñeca. De repente
la mano se cerró sobre sí misma, lo que me hizo caer de espaldas con un gran
salto que me provocó un lacerante dolor en la rabadilla.
-¡Ja,ja,ja!
–rió el tío Genaro, despreocupadamente – cuidado, aquí hay ratas por todos
lados.
¿Ratas?
-Eso
no eran… -comencé a decir entre toses, debido al golpe unido a mi resfriado.
Ana
acudió a mi lado ayudando a levantarme, me quitó el saco de las manos y se lo
entregó al inquietante tío Genaro.
-Meta
ésos conejos en el saco, que nos vamos de inmediato –le dijo al anciano, con
voz temblorosa.
-Tranquila
palomita –contestó Genaro, siempre con un tenue hilillo de voz- pero no son
conejos, son ardillas.
Y
disfrutando con la cara de asco que comenzaba a dibujarse en Ana, remató
diciendo:
-Aunque
si te hace sentir mejor, mientras te los comes puedes pensar que son conejos.
Mientras
abría el saco, el tío Genaro no paraba de reír para sus adentros.
-Ah
una cosa más –continuó el viejo- si no os importa me quedo con las cabezas,
hacen un caldo espléndido.
Con
dos contundentes hachazos separó las cabezas de sus cuerpos, los cuales pasaron
a tener el aspecto de ratas en lugar de conejos o ardillas.
-De
todas formas dudo mucho que os las fueseis a comer vosotros- dijo,
introduciendo definitivamente los dos pequeños cuerpos en el saco.
11
Me
soné la nariz sin poder apartar la vista del rincón en el que estaba seguro de
haber visto una mano, pero guardando distancia, a decir verdad desde la otra
punta de la habitación, así que Genaro le entregó la carne a Ana.
Cuando
ya salíamos de la habitación, aún seguía con la certeza de que aquello era una
mano humana, y como no podía quitármela de la cabeza me atreví a preguntarle al
viejo:
-Oye
tío, ¿qué hay de cierto sobre la leyenda de los zombis de Frialuna?
En
principio mi desagradable pariente se quedó enmudecido, con un rictus serio en
el semblante.
-¿Zombis?-preguntó
al fin, queriendo dar la impresión de estar algo confuso, pero sin conseguirlo.
-Muertos
vivientes, se dice que… -comencé a explicarle.
-¡Aquí
no ha habido nunca muertos vivientes! –gritó Genaro, irritado al tiempo que
daba un sonoro golpe con su mano en la vieja puerta de madera.
-Pe…pero
el pueblo está totalmente abandonado, apenas tiene vida y… -le decía antes que
me volviese a interrumpir.
-¡¡El
pueblo una vez tuvo vida, de hecho lo fundamos los trabajadores del ferrocarril!!
-gritaba el viejo sin ocultar su indignación
– ¡decidimos vivir aquí para no tener que hacer cientos de kilómetros hasta
nuestras casas a diario! –hizo una pausa, y añadió- …hasta que ocurrió la
desgracia.
El
tío Genaro, visiblemente asfixiado tomó aire, y continuó:
-Uno
de los túneles por los que debía pasar la vía bajo la montaña se vino abajo,
sepultando para siempre a más de ochenta compañeros –al recordar tal suceso mi
tío parecía bastante afectado – El túnel estaba prácticamente terminado, por lo
que la mayoría de la cuadrilla se encontraba acondicionando en su interior el
terreno para la posterior colocación de las vías. Fuimos nueve las personas que
nos salvamos aquel día, los encargados del abastecimiento exterior. Nunca
superamos aquella tragedia y decidimos quedarnos aquí en su memoria. Éste
pueblo de mala muerte es todo lo que tenemos, así que no te atrevas a difamar
contra él con historias de muertos vivientes, eso sólo son invenciones de
programitas nocturnos de radio.
Al
terminar sus explicaciones, mi tío tenía los ojos enrojecidos y un hilo de
oscura baba recorría su mugrienta barba, cayéndole al pecho.
-Por
cierto –añadió mi tío- el tramo de vía que debía cruzar éstos parajes nunca
llegó a finalizarse, pero tampoco se desmanteló. De ahí que hayáis tenido que
pasar por encima para entrar al pueblo, unas vías por las que nunca pasó ni pasará
tren alguno.
12
Así
que el ruido de ninguna máquina de vapor os despertará mientras dormís.
