sábado, 19 de enero de 2013

CRÓNICA PÚRPURA (2)




Audrey cuidaba de mí; aquel tipo se apiadó de mi alma. Era un anciano adinerado, en el pasado ejerció como veterinario en varias de las fincas de la zona además de ocuparse de sus propias reses. Trabajó para mi tío y le ayudó con el ganado también. Era uno más en la familia... le queríamos y él a nosotros por igual. Joder... era un buen hombre, vaya que sí lo era. Quizá por eso decidió sacar adelante al pobre diablo en el que me estaba convirtiendo...
Días después de enterrar los cuerpos de tío Ack y de mi pobre primo, aquel medico decidió sacarme del camastro y llevarme a Phoenix. Audrey tenía un pequeño apartamento vacío en la ciudad. Pensó que podía ser peligroso dejarme en la granja, dudaba de mi seguridad. La verdad, el doctor más bien temía de aquella cosa que nos atacó; la mujer que asesinó a mi familia. No llegó a verla, no sufrió en sus carnes el ataque del monstruo, pero gracias a mi descripción de los hechos él no tuvo más remedio que temerla. Audrey fue testigo de las heridas infligidas en los cuerpos de Ackley y el joven Parking, por lo cual, por muy fantásticas que sonaran mis palabras, el doctor tuvo que darlas por válidas. Creyó en mí.
Antes del traslado a la gran ciudad el bueno de Audrey descubrió qué diablos era aquello que me corroía por dentro. Yo llevaba días enteros en cama. Las fiebres habían cesado pero ya no tenía fuerzas ni para levantarme de la cama. El viejo se acercaba a la finca dos veces al día. Dejaba a la poca familia que le quedaba y viajaba hasta el rancho para velar por mí. Me administraba algo de suero, curaba mis heridas... intentaba desesperadamente que comiera algo sin apenas conseguirlo. A veces acercaba un poco de pescado, otras verdura, arroz cocido, carne en salsa... Incluso una hija suya me preparó un pastel de manzana. Recuerdo que ni lo probé... a decir verdad no probé nada de lo que me llevaba. Una vez tomé un sorbo de caldo caliente y devolví toda una papilla de bilis mezclada con restos de algo que comí días antes del infortunio. Audrey, testigo de mi resurrección, comenzaba a preocuparse seriamente. Fallecidos Ack y mi primo, el doctor no quería ver al único superviviente de la matanza bajo tierra. Aquel hombre procuró sacarme adelante, se lo juró a sí mismo. Tomó muestras de mi sangre, consultó tratados médicos y preguntó a colegas de confianza, siempre, claro está, cubriendo todo bajo un manto de confidencialidad y hermetismo. Tras requerir la ayuda de expertos en enfermedades desconocidas e invalidar la idea de sufrir alguna especie de rabia, Audrey sopesó otros argumentos. No sé muy bien en qué momento llegó a la acertada conclusión de que yo ya no pertenecía a este mundo. Todavía me lo pregunto. Sí que acierto a recordar con difusas imágenes que el doctor realizó una prueba un tanto peculiar... Sí... El día antes de trasladarme a Phoenix llevó un par de bolsas con sangre de las que utilizan para trasplantes. Me vio extremadamente debilitado y al borde de una segunda muerte, así que imaginó lo imposible. El viejo Audrey pensó que mi cuerpo ya no se alimentaba de comida sólida, por eso... por eso mismo optó por la sangre. Viejo chiflado... qué listo era.
Primero probó a inyectarme una bolsa de líquido vital. Desechó el suero y los antibióticos y probó suerte con el trasplante. Procuró cargarse con varios envases, por lo visto disponía de ellos para un uso animal respecto al ganado. Con sumo cuidado retiró el gotero inservible y lo cambió por el dulce y envasado manjar color púrpura. Joder... sí... mi rostro cambió de inmediato. Estaba desecho en aquel camastro, sin fuerza alguna; derrotado y en extremis. Dios y la madre del cordero... bendito momento. Sentí fuerza, vigor... el aliento de la vida. Abrí los ojos de inmediato. Según me contó Audrey poco después, mi palidez digna de las garras de la muerte se terció rosada y con tono tras la primera toma. Las ojeras que hundían mis ojos en la piel desgastada y reseca se tersaron de inmediato. Las heridas y arañazos de la pelea se curaron al instante... aquel mordisco de la ingle desapareció; Jesús, se esfumó de un soplido... no quedaba rastro alguno de la perforación.
