jueves, 18 de julio de 2013

El puente de Frialuna, Raúl Rodriguez Fernández


…puede producir cierto grado de sedación y deterioro en el estado de alerta con dosis altas y al principio del tratamiento. Estos efectos pueden ser potenciados por el alcohol.
Se recomienda a los pacientes que no conduzcan o manipulen máquinas durante el tratamiento hasta conocer su susceptibilidad a estos efectos.
Como todos los medicamentos, puede tener efectos adversos. Los más frecuentes son los que afectan al sistema nervioso central (sedación, somnolencia o insomnio, mareos, convulsiones, movimientos musculares involuntarios, dificultad en el movimiento, rigidez muscular que se puede asociar a fiebre).
Si tiene alguna duda, consulte a su médico o farmacéutico.
- Conserve este prospecto. Puede tener que volver a leerlo.
Si usted ha tomado más comprimidos de los que debiera
Consulte inmediatamente a su médico o farmacéutico o al Servicio de Información Toxicológica. Teléfono 376 032 098. No obstante, si la cantidad ingerida es importante, acudir al médico sin tardanza o al servicio de urgencias del hospital más próximo. Lleve este prospecto con usted.

Este prospecto ha sido aprobado

Noviembre 2009.

Fuente: Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios




   -¡Joder, qué putada! Para una vez que me voy de puente…- pensé, arrugando el prospecto y metiéndolo a la fuerza en la caja de pastillas, esnifando los mocos que se me derramaban por la nariz.

  -¡Y encima este puto refriado!

  En ése momento sonó una conocida melodía de AC/DC, era mi móvil, y la pantalla indicaba que quien me llamaba era Chochito.

  -Dime Ana – contesté.

  -Hola cari, ¡qué nervios! ¿no? –respondió Ana.

  -¿Nervios? Yo lo que tengo es un calentón de mil pares, ¿cuánto tiempo hace que no…? –le pregunté, echándome la mano al paquete pensando en los tres días que íbamos a pasar juntos.

  -Lo se gordi, pero bueno, has estado malito. Acuérdate de tus medicinas, que si te encuentras bien este finde nos desquitaremos. –me prometió Ana – Oye, ¿en la casa había chimenea verdad?

1

  -Sí, sí. Al menos eso me han dicho.

  -Vaya, pues prepárate churri, porque te voy a dejar seco en cuanto enciendas un buen fuego –dijo Ana, provocándome una ligera erección en la entrepierna – Chao, mándame un whatsapp cuando me vayas a recoger.

  -OK, chao. –dije aún con la hinchazón en los pantalones.

  Volví a los preparativos sin dejar de pensar en el prospecto del medicamento, que recomendaba no ingerir alcohol, además de advertir sobre la posible provocación de sueño.

  -Paso- dije hablándole a la mochila al tiempo que extraía la caja – por tres días no va a pasar nada, pienso estar bebiendo y follando hasta las tantas.

  Dejé el medicamento de nuevo en el primer cajón de mi mesita de noche, pasé por el baño, cogí  un trozo de papel higiénico con el que me soné la nariz y volví a la tarea de la maleta de ropa, repasando por si se me olvidaba algo.

  Ropa interior, calcetines, tres pares de pantalones, camisetas térmicas, jerseys de lana, sudaderas con capucha, mi gorro de lana y mi pañuelo palestino.

  Luego cogí mi mochila Puma, y empecé a llenar los bolsillos laterales de los enredados cables de los cargadores del móvil, del iPad y del portátil. Abrí la cremallera del compartimento más grande,  como siempre hago puse una toalla doblada en cuatro veces y encima con cuidado el ordenador y la tablet. A continuación fui con la mochila a mi habitación y la dejé en el suelo, a los pies de mi biblioteca, y cogí varias novelas para llevármelas, entre ellas alguna de Castroguer, de Sisí, de Garduño, de Cosnava, unos relatos de Sergio Fernández y Oscuro, de Teo Rodríguez, si mal no recuerdo. Me quería llevar éste tipo de novelas porque simplemente me parecían muy apropiadas para leer allí donde íbamos.

  De uno de los cajones saqué una guía que compramos para la ocasión, titulada “Rutas de senderismo por la Sierra Norte sevillana”. La coloqué junto a las novelas de terror y cerré la cremallera. Fui de nuevo al salón y dejé mi mochila del ocio junto a la pequeña maleta de ropa.

  -¡Ostia puta!- exclamé al recordar algo que casi se me olvida.

  De nuevo fui a mi habitación y de encima de mi mesita de noche agarré otro libro, el que me estaba leyendo por entonces. La “Guía de supervivencia Zombi”, de Max Brooks.
Me quedaban unas ochenta páginas para terminarlo, por eso me llevaba tantas novelas, simplemente porque no sabía cual empezaría a leerme a continuación y lo decidiría tranquilamente una vez en la casa rural.

2

  Pues ya lo tenía todo, así que volví al salón.

  -¡Mamá! –grité, mirando hacia arriba, por el hueco de escaleras.

  -Voy cariño- contestó mi madre, desde algún sitio en la planta alta.

  Mientras la esperaba, me miré al espejo del mueble recibidor.

  -¡Vaya carita que tienes Gabriel! –me dije, e intenté disimularlo tapándome la mayor parte de la cara que pude con el flequillo.

  La imagen de mi madre apareció reflejada detrás de mí, haciéndome dar un respingo.

  -Llámame en cuanto llegues- comenzó a decirme mi madre, dando inicio así al esperado sermón de consejos- No hagas el cafre y cuida de Ana. Y no te olvides las medicinas.

  -Sí mamá.

