viernes, 26 de julio de 2013

15M-Z, Javier Sermanz

Ilustración, Daniel Medina


  -¡Hombre, seña Jacinta, cuánto tiempo sin verla! ¿Qué tal está?- le preguntó Rodolfo, el propietario del Supermercado Engracia.

  La señora Jacinta era una mujer que rondaba los cincuenta años, la cual regentaba una cafetería en el centro de Santa Ana. Hacía tiempo que no se dejaba ver por el supermercado y traía con ella muy mala cara debajo del moño.

  -¿Qué te tengo que decir?- le contestó con amargura-, fastidiada, eso es lo que estoy. Suerte tié usted de no tener el supermercado en el centro, sinos, seguro que estaría igual de enfadado que yo.

  -¿Y eso?- frunció el ceño el tendero-, ¿qué le ha ocurrido, ya le han vuelto a subir el IBI?

  -¡Qué va, algo peor!- la señora Jacinta expresaba su descontento con el rostro contraído-. ¡Harta me tién esos sinvergüenzas. Hasta el moño, que diría mi madre!

  Rodolfo creyó que se refería a los miembros del ayuntamiento, que no paraban de subir los impuestos sobre los pobres negociantes en lugar de quitarse ellos privilegios y así lo demostró:

  -Le entiendo perfectamente, seña Jacinta, todos estamos algo más que indignados con esos chupatintas que fingen servirnos...

  -¡No, qué va, si no me refiero a ésos!- lo cortó, tajante-. ¡Los del 15M, que con tanta manifestación me están espantando la clientela y arruinando el negocio! Tanta manifestación, tanta manifestación desde que comenzó la Crisis y no hacen otra cosa que molestar a los honrados trabajadores como ustez y como yo.

  El tendero se quedó un poco sorprendido, no sabiendo qué decir. Éste era un tema que incomodaba y las opiniones eran muy encontradas. Él, como tendero, entendía a la señora Jacinta, pero como víctima de la crisis, también entendía a los Indignados que hacían valer sus voces, y muy fuerte que lo hacían, llegando algunas veces a algo más que las voces. 

  Y eso era lo que precisamente denunciaba con justificada acritud la pobre señora, que había tenido que cambiar dos veces los escaparates, que no se sabe qué cláusula no cubría esos daños, y los había tenido que pagar de su propio bolsillo. 

  Con las aseguradoras, igual que con los bancos, había que leer la letra pequeña, sino, como muy bien te indicaban en el anuncio con un soberbio puñetazo: ¡error! Su vista ya no es lo que era, aunque nunca hubiera sido gran cosa, y tuvo la mala fortuna de firmar porque le cayó gracioso el agente de seguros. ¡Era tan guapo! Ahora estaba recibiendo los puñetazos, pero no se resignaba, por lo menos le quedaba el recurso de despotricar con impotencia su infortunio.

  Día sí, día también, un grupo de manifestantes pasaba por delante de su bar. En lugar de tomarse un café, con eso de que no tenían un duro (ella todavía pensaba en pesetas), le espantaban la poca clientela que osaba entrar cuando esos energúmenos irrumpían a grito limpio con sus consignas. La caja había bajado tanto que estaba pensando en echar la persiana como habían hecho muchos otros. El problema era que si hacía eso, el banco le embargaría el bar y la casa que puso como aval hipotecario por el préstamo que solicitó para montar su negocio.

  -Digo yo: ¿no se podrían ir a otro sitio a berrear y dejarnos trabajar tranquilos? ¡Coñe, que se vayan a sus casas y les den la paliza a los culpables, que yo también tengo una hipoteca que pagar y mi familia pende de un hilo como las suyas y no por eso me dedico a fastidiar a nadie!

  -Hombre, seña Jacinta, sea un poco más comprensiva- intentó aplacarla el tendero, empezando a desear que se fuera.

  La gente en la cola empezaba a impacientarse.

  -¿Ahora no irá ustez a ponerse de parte de esos vándalos? ¡Cómo se nota que no han pasado por aquí, sinos, ya veríamos, ya veríamos!

  Entonces se dio cuenta de la cola que estaba formando. Algunos se hacían cargo de sus sentimientos, otros bajaban la cabeza abochornados, rogando que no los metiera en la conversación.

  -Pase, pase ustez, caballero- le cedió el turno a un hombre alto, de aspecto distinguido, vestido con un caro traje y muy repeinado.

  -Buenos días, señor Juan, no va muy cargado hoy, ¿pasará solo el fin de semana?- le preguntó muy amablemente Rodolfo al caballero.

  En realidad ninguno de los que estaban allí sospechaban la verdadera identidad del señor Juan, cuyo verdadero nombre había sido Amancio Jiménez, pero que ahora se hacía llamar El Zombie en otros sectores. Realmente no necesitaba ese tipo de comida, pero solía frecuentar los diferentes establecimientos de la ciudad para conocer de primera mano las inquietudes de la gente, las tribulaciones que sufrían. No había nada mejor que un bar o una tienda para enterarse de quién cometía algún abuso y de quién se libraba de la pena. Entonces intervenía El Zombie, el nuevo super-héroe que estaba limpiando las polutas calles de Santa Ana.

  -¡Ay, ay, no me hable del fin de semana, Don Rodolfo!- se llevó las manos a la cabeza la señora Jacinta, al borde de un ataque de nervios-. ¡La que me espera!

  El Zombie ya no pudo resistir más y le preguntó:

  -¿Qué va a ocurrir el fin de semana que le causa tanto espanto, señora?