¿Máquina
de vapor? ¿En qué siglo vivía mi tío?
Tras
esto se volvió dando por zanjada la conversación, y antes de que cerrase la
puerta le pregunté:
-Tío,
¿cuál es la cabaña en la que nos quedaremos?
-La
última a la izquierda- contestó sin volverse.
Y
justo antes de que se perdiera de nuevo en la oscuridad, pude ver cómo se le
caía la oreja izquierda al suelo. La seguí con la vista desde que golpeó en su
hombro hasta que se estrelló en el suelo.
Un
portazo y nos quedamos solos, en un pueblo en el que hacía bastante tiempo
ocurrió una tragedia que provocó la violenta muerte de ochenta personas, pero
que aunque mi tío casi jurase que no existía leyenda alguna, a la gente se le
caían las orejas y había manos que pese a estar separadas del resto del brazo,
seguían siendo capaces de moverse. Y que según el cartel hecho a mano de la
entrada, tenía ocho habitantes, por más que no viésemos a nadie exceptuando al
tío Genaro desde nuestra llegada.
Así
que nos giramos, miramos hacia la última cabaña a la izquierda, y si bien su
aspecto era de lo mejorcito del lugar, una parte de su tejado también estaba en
ruinas.
Nos
dirigimos de vuelta al coche y por el camino Ana se acercó al fétido hoyo de
los despojos y arrojó el saco junto con las ardillas muertas en su interior. Yo
no protesté. Nos metimos en el coche y nos quedamos en silencio unos minutos.
Hasta que Ana rompió el hielo:
.¿Qué…vamos…a
hacer?
En
principio me sentó incluso mal que Ana me hiciese ésa pregunta, pues en mi
retina aún se reflejaba la oreja de mi tío desprendiéndose de su cabeza y una
parte de mí deseaba que ella hubiera optado por abandonar inmediatamente aquel
lugar maldito.
-No
sé -le dije- ¿qué opinas tú? -de nuevo le pasé la patata caliente a ella.
-La
verdad es que esto es una mierda, todo es tan …oscuro –dijo Ana.
La
oreja de mi tío se desvaneció de mi mente, ocupando su lugar las tetas de Ana y
sus jugosos labios.
-Bueno,
podemos probar ésta noche a ver qué tal… -dije, no sin dudas.
-Supongo
que sí, tampoco es tan… -dijo Ana, sin acabar la frase, presa también de la
indecisión.
13
Las
tetas y los labios de Ana ahora se esfumaron , y en el escenario de mi mente
apareció la mano cortada que había detrás del saco.
-Aunque
no tenemos nada de cena para ésta noche –le dije.
-Ya,
pero compraste bebidas y patatas fritas ¿no? –dijo Ana, comenzando a inclinar la
balanza a favor de quedarnos.
El
recuerdo del café sólo y los caramelos de ése sabor que llevaba en la guantera
le ganaron definitivamente la batalla a la oreja y la mano.
-Una
noche a base de patatas de paquete y cubatas tampoco nos dejará morir de hambre
¿no?- le dije, ahora convencido- Además, llevamos tanto tiempo sin poder echar
un polvo…
-Decidido
–dijo Ana- nos quedamos ésta noche ya que estamos aquí, jodemos todo lo que
podamos y mañana decidimos qué hacer.
Y
se lanzó encima de mí dándome un profundo beso y echándome mano al paquete.
Arranqué
el coche y crucé la corta calle hasta llegar a la que sería nuestra morada ésa
noche.
Ni
siquiera el ruido del motor en funcionamiento, algo que visto lo visto debería
haber resultado inusual por ésos lares, hizo que ninguno de los supuestos
habitantes asomase la cabeza.
Y
al fin entramos en la cabaña.
Efectivamente
la puerta se encontraba tan sólo encajada, pero el interior de la vivienda nos
sorprendió gratamente, habiendo visto lo que vimos desde nuestra llegada a
Frialuna.
Me
puse rápidamente a descargar el maletero metiendo el equipaje en el salón,
mientras Ana ordenaba un poco lo que yo iba llevando y a cada vuelta que daba
al coche el pueblo me parecía más tétrico y silencioso.
Seguía
sin aparecer nadie, ni siquiera a través de las ventanas.
Sólo
me quedaba la bolsa de las bebidas y demás compra del asiento trasero, así que
le anuncié a Ana que iba a por ella para empezar la fiesta cuanto antes.