  Mamá me dio la vuelta para darme un beso de despedida.

  -¡Vaya ojos que tienes Gabriel! Si no te conociese bien juraría que te acabas de fumar un porro hijo –me dijo, apartándome el pelo de la cara y poniéndome su palma de la mano en la frente.

  Al escuchar a mi madre lo de los porros, pensé en el chocolate.

  -No tengo fiebre mamá… -le dije, en un tono cansino, lo reconozco.

  -Ya, pero estás destempl…¿Adónde vas?- me preguntó cuando ya me perdía por el pasillo en dirección a mi habitación.

  -Se me olvidaba el iPod mamá – le contesté mientras sacaba la llave de mi pequeña caja fuerte.

  -¿iPod?- preguntó mi madre desde el salón.

  -La música mamá, ¿qué más te da? – respondí mientras cogía el hachís y volvía a cerrar la caja.

  Al regresar al salón mamá me esperaba con mi abrigo ya preparado.

  -Pues si ése resfriado sigue cuando vuelvas tendrás que ir al médico- me dijo mamá mientras me abrigaba.

  -Ya sabes lo que pienso de los médicos mamá, siempre recetan lo mismo, ni te miran en condiciones.

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  -Tú hazme caso –dijo mi madre- y espera un momento.

  Luego se dirigió a la cocina y volvió con una pequeña caja en la mano.

  -¿Me has dicho que llevas tus medicinas?

  -Sí mamá, qué pesadita estás. Que me voy tres días joder, y además aquí al lado.- le dije, comenzando a perder la paciencia.

  -Vale, pues como es posible que a la caída de la tarde te suba algo la temperatura, llévate también esto –y me introdujo la caja en uno de los bolsillos del abrigo.

  -¿Qué es? – le pregunté, pensando en que  si en algo debía darle la razón a mi madre era en lo referente a la subida de la temperatura, sólo que estaba convencido que en nada tendría que ver con su catarro, y que les subiría por igual a Ana y a él.

  -Paracetamol –contestó mi madre, ajena a mis lujuriosos pensamientos –para la fiebre. Y ya sabes que no puedes beber nada, ni con éstas ni con las otras medicinas.

  -Claro mamá –dije, pensando en un sitio donde esconder el paracetamol en el coche.
Me apartó el pelo de la cara y me dio un sonoro beso en la mejilla.

  -Adiós viejita –fue mi despedida.

  -Llámame, si no lo haces seré yo quien llame a tu tío Genaro para que te vigile mientras estás allí – me amenazó mamá desde la puerta.

  -Ni se te ocurra o la tendremos – reí al tiempo que metía el equipaje en el maletero de mi viejo Ford Mondeo.

  Cuando abría la puerta del conductor, mi padre, que regresaba del bar, se aproximó hacia mí. Lo recibí entre toses.

  -¿Te llevas las medicinas? –fue todo lo que acertó a decirme mi padre.

  -Que sí joder, mira que estáis pesaditos –le respondí, sentándome al volante y arrancando el motor, tras dejar en la guantera el libro de Max Brooks.

  En una última mirada a mamá, vi cómo me pedía con señas que la llamase.

  Y me puse en marcha dirección a casa de Ana. A mitad de camino saqué el móvil del bolsillo trasero de mis vaqueros y comencé a escribirle un whatsapp.

  “Voy para allá, mueve tu rico culo”

  Paré en una gasolinera cercana, y mientras me llenaban el depósito fui a la tienda, cogí dos botellas de Beefeater, dos de Coca-Cola, una cajetilla de papel OCB, un paquete de vasos de plástico, tres paquetes de patatas fritas y la revista “el jueves”.

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  Cuando llegué a la caja, le pedí al chico que se cobrase todo y que me diese la vuelta en monedas, para sacar tabaco de la máquina expendedora.

  Cinco paquetes de Camel después abrí la puerta trasera del Mondeo y dejé la bolsa en el asiento.

  Arranqué y varios minutos después llegué a casa de Ana, que ya me esperaba en la puerta junto a su madre.

  -Vaya tetas que tienen las dos, –pensé – y dentro de poco  me estaré comiendo al menos un par de ellas.

  De nuevo sentí un cosquilleo en mis zonas erógenas.

  -Hola cari – me dijo Ana mientras aparcaba, y me recibió con un cálido beso en los labios según me bajaba del coche.

  -¿Qué hay? – fue mi saludo, y luego me dirigí a mi futura suegra – Hola mamá Luisa, ¿qué tal?

  Mamá Luisa me miró desde el portal con los brazos cruzados y con cara de preocupación al ver mi aspecto.

  -Vaya gripazo que llevas hijo. ¿Llevas las medicinas? – me preguntó.

  -Sí – dije tocando instintivamente la caja de paracetamol que aún llevaba en mi bolsillo.

  -¿Todas? – me volvió a preguntar la madre de Ana.

  -Claro… -respondí, pensando en el cajón de mi mesita de noche.

  Después de no menos de quince besos y de tragarse nueve o diez “sabios” consejos maternos, nos subimos al viejo Ford rumbo a la sierra norte sevillana, donde nos aguardaba un apasionante puente de la Constitución, en pleno mes de Diciembre.

  -Oye cari, ¿al final no vamos a llevar nada de comida? –preguntó Ana.

  -¿Llevar comida? No sabes cómo se come por allí, en plena sierra –le dije – además en cualquier venta ¿eh?, no creas que hay que andar buscando un buen restaurante.

  -Vaya, pues qué bien, así no habrá que fregar ni que recoger- continuó Ana -Pero, ¿tampoco leña, ni agua, ni…?