  La Señora Jacinta casi escupió las palabras de lo exaltada que se hallaba.

  -¡Los del 15M han convocado una macro-manifestación para el Domingo, van a venir miles de personas!
 ¿Qué va ser de mi negocio? ¡La ruina me espera! ¡No podrán dedicarse a ir a misa como buenos cristianos!

  El Zombie le dedicó una caricia de conmiseración en el hombro a la señora y salió del supermercado con la bolsa de alimentos que nunca iba a comer. Él prefería la carne cruda, de humano a ser posible.

  “Éste es un trabajo para El Zombie” se dijo, decidiendo poner fin a los sufrimientos de la desdichada señora Jacinta.


  El Zombie colgó el traje del señor Juan Velasco para enfundarse en su ropa de cuero y adoptar la personalidad del justiciero, azote de los corruptos. Montó en su chopper de chasis rígido, pintada de negro mate, con las llantas rojas, y condujo hasta el centro de la megápolis de Santa Ana, lugar de cita de todos los sectores indignados de la sociedad. Circulaba sin casco para que su Duck-Tail no se le despeinara.

  Un guardia municipal le dio el alto antes de llegara a su destino, tan solo a unas calles.

  -Caballero, ustez está circulando sin casco, debo ponerle una denuncia, permítame la documentación.

  El Zombie guardó la compostura y reconoció humildemente su falta. Le entregó al agente lo que le pedía. Todo en regla. Gracias a sus super-poderes, el Zombie había amasado una gran fortuna que le permitía vivir a su antojo, pagando las multas que le imponían, así como los puntos de carnet que le quitaran. Con cada una de las veces que se descomponía, adquiría después un aspecto diferente, pues la regeneración no era exacta y nunca recobraba el aspecto original, cosa que le venía muy bien para burlar a las autoridades que iban tras su pista. Todo ello se lo debía al abyecto experimento al que le sometió el doctor Mengele en Auswitch durante la guerra, el que, en lugar de convertirlo en un soldado perfecto para el Tercer Reich, lo había transformado en Zombie.

  Mientras el guardia de tráfico rellenaba el formulario, el Zombie emitió una queja, le gustaba desafiar al orden y la ley, hacer sentir su superioridad a los funcionarios públicos, mileuristas, como ellos mismos se denominaban.

  -Es injusto que me multen por no llevar casco, la cabeza es mía y si me la rompo es mi problema.

  El guardia se encogió de hombros.

  -Ya, pero si ustez va al hospital, es el estado quién tiene que pagar los gastos de su estancia- le contestó con la consabida respuesta.

  -Entonces, ¿por qué no multan a los gordos? ¿O a los borrachos? Ésos si que cuestan dinero al estado- porfió el Zombie. 

  -Yo solo cumplo con mi trabajo- se molestó el guardia.

  Cuando le extendió la multa, el Zombie le dijo con tono autosuficiente, ése que tanto desagradaba a los agentes de la ley: 

  -Pagaré en metálico.

  Y se sacó un fajo de billetes, encarnados como la grana.

  -Tome, el resto es para usted, por su impecable labor.

  El centro de la ciudad estaba completamente asediado por una multitud vociferante que entonaba sus consignas al aire, alzando al mismo tiempo sus manos. Estaban allí reunidos gran variedad de grupos, confluyendo todos hacia el Congreso de los Diputados, donde querían hacer llegar sus quejas y sus propuestas a la casta política, atrincherada tras veinte metros de barricadas como en un estado de guerra. Se veían a los funcionarios descontentos por el recorte de su sueldo, toda especie de ellos: médicos, profesores, bomberos, policías, hasta militares y guardia civiles; a las víctimas de las hipotecas, que más bien parecían víctimas de un cáncer, algo que te acaecía fortuitamente, que producto de un contrato incumplido. Hablaban de las hipotecas que daba miedo, como si al respirar el aire de un banco te infectaras irremisiblemente. También estaban los espontáneos aburridos de fin de semana que querían acallar sus consciencias durante un día; y cómo no, en nutrido grupo, los integrantes del 15M y sus elementos radicales asociados, los cuales habían tomado el mando de la manifestación.

  En medio de tantísima gente El Zombie no sabía por dónde empezar o qué hacer exactamente. No se decidía por que grupo empezar primero, si devorar a uno al azar o por mérito propio. Este asunto era delicado porque podría equivocarse y perjudicar a un inocente. Aunque en el fondo de su cuerpo sin alma algo le decía que sería necesaria la muerte de muchos inocentes para que se experimentara un cambio en el orden social que estaban todos demandando. Su labor era proteger al desamparado, al desfavorecido y castigar al impune, al cuentista y al aprovechado. De éstos últimos estaba infestada la manifestación.

  Lo mejor será, recapacitó, mezclarse entre la multitud como si fueras uno de ellos y dialogar antes de precipitarse.

  Así hizo, dejó aparcada su moto, se desabrochó la chupa de cuero y se internó entre el gentío. La Cruz de Caballero que le arrebató a Mengele destelló en su pecho.

  -Yo ya sé que te doy asco, pero yo no soy Carrasco, el que te robó el ciclomotor, nena; solo soy un pobre bobo, que va a cometer un robo contra el dueño de tu corazón.

  Estaba tarareando esta canción cuando se le acercó una mujer de unos cuarenta años, con la cara muy desmejorada, surcada de arrugas, para su edad. Debajo de los ojos le colgaban dos grandes bolsas de color negro con las que se identificó al instante. Ésa podría ser la candidata perfecta, pensó, por lo poco que le faltaba para parecer un zombie.