Recuerdo que lo primero que dije a Audrey fue:
-¡Más! ¡Quiero más!
Me incorporé de la cama, en un gesto dantesco y de pesadilla arrebaté la segunda bolsa de sangre y le hinqué el diente al plástico. De pronto comenzó a brotar el líquido. Se derramó sobre mi pecho, sobre la garganta... cubrió parte de mi rostro. Aun así, a pesar de actuar como un loco poseso, la mayoría del contenido entró a través de mi boca. Entonces, al término del manjar quedé satisfecho. Ufff... Había vuelto a la vida por completo. Ya no era humano.
-Ugen... ¿Estás...? ¿Te encuentras bien?
No sé qué diablos pasó por la cabeza del viejo aquel día, pero desde luego, le estaré agradecido eternamente ya que si no hubiese reaccionado con aquel gesto, yo no estaría contando hoy mi historia. Aquel conocido supuso lo que para mí hasta entonces había pertenecido a las historias de terror de la Universal.
-Estoy... estoy algo confuso Audrey; ¿Qué diablos ha ocurrido? ¿Por qué...?
-Tranquilo Ugen. Será mejor que nos marchemos de aquí ahora que te encuentras algo recuperado. Tengo un pequeño apartamento en el centro de Phoenix, pertenece a mi hija pequeña, ahora se encuentra en Dallas estudiando no sé qué diantres. Descansarás allí hasta que te recuperes del todo y dé con la cura de lo que te afecta.
-¿Marcharnos? ¿De qué estás hablando?
-Ugen, por el amor de Dios, hazme caso. Has estado en cama al menos dos semanas. No estás bien, hablabas en sueños... gritabas como un poseso.
-¿Y qué tiene de malo eso? ¿No lo hacen los enfermos con fiebre, acaso?
-Eugenio, desde luego que hablan en pesadillas los que rozan la muerte... ¿pero crees que lo hacen en latín?
-¿Latín?
-¿Conoces tú el Latín, Ugen?
No tuve más remedio que negar en silencio. No tenía respuesta para Audrey.
Dios Santo... yo era un paleto, me costaba hablar correctamente americano como para conocer otros dialectos... Joder; ¿pesadillas en Latín? Es lo que tiene la transformación: rozas lo increíble con la yema de los dedos... tocas el cielo, ves la luz, das con las respuestas de todas las cosas. Consigues la perfección, pero justo, poco antes de conseguirla por completo, regresas de nuevo a la vida terrenal. El mordisco de aquella mujer infernal y la sangre proporcionada por Audrey se encargaron de convertirme. Dejé de ser humano para transformarme en un ser celestial; en un ángel expulsado del paraíso por beber la sangre prohibida y contener dentro de mí la semilla del maligno.
Dejamos atrás el rancho de tío Ack. De madrugada, y tras mi primera toma de sangre humana, Audrey me ayudó a solventar de la mejor manera posible mi transformación. Lo primero que hizo fue llevar la anticuada Suburban hasta Phoenix conmigo dentro. Conducía por la secundaría, bajo una tormenta que no tenía pinta de tocar fin. El viejo no abrió la boca en todo el trayecto, se limitó a escuchar mis quejidos y paridas incoherentes. Yo no paraba de retorcerme en el asiento de cuero; me dolía a rabiar el estómago y aunque había mejorado considerablemente respecto al amanecer, aquel tedioso malestar me punzaba en lo más profundo de mis entrañas. Sudaba, me meé encima incluso. Por poco no me cago. Me encontraba en una constante paranoia. De repente dormitaba como que me ponía erguido en el asiento y comenzaba a gritar insultos y nombres extraños o desconocidos para mí. Audrey debió pasarlo realmente mal... pobre; me quería igual que a un hijo.
-Tranquilo, Ugen, no queda mucho.
Las intenciones de Audrey eran las de alimentarme de nuevo una vez llegáramos al apartamento. Tenía que mantenerme con vida y dar con las respuestas necesarias mientras tanto.
-Loco... -mascullaba yo, rechinando los dientes en una de las pesadillas- viejo chiflado... ¿Qué has hecho conmigo...? ¿Por qué me diste a probar la jodida sangre?