Pero
al salir de nuevo al exterior noté algo extraño, algo que en las anteriores
ocasiones no estaba así, y que de momento se me escapaba.
Hasta
que el viento cerró de golpe la puerta de una de las cabañas de enfrente,
provocándome un sobresalto.
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Eso
era. Cuando me fije atentamente, todas las cabañas tenían sus puertas abiertas
de par en par, mostrando la común oscuridad que albergaban en su interior, mas
nadie asomaba por ellas.
Lo
que sí pude notar fue un incremento del olor a putrefacción, y quise pensar que
había sido llevado hasta mí desde el agujero de los pellejos por la misma
ráfaga de viento que cerró la puerta.
Con
nerviosismo cogí la bolsa y me metí en la cabaña lo más rápido que pude.
Cerré
la puerta con llave(que sí funcionó) desde dentro y la reforcé poniendo una
silla, haciendo de palanca.
-¡Vaya!
Sí que se ha vuelto cagueta el experto en zombis - se burló Ana.
-Definitivamente
no me gusta éste sitio –le contesté- sin embargo tú me encantas.
Me
dirigí hacia ella y le agarré un pecho a la vez que metía la lengua en su boca.
-Échame
una copa ¿no? –dijo sensualmente Ana.
-Voy
a ver si hay algo de hielo en la nevera-le dije dirigiéndome a la cocina.
Cuando
miré a Ana sentí un ardor terrible, pues ya se quitó la parte superior de su
vestimenta y se quedó en sujetador, uno precioso de encajes casi transparentes.
Así que al agacharme para abrir el congelador, una importante erección me
molestaba en los pantalones.
-Por
fin algo sale bien – le dije agachado – Hay hielo hecho.
-¿Ves
como todo se va a arreglar? –me dijo Ana desde el sillón.
Cogí
dos vasos, los enjuagué y preparé dos cubatas. Cuando volvía Ana me esperaba ya
sin ropa, abrazada a sí misma debido al frío que hacía y tendida en el sofá.
-Yo
ya estoy preparada –me dijo mordiéndose el labio inferior –pero tendrás que
encender un buen fuego o darme calor tú mismo.
Cuando
me dirigía hacia ella un pequeño movimiento frente al sofá me alertó. Por un
agujero entre tabla y tabla que conformaban la pared de la cabaña había alguien
mirando lascivamente a Ana.
-¡Eh!-
le grité, arrojándole uno de los vasos, estrellándose justo donde estaba el
agujero.
-¿Pero
qué…? –comenzó a preguntar Ana, sobresaltada.
-Había
alguien mirándote –le dije- , por ése agujero.
-¿Qué
agujero? –me preguntó Ana- Ahí no hay nadie. ¿Te encuentras bien Gaby?
15
-Pero…
¿adónde vas? –volvió a preguntarme al ver que me dirigía al exterior.
-Ningún
puto viejo verde más va a jodernos el puente –dije quitando la silla de la
puerta –te lo aseguro, no te muevas de aquí.
-¡Gaby!
–la oí gritar, pero yo ya estaba afuera.
Rodeé
la cabaña y cuando llegué al sitio donde estaba el agujero no había nadie. Así
que seguí andando lentamente para dar un giro completo a la cabaña, preparado
para encontrarme en cualquier momento con ése viejo cabrón, que con seguridad
habría comenzado a huir por la otra esquina. Pero allí tampoco había nadie.
Para
llegar de nuevo a la entrada tuve que sortear un montón de leña cortada, con un
hacha a un lado.
Entré
de nuevo a la cabaña para decirle a Ana
que todo iba bien, y que al menos había encontrado la madera para encender el
fuego.
Cuando
entré Ana no estaba en el sofá, supuse que se asustó y se metió en el baño, así
que llamé a la puerta pero nadie contestó.
-Ana
–le llamé- sal, no hay nadie afuera, el muy cabrón ha debido huir bosque a
través.
-¿Ana?
–volví a llamar, también sin resultado.
Así
que abrí la puerta, pero no estaba dentro. Fui de nuevo al salón y a los pies
del sofá estaba toda su ropa. Mi corazón comenzó a bombear con mayor rapidez
que habitualmente lo hacía.
-¡Anaaaa!
– grité a viva voz, pero un sepulcral silencio fue todo lo que obtuve por
respuesta.