  -¿Leña? – le interrumpí – Ana, estaremos en pleno bosque, habrá miles de arbolitos por todas partes, y en todas las casas de montaña tienen hachas ¿no?, al menos en las de las pelis…

  -¡Ja, ja ,ja! –rió Ana –ya te imagino cortando un árbol, señor leñador.

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  -Bueno, tampoco habrá que cortar uno entero,  con parte de él creo que nos  apañaremos. – bromeé – Y respecto a la bebida, mira en el asiento de atrás.

  Ana se quitó un instante el cinturón y se dio la vuelta sobre su asiento.

  -¿Qué has comprado? –me preguntó Ana, escuchando un leve tintineo de botellas de cristal al golpearse entre sí tras pillar un pequeño bache.

  -Después lo verás –respondí sin poder ocultar una sonrisa de oreja a oreja.

  -No será alcohol ¿no? – volvió a preguntarme Ana, cambiando el semblante de inmediato – Cari, pero ¿y los medicamentos?

  -Basta ya de medicamentos joder, todos con la misma monserga, - respondí, sin llegar a enfadarme –  el prospecto no dice nada referente a la incompatibilidad con el alcohol, luego te lo enseño si lo quieres leer. Hay un par de botellas y paquetes de patatas.

  Y con ésta sarta de mentiras continuamos el camino durante ocho kilómetros, prácticamente sin cruzar palabra alguna, mientras escuchábamos el último disco de mi factoría, un recopilatorio con temas de Nirvana, Metallica o Guns and Roses entre otros que yo mismo había grabado para la ocasión.

  Ana vio a lo lejos lo que parecía ser una venta de carretera junto a una gasolinera y me pidió que parase.

  -Coño Ana, si no llevamos ni diez kilómetros –le protesté.

  -Solamente un cafelito, además te vas a alegrar –me dijo Ana con cara de malicia.

  Con un resoplido puse el intermitente a la derecha y como había sitio suficiente pretendía aparcar en la misma puerta del bar.

  -No churri, ve hasta el final del aparcamiento, junto a aquel camión –me ordenó.

  -¿Pero qué…? – comencé a protestar bastante confundido.

  -Hazme caso –me dijo mi chica poniéndome morritos y alargando la a de caso, por lo que sonó caaaaso.

  Chasqueé la lengua y aparqué allí donde decía Ana, contra ésos morritos poco podía hacer.

  -¿Aquí mami?- continué con la broma.

  -Perfecto- me respondió Ana- vamos, un cafelito y… continuamos.

  Le pedí a la camarera dos cafés con leche, como siempre hacía.

  -El mío sólo por favor –me corrigió Ana.

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  La miré extrañado, pero sin darle mayor importancia. Al terminar mi café pedí dos vasos de agua y la cuenta.

  Ana se terminó el café de un sorbo pero no probó el agua. Al llegar de nuevo al coche me pidió que no arrancase, puso música y me bajó los pantalones hasta la rodilla.

  Le costó diez segundos ponérmela dura y siete minutos sin parar de chupar para que me corriera en su boca. Me quedé absorto.

  -Café con leche- me susurró Ana – me encanta hacerlo cuando el sabor del café aún permanece en mi boca.

  Y Ana se rió mirando por la ventanilla hacia el camión, donde un hombre con camisa de cuadros y gorra verde se la estaba cascando a nuestra costa.

  -Ahora sí gordi, tráeme agua anda –me dijeron los morritos de Ana.

  Cumplí órdenes y de vuelta al coche llevé una botella de agua y una bolsita de caramelos con sabor a café. Ana rió divertida.

  -¿Nos vamos al bosque ya? –me preguntó, poniéndose ella al volante ésta vez.

  Transcurridos cincuenta minutos y ya en plena sierra, Ana me preguntó:
-¿Cómo decías que se llamaba el pueblo?

  -Frialuna –contesté – sólo quedan unos seis kilómetros.

  -¿Y qué decían sobre una leyenda? No sé qué de muertos o espíritus- Me preguntó de nuevo.

  -Zombis, eran zombis. Ahora le preguntaremos a mi tío Genaro, que ha vivido allí siempre. Oye, ¿tienes pañuelos? No paro de moquear.

  -Uuummm, ¿pero sigue encantado el pueblo? Pues estarás a tus anchas allí so friki- bromeó Ana – Cógelos, están en mi bolso.

  -Tú ten cuidado por la noche – le dije, forzando los ojos para ponerlos en blanco.

  Y al volver a mirar por la ventanilla me sentí algo mareado, y vi, a lo lejos una mujer anciana en bata, parada y mirando al suelo en medio de la arboleda.

  Me sobresalté, cerré los ojos con fuerza y al abrirlos ya no había nadie allí.

  Cogí de inmediato la “Guía de supervivencia zombi” de la guantera y no paré de leer hasta que llegamos a la salida que debíamos tomar para acceder al pueblo, entre Constantina y Cazalla. Llegamos a Frialuna por un camino de tierra sin asfaltar que cruzaba la vía del tren, al parecer el único acceso posible.

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  Ana detuvo el coche en la misma entrada, junto un cartel hecho a mano en el que podía leerse:

  Los dos quedamos enmudecidos unos segundos.

  -¿A esto le llaman pueblo? –preguntó Ana, sin mirarme.

  -La verdad es que yo lo recordaba más grande, -le dije, bastante serio – aunque hace veinte años que no venía por aquí.

  El pueblo se limitaba a una sola calle, con viejas y destartaladas cabañas a ambos lados, no más de una docena, y más de la mitad tenían el tejado hundido en algunas partes.

No se veía un alma por ningún lado.