¡Maldito seas, estúpido! ¡Maldito seas!
Sufría de nuevo unas terribles visiones. Me veía a mí mismo saltando del asiento y cogiendo a Audrey por el cuello. Le mordía... Jesús; le arrancaba un pedazo de carne y bebía de su sangre. Le sacaba de sus órbitas los ojos y hundía en aquellas cavernosas cuencas la lengua... aspiraba la fuerza vital... aspiraba su vida.
-Audrey... quiero tu sangre, jodido mortal...
La pesadilla se tornó más oscura: era testigo de otra difusa imagen, quizá más horrorosa que la anterior. Corría por la calle, a oscuras, en medio de aquel chaparrón. Me guiaba por el olfato, por aquel nuevo instinto que despertaba en mí. De repente, en medio de la nada, a un palmo de mi posición aparecieron dos muchachas. Al dar dos pasos y alcanzar sus figuras pude comprobar que eran dos resabiadas mujeres, prostitutas quizá.
Andaban solas en aquella fría madrugada del '63, caminaban buscando el bolsillo de cualquier borracho y el calor de una sucia y maloliente habitación de algún perdido motel de carretera.
-Zorras...
Me acerqué a la primera, la más mayor en apariencia. Era una mujer alta, no muy agraciada en rostro pero sí en cuerpo y figura. Vestía a pesar de la lluvia y la helada con una camiseta de tirantes de escaso tamaño para su porte. Se cubría con una chaqueta de falsa piel, y esta misma indumentaria se ocupaba de esconder sus partes nobles a la vista. Nada más verme llegar, apartó con sutileza el supuesto visón para dejar al aire la parte superior de sus dos abultados pechos. Su compañera de viaje se echó a un lado en una carcajada, moviendo sus brazos en un absurdo aplauso y contorneando a la par su estilizaba silueta en un frágil paso de baile.
-Sé que deseas placeres, desconocido -señaló la más madura-: ¿quieres probar con nosotras los pecados de lo qué no te enseñan en casa?
No la dio tiempo para más monsergas. Me abalancé encima de ella y mordí en la blancura de sus pechos. Primero fue en uno, después, agarrando con firmeza el otro, arremetí con un segundo y fiero bocado arrancando de un tirón el enorme pezón que lo adornaba. Un chorro de sangre brotó al instante. Salió despedido con tanta fuerza que salpicó el vestido de fiesta de la compañera, la cual, abrumada y en estado de confusión se mantenía a escasos pasos del vil asalto.
-¡No quiero tu cuerpo, mujer! ¡Quiero tu esencia! ¡Tu vida!
En un brutal gesto tronché el torso de la puta. La partí en dos doblando su cuerpo de cintura para atrás ayudado de mis manos. Después salté a por la otra. Pobre... ni se inmutó. Se dejó hacer. La rasgué el vestido de lentejuelas y solté al aire sus pechos y parte del vientre. Era joven... una mujer de unos veinte años quizá. Preciosa. Deslicé lo que quedaba de vestido hacia sus rodillas y la abracé con fuerza contra mi cuerpo. La tomé, la violé... no sé cómo diablos podía hacerlo, no entiendo como pude dominar su mente, ella no se resistía; gemía de placer... me susurraba al oído y pedía más y más.
Tras el orgasmo mi sed de sangre afloró con mucha más fuerza. La miré a los ojos, la acaricié la melena rubia y la besé en la frente: entonces clavé mis colmillos en su terso y suave cuello. Se desangró en dos minutos y yo acabé saciado.
-¡Ugen, por favor! ¡Despierta!
La pesadilla llegó a su fin. Abrí los ojos y descubrí que estábamos dentro de un pequeño recinto. Estaba oscuro, al parecer era una especie de garaje, un trastero en el cual entraba a la perfección la destartalada Suburban.
-¿Qué...? -pregunté al veterinario.
-Hemos llegado, tranquilo Ugen, tranquilo; estabas soñando de nuevo.
-Estoy agotado Audrey... no puedo con mi cuerpo.
Audrey no dijo más. Salió de la furgoneta y me ayudó a salir de ella. Me cogió como pudo y en un ejercicio monumental me guio hasta la puerta de entrada a la vivienda.
