Aquéllos que vivieron, Francisco José Palacios Gómez
¿Cómo iba
alguien siquiera a imaginar lo que nos depararía el futuro?
Aquella
mañana de abril desperté sobresaltado por el estridente timbre del reloj. Con
ojos adormilados, de legañas punzantes, observé la hora que marcaban las manecillas,
incrédulo al comprobar que había llegado el momento de levantarse y marchar al
trabajo, a los campos de recuperación. Las noches no me cundían. Algo no iba
bien. Me lo decía mi intuición, que pocas veces me fallaba. Las horas pasaban
raudas, y casi no daba tiempo a descansar. Dos semanas después de este
presentimiento que tanto me preocupaba, mi esposa anunció que estaba a punto de
dar a luz a nuestro hijo. Ella tenía motivos para estar temerosa con el parto.
Efectivamente. Nuestro hijo nació con la enfermedad. Un padecimiento que
compartían muchos niños.
Hacía un
tiempo que había nacido el primero. Luego, fueron cientos. Miles, al poco.
Nadie sabía
explicar cuál era el motivo de la extraña proliferación de niños enfermos.
Subrayo lo de enfermos, ya que las inusuales características con las que venían
al mundo se debían considerar, indiscutiblemente, síntomas de una enfermedad
desconocida.
Como iba
diciendo, yo fui el padre de uno de esos, digamos, engendros. ¿Cuáles eran las
particularidades que los diferenciaban de las personas normales? La primera,
más evidente e importante, su exacerbada lentitud. Eran tremendamente
tranquilos… desesperadamente parsimoniosos.
Cuando nació
Slowton (ese es el nombre que nos pareció más apropiado para nuestro bebé), su
madre lloró desconsolada. Aunque no movió ni un sólo músculo durante el parto,
el médico lo extrajo con sumo cuidado, pues había desechado la idea de que
estuviera muerto. No era el primer caso que se daba por lo que, los pausados
latidos de su corazón, escuchados por el médico cuando aún se encontraba en el
vientre de mi mujer, le hicieron sospechar que el niño nacería con la
enfermedad, digamos, de moda: la ‘lentina’.
El pequeño Slowton, de piel suave y ojos grandes, se removió con
exagerada lentitud. No rompió a llorar hasta pasada media hora desde el
alumbramiento. Pero su lloro parecía más bien un cántico. Abrió la boca, calmo,
muy calmo, como haciéndose el remolón. Todos, el doctor, que ya se temía que
nuestro bebé sufría de ‘lentina’, las enfermeras, su madre y yo mismo, lo
observábamos con atención, expectantes, esperando a que prorrumpiera en el
característico gimoteo de los recién nacidos. Entonces, del interior de su
garganta, surgió esa melodía hipnótica, ese gimoteo suave y prolongado: ‘b-bb-buuuu-uuuu-uuuuuuaaa-aaaaaaaaaaaa’,
alargando las vocales hasta el infinito. Cuando sus pulmones se hubieron
vaciado de oxígeno, varios minutos después, respiraba hondo (operación que le
ocupaba otro buen rato), y comenzaba de nuevo el proceso.
De no ser por
la insistencia tenaz de las enfermeras, mi esposa no habría cogido a nuestro
hijo. Ella lloraba a mares, con mucha más fuerza y seguridad que el neonato.
Finalmente, lo agarró sin convencimiento pleno, y lo acercó a su pecho. Slowton
tardó casi una hora en encontrar el pezón sonrosado, hinchado y rebosante de
leche. Lo metió en su boca y estuvo cuatro horas succionando. Su madre se quedó
dormida antes de que terminara de comer.
