domingo, 14 de julio de 2013

Samhain, Sergio Pérez-Corvo

   Cuando desperté y abrí los ojos, las tres fotografías seguían sobre el escritorio de mi oficina. Por más que miraba a aquel trío de hombres muertos, no conseguía entender nada. Los dedos extendidos de sus manos, formando un dos, un cuatro y un nueve, no tenían significado alguno para mí. El tiempo se me estaba acabando, y allí estaba yo, estancado y sin saber cómo continuar con todo aquello. Tenía ganas de gritar, de romper las fotografías y lanzar los pedazos por la ventana. Pero eso no serviría de gran cosa. De un manotazo barrí la mesa, lanzando las fotografías al suelo y me dejé caer sobre la destrozada silla. Sentía la cabeza a punto de explotar. Abrí uno de los cajones del escritorio y me serví una generosa medida de ginebra que al menos me aliviase en aquellas horas de mierda.

    Esperanzado, miré el reloj que colgaba de la pared, rogando a Dios para que aquella locura hubiera acabado al fin. Para que aquel día maldito hubiera terminado. Para que no recibiera otra nueva foto esta vez. Pero mi siesta involuntaria no había durado tanto como habría deseado. La noche no había hecho más que empezar. Todavía quedaba tiempo más que suficiente para que aquel desgraciado hijo de puta jugase su siniestro juego una vez más.

   Entonces, tal y como no podía ser de otra manera, el teléfono que descansaba sobre la mesa comenzó a sonar.

   -Harry, soy Mecks- el hombre hizo una pausa e incluso a través del teléfono pude escuchar el sonido de su estómago revuelto- Mierda santa, es otro de los tuyos.

   Sentí como la bilis ascendía por mi garganta, quemándome como ácido de batería. 

  -¿Dónde?- Abrí un cajón y a tientas empecé a buscar el bote de aspirinas. Iba a necesitarlo. Un enano loco había decidido derribar a martillazos el interior de mi cabeza.

  -Un motelucho abandonado de las afueras, en las colinas de San Bernardino- Mecks hizo otra pausa antes de continuar- Ni se te ocurra largarle a Andrews que te he avisado yo. Soy de los pocos amigos que aún te quedan aquí, así que Harry, no me jodas. Tú ve, y haz lo que debas, eso es asunto tuyo.

  Pero no largues más de la cuenta. Ya hablaremos del tema del dinero en otro momento.

  La rabia y la impotencia crecían dentro de mí a partes iguales, saturándome, haciendo que mi cabeza girase como en la peor de mis resacas.

  -Tranquilo muchacho. Tus huevos están a salvo conmigo.

  Estrellé el auricular contra la horquilla, maldiciendo mi mala suerte y al Dios que decidía que, año tras año, tenía que mearse sobre mí. Me puse en pie y recogí el abrigo que colgaba del perchero.

  Otra de aquellas noches de mierda acababa de empezar.

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  En el mismo instante en que vi el motel abandonado supe que olería a meados rancios y a miseria. Eso era siempre lo peor en la escena de un crimen, el olor invariablemente asqueroso que lo impregnaba todo. Los agentes uniformados corrían de un lado a otro como pollos descabezados, esforzándose por colocar las vallas de madera lo más rápido posible, luchando por mantener a la chusma fuera del edificio. Aún así, el estacionamiento del motel estaba más abarrotado que en último estreno de Hollywood. Como buitres ansiosos de carroña, aquellos jodidos necrófilos habían llegado incluso hasta aquel lugar dejado de la mano de Dios, atraídos por las luces y las sirenas como las moscas por la mierda.

  Aparqué el coche y respiré hondo antes de bajar al frio de la noche. Caía una fina llovizna helada que me empapó en segundos, pero no me importó, aquel frio me despejaba la cabeza. Resguardada por el ala de mi sombrero, la brasa del cigarro continuaba ardiendo. Y eso estaba bien. Mis nervios iban a necesitar toda la ayuda posible cuando entrase en aquel motel. Aquella iba a ser una noche asquerosa, pero eso ya no era ninguna sorpresa para mí. Llevaba un año entero esperando este momento. Sabía, sin lugar a dudas, lo que me encontraría aguardándome en el interior de aquella habitación.

  Me acerqué al uniformado que tiritaba bajo la lluvia mientras controlaba el paso a la escena del crimen.

  -Buenas noches muchacho –Estudié su cara, tratando de recordarle de mis tiempos en la comisaría. Mientras extendí la mano hacía él, con la palma ahuecada y un billete de veinte asomando por ella. Me dio un fuerte apretón y el billete desapareció como por arte de magia entre sus dedos- ¿Qué tenemos ahí dentro?

  -Una jodida aberración. Eso es lo que hay allí.

  El policía se quedó mirándome en silencio, con la piel blanca y el olor del vómito reciente aún en su aliento. Me estudiaba de arriba abajo, sin duda preguntándose quién era.

  -La prensa no puede pasar. Lo sabe tan bien como yo. ¿Por qué siempre insisten?

  Le enseñé mi placa de detective y sonrió con desdén al reconocerme. Sin duda mi leyenda negra había continuado viva a pesar de los años que habían pasado desde que me expulsaron de la policía.

  -Dumond. Así que lo que cuentan de ti es verdad, ¿no? Dicen que aún estas obsesionado con todo esto.

  Me encogí de hombros como única respuesta y le ofrecí un cigarrillo que rechazó.

  -No te importa que eche un vistazo, ¿verdad?

  -Haz lo que quieras, las pesadillas serán sólo tuyas.

  Así que empecé a masticar aspirinas, tragándome aquella pasta amarga mientras me dirigía a la entrada de aquel motelucho abandonado. La puerta de la habitación me recibió con la sonrisa de complicidad de un viejo amigo.

  Odiaba la noche del treinta y uno de octubre con toda mi alma. El jodido Halloween era como una ortiga metida bien profunda dentro de mi culo. Y no es porque fuera la noche en la que todos los lunáticos de Los Ángeles decidieran que era buena idea pasearse disfrazados, aullando bajo la luna y pegándole fuego al mundo entero. Eso podría haberlo soportado. Era por esto. Como cada puto treinta y uno de octubre, desde hacía quince años, me encontraba con aquello. Con mi propio pasatiempo particular. Un hobbie macabro que me había costado una carrera y un matrimonio.