El rellano también se encontraba oscuro. Aquel sitio olía a estiércol, gasoil y metal oxidado. Podía paladear aquellos regustos con mi boca tan sólo palpando el ambiente.
Por igual, muy a mi pesar, alcanzaba a oler la sangre que circulaba a través de las arterias del viejo doctor.
-Audrey... no puedo más...
-Me encargaré de administrarte dos o tres bolsas en cuanto subamos al apartamento -aclaró mientras que abría una puerta de aluminio-, tu cansancio se debe a la falta de sangre. Tranquilo chico, tranquilo.
-¿Qué cojones me está pasando? -pregunté.
-No lo sé hijo... no lo sé. Sólo alcanzo a comprender que tu cuerpo ya no se alimenta de sólido.
-Audrey... no sé de qué manera agradecerte esto.
-Necesitas sangre, eso es lo que te mantiene con vida. Ya hablaremos, muchacho, ahora no te preocupes de tonterías.
El viejo me tumbó en un amplio sofá de tres plazas. Perdí el conocimiento en el pasillo que llevaba hasta la modesta vivienda, sumiendo mi mente con ello en un profundo sueño repleto de imágenes confusas y voces desconcertantes.
Muerte... sangre... sal ahí fuera y alimenta tu cuerpo... eres poderoso... nada te detendrá... eres dueño y señor de la noche...
Al despertar comprobé que me había tirado la mayor parte de la noche en aquel cómodo e improvisado camastro de polipiel. Sería poco antes del mediodía cuando abrí los ojos. Los rayos del sol entraban a través de un resquicio abierto entre la cortina que cubría un ventanal. Molesto por el cegador reflejo me levanté para cubrir por completo el cristal.
-¿Qué diablos...?
Al ponerme en pie y dar dos pasos un sonido metálico me avisó de la imprudencia; había pegado un tirón a la sonda que me administraba sangre regada desde un gotero dispuesto en un trípode con ruedas.
-Mierda.
Recogí del suelo la bolsa y la coloqué en su sitio, luego hinqué de nuevo la aguja en el torrente sanguíneo, le quedaba muy poco por soltarse completamente de mi muñeca.
-Audrey, viejo loco, estás en todo.
Sonreí. Husmeé el ambiente. El doctor no se encontraba en el apartamento, no alcanzaba a paladear el regusto de su sangre en aquel viciado recinto. Al parecer el apartamento llevaba meses cerrado, sin ventilar, sin limpiarse. Podía sentir el sabor del polvo en mi boca, el rancio y húmedo moho que se acumulaba en las paredes y en algunos rincones, el olor a plantas y flores... llegaba incluso a sentir el nauseabundo aliento de las sucias y asquerosas bajadas.
-Queda poca sangre; espero que no tarde demasiado en regresar.
Por lo visto Audrey me había estado suministrando el líquido de la vida durante toda la madrugada y parte de la mañana. Al colocarme el último gotero salió para proseguir con sus quehaceres, dejándome solo en el piso. Recuerdo que aproveché para cotillear un poco. Di varias vueltas por el apartamento, llevando a cuestas el trípode que sujetaba el particular gotero.
-Chiflado...
Fue en la cocina donde encontré una nota escrita:
Estarás saciado con las cinco bolsas. Espero regresar antes de que se agote la última, así que no te preocupes. Si estás leyendo estas palabras significa que has recobrado de nuevo las fuerzas. Me alegro de ello, amigo mío. No salgas a la calle y procura meter poco ruido, no quisiera dar explicaciones a los vecinos de mi hija, ¿de acuerdo? A lo sumo llegaré al apartamento antes del almuerzo. Si sientes mareos o confusión, regresa al sofá. Intenta no revolver mucho, no quisiera que April descubriera que metí a alguien en su casa sin su permiso.
Audrey.
Eché un vistazo de nuevo al gotero, quedaba poca sangre dentro del plástico, pero a decir verdad no estaba preocupado por ello; me encontraba pletórico, rebosante de energía. Estaba bien, excelente. Sentía más fuerzas que nunca, incluso más que al tomar la primera comida proporcionada por el doctor. Me creía capaz de todo.
-Aguardemos entonces.