Nuestra vida
dio un vuelco con Slowton. Ambos tuvimos que solicitar una disminución de
nuestra jornada laboral para atender las necesidades del pequeño, a pesar de lo
ocupado que me encontraba por aquel entonces con los importantes estudios que
estaba llevando a cabo sobre algunas de las características desconocidas del
universo. Por algo soy físico teórico. Como decía, cuando dormía, lo podía
hacer durante días enteros, sin que necesitara en todo ese período comer o
hacer sus necesidades. Pero al despertar requería de toda nuestra atención para
cualquier tarea: si había que asearlo, debíamos ser extremadamente cuidadosos,
pues su cuerpo era en exceso delicado. Una de las primeras veces, mi esposa lo
frotó con una suave esponja, provocándole un severo moratón que le duró
semanas. Porque esa era otra peculiaridad: tardaba en curarse de cualquier
herida muchísimo más tiempo que un ser humano normal. Era desesperante jugar
con Slowton. Si pretendíamos que hiciese, por ejemplo, un puzle de cuatro
piezas, bien podía pasarse horas absorto ante el espacio vacío ante él; volvía
lentamente su mirada hacia las piezas puestas en el suelo; posaba de nuevo su
vista en el lugar donde pretendía colocarlas… y así un interminable rato. Luego
cogía una, le daba cientos de vueltas en las manos, examinándola detenidamente.
Al fin la colocaba en la mesa, en el lugar donde creía que le correspondía. No
es que fuera tonto. Simplemente era lento. Aunque a veces a mí se me olvidaba,
y me sorprendía colérico arrancándole las piezas de las manos y componiendo el
dibujo del rompecabezas, mientras le gritaba: “¡La cabeza de la vaca! ¡El lomo!
¡Las patas delanteras! ¡Y las ubres y el culo! ¡¿Es que no lo ves?!”. Entonces
mi arrepentimiento alcanzaba cotas inimaginables, pues Slowton, iniciaba una
serie de interminables pucheros y, con lágrimas cayendo con lentitud por sus
mejillas, estallaba en su eterno llanto-cántico:
‘¡¡bbbb-bbb-bb-uuuuuuu-uuuuu-uuuu-uuuuuu-aaaa-aaaaaa-aa!!’.Yo intentaba
calmarlo, desmoralizado porque sabía que tardaría horas en conseguirlo.
Menos mal que
las administraciones competentes tomaron cartas en el asunto. Era un problema a
nivel mundial. Crearon escuelas especiales con objeto de cuidar de esos niños
mientras sus padres asistían a sus trabajos. Nos impartieron cursos de yoga,
para adquirir paciencia. Además, fuimos eximidos de la obligación para con la
comunidad de acudir, en nuestro turno, a los campos de recuperación de la flora
terrestre, y a las factorías de fabricación de materia prima situadas en la
luna. Sentí lástima por algunos de esos progenitores, que lloraban desconsolados,
presos de la desesperación; sufrían de tics nerviosos, desbordados por la
situación: guiñaban un ojo involuntariamente; se sacudían la ropa con las
manos, como si la tuvieran llena de hormigas; hablaban solos, bajo, muy bajo, y luego se carcajeaban de sus propias palabras…
Estos eran los casos más graves (amén de los que acababan en el suicidio) y, a
decenas de ellos, les retiraron la custodia de su niño ‘lentino’. Muchos de los
que fueron despojados de sus hijos lloraron,
ahora sí, de pura felicidad.
Me uní a un grupo de científicos de distintas áreas
que analizaba la enfermedad, pues era un hecho tan anormal, que intentábamos
arrojar algo de luz al extraño asunto, cada uno desde la perspectiva de su
especialidad. Los médicos descubrieron algo realmente sorprendente: el
metabolismo más pausado de los ‘lentinos’ los dotaba de longevidad. Gracias a
las pruebas que les realizaron, intentando averiguar el origen y su posible
cura, comprobamos que vivirían más años que un humano medio. Sus células
padecían la oxidación con menor celeridad; el envejecimiento se produce, entre
otras cosas, porque las células de la piel, antes de morir, se dividen para
crear células nuevas. Estas células nuevas no reciben todo el código genético
de la anterior: son defectuosas. De ahí que, en el proceso de muerte y
nacimiento constante de células, cada vez sean más imperfectas, provocando la
vejez. Este procedimiento natural no se daba de la misma manera en los niños
enfermos, pues las células tenían una vida mucho más prolongada que las de un
humano normal y, al dividirse, la información genética que se perdía era
ínfima, mucho menor que en el resto de las personas. Se barajó la posibilidad
de usar a los ‘lentinos’ como fuente de experimentación para la creación de
cosméticos anti envejecimiento pero, se armó tal revuelo, que a punto estuvo el
equipo de gobierno de perder las elecciones, prohibiendo en el acto cualquier
tipo de estudio de esos niños con fines lucrativos.