  -Y ahora… ¿adónde vamos? – me preguntó Ana.

  -La casa de mi tío es la segunda de la derecha. – le dije- Él tendrá las llaves de nuestra casa rural. Aparca ahí, al lado de ése…. granero o lo que sea.

  Tras cerrar el coche nos dirigimos a la casa del tío Genaro, teniendo que rodear un gran agujero excavado en la tierra que estaba repleto  de lo que parecían ser huesos, vísceras y pellejos sangrientos de distintos animales, y del que emanaba un olor al que algunos escritores describían como dulzón, pero que a mí me pareció, simplemente, nauseabundo.
Al llegar a la puerta de la casa dudé entre llamar o salir pitando de allí hacia cualquier otro lugar que no pareciese muerto, ni apestara como tal.

  Finalmente llamé, casi por inercia.

  Esperamos un minuto, dos, cuatro.

  Cuando nos disponíamos a marcharnos sin cruzar palabra alguna, escuchamos un ruido como el que hacía un sillón al ser arrastrado, y diez segundos después la puerta crujió para abrirse.

  Del interior, totalmente en penumbra, apareció la figura de un demacrado anciano, greñoso y con una larga y sucia (¿tal vez de sangre?) barba.

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  Instintivamente, ambos dimos un paso atrás ante semejante visión.

  -¡Vaya! Pero si es el pequeño Gabriel. –dijo el tío Genaro, con una voz apagada, casi inaudible. – Y su palomita. Buenos melones, chico listo éste sobrino mío. Aunque te recordaba más… sano.

  -Ho… hola tío, es que tengo un catarro de mil pares. Venimos a por lo de la llave, me alegro de verte. – fue todo lo que acerté a decirle, casi en estado de shock.

  -No digas estupideces so necio- me contestó mi tío de muy malas formas – aquí nadie se alegra de ver a nadie.

  Agaché la cabeza, mordiéndome el labio inferior.

  -Anda pasad, os moriréis de frío –ordenó el tío Genaro- Aunque el aire puro de aquí te vendrá bastante bien para el resfriado.

  -No, no te molestes tío, solamente venimos por las llaves, estarías ocupado y no… -comencé a decirle.

 -¿Llaves? ¿Yo ocupado? ¡Ja,ja,ja! – rió desagradablemente el viejo, dejando ver una salteada y mugrienta fila de dientes. – No seas imbécil, ¿y para qué demonios ibas a necesitar la llave? Aquí nadie las utiliza, se encaja el portón y listo. Pero si te sientes más seguro ahí tienes la llave.

  El tío Genaro señaló una alcayata que había clavada tras su vieja puerta.

  -Lleva años sin utilizarse, así que no te aseguro que la cerradura funcione –continuó el tío Genaro, al tiempo que escupía al suelo de su propia casa un líquido entre verde y marrón. –Y sobre lo de que debo estar ocupado, lo que hacía era limpiar el hacha y preparándoos algo de comer.

  -¿Comer? –le pregunté, mirando a Ana que a juzgar por su cara parecía tener el estómago revuelto. –no, no tenemos hambre aún tío, luego iremos a alguna venta cercana o…

  -Pero éste chico es un inútil, por aquí no hay nada so idiota –volvió a interrumpirme el viejo – en tiempos mejores lo hubo, pero no ahora.

  -Bueno, pues cogeremos el coche y… _intenté decirle.

  -¿Qué coche ni coche coño? –Me interrumpió por enésima vez el decrépito tío Genaro –los de ciudad os lleváis media vida subidos a ésos cacharros fabricagrasas.

  En ése momento caímos en la cuenta de que no habíamos visto ni un solo vehículo en todo el pueblo.

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  -Aquí no hay ni un coche –Le dije afirmando, sin preguntar.

  -Ya te he dicho que aquí las cosas son muy diferentes- dijo el viejo.

  -¿Y cómo vais a comprar? – se atrevió a abrir la boca Ana por primera vez- ¿La comida y demás?

  -¡Vaya!, si la palomita habla –bromeó el tío – Tampoco compramos, ni comida, ni agua, ni nada. Digamos que nos abastecemos del… entorno. Hay un riachuelo detrás de la vía, con suerte se puede pescar algo y agua no nos falta. Además está la caza, por aquí viven cientos de bichejos diferentes, todos comestibles… jejeje.

  El tío Genaro volvió a mostrar su infame dentadura al reírse, al tiempo que se rascaba una axila.

  Pensé con bastante repugnancia en la comida que según el anciano, nos estaba preparando, y de pronto se encendió una bombilla en mi mente.

  -No te preocupes tío, de verdad –comencé a decirle – nosotros… traemos el maletero lleno de comida para éstos días, ya sabes cómo somos los de ciudad.

  El tío Genaro se me quedó mirando sin gesto alguno casi un minuto.

  -Como queráis –dijo al fin, rompiendo la tensión – pero no me rechacéis lo que os estaba preparando. Lleváoslo a la cabaña, solo encended un buen fuego y podréis asarlo. Ya está despellejado y destripado. Pasad, que os lo doy.

  A buen seguro que Ana estaba pensando al igual que yo en el agujero que tuvimos que sortear a la entrada del pueblo.

  Tripas, pellejos, huesos… moscas, gusanos.

  Y cuando Ana de nuevo iba a intervenir casi con seguridad para volver a rechazar la oferta, me anticipé.

  -Está bien tío, te lo agradecemos.

  Y Ana me miró con cara de estar a punto de asesinarme cuando el viejo ya se introducía al interior de su cabaña.

  -Después lo tiraremos –le susurré al oído- si no aceptamos nunca terminaremos ésta conversación.