Pasaron varias horas. Estaba harto de esperar y me encontraba cansado de leer las revistas que coleccionaba la hija de Audrey. Realicé varios paseos por la vivienda y vigilé la calle desde la ventana, escondido tras las cortinas. Recorrí el sinuoso pasillo más de cincuenta veces hasta lograr patear el camino que llevaba al baño con los ojos cerrados. Joder, estaba aburrido, cansado de estar a la espera. Para colmo la bolsa de sangre había tocado su fin.
-Mierda, y el viejo sin venir.
Entonces me impacienté. Entonces sentí un escalofrío. Entonces llamaron a la puerta:
-Su madre... ¿Quién diablos?
No era el olor de Audrey. Me deslicé hasta el hall y me quedé quieto junto a la puerta blindada, tratando de escuchar:
-¿Quién dio el aviso? -preguntó una voz de hombre en voz muy baja.
-La central; ¿quién sino? -respondió un segundo.
-Ya, hasta ahí llego, me refiero qué quién llamó al cuerpo.
-Una mujer, no quiso dar su nombre.
-¿Un ajuste de cuentas?
-No lo sé, un chivatazo tal vez; la competencia entre bandas está a la orden del día, se dan por culo entre ellos con tal de tener exclusividad.
Picaron de nuevo en la madera.
-No hay nadie, señor.
-O no quieren abrir, una de dos.
Me estremecí. Podía escuchar la respiración de ambos, oler la colonia barata que impregnaba sus ropas, oler el sudor que despedían sus cuerpos... sentir su sangre.
-Sed...
Me mareé de nuevo. Cerré los ojos y me apoyé contra la pared. Respiré profundo y me dejé llevar por aquel extraño instinto que gritaba desde lo más profundo de mi ser.
-Dios Santo...
En una fugaz visión pude contemplar dos agentes de policía esperando tras la puerta blindada. Luego, tras un breve fogonazo de luz, mi vista mental recayó en un aparador que se asentaba al lado de la cama del dormitorio principal. Dentro de uno de los diminutos cajones, metido en una bolsa de papel, aparecía un contenido un tanto comprometedor...
-Mierda.
Abrí los ojos. En una carrera alcancé el dormitorio donde solía descansar la hija del doctor. De un golpe abrí la puerta de paso y avasallé la propiedad privada sin pudor alguno. Abrí un cajón de aquel aparador, el mismo que segundos antes se había dibujado en mi pesadilla. Aparté bragas y sujetadores y busqué guiándome por el instinto:
-Joder. Joder. Joder.
Allí estaba; una pequeña bolsa de papel marrón que pertenecía a unos grandes almacenes.
-Hay que joderse... cómo huele.
Lo soñado: allí estaba. Mi sed de sangre no me dejó sentir aquel profundo olor. El líquido vital envasado en el gotero camufló el tufo a:
-¡Hierba! ¡La leche! ¡La hija de Audrey trafica con Marihuana!
Llamaron por tercera vez a la puerta; esa vez con más fuerza que nunca:
-¡Sabemos que está en casa! ¡Abra la puerta, por favor! ¡Abra a la policía si no quiere que vengamos con una orden judicial! ¡Será peor para usted, señorita April!
Maria... y no sólo eso, bajo la cama se escondía una caja de zapatos con un contenido extremadamente dudoso: varias agujas usadas y un líquido envasado en un frasco de cristal completaban el equipo. Al lado de la supuesta droga, envueltos en una bolsa de plástico, se encontraban también varios papeles de fumar, setas disecadas y un tarro de escaso tamaño repleto de pastillas.
-Hija de perra -espeté en un cabreo monumental-, es una puta drogata.
Aquellos dos agentes regresarían con una orden. Entrarían en la vivienda, verían a un jodido tipo desnudo ataviado con un gorro de vaquero y con pintas de tener un mono de aúpa, con una maldita sonda de trasplantes enganchada a su brazo, con dos kilos de marihuana y otras tantas drogas más en su poder, y para colmo, con dudosos antecedentes familiares. Joder... mi familia recientemente desaparecida, enterrada en el mismísimo rancho... Asesinados por una loca posesa. Yo no disponía de conocidos en el condado para poder defenderme... Me aguardaba una buena.
Tenía que hacer algo.
-¿Dónde cojones se habrá metido ese viejo?
