miércoles, 24 de julio de 2013

El último coito, Ricard Millás



            Estuvimos dos horas dejando que el sudor manchara las sábanas. Dos horas enteras intercambiando fluidos y dejando que los jadeos se perdieran detrás del humo que los cigarrillos mal apagados desprendían; como si fueran suspiros y besos perdidos detrás del telón de una vida malgastada por los excesos y los frecuentes choques de pieles. Como si fueran un accidente de tren, nuestras caderas danzaban al ritmo de la irreverencia sexual practicando posturas que invitaban al enrojecimiento de la entrepierna. La ingesta de fluidos corporales y líquidos de alta graduación nos postraba ante el clamor de las miradas de algunos curiosos; nos gustaba hacerlo con las ventanas abiertas. Lo que algunos llaman follar nosotros lo invocábamos a través de nuestros jadeos, a través de la repetición que tiene lugar en el acto en sí. Nada como el calor de dos cuerpos sudando en la competición que tiene lugar en la mente de cada uno de los participantes. Cerrábamos los ojos para imaginarnos distintos, más atractivos, más fuertes, con la piel más tostada y los pechos más grandes, tratando de que el orgasmo sucediera en el momento indicado, buscando la conjugación del pensamiento y el placer. Todo en uno salpicando las sábanas recién estrenadas. Fumábamos y dábamos largos sorbos a los vasos y nos halagábamos, contentos por lo que nos habíamos dejado en la gran pelea del amor efímero.

            Nos dormíamos y nos buscábamos; despertar con una boca rodeando tu falo. Despertar por tus propios gemidos y saludar a una cabeza que se agacha en un alfeizar. Volvíamos a unirnos en la comunión de nuestros cuerpos desnudos, de nuestros sexos al rojo vivo viviendo el latrocinio del respeto mutuo; tirones de pelo y actos que casi rozan la violación.

            -Estírame el pelo. Chupa y traga. Piérdeme el respeto.

            Nos arrancábamos la ropa a mordiscos, como zombis hambrientos de carne caliente y sexo en bandeja. Prologábamos el acto arrastrando nuestras lenguas por la flor del sexo. Cuando algunos eran destripados por la intromisión de decenas de cuerpos infectados por el descuido del ser humano, nosotros nos partíamos la cadera y nos provocábamos la irritación de nuestras pieles. Nos quitábamos el pelo de nuestros sexos y devorábamos la piel recién nacida. La suavidad de un sexo rasurado invita a la materialización del coito. Mientras algunos gritaban, mientras algunos temían por su vida, mientras algunos no conseguían sobrevivir a la horda zombi, el sexo tenía lugar en las cuatro paredes del dormitorio.

            Desde el momento en que firmamos un contrato con un beso desprovisto de promesas incumplidas, buscamos el refugio de la no muerte en la calidez de nuestros sexos. Tratamos de obviar la realidad maquillándola con un exceso de sexo a sabiendas de que tarde o temprano caeríamos víctimas de la mordedura letal.

            Caminábamos con la pesadez de las articulaciones, tratando de recordar lo que fuimos antes, tratando de subsanar nuestros errores pasados; demasiado tarde. Cogidos de la mano avanzábamos por las calles buscando algo de carne caliente. Éramos dos vagabundos con el poder de una manada de perros rabiosos. Incapaces de recordar cómo habíamos podido unirnos a la horda zombi, borrábamos lo poco que quedaba de nuestros sentimientos uniéndonos al festín que las víctimas humanas nos ofrecían. No nos importaba ingerir vísceras mientras el gusano del hambre dejase de rasgarnos desde el interior.

            Comiéndonos a mordiscos nos dejábamos llevar por el sonido que los Chromatics nos susurraban al oído. Como besos con lengua dentro del pabellón auditivo tratábamos de seguir el ritmo de los bajos mediante el acompasamiento del apéndice. Sentir las acometidas con el desespero del que está buscando oro. Huyendo del mordisco inminente a sabiendas de que alguien estaba entrando por la entrada principal. Sus rugidos agrietaban las paredes. Nos abrazamos tratando de fundirnos en uno, mirándonos a los ojos; estábamos listos.