  Lo que encontré en el interior de aquella habitación de motel hacía que las descripciones del infierno que se narraban en la Divina Comedia se convirtieran en material escolar. Sesos, carne y piel por todas partes. Un charco de sangre de casi medio metro acumulándose en el suelo con una miríada de moscas retozando sobre él. Sangre que el bajo de mis pantalones comenzó a absorber con la voracidad de un niño lactante que llevase días sin mamar. Entre aquella carnicería sanguinolenta, un miembro de la unidad científica se esforzaba en pintar los contornos del cadáver, trazando líneas de tiza en el suelo. Maldecía en voz baja mientras dibujaba pequeñas siluetas dispersas a lo largo de la habitación, intentando encontrar todas las piezas de lo que alguna vez había sido un hombre y ahora no era más que un puzle enloquecido. Alguien hacía fotos. Los flashes me cegaban, mareándome. Tuve que hacer serios esfuerzos para no vomitar encima de todo aquello. Y justo en ese momento, cuando pensaba que ya nada podía empeorar aquella escena infernal escuché la voz.

  -¿Pero qué cojones es esto? –una poderosa voz de barítono rugía desde el otro lado de la habitación- ¿Quién ha sido el idiota que ha dejado entrar a este imbécil aquí?

  Maldije mi suerte por segunda vez, y eso que la noche no había hecho más que empezar.

  El teniente Andrews se acercaba por el pasillo con una sonrisa maníaca deformando su cara de gorila y con su corpachón oscilando de un lado a otro, los puños apretados bien fuerte a los costados.

  -Señores, despejen la zona, ha llegado el jodido Vincent Price. Ahí tienes otro fiambre más para tu teoría conspiratoria Harry. ¿Tienes ya a tu asesino de Halloween? ¿Qué va a ser esta vez? ¿Vampiros? ¿Vudú? ¿La puta momia de los cojones? – abrió sus enormes brazos y bailoteó de una forma grotesca que intentaba resultar cómica y siniestra a la vez. Tuve que hacer serios esfuerzos para no saltar aquel cuerpo roto del suelo y estrellar mi puño contra su cara porcina- Jodiste tu carrera con tus payasadas y mírate ahora, jugando a ser detective. ¿A qué has venido aquí, muerto de hambre? ¿Qué coño tienes tú que ver con todo esto?

  -Que te follen Andrews. Ya no eres mi jefe.- odiaba realmente a aquel gordo mezquino

  -Por eso mismo, cabrón de los cojones. Ya no eres poli. No pintas una puta mierda aquí.

  Lo ignoré y me agaché junto al cuerpo, estudiándolo. Sentí como mi estómago se revolvía. La escasa cena que había conseguido tomar luchaba por trepar a través de mi garganta, pero me esforcé en examinar aquel cuerpo. Necesitaba encontrar algo con lo que dar sentido a todas aquellas muertes. El cadáver presentaba atroces heridas de cuchillo en los muslos, tan profundas que podía verse el blanco del hueso. Parte de su cara había sido despellejada con cortes limpios y precisos. Un gran clavo, de aspecto anticuado y lleno de herrumbre, surgía del centro exacto de su frente. La polla de aquel infeliz estaba clavada con un gemelo de este en una de las paredes embadurnadas de sangre y cubiertas de garabatos y otras estupideces de aspecto ocultista. El loco que había hecho aquello se había tomado su tiempo, se había divertido. Estudié las manos  y me estremecí al ver los dedos rotos a martillazos, pero resople con alivio. Al contrario que las de los cadáveres de mis fotografías, los dedos no señalaban ningún número.

  -¿Es que no me has oído? –Sentí como me empujaban y, sin poder evitarlo, me precipité contra el cadáver. Chapoteé en aquel nauseabundo charco de sangre, sintiendo como la ropa se volvía húmeda a causa de la sangre que la empapaba. Andrews me gritaba, apuntándome con un dedo acusador que agitaba delante de mi cara como una gigantesca y obscena salchicha- Lárgate de aquí de una puta vez desgraciado antes de que te rompa el culo a patadas.

  Me puse en pie de un salto y antes de darme cuenta de lo que hacía, golpeé con todas mis fuerzas la cara de Andrews. Noté como el tabique de su nariz se quebraba bajo mi puño y no pude evitar sonreír con satisfacción a pesar de que sabía que aquella apuesta iba a ser imposible de cubrir. Aquel gordo desgraciado se quedó con la boca abierta, mirando la sangre que empezaba a manchar su camisa blanca. Entonces su cara de gorila se transformó y se lanzó, bramando como un toro furioso, a por mí. Varios hombres se interpusieron entre nosotros, gritando y resbalando en el suelo húmedo, evitando que aquel demente llegase hasta mí y me hiciera trizas entre sus manazas.

  -Es mejor que te vayas Dumond –el científica que había estado trazando contornos de tiza me miraba desde el suelo, espolvoreando tranquilamente polvos de talco con una pequeña brocha sobre la zona próxima al cadáver como si nada de aquello fuera con él- Antes eras un buen policía, uno de los mejores. Pero la cagaste con este asunto. Te obsesionaste en ver un caso que no existe Harry. Aunque no te lo creas, le jodiste bien. Dio la cara por ti y le hicieron polvo. Tuvieron puteado a Andrews un par de años por tu culpa.

  Me quedé mirando a aquel hombrecillo escuálido y amarillento que continuaba esparciendo polvo por todos lados, buscando huellas mientras canturreaba entre dientes, como si nunca hubiera abierto la boca. El hombre se giró una vez, me miró a los ojos y se encogió de hombros con una mueca antes de continuar a lo suyo.

  -¡Te voy a joder vivo Dumond! Voy a follarme tu puta cabeza clavada en una pica.

  Miré a Andrews, que aún luchaba contra aquella masa que nos separaba, y tuve que reconocer que el científica tenía razón. Aquel gordo seboso era un cabrón de mucho cuidado, pero había dado la cara por mí cuando la Jefatura se me echó encima dispuesta a hacerme pedazos. Y eso le había costado tragar un buen montón de mierda.

  Así que, con la cabeza a punto de estallar salí de aquella asquerosa habitación, me subí al Ford, abrí la guantera y di un largo trago a la botella de Ginebra antes de volver a mi agujero.

  Cuando llegué a la oficina, el paquete estaba esperándome frente a la puerta. La foto de su interior era igual de grotesca que las anteriores. Los dedos del muerto extendidos sobre su pecho. Cuatro en la mano izquierda. Dos en la derecha.

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  Nadie me creía, y la verdad, no podía culparles. Era consciente de que todo aquello sonaba a locura, incluso para mí mismo. El elaborado delirio paranoide de un alcohólico con depresión y problemas de autocontrol. Tenía una teoría, una teoría absurda al menos para la policía de Los Ángeles. Sin embargo, por mucho que intentaran negarlo, alguien estaba cometiendo complejos asesinatos rituales en la noche del treinta y uno de octubre. Desde hacía más de quince años.