  -¡Estas manos, nuestras armas!- gritaba con todas sus fuerzas las consignas del 15M-. ¡Corruptos y banqueros, temed a los obreros! ¡Recortad nuestros derechos y quemaremos vuestros techos!

  El Zombie escuchaba atentamente lo que con tanta vehemencia gritaban la mujer y sus amigos. No sabía cómo interpretar esos lemas que parecían afines a su ideología de super-héroe. Él desconocía por completo el tema, hasta hacía bien poco no se había interesado por los problemas de los demás, solo de apaciguar el apetito insaciable que le impelía a alimentarse constantemente para no ser presa de la putrefacción que le carcomía sus entrañas.

  -¿Te unes a la lucha contra el sistema?- le invitó a adherirse a su causa al notar su mirada clavada en ella.

  El Zombie aprovechó para acercarse y confraternizar.

  -Me llamo Victoria- se presentó la activista del 15M.

  -Un nombre muy apropiado- le dijo él para ganársela, cosa que surtió el efecto deseado, pues a la dama le gustaban los halagos-. Puedes llamarme Johnny.

  A su alrededor miles y miles de gargantas entonaban las mismas frases, llamando a la insumisión civil, al desacato de las leyes y al cambio de la estructura política. Pedían ser voz en el parlamento, que sus propuestas acabaran en proyectos de ley.

  -¡Democracia real, ya! ¡Revolución contra la Corrupción!

  El Zombie se preguntó qué tipo de preparación tenían para exigir esas cosas, por qué habría que escuchar a un grupo de desarrapados sin cultura que se creían preparados para administrar un país cuando ellos mismos no se sabían administrar. Eran una minoría que quería imponerse a una mayoría, utilizando las mismas armas que condenaban, denunciando unos métodos que ellos utilizaban.

  La furia comenzó a hervir en su interior. Su corazón no latía, sino, habría reventado de la presión. Era la antecámara de la voracidad que le convertía en un animal devorador. Ya podía sentir el proceso de putrefacción corroer su cuerpo de dentro afuera, los músculos motores comenzaban a fallar, la rigidez lo volvía torpe. Cuando alcanzara el punto álgido de voracidad y furor, se abatiría sobre esa turbamulta enajenada y desataría un apocalipsis zombie para que, como pedían ellos tan enfervorecidos, de la sangre surgiera un nuevo orden social. Así es cómo contribuiría el Zombie al nuevo estado de las cosas, tendrían que agradecerle a él, cuando todo pasara, su gesto desinteresado.

  Era lo que se esperaba de un super-héroe, aunque fuese un muerto viviente.

  -Oye- le susurró a Victoria, que tenía pinta de drogata-, tengo una coca que parte la pana, ¿te hacen unos tiritos?

  Su propósito era separarla del grupo, mantener una conversación con ella para asegurarse de que su actuación era la correcta. Tenía ganas de enfrentar su opinión con uno de aquellos radicales antisistema del 15M que tanto estaban perjudicando con sus axiomas intolerantes y sus actos de vandalismo y desestabilización a los pobres trabajadores honrados, antes de comérsela.

  Los ojos de la activista se iluminaron a la mención de la cocaína.

  -¿Lo dices en serio? ¡Pues claro que me apunto! Unas rayitas me vendrían muy bien ahora para mantenerme activa. Luego lo bajo con un poco de chocolate y listo- se explicaba sin ningún pudor, dando por sentado que el otro sabía de lo que hablaba.

  Aunque hubiera querido, el Zombie no podía experimentar los efectos de los narcóticos ya que sufría una suerte de mortalidad que le impedía todos los goces físicos menos el que experimentaba cuando se comía los órganos internos de una persona, los cuales le regeneraban el tejido en constante putrefacción. La muerte de uno significaba la continuidad de su existencia para él. No reflexionaba si aquello era éticamente bueno o no, la moralidad carecía de sentido para alguien que había transcendido las fronteras de lo humano; bastaba para su perpetuidad y no le importaban las demás consideraciones.

 -Parece que esto está muy animado, ¿no?- le dijo el Zombie a Victoria para romper el hielo. Quería entablar cuanto antes una conversación a cerca de las motivaciones que conducían a esas personas por esos derroteros de exaltación que tanto daño estaban causando a los pobres comerciantes de la zona, como la señora Jacinta, y a otros tantos ciudadanos a los que pretendían imponer sus ideales a toda costa.

  Se habían retirado a un callejón, alejado unas tres calles del tumulto, para drogarse sin que les descubriera nadie. Las voces de los integrantes de la macro-manifestación se escuchaban igual de altas que si se tratara de un concierto al aire libre.

  -¿Eh? sí. Hoy está petao, si no nos escuchan somos capaces de tomar el Congreso- le contestó Victoria, eufórica, restregándose la nariz con pertinacia.

  Como aquel que dice: se había puesto hasta las cejas. Es lo que les suele ocurrir a algunas personas cuando la farla es gratis, no se suelen privar. 

  -¿Tú crees que os van a escuchar del modo en que os manifestáis, promoviendo la violencia, rompiendo lo que encontráis a vuestro paso y ensuciando la ciudad? ¿Quién paga después la limpieza y los desperfectos sino los pobres trabajadores que de nada tienen la culpa?- le preguntó El Zombie, atacando de lleno, no quería perder el tiempo con sandeces.

  -Nos manifestamos para que ellos también se beneficien, tampoco está tan mal que luego cooperen un poco. Porque molestemos cinco minutos no le va a pasar nada a nadie- se explicó ella, con un razonamiento un tanto egoísta y desconsiderado.