  Y cogiendo del codo a Ana seguimos al anciano.

  Dentro de la cabaña reinaba la oscuridad, y el hedor era idéntico al que emanaba del agujero de los pellejos, aunque de menor intensidad y mezclado con un tufo rancio de ancianidad.

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  En el centro del salón parecía haber una vieja mesa de madera, y cuando mis ojos se acostumbraron a la débil luz pude ver que encima había dos pequeños bultos, húmedos y oscuros.

  El viejo se dirigió hacia la mesa y cogió un hacha, luego me miró.

  -Pásame aquel saco niño –me ordenó Genaro, señalando hacia un rincón donde había una pila de leña.

  Obedecí raudo, deseaba salir de allí cuanto antes, y cuando me acerqué al saco pude distinguir que estaba manchado de un reseco color marrón, probablemente sangre.

  Lo agarré, notando su aspereza, y al levantarlo me llevé una  nefasta sorpresa cuando vi que debajo había una mano humana cortada, con la palma hacia arriba, putrefacta, sangrienta y con parte del radio y el cúbito astillados y asomando por la muñeca. De repente la mano se cerró sobre sí misma, lo que me hizo caer de espaldas con un gran salto que me provocó un lacerante dolor en la rabadilla.

  -¡Ja,ja,ja! –rió el tío Genaro, despreocupadamente – cuidado, aquí hay ratas por todos lados.

  ¿Ratas?

  -Eso no eran… -comencé a decir entre toses, debido al golpe unido a mi resfriado.

  Ana acudió a mi lado ayudando a levantarme, me quitó el saco de las manos y se lo entregó al inquietante tío Genaro.

  -Meta ésos conejos en el saco, que nos vamos de inmediato –le dijo al anciano, con voz temblorosa.

  -Tranquila palomita –contestó Genaro, siempre con un tenue hilillo de voz- pero no son conejos, son ardillas.

  Y disfrutando con la cara de asco que comenzaba a dibujarse en Ana, remató diciendo:

  -Aunque si te hace sentir mejor, mientras te los comes puedes pensar que son conejos.

  Mientras abría el saco, el tío Genaro no paraba de reír para sus adentros.

  -Ah una cosa más –continuó el viejo- si no os importa me quedo con las cabezas, hacen un caldo espléndido.

  Con dos contundentes hachazos separó las cabezas de sus cuerpos, los cuales pasaron a tener el aspecto de ratas en lugar de conejos o ardillas.

  -De todas formas dudo mucho que os las fueseis a comer vosotros- dijo, introduciendo definitivamente los dos pequeños cuerpos en el saco.

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  Me soné la nariz sin poder apartar la vista del rincón en el que estaba seguro de haber visto una mano, pero guardando distancia, a decir verdad desde la otra punta de la habitación, así que Genaro le entregó la carne a Ana.

  Cuando ya salíamos de la habitación, aún seguía con la certeza de que aquello era una mano humana, y como no podía quitármela de la cabeza me atreví a preguntarle al viejo:

  -Oye tío, ¿qué hay de cierto sobre la leyenda de los zombis de Frialuna?

En principio mi desagradable pariente se quedó enmudecido, con un rictus serio en el semblante.

  -¿Zombis?-preguntó al fin, queriendo dar la impresión de estar algo confuso, pero sin conseguirlo.

  -Muertos vivientes, se dice que… -comencé a explicarle.

  -¡Aquí no ha habido nunca muertos vivientes! –gritó Genaro, irritado al tiempo que daba un sonoro golpe con su mano en la vieja puerta de madera.

  -Pe…pero el pueblo está totalmente abandonado, apenas tiene vida y… -le decía antes que me volviese a interrumpir.

  -¡¡El pueblo una vez tuvo vida, de hecho lo fundamos los trabajadores del ferrocarril!! 
 -gritaba el viejo sin ocultar su indignación – ¡decidimos vivir aquí para no tener que hacer cientos de kilómetros hasta nuestras casas a diario! –hizo una pausa, y añadió- …hasta que ocurrió la desgracia.

  El tío Genaro, visiblemente asfixiado tomó aire, y continuó:

  -Uno de los túneles por los que debía pasar la vía bajo la montaña se vino abajo, sepultando para siempre a más de ochenta compañeros –al recordar tal suceso mi tío parecía bastante afectado – El túnel estaba prácticamente terminado, por lo que la mayoría de la cuadrilla se encontraba acondicionando en su interior el terreno para la posterior colocación de las vías. Fuimos nueve las personas que nos salvamos aquel día, los encargados del abastecimiento exterior. Nunca superamos aquella tragedia y decidimos quedarnos aquí en su memoria. Éste pueblo de mala muerte es todo lo que tenemos, así que no te atrevas a difamar contra él con historias de muertos vivientes, eso sólo son invenciones de programitas nocturnos de radio.

  Al terminar sus explicaciones, mi tío tenía los ojos enrojecidos y un hilo de oscura baba recorría su mugrienta barba, cayéndole al pecho.

  -Por cierto –añadió mi tío- el tramo de vía que debía cruzar éstos parajes nunca llegó a finalizarse, pero tampoco se desmanteló. De ahí que hayáis tenido que pasar por encima para entrar al pueblo, unas vías por las que nunca pasó ni pasará tren alguno.

12

  Así que el ruido de ninguna máquina de vapor os despertará mientras dormís.

  ¿Máquina de vapor? ¿En qué siglo vivía mi tío?

  Tras esto se volvió dando por zanjada la conversación, y antes de que cerrase la puerta le pregunté:

  -Tío, ¿cuál es la cabaña en la que nos quedaremos?