  Apenas podía recordar cómo aquella mierda se había cruzado con mi vida. Cuando apareció el primer cuerpo yo era sargento detective en la Brigada de Homicidios. Me gustaba mi trabajo. Joder, me encantaba. Era joven, le echaba ganas y sinceramente, no me veía capaz de hacer otra cosa que no fuera ser poli. Tenía ambición. Cerraba ocho de cada diez casos, lo cual es  casi un jodido record.  Todo iba a las mil maravillas. Mis jefes tenían una buena opinión de mí. Sí las cosas no se torcían, el ascenso a teniente no tardaría en llegar, y eso que apenas había cumplido los treinta ese mismo año. Mi mujer vivía en las nubes. Si me ascendían, el sueño de tener una casa más grande y otro bebé, se convertiría en una realidad.

  Entonces todo se vino abajo. De un plumazo.

  El aviso era como cualquier otro, sin nada que lo hiciera salirse de lo común, sin una puta mierda que lo convirtiera en algo especial. Un cuerpo encontrado en un solar, cerca de las vías del tren próximas a la zona de Leimert Park. Que apareciera un cadáver en los Ángeles era algo dentro de lo normal, más aún si lo hacía en la noche de Halloween. No era ninguna sorpresa para nadie. Ese día concreto del año solía terminar con violencia. El alcohol y las drogas con las que los tarados festejaban Halloween solían cobrarse con agresiones, violaciones e incluso algún asesinato pasional. Todo eso entraba dentro de lo posible. Sin embargo, había algo en aquella escena del crimen que no terminaba de cuajar.

  El cuerpo había sido brutalmente mutilado. Los exámenes forenses posteriores dictaminaron que aquel hombre había sido torturado durante horas. Una vez muerto, habían trasladado su cadáver a aquel lugar, arrojándolo a la cuneta como si de basura se tratase. Lo habían dejado en un sitio visible, desnudo y expuesto de la forma más grotesca que se pudiera imaginar. Era como si alguien quisiera dar un escarmiento, un aviso. 

  Como es de suponer, lo primero que nos vino a la mente fue que se trataba de un ajuste de cuentas de la mafia local, por lo que los investigamos a fondo. Andrews y yo. Por aquel entonces trabajábamos juntos, y aunque suene mal de mis labios, éramos buenos. El gordo sabía presionar a la gente como pocos. Entrevistamos a familiares y conocidos de aquel desgraciado, compañeros de trabajo, posibles enemigos, a cualquier que hubiera tenido el más mínimo contacto con él. Descubrimos todo lo que había que saber sobre aquel infeliz. Supimos más de él que de ninguna otra persona en este mundo. Pero no había nada que nos llevase a lo que había ocurrido aquella noche en el parque. Nada en absoluto. Aquel pobre idiota no tenía relación alguna con el crimen organizado de la ciudad. Aún así presionamos a todos los chicos del negocio. Mickey Cohen incluso se ofendió, acusándonos de que quisiéramos cargarle el muerto por despecho. Parecía que la simple y pura mala suerte había sido la causante de que los caminos de aquel hombre y su asesino se cruzasen.

  Sin embargo, aquel crimen se quedó grabado en mí. Había algo en todo aquello que me obsesionaba, algo que no podía explicar. Aquel caso me hurgaba continuamente en el interior de la cabeza. Como una llaga en dentro de la boca en la que no pudiera dejar de hurgar con la lengua.

  Al año siguiente, la escena se repitió. 

  Volvimos a plantear el caso con la misma eficiencia enfermiza que habíamos empleado el año anterior. Y no encontramos nada en absoluto. Trillamos aquel caso hasta que simplemente no hubo más que investigar. De nuevo se olvidó dentro de un archivador y todos pasaron página. Todos menos yo.

  Así que, cuando el calendario empezó a dejar ver Octubre escrito en sus páginas, me preparé para el golpe que habría de llegar.

  Y lo hizo.
   Durante los seis años siguientes.

  Aquel asunto empezó a absorber todo mi tiempo. Joder, me obsesione tanto que incluso soñaba con él. Busqué en los archivos de todas las comisarias, y descubrí que, por toda la ciudad de Los Ángeles se habían cometido asesinatos brutales en la misma fecha con anterioridad. Cinco para ser exactos. El modus operandi no coincidía, las victimas no tenían nada en común. No se conocían. Nada les relacionaba. Joder estaba seguro de que ni tan sólo se habían cruzado una mísera vez por la calle. Ni siquiera existía un patrón en la ubicación de los lugares donde habían aparecido los cuerpos. A pesar de todo aquello, teníamos un total de once asesinatos sin resolver. Todos en la misma fecha. Todos ellos inhumanos y sumamente elaborados. Eso era suficiente para mí. Así que acudí a los jefes con aquella historia.

  Me reunieron en una gran sala y expuse todo lo que sabía sobre aquel siniestro asunto. Me escucharon en silencio, tomando notas, mirándose ceñudos los unos a los otros mientras les contaba todo lo que sabía sobre aquel caso. Al terminar me miraron en silencio durante unos minutos que se hicieron eternos. Me explicaron lo que había en juego. Estas jugándote tu carrera muchacho, me advirtieron. No podían permitirse admitir que había un loco suelto. Un desquiciado demente que actuaba con impunidad desde hacía más de una década, justo delante de nuestras narices. Me pidieron que cerrase la investigación, que imaginase el daño que le haría a la imagen pública de la policía si llegaba a filtrarse ese rumor. Pero seguí adelante. No podía dormir. No podía pensar en otra cosa que no fuera en aquella jodida noche del treinta y uno de octubre. Así que lo destape todo.

  Y me crucificaron.

  Su defensa ante aquel enorme montón de mierda humeante que se cernía sobre ellos, amenazando con ahogarlos entre sus entrañas fue desacreditarme. Me obligaron a ser reconocido por un tribunal médico y fui considerado como “no apto para el servicio por motivos psicológicos”. Me dieron una mísera paga, una palmada en la espalda y un “te lo dijimos” como despedida. Como respuesta a posibles represalias por mi parte, filtraron toda la historia a la prensa amarilla. Quedé ridiculizado mientras los Jefes del Departamento escondían todos los archivos y dosieres que pudieran relacionar todas aquellas muertes.

  Mi vida se escurrió poco a poco por el agujero que yo mismo había cavado.

  Fue entonces cuando comenzaron a llegar las fotos.

  Fotos de las escenas de los últimos crímenes, mostrando posiciones de los cadáveres diferentes a las que la policía había encontrado en el lugar de los hechos. Esos cuerpos rotos, indicando con sus dedos diferentes números. Números que no tenían ningún sentido para mí. Dos. Cuatro. Nueve. Aquella última foto con el número seis indicado por dedos rotos y destrozados.