Una carta
llegó a mis manos procedente del OLE (Organismo Lentino Estatal), cuerpo
administrativo que se ocupaba de los asuntos de la “lentina”. Nos informaban a
la madre de Slowton y a mí de que se llevarían al niño a un campamento con
otros enfermos. Fueron unos días inolvidables. Reviví con mi esposa una nueva
luna de miel. Aunque todo lo bueno acaba. Slowton regresó al mes de haberse
marchado, período de tiempo que se me hizo excesivamente corto. Cuando le
pregunté acerca de dónde había estado (maldita la hora en que lo hice), me
explicó que los monitores los condujeron a él y a sus amigos a una zona
campestre. Allí todo estaba afectado por la “lentina”: las moscas volaban a la
velocidad de los caracoles; los perros ya no eran esos seres tan rápidos que
Slowton nunca podía acariciar, sino que andaban normales, como Slowton. Parecía
una locura, pero en el OLE me confirmaron que era cierto, que se había
descubierto una zona del planeta en la que todo estaba afectado por la
“lentina” y que, allí, los niños podrían hacer una vida normal. Era demencial.
Pero si Slowton era feliz… ¿quién era yo para prohibirle que fuera a ese
maravilloso lugar? Quise acudir aquella zona tan extraordinaria, con objeto de
realizar una serie de averiguaciones, pero el gobierno ya había nombrado a otro
grupo de científicos de renombre para realizar las tareas.
Mientras
tanto tuve que conformarme con la observación de los niños que padecían
“lentina”, y con proseguir mis estudios sobre el universo. Escuchar una
conversación entre esos enfermos era algo desquiciante. Cuando hablaban muchos
a la vez, sus pausadas retahílas se convertían en una suerte de murmullo
ensordecedor e ininteligible. Alargaban las sílabas hasta la saciedad,
convirtiendo las letras de cada palabra que pronunciaban en un sonido infinito.
En cierta ocasión, un niño formuló una pregunta a otro, que jugaba con un
cochecito. Tardó aproximadamente media hora en pronunciar las palabras. Los investigadores
lo anotábamos todo, con objeto de averiguar si, entre ellos, se entendían, como
parecía ocurrir. El otro, el niño del cochecito, tardó otro tanto en responder
al primero. Una vez que tradujimos pregunta y respuesta, el resultado fue que
uno dijo “¿me dejas el juguete?”, a lo que el segundo contestó “¿qué dices? No
te estaba escuchando”. Muchos de mis colegas iniciaron una risa nerviosa y
desesperada.
Y así pasaron
los años, Slowton con su exasperante lentitud y mi esposa y yo deseando que
llegara el momento anual en el que nuestro hijo fuese llevado a “Lentinia”, que
era el nombre asignado al lugar en el que todo transcurría como a cámara lenta.
Fue durante
una de esas ausencias, cuando mis indagaciones acerca de los misterios del
universo dieron sus frutos. Los experimentos que llevaba a cabo con mi grupo,
habían revelado una verdad incontestable: que el centro de nuestra galaxia es
una especie de sumidero que engulle todo lo que gira a su alrededor, como
ocurría en otras agrupaciones de estrellas en las que sí se había podido
confirmar este extremo anteriormente. La posición de la Tierra en un brazo de
la Vía Láctea dificultaba las observaciones en este sentido. Un ejemplo, aun en
exceso pueril: si echamos una pequeña bola de plástico en un recipiente lleno
de agua, y quitamos el tapón del fondo, la bolita dará vueltas alrededor de la
boca del desagüe, cada vez más rápido cuanto más se acerque al epicentro, hasta
acabar desapareciendo en su interior. Eso estaba pasando con algunas estrellas
cercanas al núcleo de la galaxia. Estaban siendo engullidas.