Salí
en su busca, con nerviosismo y totalmente aterrado. Fui a la pila de leña del
lateral de la cabaña para coger el hacha, me agaché, al levantarme con ella en
las manos apareció un hombre anciano y desaliñado de detrás del montón.
Al
principio pensé que se trataba del que estuvo fisgoneando por el agujero, así
que esperé a que de nuevo saliese huyendo.
Pero
en lugar de eso el viejo comenzó a dirigirse hacia mí. Según se acercaba pude
comprobar que en realidad no era un hombre común, sino un ser sobre los que
tanto había leído, un zombi.
Tenía
la cabeza inclinada a un lado, el poco pelo que aún poseía enmarañado y sobre
todo, los ojos en blanco.
La
primera reacción que tuve fue retroceder un par de pasos, pero entonces el
zombi abrió la boca, de la que no salieron palabras, sino un líquido negro que
le manchó la raída camisa de cuadros, y avanzó hacia mí con el
único brazo que le quedaba intentando agarrarme.
16
Entonces
la “Guía de supervivencia zombi” abrió sus páginas en mi mente, activando mi
modo de defensa.
De
un contundente hachazo corté su brazo. El zombi cayó entre alaridos, lo cual me
sorprendió, pues según lo que había leído, ellos no sentían dolor, aunque éste
no paraba de retorcerse en el suelo. Me acerqué a él, y sin pensarlo le abrí la
cabeza en dos, acabando con su sufrimiento. El zombi paró de moverse, pero los
blancos ojos quedaron abiertos como si continuasen mirándome.
Le
arranqué el hacha de la cabeza con la intención de encontrar a Ana antes de que
lo hiciera uno de ésos espectros, porque estaba seguro que si había visto a
uno, no sería el único.
Por
el suelo quedaron desparramados los podridos sesos de aquel ser.
Cuando
salí a la calle principal (y única)
ahora sí que de las cabañas vi cómo salían sus dueños, alertados
posiblemente por los gruñidos y gritos del zombi que acababa de abatir. Pero
éstos no parecían personas normales. Ahí tenía a mis esperados zombis.
Conté
un total de seis y todos se dirigían hacia mí lenta y torpemente dado su
condición de ancianos muertos vivientes.
Uno de ellos vi cómo se le desprendía una
pierna de su putrefacto cuerpo dando con los huesos en el suelo, imposibilitado
para caminar. Otro se desplazaba en silla de ruedas ayudándose de sus
descarnadas manos, y decidí que ellos serían los últimos a los que atacaría,
pues eran los que menor peligro representaban.
Así
que me dirigí a la carrera al más obeso de ellos, de cuya enorme panza asomaban
parte de los intestinos, que se iban enredando en sus piernas. Al llegar a su
altura alzó los brazos para intentar agarrarme pero con un golpe lateral le
cercené el cuello, haciendo rodar su cabeza por la tierra. Sus ojos y su boca
seguían activos pero su orondo cuerpo yacía tendido vaciándose de oscura
sangre.
Mientras
miraba como hipnotizado los blancos ojos de la cabeza que acababa de cortar
unas garras se clavaron en el hombro, produciéndome una punzada de dolor.
Al
darme la vuelta vi que se trataba de otro zombi, el segundo más corpulento. De
un codazo le tumbé en el suelo, salté sobre él con furia y le reventé la
cabeza.
Los
demás muertos, excitados por mi rabia, comenzaron a emitir horribles gritos y
sonidos guturales, ininteligibles y comenzaron a huir, siempre con la lentitud
y la torpeza de un muerto viviente, más aún siendo ancianos. Esto es algo que
tampoco se ceñía a los cánones de la zombilogía universal.
17
Al
ser mucho más ágil y veloz que ellos pronto les di caza, cortándole a uno la
pierna por detrás a la altura de la cadera y acabando con él una vez estuvo en
el suelo, y a otro separando su cabeza del cuerpo metiendo el hacha por la
nuca. Empezaba a gustarme cómo caían al suelo.
En
la calle sólo quedaban el que perdió la pierna nada más salir de su cabaña y el
que iba en silla de ruedas. Un minuto más tarde sus malolientes sesos se
desparramaron por la tierra de la “avenida principal” de Frialuna.
Exhausto,
conté los cadáveres, andando entre ellos. En total había siete así que mi mente
se centró en Ana… y en mi tío Genaro. El mismo que se fijó en los pechos de mi
novia antes incluso de darle la bienvenida.