  Había pensado en poner esto en conocimiento de la Jefatura de Policía más de mil veces. Pero sabía que no serviría para nada. Explicar cómo había conseguido fotos de los cadáveres, en posiciones distintas a las de las escenas de los crímenes, sería algo muy difícil, más aún teniendo en cuenta mi reputación y todo lo que había sucedido con anterioridad. Estaba convencido de que, por más que la pusiera delante de sus narices, no darían crédito a esta información. Información que haría saltar la mierda por los aires y le complicaría la vida al Departamento, otra vez.

  Sería mucho más fácil para ellos cargarme el marrón. Un policía retirado por problemas mentales, tan obsesionado con su última investigación que había perdido la cabeza hasta el punto de convertirse a sí mismo en asesino para dar validez a sus disparatadas teorías. Ya podía ver los titulares en los periódicos. Y lo tranquilos que dormirían todos mientras esperaba en San Quintín mi cita con la silla eléctrica.

  Así que esperé. Sin saber muy bien lo que debía de hacer. Y aquellas fotos empezaron a amontonarse sobre mi mesa. Cuatro fotos grotescas que contenían retazos del mismo infierno. Pasaba horas mirándolas todos los días, intentando encontrar un sentido a aquellos números. Probé patrones numéricos, marqué coordenadas en un mapa. Y no encontré ni una puta mierda. La solución tampoco estaba escrita en el fondo de una botella, pero vaciaba varias al cabo del día. Era la única manera de poder quitarme aquello de la cabeza.

  Así que continué esperando. Tachando días en el calendario, viendo como aquella siniestra fecha se acercaba poco a poco mientras mis nervios se iban consumiendo y mi vida se ahogaba en licores baratos y humo rancio.

  Hasta que llegó el día. El jodido treinta y uno de octubre.

  Permanecí sentado tras mi escritorio. Mi mirada repasaba una y otra vez aquellas macabras fotografías. De vez en cuando miraba de reojo el teléfono, temiendo el momento en que volviera a sonar y la voz repelente de Victor Mecks me diera la dirección de otra de aquellas carnicerías.

  Fotos, números y un teléfono maldito.

  Entonces sentí como el corazón se me paraba en el pecho.

  Me puse en pie de un salto, volcando la silla en la que había estado sentado. El corazón me latía a mil por hora y por un momento temí que caería muerto allí mismo, en el suelo de aquella roñosa oficina, con la única pista real que había conseguido durante todos aquellos años inútil dentro de mi cabeza. De un manotazo tiré todas las botellas y la basura que se había ido acumulando con el paso del tiempo sobre mi escritorio. Y dispuse los fotografías, tal y como las había encontrado frente a mí.

  Dos. Cuatro. Nueve. Seis.
   Tragué saliva con esfuerzo y me esforcé en respirar con normalidad.

  Parecía como si el auricular del teléfono pesase una tonelada, oscilando de un lado a otro mientras intentaba controlar el temblor de la mano con la que lo agarraba. 

  Con calma marqué aquel número.
  Dos. Cuatro. Nueve. Seis.
  No sucedió nada.

  Derrotado me dejé caer sobre el escritorio, con su dura superficie destrozándome la espalda sin que aquello me importase. Por un momento había creído tener al fin la solución a aquel jodido misterio. Me maldije a mi mismo un millón de veces por mi estupidez y volví a marcar. Está vez incluí el prefijo de Los Ángeles.
Cinco. Cinco. Cinco. Dos. Cuatro. Nueve. Seis.

  -Empezaba a temer que tu tiempo se agotaría. Llevo esperándote casi un año. Al fin te has decidido a llamar. Samhain te espera.

  Aquella voz rasposa, seca y dura hizo que las pelotas se me encogieran dentro del pantalón. Reprimí el impulso de gritar y antes de darme cuenta de lo que hacía, colgué el teléfono, asustado.
Me quedé allí, sentado sobre aquel escritorio, mirando el teléfono como si fuera algo vivo que pudiera saltar y morderme en cualquier momento. En completo silencio, en la oscuridad. Con la cabeza dando vueltas a lo que acababa de pasar, analizando las implicaciones de todo lo que había ocurrido hasta aquel momento. Pensando en lo que debía hacer a continuación. Por fin, después de tantos años iba a descubrir que era lo que estaba pasando.

  Abrí el cajón y cogí el revólver.

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  -Mecks cabrón de mierda, no me puedes dejar tirado ahora. ¿No entiendes lo que te estoy diciendo? Estoy a punto de coger a ese hijo de perra

  Victor Mecks miraba a todos lados, saltando cada vez que uno de los polis de la comisaria entraba en el garaje y se cruzaba con nosotros. Y empezaban a ser muchos. Por eso había elegido esa hora, la del cambio de turno. Para presionarle y forzarle a hablar.

  -Mierda Harry. Me vas a joder vivo. Si Andrews se entera de que estoy hablando contigo me cortará las pelotas. Está como loco con todo este asunto ¿sabes? Anda de un lado a otro como la jodida inquisición, buscando al que te da los chivatazos. Para él todo esto es algo personal. Va a por ti Harry.
Apreté los dientes con fuerza, sintiendo como la rabia me quemaba el estomago. El dolor de cabeza que siempre me acompañaba se intensificó. Saqué el bote de pastillas y me tragué un puñado de ellas en seco mientras intentaba serenarme.

  -Victor, todo esto se puede acabar hoy mismo. Escúchame. Ya sabes qué día es hoy. Todos estos cabrones pueden decir que estoy loco, y seguramente tengan razón, pero eso no cambia los hechos, y tú lo sabes. Esta noche va a aparecer otro cadáver. Pero puedo pararlo, puedo terminar con toda esta mierda. Sólo necesito que cojas este número- le tendí una nota arrugada que contenía el teléfono del asesino- Míralo en la lista inversa. Dame un puto nombre, una dirección. Y te juro por Dios que nunca más hablaré contigo.

  -Que te follen Harry. No te debo una puta mierda- la cara de Mecks estaba roja, su enorme frente llena de venas abultadas. Sudaba tanto que el sombrero de su cabeza empezaba a oscurecerse- No pienso jugarme el culo por ti y por tus paranoias.

Los gritos de Mecks empezaban a atraer la atención de los uniformados que iban llegando a la comisaria. El muy imbécil se dio cuenta y bajó la voz, tratando de ocultarse en las escasas sombras del aparcamiento. Si no le presionaba rápido, saldría volando de un momento a otro.