  -Eso díselo a los comerciantes de la zona, me parece que a ellos no les hace ninguna gracia que os paséis media vida de manifestación en manifestación, ocupando las calles del centro, molestando a las demás personas y arruinando sus negocios. ¿Sabes cuánto cuesta eso a la economía del país?

  -Estamos en nuestro derecho de manifestarnos. Los políticos nos han vendido como mercancía, no podemos contar con los sindicatos, han sido corrompidos. Si no lo hacemos nosotros, nadie lo hará. Luchamos por un cambio real, por una revolución nacida del pueblo y para el pueblo- se defendía Victoria, cada vez más exaltada.

  -Ya, pero esa no es la forma, existen otras vías.

  -El pueblo oprimido toma las armas como en la Revolución Francesa, nosotros haremos igual y derrumbaremos este sistema esclavista disfrazado de democracia.

  -No podéis actuar desde fuera del sistema, con vuestras propias reglas...

  -¡El sistema está podrido, nos ha traicionado, se ha vendido a los interesas capitalistas!- se soliviantó la activista. A la mínima oposición que notaba se ponía histérica perdida.

  -¿Verdad que cuando te roban, recurres a la Policía; cuando te pones enferma acudes al médico; cuando coges el coche quieres buenas carreteras e iluminación por las noches? Eso forma parte del sistema que pretendes destruir. ¿De dónde sale todo ese dinero si todos hacemos como tú? 

  -Ya pago el IVA, con eso ya se sacan suficiente. Si los políticos no se lo quedaran llegaría para todos y no tendrían que subirnos los impuestos.

  -De acuerdo que hay corruptos, pero con vuestros actos no respetáis lo que ha votado la mayoría y os queréis imponer de una manera o de otra, perjudicando a los inocentes. ¿Creéis que unos pocos alborotadores lograréis que se cumplan vuestras exigencias por la fuerza? ¿Por qué no respetáis el resultado de las urnas? ¿No es eso la Democracia, respetar la decisión de la mayoría? Si no te gustan los resultados, afíliate a un partido, opta por un cargo en las próximas elecciones y trata de cambiar las cosas de manera civilizada. ¡Intégrate en el sistema!

  -¿Pero a ti qué te pasa? ¡Tú lo que eres es un puto facha!

  -¡Vaya, un facha! Si no se está de acuerdo con vosotros, entonces se es un facha. 

  -¡Quita, déjame ir!

  La activista antisistema intentó marcharse pero el Zombie la agarró con su fuerza sobrenatural, inmovilizándola contra una pared. Ella pataleó en el aire con violencia para soltarse, sin lograr darle con sus botas reforzadas.

  -¡Suéltame, cabrón, me haces daño! ¿Qué vas a hacerme?

  -Nada que no te duela- le contestó el Zombie, enseñándole los dientes, cuyas encías empezaban a oscurecerse y a sangrar.

  Victoria se estremeció de espanto y rompió a llorar, totalmente fuera de sí.

  -¡Tú estás loco de remate! ¡Eres un sádico!

  -Hablemos un poco, me gusta hablar antes de devorar a mis víctimas para convencerme de que son culpables. No me gustaría que me llamaran asesino.

  -¡No quiero hablar, suéltame! ¡Socorro, que alguien me ayude!

  -Puedes gritar cuanto quieras, gracias a los alaridos de tus compañeros nadie te va a oír. Pero tú sí puedes oírme y quizá lo que te espera resulte de tu agrado, en fin de cuentas voy a hacer mucho por vuestra causa, el que más.

  -¿De qué coño estás hablando, pirado?

  A medida que transcurrían los minutos, el estado del Zombie se evidenciaba más y más. Tenía el tiempo justo antes de que la transformación fuera total y se convirtiera en un monstruo devorador de personas. Victoria, que contemplara horrorizada su evolución, se había acurrucado en el suelo, paralizada del pavor, deseando que la pesadilla que todavía no había comenzado, se acabara.

  -¡Por favor, dejame ir!- gimoteaba sin parar.

  -¿Ya no te muestras tan luchadora ahora?- se burló El Zombie- ¿Dónde te has guardado toda esa rabia de la que hacías gala para destrozar mobiliario urbano, quemar cajeros y agredir a gente que pasaba por ahí? No te derrumbes ahora, aguanta un poco más y te prometo que tu vida y la tu movimiento cambiará las cosas para siempre.

  La piel de su cuerpo se tornaba grisácea y perdía vida progresivamente; su pierna derecha estaba completamente agarrotada, los dedos se le crispaban y los ojos se le llenaban de venas palpitantes: dentro de poco surgiría el Zombie.

  -¿Qué quieres decir?

  -La sociedad española ha llegado a un punto de decadencia que exige mi intervención. En este país parece que todo el mundo se queja pero nadie hace nada para resolver las cosas. No puedo permanecer indiferente a esta situación por más tiempo, viendo que hay gente honrada sufriendo por la falta de valores y de escrúpulos de unos y otros; por eso hoy actuará El Zombie y cambiará las cosas para siempre.

  -¿Qué vas a hacer, nos volverás zombies a todos?

  -No, solo a los culpables. Hay gente que no se ha dejado corromper por los malos hábitos ni las tentaciones, que se ha mantenido firme en sus valores y no ha vendido su alma al dinero. Ellos heredarán el nuevo orden que se creará a partir de este día.

   Victoria emitió un grito horrorizado.

  -Hazme lo que quieras, pero no me hagas eso, te lo suplico. Morirán muchos inocentes, ¿es que no te importan, tú que vas de héroe?