            Llegaron mucho antes de lo previsto. Se arremolinaron en torno a la cama y nos miraron. El espectáculo parecía gustarles; uno de ellos le tocó el trasero, contrastando la aspereza de su piel muerta con la suavidad de la carne prieta. A sabiendas de sus intenciones seguimos buscando la aceleración de los biorritmos tratando de reventarnos la entrepierna. Follamos como animales antes de notar sus dientes en nuestra piel. Tiraron de ella mientras gritamos como una bruja en la hoguera. Se unieron otros al festín de carne gratuita. Perder la integridad invita a degustar los frutos de la tierra; los pocos supervivientes que quedaban morían a manos de la irracionalidad imperante.

            Cada vez quedaban menos humanos. Algunos aparecían detrás de una esquina, corriendo por sus vidas, alargando la agonía. Buscando un refugio, un piso abandonado, un subterráneo libre de zombis… nos los comíamos demasiado rápido. Apenas podían levantarse después de la conversión. Nos alimentábamos de sus piernas, dejando que resucitaran en el suelo, buscándose a ellos mismos en un lodazal de recuerdos confusos. Dominábamos las calles, irguiéndonos a nuestra manera como los nuevos reyes de la podredumbre. Nos encontrábamos a nosotros mismos en los reflejos de los escaparates; la mirada en blanco, los miembros parcialmente destripados, la obscena y pútrida desnudez de nuestros cuerpos en contraste con los rayos del dios del sol. Seguíamos caminando lamiendo del orinal de nuestros recuerdos inconclusos.

            Hasta que llegaron los helicópteros.

            Y los aviones y los tanques y los hombres vestidos de verde con sus escobas de fuego. Nos persiguieron y nos incrustaron el contenido de sus bastones de humo en la cabeza. Caíamos al suelo sin remedio. Ya no podíamos volver a levantarnos. Las calles se llenaron de fuego y humo y de mala suerte para el reinado de los muertos.

            El dolor nos condujo al sueño; nadar en las caudalosas aguas de Morpheo con el vientre desgarrado noqueó a la pureza del pensamiento racional y nos convirtió en animales depredadores. Nos levantamos mientras ellos salían de la habitación. Ya no nos querían porque éramos sus iguales. Como comerse a un hermano repudiaron la carne que masticaban y nos invitaron a seguirles. Bajamos las escaleras, totalmente desnudos de ropa y de entrañas. Nos cogimos de la mano y salimos a la calle a celebrar la fiesta de la muerte; cientos de cuerpos buscaban la anterior gracilidad de sus movimientos rugiendo, con la cabeza mirando al cielo. Las gaviotas nos miraban desde arriba, tratando de no buscar un significado a la violenta variación del escenario que poblaban. Cientos, miles de cabezas caminando sin dirección y mostrando el patetismo de sus movimientos. Tratamos de recordar qué estábamos haciendo en la calle, caminando sin ropa y cogidos de la mano. Nadie nos miraba. Tampoco sentíamos vergüenza; regresamos al inicio de los tiempos mientras nos reflejábamos en un escaparate de Dior. No recordamos nuestro último coito. Ni falta que nos hacía. Enseguida comprendimos que un anhelo mucho más poderoso que el sexo nos carcomía por dentro; un hambre infinita imposible de saciar.

            Tratamos de huir del ruido y de la violencia pero nos arrinconaron en un callejón. Nos tumbaron en el suelo mientras tratábamos de refugiarnos en el calor de su carne. No sentimos dolor alguno cuando nos clavaban los extremos de los apéndices que escupían fuego. Nos golpeaban con ellos. En el suelo nos rociaron con un líquido y trataron de que nos consumiéramos bajo las llamas. Pero seguimos con nuestro empeño de ponernos en pie y morder el aire, morder la carne, buscar el calor de la piel, nuevamente, con la misma pasión de la primera vez. Escupieron fuego y plomo sobre nosotros y entonces supimos que no estábamos vivos.

            Como un último coito antes de sumirse en el silencio de un pensamiento zombi, vimos por última vez el sol y la muerte nos envolvió cariñosamente en su manto.

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