  -Me importáis una mierda tú y tu carrera Victor. Acudí a ti porque sabía que cogerías el dinero. Eres lo bastante estúpido y corrupto para eso. Si no me das lo que quiero, te juro por Dios que te reviento a golpes aquí mismo. Va a ser el jodido Andrews en persona el que tenga que separarme de lo que deje de ti.

  Mecks me miró con rabia y por un momento temí que se lanzaría sobre mí. Era más joven que yo y estaba en mejor forma. Sin duda me haría pedazos contra aquel suelo asqueroso. Pero notaba como la sangre hervía dentro de mí. No iba a dejar que todo aquello se me escapase entre los dedos. Había tirado mi vida a la basura por este caso. Y ahora no iba a dar marcha atrás, costase lo que costase. 

  Mecks debió ver la locura en mis ojos porqué escupió con rabia contra el suelo y, de un manotazo, agarró la hoja de papel y la guardó en su chaqueta.

  -Diez minutos, hijo de puta. Pero una vez que tengas esto, olvídate de mí para siempre.

  Aún mirando hacia todos los lados, temeroso de las miradas ajenas, Mecks entró a la comisaria.

  -No me va a resultar difícil Victor. Te lo puedo asegurar.

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  Aquel sitio daba escalofríos. Una casona antigua que se caía a trozos situada en las afueras de la ciudad, casi en el Valle, rodeada de un campo yermo en el que hacía décadas que no crecía nada. De camino hacía allí había pasado por un par de campamentos de vagabundos. Aquella parte de la ciudad destilaba desolación y desesperación a partes iguales. Había venido sólo, como no podía ser de otra forma. El nudo de mi estómago me provocaba unas nauseas que apenas me dejaban respirar. Por más que lo intentaba, las rodillas seguían temblándome. No sabía lo que iba a encontrarme ahí dentro, pero estaba convencido de que no sería nada bueno. Abrí la guantera del Ford y de un trago apuré un cuarto de la botella de whisky. Aún así las sienes seguían zumbándome. Me sentía tan asustado como un niño de cinco años.

  Llevaba toda la tarde plantado delante de aquella casa sin saber qué hacer. Dudando sobre si debía llamar o no a mis ex compañeros y decirles que por fin tenía a ese hijo de perra. Que había descubierto a aquel asesino. Sabía que, aunque no me creyeran, enviarían a alguien. Era posible que incluso el propio Andrews en persona viniera hacía aquí, aunque sólo fuera por pegarse el gustazo de reírse en mis narices cuando todo aquello resultase ser una farsa. Todo sería más fácil si un par de uniformados me acompañaban al interior de aquel lugar.

  Pero algo en mi interior me decía que no lo hiciera. Que todo aquello era un asunto exclusivamente mío. Algo personal en lo que no podía involucrar a nadie más.

  Miré otra vez aquella casona perfilada contra la luna y me estremecí. Podría darme la vuelta. Arrancar el coche y largarme de allí. Cerrar la oficina y abandonar el trabajo de detective. Un trabajo de mierda que apenas me llegaba para pagar el alquiler. Mudarme a otra ciudad, a otro estado, a cualquier otro sitio del jodido mundo donde aquellas condenadas fotos no pudieran encontrarme. Y olvidarme de todo. Volver a empezar.

  Di otro trago a la botella, deleitándome en la sensación de calor del licor bajando por la garganta. Quizás pudiera huir de todo aquello, pero dudaba de que pudiera huir de mi mismo. Acabaría obsesionado con aquella noche, con lo que quiera que pudiera haber encontrado dentro de aquella cochambrosa casa. No podría continuar viviendo. Por más que lo intentase. Cerré los ojos y suspiré con pesar.

  Ya no podía dar marcha atrás. Había llegado a un punto sin retorno.

  Así que, con la pistola temblequeando en la mano, avancé por aquel caminillo de tierra que llevaba al interior de la vieja casona.

  El salón de la casa era un completo caos. El olor me golpeó con la contundencia de un puñetazo en plena boca. Tuve que boquear asqueado hasta que pude acostumbrarme a él. Sabía que el tipo de la llamada telefónica era un perturbado, pero ahora que veía la casa en la que vivía temí que me había quedado corto en mi presunción. Los muebles estaban apilados junto a las paredes sin ningún tipo de orden, la mayoría destrozados, abandonados de tal manera que dejaran libre el centro de la sala. En el suelo de esta, grabado de forma tosca sobre la tarima de madera, aparecía un círculo extraño, lleno de símbolos cabalísticos y estupideces similares. Intenté descifrar aquel galimatías, pero al hacerlo la cabeza empezó a zumbarme por la presión. Todo aquello era desquiciante. Había manchas oscuras en el interior de este círculo. Manchas que no me costó mucho reconocer como sangre seca. Multitud de animales disecados colgaban de las paredes, haciendo que el ambiente resultase aún más tétrico si es que eso era posible. Nadie en su sano juicio podría vivir en un lugar similar.

  Y no había nada más en aquella habitación. Nada a excepción de las montañas de libros que crecían como hongos enfermizos por cada rincón libre, apilados de cualquier manera. Avancé con cuidado envuelto en aquella penumbra malsana que cubría la habitación. La luz que se colaba por las ventanas era tan tenue que apenas distinguía más allá del contorno de las cosas, pero me resistía a pulsar el interruptor de la luz o a encender la linterna que había traído conmigo. Había forzado la puerta de entrada con toda la calma que pude reunir, tratando de no hacer el más mínimo ruido. Quería mantenerme oculto el mayor tiempo posible.

  Agarré un par de aquellos libros y los volteé en mis manos, haciendo que la luz de la luna los bañase y me permitiera leer los grabados de sus cantos. Vermis Mysteriis. Cultes des Goules.  Necronomicón. Ninguno de aquellos títulos me decía nada. Pasé aquellas hojas amarillentas, tratando de encontrar sentido a los demenciales grabados que adornaban los extraños volúmenes antes de volver a dejarlos en el lugar donde los había recogido. Todo aquello era un sinsentido absurdo. La cabeza me dolía ahora más que nunca. Saqué las aspirinas de mi chaqueta y me tragué otro puñado.
Examiné atentamente el resto de la sala. El asesino tenía que estar en algún lugar de la casona. Al frente había dos puertas, una de ellas destrozada. A través de esta veía una cocina antigua desde la que emanaba un olor rancio y repulsivo a comida pasada. Junto a esta, aparecía una puerta cerrada. Estudie aquella puerta sin animarme a avanzar. Tenía miedo de lo que pudiera encontrarme detrás de esta. ¿Y si el hombre del teléfono estaba allí? Sólo con pensarlo sentí como el cuerpo se me tensaba y las pelotas se me encogían hasta casi desaparecer. Miré hacia los lados buscando otras opciones, pero solo había unas escaleras que conducían al piso superior y, aprovechando el propio hueco de estas, un tramo que descendía hacía el sótano de la casa. Esas dos opciones se me antojaron aún peores que la puerta cerrada así que, sin demorar más aquel momento, me dirigí hacia ella.