  -Es necesario que unos pocos inocentes mueran, la naturaleza lo ha querido así. En un cambio perecen los justos y los injustos; un terremoto no hace distinciones, ni tampoco un diluvio o una enfermedad. La muerte es inevitable en cualquier proceso regulador, lo queramos o no, lo aceptemos o no.

  -Tú no puedes convertirte en juez y señor de nuestras vidas, no tienes derecho.

  -Puede. La sociedad necesita un cambio, quizás el destino me haya hecho así para que sea su instrumento. 

  -Pues entonces cárgate a los políticos, ellos tienen la culpa, no nosotros, que luchamos contra ellos. ¿O es que estás de su parte? Te envían ellos para cerrarnos la boca, ¡pero no lo conseguiréis aunque me mates, tomaremos, las calles, los bancos y el Congreso si hace falta!

  -No estoy de su parte. Yo me he hecho eco de las penurias del pueblo, que está más oprimido que nunca por una casta política corrupta hasta la médula, que sigue rescatando a sus amiguitos en lugar de rescatar a las familias, que derrocha lo que no es suyo, sin quitarse ni un solo privilegio mientras el pueblo sufre y pasa hambre. Pero vosotros habéis elegido mal el objetivo, agrediendo a inocentes, causando destrozos en comercios y actuando como gamberros en lugar de respetar a aquellos que decís representar. Debéis de buscar otra forma de haceros oír que no les perjudique a ellos.

  -No quieren modificar el sistema, están muy a gusto en sus puestos, protegidos por la Policía, si no luchamos nunca lograremos derribarlos de su pedestal.

  -De acuerdo, yo os daré el arma definitiva que os permitirá entrar en el Congreso de los Diputados para que acabéis con esos políticos aprovechados y sinvergüenzas que están empobreciendo al país y oprimiendo a las clases menos privilegiadas.

  >>Os convertiré en el azote del pueblo para que vuestra lucha tenga sentido. Tú tendrás el honor de ser la primera. ¡Políticos desalmados, temblar porque El Zombie va a por vosotros! 

  Dicho esto se abalanzó contra la aterrorizada antisistema y le mordió en el trapecio, muy cerca del cuello, arrancando una porción de carne con un sonido desgarrador que se mezcló con el angustioso grito de dolor de su víctima. La mordedura no le causó la muerte, a ella no iba a devorarle el cerebro como hacía con quien no deseaba convertir en zombie, dejaría que se transformara y que la infección se extendiera por toda la manifestación, por toda la ciudad, por toda la sociedad en decadencia.


  Gregorio, Dionisio y Marta formaban parte del grupo antisistema radical que participaba en la manifestación del 15M, al igual que Victoria. Desde hacía unas horas no sabían nada de ella y se estaban empezando a preguntar si la habría detenido la Policía cuando realizaron el sabotaje al Banco Amigo, reventando los escaparates y prendiendo fuego a los cajeros. Ya hablaban de ella como una baja más cuando la vieron aparecer.

  -¡Ey, Victoria, aquí!- la llamaron con gestos exagerados para hacerse ver entre la multitud enfervorecida.

  Cinco compañeros se estaban desahogando con el portal de un edificio donde vivían pijos capitalistas y simpatizantes fastizoides. Ellos también querían sumarse al grupo y darle su merecido a esos cerdos. Todavía les había sido imposible acercarse al Congreso como tenían planeado, pero ahora que contaban con una de sus dirigentes, las perspectivas se reabrían ante sus ojos.

  Victoria traía una cara demacrada, más de lo normal, tirando a verdosa, la sangre manchaba casi toda su ropa y el pelo alborotado le tapaba el bocado ennegrecido que le había dado El Zombie. Caminaba con sumo esfuerzo, arrastrando los pies, intentando aferrar a quienes se cruzaban en su paso, con gruñidos exasperados, mordiendo el aire con violencia rabiosa como si estuviera poseída.

  Al verla venir en ese estado, sus compañeros se dirigieron a ella a toda velocidad, tratando de auxiliarla.

  -¿Te han pegado esos hijos de puta?- se referían a los antidisturbios.

  Victoria parecía no oírles, sus ojos estaban girados, como en un trance infernal.

  -Yo creo que le ha dado un mal viaje- apuntó Marta.

  -Sí, esta vez se ha pasado con el San Pedro, mira que le dijimos que no se lo tomara para la lucha de hoy- corroboró Dionisio, totalmente equivocado.

  Ninguno de los tres imaginaba que tenían delante suyo a un muerto viviente que se precipitaba directo a ellos.
El primero en ser mordido fue Gregorio, quien lanzó un chillido porcino cuando los dientes del zombie se clavaban en el brazo que había tendido para sujetarla. Victoria mordió con una fuerza inusitada, casi arrancándole el brazo de cuajo. Los tendones y las venas salpicando sangre a chorros quedaron a la vista. En pocos segundos había recibido media docena de mordeduras por el resto del cuerpo, antes de que sus compañeros la separaran.

  A su alrededor nadie parecía darse cuenta del horror que se estaba desatando en la avenida. Todos estaban convencidos de que el forcejeo lo protagonizaba un policía secreta, vestido de paisano, que estaba intentando arrestar a una chica.

  -¡Suéltala, cabrón!- le gritaban a su compañero, que al estar recubierto de sangre, no reconocían como Gregorio. Incluso uno de ellos la emprendió a patadas con el moribundo, que se estaba desangrando a causa de las múltiples heridas y desgarrones producidos por los dientes de la que fuera antes Victoria.