Retiré el gotero apartando de un tirón la aguja de mi muñeca. Me quedé mirando unos instantes la bolsa que contenía la sangre; quedaban nada más que unos restos pegados a los pliegues del envase. Luego eché un vistazo a la caja de zapatos... miré a la marihuana... evalué la situación.
-Suputamadre, suputamadre, suputamadre.
Suspiré, cerré los ojos y me dejé llevar. Me dejé llevar como en aquellos malditos sueños:
-Son sólo pesadillas, Ugen.
Entonces sonaron mis tripas. La boca se me hizo agua. Me vi correr hasta la puerta de entrada, abrir la madera en un brusco gesto y pillar desprevenidos a los dos agentes de la ley. Creo que uno se llevó la mano al arma, el otro, más rápido que su compañero, logró entrar al apartamento de un salto. Yo salí al rellano. De un manotazo arranqué la mano del que me apuntaba y su pistola rodó por el suelo entarimado. Cogí al joven policía en volandas y le metí en el piso. El más experimentado gritaba como un loco, estaba con el arma a un palmo de mis narices y yo, por mi parte, pasaba de sus advertencias. Dediqué aquellos segundos en morder salvajemente el rostro del agente manco. Hubo un momento en el que dejé de escuchar los gritos de dolor. Incluso, por increíble que pareciese, no sentí el fogonazo del arma disparándose. Aquel bastardo, el agente encargado del caso, no dudó en descargar tres proyectiles contra mi torso. Caí al suelo con el cuerpo del joven encima. No sentía dolor alguno, ni sentía debilidad o decaimiento. Al contrario, un ansia voraz crecía por momentos dentro de mí. Una rabia sin medida deseaba apropiarse de mi mente y de mi cuerpo.
-¡Alto, hijo de puta! ¡No te muevas!
Pero yo no hice caso al agente. Me puse en pie a pesar de mis heridas. La sangre salía a través de los orificios de mi estómago y pecho, pero yo, repleto de vigor y vida, no sentía que aquello fuera grave, al contrario, me hacía más fuerte, más poderoso.
-¡Quieto!
No le escuché. Me lancé por él. Dentro de aquella pesadilla yo cogía con ambas manos la cabeza del agente. Apretaba con tanta fuerza que aplastaba su cerebro contra el cráneo. Un chasquido proveniente de sus sienes me avisó de que había reventado su cabeza, y luego, la masa gris y viscosa que se esparramaba por sus carrillos y que salía a través de ambos orificios auditivos me aseguraba que el tipo había pasado a mejor vida.
Para terminar, de una salvaje llave, conseguí tronchar el cuello del hombre para arrancarlo de cuajo y separarlo del torso. El cuerpo sin vida cayó al suelo, momento en el cual, aproveché para arrodillarme y beber de la sangre que se vertía del segado cuello.
-Son sólo pesadillas, Ugen, sólo pesadillas...
Pesadillas muy reales.
-Huye. Vete de la casa. ¡Vete de la casa...! ¡Corre!
Quise hacer lo que mi mente me pedía; lo que yo mismo me ordenaba. Dejar ir a los dos policías y marcharme antes de que regresaran con una orden. Dejar una nota a Audrey aclarando todo y avisándole de la droga que escondía su joven hija.
-¡Huye!
Transcurrió un tiempo hasta que decidí abrir de nuevo los ojos para regresar al presente. Ya no se escuchaban los avisos de los agentes, ya no golpeaban la puerta para querer entrar al apartamento. ¿Se habían marchado?
-Dios... La Virgen.
Al abrir los ojos me percaté de que no me encontraba sentado encima de la cama. No... No estaba en el dormitorio de la jodida yonki. Mierda... estaba sentado en el rellano del hall. El suelo estaba cubierto de restos de sangre reseca. Al mi lado un par de bolsas de basura de considerable tamaño se apoyaban contra la pared.
-Joder... ¿Qué...?
Abrí una de ellas y comprobé que su contenido no era otro que las extremidades mutiladas de uno de los agentes.
-¡Jesús!
La pesadilla. La jodida pesadilla. No había sufrido ninguna. No había estado soñando... Maldita sea: había asesinado a los dos policías. Los había matado.
-No...
Me había alimentado de su sangre.
-Dios... ¿Qué cojones? ¿En qué me he convertido?

Continuará...

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