  Noté el pomo pegajoso bajo las yemas de mis dedos mientras lo giraba y tardé un rato en darme cuenta de que era sangre lo que lo manchaba. Así que retrocedí un par de pasos, saqué el revólver y, de una patada, reventé la puerta.

  -Santa madre de Dios-el revólver colgaba ahora inútil en mi flácida mano. Me sentía cansado, cansado y sin fuerzas para continuar.

  Delante de mí, atado con gruesos alambres a un colchón desvencijado, aparecía el cuerpo desnudo de un hombre. Alguien lo había torturado, sin prisas, destrozándolo por completo y a conciencia. Estaba tan machacado que apenas parecía humano. Su cuerpo estaba cubierto de cortes y laceraciones casi en cada centímetro de su piel. Los huesos de sus brazos y piernas sobresalían en los puntos en los que habían sido fracturados. Los dedos de sus manos y pies eran un amasijo de carne y hueso. Sonreí con cinismo al pensar que este pobre infeliz no podría señalar ningún número. Entonces vi las fotos y un sudor frio recorrió mi espalda.

  Docenas de fotos aparecían clavadas con alfileres a la pared. En ellas se mostraba el proceso que había seguido la tortura de aquel desgraciado. Su cuerpo iba mostrando los castigos infringidos, foto a foto, un siniestro reportaje que exhibía la peor depravación humana imaginable.

  -Ma…ta…me.

  El sonido me pilló tan de improviso que casi dejé caer el revólver al suelo. Observé con horror como la cabeza de aquel ser destrozado se giraba hacía mí. Con los ojos morados apenas abiertos buscándome. Su boca rota burbujeó sangre y aquel lamento se repitió.

  -Mátame…te lo ruego.

Seguía vivo. Aquel hombre seguía vivo. El pánico y la repulsión me vencieron. Giré sobre sí mismo con tanta violencia que estuve a punto de caer al suelo. Entonces lo vi, silencioso y desnudo, justo detrás de mí. Su cuerpo desgarbado, largo y fibroso apenas se recortaba contra la luz de la luna que entraba por la ventana. Parecía una sombra más en mitad de las tinieblas. Acercó su rostro al mío y grité de terror cuando vi aquella cara inhumana.

  -Al fin has llegado.

  El mazo sanguinolento con el que había destrozado al hombre de la habitación me golpeó de lleno en la cabeza.

  Y todo fue oscuridad.

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  -¿Dónde cojones…?

  Desperté en medio del salón, con la cabeza a punto de explotar. Notaba el lado derecho húmedo y al mirar mi chaqueta cubierta de sangre recordé el golpe del martillo. Intenté ponerme en pie, pero gruesos alambres mordían mi carne sin compasión, anclándome a una pesada silla de madera.
Frente a mí, en el centro exacto de aquel circulo demencial, aparecía una tosca mesa. Sobre esta yacía el tipo destrozado de la habitación. Suspendidas sobre nosotros por medio de finos alambres, cientos de fotografías nos rodeaban, como fúnebres estrellas que brillaban recogiendo la luz que se colaba por la ventana haciendo brillar su papel satinado.

  -Me miran ¿sabes? Cada día observo sus caras. Veo sus ojos acusándome. No quiero olvidarlos, por eso los fotografío. Odio todo esto. Pero es necesario que lo haga. Si no queremos que entren y lo destruyan todo.- su voz sonaba hueca y rasposa, tal y como lo había hecho a través del teléfono- Así es como debe ser. Así es Samhain.

  El asesino estaba de pie, de espaldas a mí e inclinado sobre el tipo de la mesa. Continuaba desnudo, y pude ver que su cuerpo era delgado, con la carne blanda y enfermiza colgando de sus huesos. En la parte posterior de su cabeza se distinguían dos gruesas correas de cuero. Se giró hacia mí y no pude reprimir un grito al ver de nuevo su rostro.

  Una máscara metálica lo cubría. Una máscara extraña y repulsiva, sin rasgos, apenas dos hendiduras para los ojos y un corte desigual en la zona de la boca. No había visto ese tipo de máscaras antes, pero su aspecto era tan amenazante que me vinieron a la mente imágenes de torturas e inquisición.
-Eso es lo que debe hacerse. Uno muere para que millones puedan vivir.

  Sin más ceremonia levantó el mazo y lo dejó caer con fuerza en pleno rostro del hombre de la mesa. La sangre salpicó el cuerpo desnudo y la máscara metálica. Grité, grité con todas mis fuerzas, sintiendo como la garganta se desgarraba y la boca se me llenaba con el sabor cobrizo de mi propia sangre. Insulté a aquel hijo de puta, retorciéndome en la silla para saltar sobre él y destrozarlo con mis manos, sin hacer caso del dolor lacerante del alambre que me cortaba la piel.

  -Aún no lo entiendes, pero pronto comprenderás que es necesario –Con parsimonia empezó a forcejear con los cierres de la máscara- Ya está. Ahora ha terminado. Durante otro año, el velo seguirá cerrado.

  -Estás loco hijo de perra. Estas como una puta cabra. Al final te pillarán. Te van a freír por lo que estás haciendo –Trataba de ganar tiempo mientras retorcía los brazos, sangrando sobre el suelo. En ese momento me hubiera dado igual perder una mano, o las dos, con tal de poder salir de allí. Aquel tipo se estaba derrumbando delante de mí. Era consciente de que tenía los minutos contados. Tenía que moverme, que hacer algo y deprisa.

-No lo entiendes. Esto no es nuevo. ¡Es Shamain!- gritó- ¡El maldito Shamain que debe celebrarse año tras año! Siempre ha sido así, y siempre lo será. Desde el inicio de los tiempos hasta el final de la misma vida. Ellos están ahí fuera, esperando. Esta noche tienen vía libre para venir aquí, a nuestro mundo por eso hay que engañarlos, darles un sacrificio, para contentarlos. Para que vuelvan al sitio del que provienen y se den por satisfechos en lugar de devorarnos a todos y lamer nuestros huesos rotos. Al menos otro año.

  -¿De qué estás hablando?- Aquel tipo estaba totalmente ido, pero no iba a ser yo quien le metiera prisa por terminar su relato. Quizás sólo ganase algunos minutos más de vida, pero para mí era suficiente. Al menos podría pensar en cómo intentar escapar.