  Gregorio era un antisistema a media jornada, por las mañanas se paseaba con su lujoso coche, disfrutaba de su casa nueva, con una televisión de sesenta pulgadas y un proyector de gama alta de Sunny, pero por las tardes se convertía en un miembro activo del movimiento, se encadenaba a los lugares donde la lucha contra los fascistas capitalistas le llevaban, junto a la chica que dominaba con tortura psicológica cuando estaban en casa.

  Se transformó en zombie mientras aún le estaban dando de patadas y lo primero que hizo cuando abrió de nuevo los ojos hinchados fue agarrar una bota y morder el tobillo que protegía. La fuerza de su boca derribó al agresor encapuchado. Ya en su poder, le mordió con saña en la espalda, llevándose una porción de carne y tela. 
  El encapuchado lamentó por unos instantes el haber imitado a sus amigos para agradarles, antes de que las manos en garra del zombie le arrancaran un brazo para llevárselo a la boca con desesperación.
 
  Al mismo tiempo, Victoria había saltado inesperadamente sobre los que la habían separado de Gregorio. Primero mordió la mano de Dionisio, la misma con la que había llenado el carro de alimentos que su grupo entró a coger para los necesitados, aunque se perdiera a mitad de camino, en una acción anterior. Luego le desgarró desde el hombro hasta más abajo del pecho, tratando de llegar al cuello. Estaba poseída por una furia infernal, sus ojos centelleaban de odio irracional; los intentos de zafarse de Dionisio fueron infructuosos, así como los de su compañera, que también recibió un mordisco.

  -¿Pero qué te pasa, estás loca o qué?- masculló Marta, horrorizada al ver la sangre de su compañero manar a borbotones de una nueva herida. 

  Todavía no era consciente de lo que pasaba, estaba completamente convencida de que todo aquello era producto de una dosis masiva de San Pedro, del que tanto solía abusar Victoria pese a los consejos de sus amigos.

  Marta era de las más radicales del grupo, tenía siempre a mano material inflamable para incendiar lo que fuese necesario. Le gustaban las altas temperaturas, sobre todo las que causaba a los hombres. Afirmaba sin ningún pudor que era una puta, que le gustaba prometer sexo a los hombres para conseguir de ellos sus caprichos, siempre buscando a uno que la mantuviera. Había participado una vez en el programa de Tele 50, Hombres, Mujeres y Bisexuales, para conseguir notoriedad mostrando sus atributos descaradamente, ligando como una verdulera, sin ningún tipo de escrúpulos, pero al final solo había conseguido que los tronistas se acostaran por la cara con ella y un par de ofertas para protagonizar películas pornográficas. Fue cuando decidió unirse al grupo antisistema de okupación; allí podría acostarse con quien quisiera y siempre tendría un techo en el que refugiarse, aunque otro lo hubiera pagado.

  Marta trató de huir, pero el miedo irracional que se había apoderado de ella hizo que tropezara con un cuerpo yaciente y cayera sobre un charco de sangre. Los ojos fijos de un cadáver la observaban con sorpresa. Mientras Victoria se abría paso en sus entrañas, esos mismos ojos se cubrieron de venas y brillaron con una demencia desenfrenada. La boca del zombie se unió al voraz ataque de su compañera y le mutiló parte de esa cara bonita que tanto había explotado, tragándose un ojo y parte de la nariz.

  Cundió el pánico. La gente comenzó a gritar horrorizada, a empujarse salvajemente, corriendo en desbandada, pisoteándose sin clemencia, pasando unos encima de los otros para huir de la pesadilla. Muchos murieron asfixiados por el súbito hacinamiento, perdieron la vida entre las suelas de sus compañeros. Se acabaron las amistades en aras de la supervivencia, cada cual trataba de salvar su pellejo mientras los zombies destrozaban cuerpos, arrancaban miembros, trituraban huesos y se disputaban la carnaza como animales famélicos. La manifestación del 15M se transformó en una dantesca escena teñida de sangre, en una masacre espeluznante de muertos reanimados que sobrepasaba la razón.

  En las filas de delante, donde los antisistema más radicales pugnaban contra la Policía, tirándoles toda clase de objetos contundentes: piedras, botellas rellenas de arena, latas endurecidas con cemento, no se habían apercibido de la hecatombe que estaba teniendo lugar en el centro de la muchedumbre. Algunos pensaron que los secretas se estaban excediendo con la represión y profirieron clamorosos gritos en su contra, redoblando su encono en el ataque. Ninguno prestó atención a un individuo de enorme talla, enfundado en cuero negro, en cuyo pecho destellaba una Cruz de Caballero, que se aproximaba con la boca chorreando sangre y los ojos centelleando de modo antinatural. 

  El Zombie avanzaba lentamente hacia los radicales tras haber conducido a Victoria al centro del jaleo. En pocos minutos la avenida se teñiría de sangre, los restos sanguinolentos cubrirían el suelo, junto con miembros amputados, ante la mirada estupefacta de las fuerzas del orden del estado. Debía allanar el camino a la multitud de muertos vivientes que se erguiría del suelo encarnado, para que cumplieran con su objetivo de asaltar el Congreso de los Diputados. Él recibiría los primeros tiros con su enorme cuerpo, se lanzaría contra ellos y despejaría la entrada tan fuertemente custodiada. Los encorbatados de allí dentro, insensibles a las acuciantes necesidades de los de afuera, por fin pasarían a ser uno con el pueblo como habían prometido, por fin se pondrían a su nivel y padecerían las mismas penurias que los embargaban.