Comprobamos
también que el movimiento de nuestro sistema solar en su viaje a través del
universo no es circular, sino que dibuja una especie de espiral, por lo que, a
cada instante que transcurre, se encuentra más cerca del centro de la galaxia.
Faltaban aún millones de años para que fuera ingerido por ese núcleo. Aunque,
cuanto más se acercaba, con mayor velocidad giraba a su alrededor.
Este fenómeno
provocaba un efecto anormal y en contra de todas las leyes físicas demostradas
hasta la fecha: el tiempo también se aceleraba. Según todos los estudios
confirmados, cuanto más nos acercamos a un gran cuerpo (agujero negro o
sumidero), la incidencia de su fuerza de gravedad da lugar a que el espacio
tiempo se dilate, originando justo el efecto contrario del que estábamos
sufriendo, esto es, que el tiempo se ralentizaría. Es como colocar una sandía
sobre una malla elástica: su peso hace que se agrande, se estire, y no que se
encoja. No obstante, los días, aunque seguían durando veinticuatro horas,
parecían más cortos. La percepción del tiempo estaba cambiando, y daba la
sensación de transcurrir más rápido. Ese era el motivo de que no me diera lugar
a terminar con las tareas de mi trabajo, que las noches volaran y yo no notara
el descanso, que el mes que Slowton se encontraba fuera en el campamento de
“Lentinia” pasara en un instante. El tiempo se aceleraba, lo que afectaba a
nuestra percepción del mismo. Si observabas atentamente las manillas de un
reloj, podías notar cómo el segundero avanzaba raudo en su vuelta circular y
que, el minutero, y aun el horario, marchaban con más premura que hacía años.
¿En qué podíamos confiar ahora que las leyes de la física parecían haberse
alterado en nuestro planeta?
Ocurrió que,
tiempo después, cuando Slowton contaba con diez años (por mí habían pasado
algunos más, al menos en su incidencia física), se comprobó que el territorio
de ‘Lentinia’ se extendía hacia otros puntos de la Tierra: cada vez nacían más
niños con la enfermedad. Y no sólo eso, sino que la enfermedad afectaba por
igual a las plantas, a los insectos, a los animales en general… nada escapaba a
la nefasta y progresiva ralentización.
Colgué el
teléfono a uno de mis colegas que pertenecía al equipo científico que se
ocupaba de ‘Lentinia’, y que me había desvelado, un poco asustado, esas
noticias tan sorprendentes. Alarmantes, en realidad. Entonces empecé a
encontrarme mal. Mi mujer estaba ausente, en el trabajo, y Slowton se hallaba en la cocina, cogiendo un vaso
para echarse leche, tarea que le podía llevar más de media hora. Le llamé
preocupado… algo me pasaba, lo sentía. Tardó unos sesenta minutos en llegar
hasta a mí (cada día que pasaba era más lento), justo a tiempo para presenciar
que mi pelo encanecía repentinamente, mis ojos se hundían en mis cuencas, y mi
piel se apergaminaba como la de un anciano.
Por alguna
desconocida razón nuestra galaxia, en su periplo por el universo, había entrado
en una región aberrante donde las cosas no funcionaban igual que antes, donde
las leyes físicas habían cambiando. Comprendí, entonces, que Slowton no estaba
enfermo. A él no le afectaría como a mí que el tiempo pasara más deprisa.
Slowton y las generaciones de ‘lentinos’ habían sufrido una mutación, habían dado
un salto evolutivo. Su metabolismo, lento en general, se adaptaría
perfectamente a la aceleración del tiempo. Si el día duraba ahora diez horas, para
él, y según su percepción, seguirían siendo veinticuatro. La raza de los
normales, mi raza, estaba condenada a la extinción. Ahora, el mundo era de los
‘lentinos.
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