  -Mira a esos imbéciles de la ciudad- Se aproximó a la ventana y observó el exterior, con las manos colgando de los lados y el mazo olvidado ya en el suelo- Corriendo de un lado a otro, disfrazados como niños, paseando sus calabazas y gritando el absurdo: truco o trato. Este es el autentico truco o trato. O hacemos un trato con ellos, o nos destruirán. Ese es su puñetero truco. Nos devoraran sin ningún tipo de compasión, como nuestros niños devoran los dulces y los caramelos.

  -¿Quiénes? – el alambre comenzaba a ceder. Quería gritar de dolor con cada movimiento. Sentía como el metal rozaba los huesos de mis muñecas. El dolor me enloquecía pero seguí hablando- No entiendo nada de lo que me dices viejo.

  - ¿Preguntas quienes? Los Dioses Oscuros. Los Primigenios. Ellos existen mucho antes de que el hombre naciera. En los primeros siglos se alimentaron de nosotros. Cada noche del treinta y uno de octubre, rasgaban el velo que separa nuestros dos mundos y se alimentaban a placer de nosotros, masacrándonos en horrendos festines para saciar su hambre eterna- el hombre tiró la máscara al suelo, donde rebotó con un sonido metálico y se giró hacia mí. Aquel viejo me miró con los ojos más cansados que jamás hubiera visto en toda mi vida. Su cara estaba surcada de arrugas, que le hacían parecer mucho más viejo de lo que era en realidad- Los celtas lo sabían. Por eso sus druidas crearon Samhain, la Noche de Halloween. Elegían una persona, sólo una entre todos ellos, para que sufriera el tormento de miles. Su dolor, su desesperación, sería un bocado exquisito para estos Dioses Oscuros. El sacrificio los contentaría, los mantendría saciados el resto de la noche mientras devoraban el alma de este elegido. El tiempo suficiente para que el velo volviera a cerrarse y quedasen atrapados durante otro año tras él.

  Aquel tipo estaba loco. Condenadamente loco. Reí con amargura al pensar en los psiquiatras que me habían examinado a mí. Hubieran disfrutado como niños con este desequilibrado. Sus delirios eran tan elaborados, y la convicción con la que los relataba, tan intensa que incluso por unos escasos segundos, su discurso pareció tener lógica.

  -Por eso te necesito. Por eso te mandé las fotos. Sabía que acabarías encontrándome, que llegarías aquí- se apoyó en la ventana, descansando el cuerpo con gesto atormentado mientras observaba la luna nocturna.

  -¿Por qué yo? ¿Para qué me quieres? Según tu historia, sólo necesitas un sacrificio. Ya lo has tenido. Míralo ahí. Muerto por tu propia mano. 

  El viejo se aproximó hacía mí. El estómago se me revolvió y giré la cabeza para vomitar. Sentí la orina tratando de escaparse. 

  Iba a morir.
  Aquí.
  Ahora.

  -Porqué tú crees –me sonrió con la sonrisa más triste que había visto en toda mi vida- Y alguien tendrá que seguir cerrando las puertas cuando yo no esté.

  Me quedé con la boca abierta mirando como aquel anciano se agachaba frente a mí y, con extremo cuidado, empezaba a soltar los alambres con los que me había atado a la silla. 

  Entonces la puerta de la casa reventó. Las bisagras saltaron como balas hacía el interior de la sala. Bajo el marco de la puerta, y ocupando casi todo el quicio de la misma, el teniente Andrews nos miraba atónito, con la cara reflejando incredulidad, pero el arma firme, apuntando al anciano.

  -¿Qué coño…?- pestañeó por un segundo y pareció recuperar la compostura- Hijo de perra, ponte en pie ahora mismo. Pon las manos sobre la cabeza y ponte de rodillas en el suelo. Harry, tranquilo. En cuanto espose a este maricón voy a sacarte de aquí. No te preocupes muchacho. Todo va a ir bien. No puedo creer que tuvieras razón. El puto Mecks


  Miré a Andrews e imaginé lo que habría pasado. Alguien nos había visto, a Mecks y a mí, hablando en el garaje. Sin duda se lo había contado a Andrews, y este había presionado a Victor como solo él sabía hacerlo. Mecks le habría dado la dirección. Y este arrogante hijo de puta se había presentado aquí. Lo conocía lo suficientemente bien para saber qué, si se había tomado tantas molestias, sólo podía ser por dos motivos. O bien pensaba que yo andaba detrás de los asesinatos. O bien pretendía desquitarse conmigo por la pelea del año anterior. Pero ahora estaba aquí, y nada de todo eso importaba. Había llegado en el momento justo, como el providencial séptimo de caballería. Ni siquiera el sonido de una corneta hubiera hecho más gloriosa su entrada a mis ojos.

  El viejo me miró una vez más y me sonrió de aquella manera triste tan suya.

   -No dejes que vuelvan. Ahora sólo quedas tú.

  Con tranquilidad, levantó las manos por encima de la cabeza y las apoyó en la coronilla. Con un crujido artrítico, sus rodillas se doblaron.

  -Muy bien desgraciado. Ahora tranquilo, voy a esposarte, y todo esto se acabará en un momen…
La boca de Andrews era enorme. Estaba tan abierta que casi le tocaba el pecho. Se había quedado parado, en mitad del salón, mirando embobado un punto más allá de mi espalda. Intenté girarme, ver aquello que él estaba viendo, pero por la posición en la que aún me encontraba, atado a la silla, el movimiento resultaba imposible.

  -¿Pero qué diablos se supone que es eso?

  Andrews bajó la pistola. Entonces noté aquella sensación eléctrica invadiendo toda la habitación. Un olor pútrido llenó la sala mientras sonidos desagradables, sonidos de desgarro, surgían desde detrás de mí. El anciano, aún de rodillas frente a mí, se inclinó a un lado y miró hacia el lugar del que surgía todo aquello. La expresión de terror de su cara fue contagiosa. 


  -Pero…no es posible… ¡He sellado el portal!

  Me retorcí con fuerza, gritando mientras los alambres me cortaban la carne y mi sangre teñía el suelo de la habitación. La silla se volcó y pude rodar sobre sí mismo. Entonces vi aquello que producía aquel extraño sonido. Y deseé haberme quedado quieto, de espaldas a aquel horror.