  Los radicales antisistema actuaban en grupúsculos independientes, atacando espontáneamente con sus armas arrojadizas y, acto seguido, retrocediendo a la carrera para evitar ser alcanzados por las pelotas de goma que disparaban los antidisturbios desde detrás de las barreras. El Zombie cazó al vuelo a uno de ellos, de espesa y sucia melena, asiéndolo fuertemente por las rastas. El joven, debido a la velocidad de su carrera, se detuvo en seco, proyectándose sus piernas para delante. El mechón de pelo que sujetaba el Zombie se desprendió de la carne por el violento tirón, dejándole un gran parche enrojecido en la cabeza, en tanto que su cuerpo dio un tremendo espaldarazo sobre el suelo.

  El Zombie se tiró sobre el rastafari desmelenado con un rugido bestial, hundiendo sus dientes en el brazo que intentaba sacurdírselo de encima. El desesperado intento fue vano, entre gritos desquiciados, el antisistema contempló cómo se lo arrancaba de cuajo y se lo llevaba a la boca ensangrentada. Sus compañeros no tardaron en socorrerlo, aunque ya era demasiado tarde para él. Utilizando el mismo tipo de ataque en grupo que ejecutaron con Gregorio, patearon de manera inclemente al Zombie. Uno de ellos arremetió con un bate de béisbol, propinando duros golpes en la pierna hasta que se quebró con un horrible crujido.

  -¡Toma, joputa!- bramaba enardecido por la batalla.

  El Zombie, insensible al dolor, se abrazó al rastafari y rodó sobre sí mismo como un cocodrilo hasta que su espalda le protegió de la brutal paliza. Los antisistema, enceguecidos, apalearon a su compañero hasta que su cabeza se convirtió en un amasijo de sesos y sangre que empapó el rostro degradado del Zombie.

  Los policías observaban la escena en parte divertidos, dejando que se mataran entre ellos, sin imaginar lo que estaba a punto de acontecer en unos minutos.

  El Zombie se abrió paso con su fuerza sobrenatural, cojeando tortuosamente de la pierna partida, cuyo hueso de aspecto enfermizo y podrido se asomaba al exterior. Mordió a un tipo gordo que no tuvo la agilidad de zafarse, le arrancó parte del rostro rollizo y lo derribó al suelo de un empujón. Al siguiente le clavó las uñas en el cuello y rasgó hacia abajo igual que se despelleja un conejo. Sus vísceras se desparramaron por el suelo, mezcladas con la sangre del gordo, que sangraba como un cochino y gritaba no menos fuerte.

  Entonces el grupo perdió el coraje y prorrumpió en aullidos enajenados de terror, abalanzándose en tropel contra las barreras protegidas por la Policía.

  -¡Socorro! ¡Ayuda!- suplicaban a los mismos a los que habían abucheado, insultado y vilipendiado con toda clase de apelativos.

  Los antidisturbios tardaron unos segundos en darse cuenta del cambio de actitud tan radical e inesperado, pensaban con razón que se trataba de una nueva embestida. Dispararon sus pelotas de goma, derribando por decenas a los que corrían con el rostro desencajado, articulando como locos, hacia su posición. Varios cayeron inconscientes, al ser alcanzados en la cabeza, y a otro le sacaron un ojo.

  El Zombie continuaba erguido detrás de la turbamulta desquiciada, se arrastraba con grandes dificultades, pero su rumbo era claro: el Congreso. Los policías dispararon contra él con contundencia y sin miramientos, aquello se les estaba escapando de sus manos y debían atajar el problema, aunque no sabían cómo; necesitaban las órdenes del Ministro del Interior, que estaba de pesca en el Mediterráneo.

  La primera pelota le alcanzó en el hombro, empujándolo hacia atrás; una segunda y una tercera impactaron en el pecho con el mismo resultado, pero sin lograr derribarlo. Su corpulencia lo hacía pesado. Entonces dos pelotas de goma acertaron de lleno en la frente, logrando al fin abatirlo.

  Los antidisturbios respiraron tranquilos, pensando que habían neutralizado la amenaza. Se sonreían unos a otros con aire triunfal como si hubieran cazado un elefante como el su majestad el rey.

  Mientras esto ocurría cerca de las barreras, detrás, la avenida se había despejado de manifestantes; habían huido despavoridos al presenciar el horrendo espectáculo que habían protagonizado Victoria y sus amigos, transformados en zombies al igual que a otros muchos inidentificados. Una docena de muertos vivientes se alzaba en medio de la calzada, rodeados de cadáveres descuartizados, atrozmente devorados, caminando en posturas sobrecogedoras que poco tenían de humanas, cubiertos de sangre, con las ropas hechas jirones, escudriñando con sus ojos inertes a los policías, cuyos semblantes empalidecieron del miedo al instante.

  El Zombie se incorporó ante el estupor de los antidisturbios y renqueó hacia ellos, seguido por el pequeño contingente de muertos vivientes. Los cadáveres del suelo comenzaron a levantarse también, uniéndose al incipiente ejército que no paraba de crecer. Uno al que le habían dividido el tronco de las piernas, se arrastraba con los brazos, mordiendo el aire con avidez en tanto arrastraba consigo los intestinos que pintaban el asfalto de carmesí; otro sin ojos tropezaba con los demás, mordía a sus semejantes impelido por ese ansia caníbal que los poseía; a su lado una mujer se tambaleaba con un destornillador sobresaliendo del pecho; más allá cuatro zombies se encorvaban como hienas sobre el costillar abierto de un muerto que pronto volvería a la vida y dos más tironeaban con vehemencia de lo que quedaba de un torso que había pertenecido a una adolescente que nunca supo cómo había llegado a parar allí. Sus gruñidos eran espantosos, reblandecían el ánimo de cualquiera y horadaban el alma del más bragado. 