Un
escalofrío me recorrió la columna vertebral y mi mirada se dirigió hacia la
maloliente cabaña del viejo, mis piernas comprendieron enseguida y comencé a
correr, hacha en mano, en dirección al hogar del despelleja-ardillas, dejando
detrás de mí un macabro rastro de sangre y cuerpos decapitados.
Al
llegar a la puerta ésta se encontraba abierta, como todas las del pueblo, así
que aminoré la marcha y me mantuve en silencio, entrando poco a poco,
procurando no ser oído.
Cuando
llegué al salón, mi tío estaba encima de la mesa en la que momentos antes
acababa de cortar las cabezas de nuestra sugerida cena.
Debajo
suya había alguien, pero aunque no distinguía quién era, yo a ésas alturas de
que se trataba de Ana, desnuda.
Mi
tío no paraba de dar dentelladas a su cuello, desgarrando el tejido que luego
se le quedaba colgando de la barba.
Me
acerqué por detrás con tres rápidos pasos y aprovechando el impulso le di un
golpe de hacha que le cortó limpiamente la parte superior del cráneo, y su
cabeza quedó con el aspecto de un tarro de mermelada recién abierto.
Al
caer hacia adelante vació el contenido de su cabeza en la cara de Ana, que
permanecía totalmente inmóvil.
La
di por muerta, así que me arrodillé y mirando hacia abajo comencé a llorar
cuando una mano me agarró del pelo, y al mirar hacia arriba pude ver con
sorpresa que era Ana, con el cuello
descarnado y los ojos en blanco. Había sido infectada.
Reaccioné
rápido antes de darle la oportunidad de atacarme y le corté una pierna por
debajo de la rodilla.
El
cuerpo mutilado de Ana cayó delante de mí y justo cuando iba a darle el golpe
definitivo, me pareció que me miraba a través de sus ojos marrones, si bien mi
mente sabía
que no era así.
Su
cabeza quedó abierta en dos partes casi simétricas que cayeron a cada lado
sobre sus desnudos hombros.
Yo
estaba bastante cansado y ensangrentado, pero satisfecho de haber terminado con la maldición zombi de
aquel pueblo fantasma, evitando a su vez que ésta se propagase por el mundo.
Cogí
el coche y fui al puesto más cercano de la Guardia Civil, en otro pueblo, para
dar constancia de lo sucedido.
El
resto de la historia creo que ya lo sabe, señoría.
- 18
El juez
quedó boquiabierto ante la frialdad con la que Gabriel relató los hechos, como
si fuese algo de lo más normal.
-¿Tiene
algo que decir la defensa antes de que suspenda la sesión para que el jurado
tomé una decisión? –dijo el juez dirigiéndose al abogado de Gabriel.
-Sólo
quiero, si me permite señoría, entregarle el teléfono móvil de la madre de mi
cliente para que pueda ser utilizado como defensa, en el que puede leerse un
mensaje que el doctor Martín, psiquiatra de Gabriel, le envió a ella como
advertencia el mismo día por la tarde que la pareja se fue a Lunafria- dijo el
abogado.
El juez
asintió y pidió al letrado que leyese por favor en voz alta.
-Señora
López, soy el doctor Martín. Llevo varios días intentando contactar con su hijo
Gabriel, pero no atiende a mis llamadas. Según mis cálculos el tratamiento de
Haloperidol que le puse a su hijo debe estar agotado desde hace varios días, y
no han pasado por mi consulta para la renovación de la receta ni para una
revisión del estado de su hijo. Le comunico que sin dicha receta ninguna
farmacia está autorizada para suministrar el medicamento, el cual es de vital
importancia para evitar la descompensación del paciente, pues la interrupción
inmediata de las dosis puede agudizar su esquizofrenia paranoide, haciendo
posible que el paciente sufra alucinaciones y visiones que no se ceñirían a la
realidad, no siendo más que proyecciones que aflorasen de su mente. Sin más les
pido que con urgencia se pongan en contacto conmigo. Atentamente, su amigo el
doctor Martín.
Los
asistentes al juicio quedaron en silencio.
-Abogado,
haga llamar al doctor Martín como testigo –dijo el juez –se levanta la sesión
hasta su comparecencia. Y el sonido tosco del mazo de madera del juez inundó la
sala.
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