  Lo que había allí era tan extraño, tan ajeno a este mundo, que no existen palabras para describirlo. Parecía como si alguien hubiera pintado un lienzo excesivamente realista, un cuadro que mostrase la parte más alejada de la habitación, justo donde estaba la puerta de la habitación en la que había encontrado al hombre torturado. Y una vez pintado, alguien había decidido que sería buena idea atravesar ese lienzo desde atrás. Sólo que no era un lienzo lo que estábamos mirando, sino el propio tejido de la realidad, y quien lo atravesaba, rasgándolo en trozos como si efectivamente fuera una tela estirada, no era una persona. Aquellos seres deformes se revolvían en medio de una oscuridad infinita y sin estrellas. Sus enormes cuerpos bulbosos luchaban entre sí para abrirse hueco hacía nuestro mundo. Sus formas eran imposibles, cientos de ojos, bocas titánicas que se retorcían sobre sí mismas, devorándose en contorsiones imposibles, tentáculos enormes que serpenteaban húmedos, agarrando los bordes de nuestra realidad y destrozándola con su fuerza sobrenatural. Estos eran los Dioses Oscuros a los que se había referido aquel anciano loco. 

  Los Primigenios.

  -Es imposible. Esto no debería estar pasando. He dedicado mi vida entera a evitar este momento y ahora…-Las lágrimas surcaban su rostro arrugado mientras sus ojillos recorrían frenéticos la habitación- ¡Está vivo! Es la única explicación, el sacrificio está vivo. –Me miró a los ojos, gritando- Tenemos que matarlo si queremos cerrar el portal.

  Salió corriendo y se dirigió al mazo, que descansaba aún apoyado junto a la ventana. Lo levantó sin esfuerzo y corrió hacia la mesa situada en mitad del círculo, donde aún reposaba el cuerpo del hombre al que había dado por muerto y que efectivamente aún parecía convulsionarse. Aquellos seres estaban haciendo un agujero inmenso en nuestra realidad. Sus enormes cuerpos abotargados empezaban a colarse hacía nuestro mundo mientras proferían gemidos de placer con sus voces inhumanas, anticipándose al sangriento festín que les esperaba. El anciano intentó llegar al círculo, esquivando los apéndices de aquellos seres, que trataban de atraparle.

  -Tira el martillo. Tíralo y échate al suelo cabronazo

  Me giré hacía aquella voz. Andrews apuntaba al anciano, siguiendo la carrera de este con el cañón de su revólver. Algo no estaba bien. Tenía los ojos desencajados de terror. La boca rodeada de espesas babas blanquecinas. El miedo lo había superado por completo. Su mente, ante aquel horror inhumano, estaba reaccionando aferrándose a lo que mejor sabía hacer en esta vida. Ser policía.
Ajeno a su advertencia el viejo levantó el pesado marro sobre su cabeza, dispuesto a terminar el funesto trabajo que había empezado. Junto a él, el sacrificio empezó a gemir, más muerto que vivo.
El estruendo de las tres detonaciones se impuso sobre el sonido desgarrador que profería la propia realidad al ser violada por los Primigenios. El anciano dejó caer el mazo a sus pies y se miró incrédulo las tres flores carmesíes que florecían en su pecho. Sin emitir sonido alguno se dejó caer poco a poco hacía el suelo.

  Andrews se colocó a mi lado. Con la cara aún descompuesta, dio un fuerte tirón y arrancó los alambres que me retenían. El dolor fue intenso, pero la sensación de libertad que experimenté lo cubrió. Me puse en pie de un salto y agarre el inmenso hombro de Andrews. Ni siquiera quería volver a mirar aquel agujero en la realidad. Ya tendríamos tiempo de preocuparnos por eso después. Ahora sólo teníamos que escapar de allí. Sin embargo, el teniente no se movía. Miraba incrédulo el revólver que aún humeaba entre sus manos. De aquel agujero entre dimensiones no quedaba el menor rastro.

  -Como si alguien hubiera cerrado una ventana de golpe- seguía conmocionado. Miré la dirección que señalaba con el dedo y vi el inmenso tentáculo que, cortado de cuajo por la mitad, aún se retorcía en el suelo.

  Junto a este, el viejo permanecía tendido en el suelo. A pesar de las tres heridas de bala que le destrozaban el pecho la expresión de su cara era de completa felicidad. Al final, los Dioses Oscuros habían tenido su sacrificio. Imagine su alma inmortal, siendo consumida por aquellas abominaciones, como niños devorando caramelos de Halloween. Tal y como él mismo había dicho. Y me estremecí de puro terror.

  El hombre de la mesa ni siquiera tenía algo a lo que pudiera llamarse cara. Cerré los ojos y apoyé el cañón de mi revolver en su sien. Quiero pensar que, si aún era consciente de lo que le rodeaba, agradeció mi gesto.

  Salimos de allí y, en silencio, observamos como las llamas consumían todo aquello. 

  El maletero de mi coche rebosaba de libros, tan extraños como los pensamientos que bullían en el interior de mi cabeza. Sin embargo, por primera vez en años, tenía la mente despejada. Por pura fuerza de costumbre busqué el bote de aspirinas en mi chaqueta, antes de sopesarlo entre las manos y arrojarlo a las llamas.

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  Al final solucioné mi caso, para bien o para mal, era un círculo que terminó por cerrarse, aunque tuve que pagar el precio por ello. Mi cordura, que ya colgaba de un hilo, terminó de caer. Desde aquella noche he leído los libros miles de veces. El viejo tenía razón. Esos demonios, los Dioses Oscuros. Los Primigenios con los que deliraba, existen de verdad. Se arrastran detrás del fino velo que los mantiene ocultos de nuestros ojos, separados de nuestra realidad, esperando pacientemente a que aparezca cualquier fisura entre nuestros mundos por la que poder colarse y comenzar su festín.

  Y su paciencia es eterna.
  Como ellos.

  Por más que leo los libros no encuentro ninguna solución. No hay modo alguno de acabar con ellos.
El viejo acabó teniendo razón. Solo existe Samhain. Es lo único importante.

  Así que, abro el maletero del Ford y observo al hombre que se retuerce en el interior. Victor Mecks solloza, pero sus lamentos quedan amortiguados por el saco que le cubre la cabeza. El viejo acabó teniendo razón. Alguien tendría que seguir cerrando las puertas cuando él no estuviera. ¿Qué otra cosa se podría hacer? A mi lado, el teniente Andrews asiente en silencio, dando su conformidad a lo que está por suceder. A través de las tinieblas, arrastramos al sacrificio hasta el nuevo altar donde, en los años que quedan por venir, celebraremos Samhain. Andrews me tiende una lista antes de golpearme en el hombro de forma amistosa. El también los ha visto. También es un creyente. Sólo los peores entre todos nosotros dice. Y leo la lista asintiendo a mi vez.

  Así que esperamos, hasta que el momento es inminente y podemos escuchar el sonido de la realidad gritando, comenzando a rasgarse.

  Entonces comienza la celebración.
  Odio más que nunca el treinta y uno de octubre.
  Jodido Halloween.
  Jodido Samhain.















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