  -La última a la izquierda- contestó sin volverse.

  Y justo antes de que se perdiera de nuevo en la oscuridad, pude ver cómo se le caía la oreja izquierda al suelo. La seguí con la vista desde que golpeó en su hombro hasta que se estrelló en el suelo.

  Un portazo y nos quedamos solos, en un pueblo en el que hacía bastante tiempo ocurrió una tragedia que provocó la violenta muerte de ochenta personas, pero que aunque mi tío casi jurase que no existía leyenda alguna, a la gente se le caían las orejas y había manos que pese a estar separadas del resto del brazo, seguían siendo capaces de moverse. Y que según el cartel hecho a mano de la entrada, tenía ocho habitantes, por más que no viésemos a nadie exceptuando al tío Genaro desde nuestra llegada.

  Así que nos giramos, miramos hacia la última cabaña a la izquierda, y si bien su aspecto era de lo mejorcito del lugar, una parte de su tejado también estaba en ruinas.

  Nos dirigimos de vuelta al coche y por el camino Ana se acercó al fétido hoyo de los despojos y arrojó el saco junto con las ardillas muertas en su interior. Yo no protesté. Nos metimos en el coche y nos quedamos en silencio unos minutos. Hasta que Ana rompió el hielo:

  .¿Qué…vamos…a hacer?

  En principio me sentó incluso mal que Ana me hiciese ésa pregunta, pues en mi retina aún se reflejaba la oreja de mi tío desprendiéndose de su cabeza y una parte de mí deseaba que ella hubiera optado por abandonar inmediatamente aquel lugar maldito.

  -No sé -le dije- ¿qué opinas tú? -de nuevo le pasé la patata caliente a ella.

  -La verdad es que esto es una mierda, todo es tan …oscuro –dijo Ana.

  La oreja de mi tío se desvaneció de mi mente, ocupando su lugar las tetas de Ana y sus jugosos labios.

  -Bueno, podemos probar ésta noche a ver qué tal… -dije, no sin dudas.

  -Supongo que sí, tampoco es tan… -dijo Ana, sin acabar la frase, presa también de la indecisión.

13

  Las tetas y los labios de Ana ahora se esfumaron , y en el escenario de mi mente apareció la mano cortada que había detrás del saco.

  -Aunque no tenemos nada de cena para ésta noche –le dije.

  -Ya, pero compraste bebidas y patatas fritas ¿no? –dijo Ana, comenzando a inclinar la balanza a favor de quedarnos.

  El recuerdo del café sólo y los caramelos de ése sabor que llevaba en la guantera le ganaron definitivamente la batalla a la oreja y la mano.

  -Una noche a base de patatas de paquete y cubatas tampoco nos dejará morir de hambre ¿no?- le dije, ahora convencido- Además, llevamos tanto tiempo sin poder echar un polvo…

  -Decidido –dijo Ana- nos quedamos ésta noche ya que estamos aquí, jodemos todo lo que podamos y mañana decidimos qué hacer.

  Y se lanzó encima de mí dándome un profundo beso y echándome mano al paquete.

  Arranqué el coche y crucé la corta calle hasta llegar a la que sería nuestra morada ésa noche.

  Ni siquiera el ruido del motor en funcionamiento, algo que visto lo visto debería haber resultado inusual por ésos lares, hizo que ninguno de los supuestos habitantes asomase la cabeza.

  Y al fin entramos en la cabaña.

  Efectivamente la puerta se encontraba tan sólo encajada, pero el interior de la vivienda nos sorprendió gratamente, habiendo visto lo que vimos desde nuestra llegada a Frialuna.

  Me puse rápidamente a descargar el maletero metiendo el equipaje en el salón, mientras Ana ordenaba un poco lo que yo iba llevando y a cada vuelta que daba al coche el pueblo me parecía más tétrico y silencioso.

  Seguía sin aparecer nadie, ni siquiera a través de las ventanas.

  Sólo me quedaba la bolsa de las bebidas y demás compra del asiento trasero, así que le anuncié a Ana que iba a por ella para empezar la fiesta cuanto antes.

  Pero al salir de nuevo al exterior noté algo extraño, algo que en las anteriores ocasiones no estaba así, y que de momento se me escapaba.

  Hasta que el viento cerró de golpe la puerta de una de las cabañas de enfrente, provocándome un sobresalto.

14

  Eso era. Cuando me fije atentamente, todas las cabañas tenían sus puertas abiertas de par en par, mostrando la común oscuridad que albergaban en su interior, mas nadie asomaba por ellas.

  Lo que sí pude notar fue un incremento del olor a putrefacción, y quise pensar que había sido llevado hasta mí desde el agujero de los pellejos por la misma ráfaga de viento que cerró la puerta.

  Con nerviosismo cogí la bolsa y me metí en la cabaña lo más rápido que pude.

  Cerré la puerta con llave(que sí funcionó) desde dentro y la reforcé poniendo una silla, haciendo de palanca.

  -¡Vaya! Sí que se ha vuelto cagueta el experto en zombis - se burló Ana.

  -Definitivamente no me gusta éste sitio –le contesté- sin embargo tú me encantas.

  Me dirigí hacia ella y le agarré un pecho a la vez que metía la lengua en su boca.

  -Échame una copa ¿no? –dijo sensualmente Ana.

  -Voy a ver si hay algo de hielo en la nevera-le dije dirigiéndome a la cocina.

  Cuando miré a Ana sentí un ardor terrible, pues ya se quitó la parte superior de su vestimenta y se quedó en sujetador, uno precioso de encajes casi transparentes. Así que al agacharme para abrir el congelador, una importante erección me molestaba en los pantalones.