  Los policías recurrieron a la munición letal, disparando con sus pistolas reglamentarias. Solo unos pocos, de las unidades especiales, poseían fusiles de asalto. Los tableteos de las ametralladoras se elevaron a los espacios, resonando por todo el centro de Santa Ana como si se hubiera desencadenado una guerra.

  Los zombies continuaban su avance en medio de las balas. Sus jadeos entrecortados acompañaban al silbido de los proyectiles, que impactaban en sus cuerpos sin vida. Trozos de carne saltaban al aire, la sangre aun fresca, a medio coagular, salía despedida como a cámara lenta, produciendo una espesa lluvia. El hedor irritaba las fosas nasales de los vivos, que perdían la cordura por momentos, disparando sus armas sin descanso, atenazados por el miedo irracional. Una y otra vez acertaban en el blanco, veían como caían al suelo y se volvían a levantar mientras sus cuerpos se desintegraban por la potencia de fuego. Tan solo unos pocos no se volvían a levantar, esparcidos sus sesos por los alrededores.

  El Zombie había recibido media docena de tiros que le habían perforado el ancho torso. El fragor del combate le despertó vagas reminiscencias de su vida anterior, cuando era un soldado republicano. También se mezclaron imágenes inconexas del enfrentamiento con los nazis, cuando provocó una plaga de zombies en Auswitch. Gritos de agonía, estampidos de fusiles, aullidos de terror, muerte a su alrededor, sangre; todo ello aparecía en fugaces fogonazos en su mente sin que tuviera mucho sentido para él. Desde que murió en aquella sala de experimentos del doctor Mengele, muchas cosas habían dejado de tener sentido, sobre todo después de abrir los ojos a esa nueva existencia cuya voracidad desenfrenada le impelía a alimentarse sin descanso para no descomponerse del todo y convertirse en polvo.

  Con sus super-poderes de zombie desbarató las barricadas como si se tratara de papel. A su zaga se aproximaban ya los primeros muertos vivientes, chasqueando con frenesí las mandíbulas en busca de carne fresca con que satisfacer el apetito corrosivo que los dominaba. Los policías, arredrados, retrocedieron; habían agotado su munición y ahora el más puro terror los paralizaba.

  Cuando la marea de zombies inundó el extremo de la avenida, desbordándose por portales y escaleras, el Zombie se dedicó a arrancar unas cuantas cabezas de su tronco para utilizarlas de singulares granadas. Una tras otra, las lanzó por el aire en dirección a los policías que se arracimaban contra las puertas del Congreso, pugnando por entrar atropelladamente. Las cabezas cayeron sobre ellos; todavía continuaban mordiendo como perros rabiosos. La escabechina fue total, los dientes se clavaron en brazos, cuellos y piernas, se quedaron sujetas a la carne como grotescos cepos, inmovilizando a sus aterradas víctimas, cuyos alaridos contrastaban con el extraño y estertóreo sonido de los zombies.

  Cientos de zombies subían por las escalinatas, tiñendo de rojo el mármol. Otros tantos rodeaban el Congreso; y más y más se iban añadiendo conforme la plaga se extendía desde el centro de la megápolis hacia sus arrabales. El caos era completo, los alaridos llenaban las calles como música infernal de aquella desenfrenada vorágine.

  Muchos de los policías que estaban allí ese día no compartían los ideales de los políticos a quienes protegían, estaban allí para cumplir con su trabajo; aunque estaban igual de descontentos que la mayoría de españoles por los recortes y la falta de escrúpulos de los políticos, que ostentaban un alto nivel de vida que no les correspondía, indiferentes al drama nacional. Reconocieron a algunos de los rostros desfigurados que les atacaban: eran compañeros, médicos, funcionarios que habían salido a la calle a pedir cambios en la sociedad y más igualdad entre las clases.

  Ahora podían contribuir de modo efectivo a la consecución de tal meta. Tiraron sus armas y se aprestaron a abrir las puertas, para permitir el acceso al edificio y que los zombies consiguieran lo que otros no habían sido capaces. 

  Los muertos vivientes entraron en tromba en el hemiciclo, saltando sobre los políticos desprevenidos que allí se encontraban, ignorantes a la tragedia de afuera, fingiendo que debatían para hallar soluciones cuando en realidad se estaban poniendo de acuerdo para tapar las corruptelas de unos y otros, sin importar el partido al que pertenecieran. En pocos minutos los representantes del pueblo español ya no existían, nada quedaba de ellos más que despojos desperdigados mancillando el suelo enmoquetado y las tribunas; nunca más malversarían, ni subirían los impuestos, ni se gastarían el dinero de los contribuyentes; ahora eran todos definitivamente iguales, sin clases sociales que les diferenciara, sin privilegios absurdos ni indiferencia a las penurias de su pueblo.

  Afuera, el Zombie se acercó a una pintada que alguien había rotulado en rojo con las palabras 15M y añadió una “Z” para darle exactitud. 15M-Z.

  -Ahora se instaurará un nuevo estado de cosas en España, espero que esto sirva de lección para el futuro o me veré obligado a intervenir de nuevo- sentenció con tono gutural mientras las heridas de su cuerpo se cerraban y la piel grisácea y mortecina adquiría su tinte natural.

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