  -Por fin algo sale bien – le dije agachado – Hay hielo hecho.

  -¿Ves como todo se va a arreglar? –me dijo Ana desde el sillón.

  Cogí dos vasos, los enjuagué y preparé dos cubatas. Cuando volvía Ana me esperaba ya sin ropa, abrazada a sí misma debido al frío que hacía y tendida en el sofá.

  -Yo ya estoy preparada –me dijo mordiéndose el labio inferior –pero tendrás que encender un buen fuego o darme calor tú mismo.

  Cuando me dirigía hacia ella un pequeño movimiento frente al sofá me alertó. Por un agujero entre tabla y tabla que conformaban la pared de la cabaña había alguien mirando lascivamente a Ana.

  -¡Eh!- le grité, arrojándole uno de los vasos, estrellándose justo donde estaba el agujero.

  -¿Pero qué…? –comenzó a preguntar Ana, sobresaltada.

  -Había alguien mirándote –le dije- , por ése agujero.

  -¿Qué agujero? –me preguntó Ana- Ahí no hay nadie. ¿Te encuentras bien Gaby?

15

  -Pero… ¿adónde vas? –volvió a preguntarme al ver que me dirigía al exterior.

  -Ningún puto viejo verde más va a jodernos el puente –dije quitando la silla de la puerta –te lo aseguro, no te muevas de aquí.

  -¡Gaby! –la oí gritar, pero yo ya estaba afuera.

  Rodeé la cabaña y cuando llegué al sitio donde estaba el agujero no había nadie. Así que seguí andando lentamente para dar un giro completo a la cabaña, preparado para encontrarme en cualquier momento con ése viejo cabrón, que con seguridad habría comenzado a huir por la otra esquina. Pero allí tampoco había nadie.

  Para llegar de nuevo a la entrada tuve que sortear un montón de leña cortada, con un hacha  a un lado.

  Entré de nuevo a la cabaña  para decirle a Ana que todo iba bien, y que al menos había encontrado la madera para encender el fuego.

  Cuando entré Ana no estaba en el sofá, supuse que se asustó y se metió en el baño, así que llamé a la puerta pero nadie contestó.

  -Ana –le llamé- sal, no hay nadie afuera, el muy cabrón ha debido huir bosque a través.

  -¿Ana? –volví a llamar, también sin resultado.

  Así que abrí la puerta, pero no estaba dentro. Fui de nuevo al salón y a los pies del sofá estaba toda su ropa. Mi corazón comenzó a bombear con mayor rapidez que habitualmente lo hacía.

  -¡Anaaaa! – grité a viva voz, pero un sepulcral silencio fue todo lo que obtuve por respuesta.

  Salí en su busca, con nerviosismo y totalmente aterrado. Fui a la pila de leña del lateral de la cabaña para coger el hacha, me agaché, al levantarme con ella en las manos apareció un hombre anciano y desaliñado de detrás del montón.

  Al principio pensé que se trataba del que estuvo fisgoneando por el agujero, así que esperé a que de nuevo saliese huyendo.

  Pero en lugar de eso el viejo comenzó a dirigirse hacia mí. Según se acercaba pude comprobar que en realidad no era un hombre común, sino un ser sobre los que tanto había leído, un zombi.

  Tenía la cabeza inclinada a un lado, el poco pelo que aún poseía enmarañado y sobre todo, los ojos en blanco.

  La primera reacción que tuve fue retroceder un par de pasos, pero entonces el zombi abrió la boca, de la que no salieron palabras, sino un líquido negro que le manchó la raída  camisa de cuadros, y avanzó hacia mí con el único brazo que le quedaba intentando agarrarme.

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  Entonces la “Guía de supervivencia zombi” abrió sus páginas en mi mente, activando mi modo de defensa.

  De un contundente hachazo corté su brazo. El zombi cayó entre alaridos, lo cual me sorprendió, pues según lo que había leído, ellos no sentían dolor, aunque éste no paraba de retorcerse en el suelo. Me acerqué a él, y sin pensarlo le abrí la cabeza en dos, acabando con su sufrimiento. El zombi paró de moverse, pero los blancos ojos quedaron abiertos como si continuasen mirándome.

  Le arranqué el hacha de la cabeza con la intención de encontrar a Ana antes de que lo hiciera uno de ésos espectros, porque estaba seguro que si había visto a uno, no sería el único.

  Por el suelo quedaron desparramados los podridos sesos de aquel ser.

  Cuando salí a la calle principal (y única)  ahora sí que de las cabañas vi cómo salían sus dueños, alertados posiblemente por los gruñidos y gritos del zombi que acababa de abatir. Pero éstos no parecían personas normales. Ahí tenía a mis esperados zombis.

  Conté un total de seis y todos se dirigían hacia mí lenta y torpemente dado su condición de ancianos muertos vivientes.

  Uno de ellos vi cómo se le desprendía una pierna de su putrefacto cuerpo dando con los huesos en el suelo, imposibilitado para caminar. Otro se desplazaba en silla de ruedas ayudándose de sus descarnadas manos, y decidí que ellos serían los últimos a los que atacaría, pues eran los que menor peligro representaban.

  Así que me dirigí a la carrera al más obeso de ellos, de cuya enorme panza asomaban parte de los intestinos, que se iban enredando en sus piernas. Al llegar a su altura alzó los brazos para intentar agarrarme pero con un golpe lateral le cercené el cuello, haciendo rodar su cabeza por la tierra. Sus ojos y su boca seguían activos pero su orondo cuerpo yacía tendido vaciándose de oscura sangre.

  Mientras miraba como hipnotizado los blancos ojos de la cabeza que acababa de cortar unas garras se clavaron en el hombro, produciéndome una punzada de dolor.

  Al darme la vuelta vi que se trataba de otro zombi, el segundo más corpulento. De un codazo le tumbé en el suelo, salté sobre él con furia y le reventé la cabeza.

  Los demás muertos, excitados por mi rabia, comenzaron a emitir horribles gritos y sonidos guturales, ininteligibles y comenzaron a huir, siempre con la lentitud y la torpeza de un muerto viviente, más aún siendo ancianos. Esto es algo que tampoco se ceñía a los cánones de la zombilogía universal.
 
17

  Al ser mucho más ágil y veloz que ellos pronto les di caza, cortándole a uno la pierna por detrás a la altura de la cadera y acabando con él una vez estuvo en el suelo, y a otro separando su cabeza del cuerpo metiendo el hacha por la nuca. Empezaba a gustarme cómo caían al suelo.

  En la calle sólo quedaban el que perdió la pierna nada más salir de su cabaña y el que iba en silla de ruedas. Un minuto más tarde sus malolientes sesos se desparramaron por la tierra de la “avenida principal” de Frialuna.

  Exhausto, conté los cadáveres, andando entre ellos. En total había siete así que mi mente se centró en Ana… y en mi tío Genaro. El mismo que se fijó en los pechos de mi novia antes incluso de darle la bienvenida.

  Un escalofrío me recorrió la columna vertebral y mi mirada se dirigió hacia la maloliente cabaña del viejo, mis piernas comprendieron enseguida y comencé a correr, hacha en mano, en dirección al hogar del despelleja-ardillas, dejando detrás de mí un macabro rastro de sangre y cuerpos decapitados.

  Al llegar a la puerta ésta se encontraba abierta, como todas las del pueblo, así que aminoré la marcha y me mantuve en silencio, entrando poco a poco, procurando no ser oído.

  Cuando llegué al salón, mi tío estaba encima de la mesa en la que momentos antes acababa de cortar las cabezas de nuestra sugerida cena.

  Debajo suya había alguien, pero aunque no distinguía quién era, yo a ésas alturas de que se trataba de Ana, desnuda.

  Mi tío no paraba de dar dentelladas a su cuello, desgarrando el tejido que luego se le quedaba colgando de la barba.

  Me acerqué por detrás con tres rápidos pasos y aprovechando el impulso le di un golpe de hacha que le cortó limpiamente la parte superior del cráneo, y su cabeza quedó con el aspecto de un tarro de mermelada recién abierto.

  Al caer hacia adelante vació el contenido de su cabeza en la cara de Ana, que permanecía totalmente inmóvil.

  La di por muerta, así que me arrodillé y mirando hacia abajo comencé a llorar cuando una mano me agarró del pelo, y al mirar hacia arriba pude ver con sorpresa  que era Ana, con el cuello descarnado y los ojos en blanco. Había sido infectada. 

  Reaccioné rápido antes de darle la oportunidad de atacarme y le corté una pierna por debajo de la rodilla.

  El cuerpo mutilado de Ana cayó delante de mí y justo cuando iba a darle el golpe definitivo, me pareció que me miraba a través de sus ojos marrones, si bien mi mente sabía que no era así. 

  Su cabeza quedó abierta en dos partes casi simétricas que cayeron a cada lado sobre sus desnudos hombros.

  Yo estaba bastante cansado y ensangrentado, pero satisfecho  de haber terminado con la maldición zombi de aquel pueblo fantasma, evitando a su vez que ésta se propagase por el mundo. 

  Cogí el coche y fui al puesto más cercano de la Guardia Civil, en otro pueblo, para dar constancia de lo sucedido.

  El resto de la historia creo que ya lo sabe, señoría.

-          18

  El juez quedó boquiabierto ante la frialdad con la que Gabriel relató los hechos, como si fuese algo de lo más normal.

  -¿Tiene algo que decir la defensa antes de que suspenda la sesión para que el jurado tomé una decisión? –dijo el juez dirigiéndose al abogado de Gabriel.

  -Sólo quiero, si me permite señoría, entregarle el teléfono móvil de la madre de mi cliente para que pueda ser utilizado como defensa, en el que puede leerse un mensaje que el doctor Martín, psiquiatra de Gabriel, le envió a ella como advertencia el mismo día por la tarde que la pareja se fue a Lunafria- dijo el abogado.

  El juez asintió y pidió al letrado que leyese por favor en voz alta.

  -Señora López, soy el doctor Martín. Llevo varios días intentando contactar con su hijo Gabriel, pero no atiende a mis llamadas. Según mis cálculos el tratamiento de Haloperidol que le puse a su hijo debe estar agotado desde hace varios días, y no han pasado por mi consulta para la renovación de la receta ni para una revisión del estado de su hijo. Le comunico que sin dicha receta ninguna farmacia está autorizada para suministrar el medicamento, el cual es de vital importancia para evitar la descompensación del paciente, pues la interrupción inmediata de las dosis puede agudizar su esquizofrenia paranoide, haciendo posible que el paciente sufra alucinaciones y visiones que no se ceñirían a la realidad, no siendo más que proyecciones que aflorasen de su mente. Sin más les pido que con urgencia se pongan en contacto conmigo. Atentamente, su amigo el doctor Martín.

  Los asistentes al juicio quedaron en silencio.

  -Abogado, haga llamar al doctor Martín como testigo –dijo el juez –se levanta la sesión hasta su comparecencia. Y el sonido tosco del mazo de madera del juez inundó la sala.

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