Ilustración: Fran Córdoba · www.francordobaart.com · ilustrador@francordobart.com
EL VIOLINISTA
Maribel Pardo Velasco
¿Dónde
estoy? Está muy oscuro y hace frío... Junté mis manos y soplé sobre ellas para
darme calor. No funcionó, mi propio aliento estaba frío. Llevaba... ¿era
esto un pijama? Sí, es azul y de estrellitas. Intenté vislumbrar algo, pero
todo estaba muy oscuro, así que me levanté y sacudí mi pantalón. Tierra, estaba
pisando tierra húmeda, el césped hacía cosquillas en mis pies desnudos.
Algo
no está bien.
El ambiente era desalentador, todo estaba silencioso y no podía distinguir
ninguna luz. Un momento, ¿qué es eso? Un sonido llegó hasta mis oídos
traído por el viento. Era algo que sonaba mal, una cuerda mal afinada o alguien
que no sabía tocar. Empecé a caminar hacia aquel sonido y descubrí que mis
piernas estaban entumecidas, apenas me respondían. ¿Tanto tiempo he estado
allí sentada? Los pelos de mi nuca se erizaron, era como una advertencia, pero
advertencia ¿de qué? Miedo, el miedo inundó todo mi cuerpo como si fuera la
sangre que es bombeada por el corazón.
Algo
rozó mis pies, niebla, niebla que parecía tener vida propia. Gemí, y un
grito se ahogó en mi garganta cuando empecé a correr. No me cansaba, era como
si no llegase a sentir parte de mí ser, pero sufría y temía. Era consciente de
mis limitaciones. La música seguía sonando, esta vez con más fuerza, era un
impulso, una necesidad el llegar a ella.
Estaba
sintiendo el miedo y la ansiedad a la vez. Algo me perseguía, había algo malo y
cruel allí que se apoderaría de mí si la niebla me alcanzaba. Simplemente,
lo sé. Corrí, intentaba hacerlo más rápido, más rápido, más rápido,
mi mente me apremiaba a ello. Algo se interpuso en mi camino, tropecé con ello
y caí al suelo. Me tenía, sabía que me tenía. No me quedaba ni un mísero
segundo y... la luna llena se abrió paso entre las nubes. No sabía por qué,
pero era consciente de que había ganado algo de tiempo, la niebla había
retrocedido como si nunca hubiese estado allí. Miré debajo de mí y mis ojos se
fijaron en aquello con lo que había tropezado. ¡Es una lápida! ¡Estoy
tendida encima de una tumba!
Eso
no hizo más que acrecentar mi miedo, yo no debería estar aquí, ¿y mamá? ¿Y
mi casa? Eché a correr y la música volvió a llenar mis oídos haciéndose
fuerte por el eco. No había parado, pero volvía a ser consciente de ella y supe
reconocerla; era un violín, aún no pude identificar la melodía porque sonaba
como si estuviesen serrando o rayando las cuerdas. No era como escuchar a un auténtico
músico tocando el violín.
Estaba
en un cementerio, conforme corría, más tumbas y lápidas se sucedían ante mis
ojos. Doblé una esquina y lo vi. Tenía una gabardina oscura y una bufanda gris alrededor
del cuello. Su cabello era castaño oscuro y estaba recogido en una coleta. Era
atrayente y se hallaba sentado con los ojos cerrados sobre una lápida. Su
postura demostraba despreocupación y sencillez y elegancia a la vez. Era
aquella mezcla tan extraña lo que resultaba atrayente. Sólo quería volver a
casa, mis ojos se humedecieron. Él era mi casa.
De
pronto sus ojos se abrieron y se fijaron en mí. Eran rojos, rojos oscuros como
los de un depredador que se sabe sin rival. Dejó de tocar y sostuvo con una
mano el arco y con la otra el violín mientras apoyaba los codos en sus
rodillas. Sonrió a la vez que sus ojos se estiraban suavemente hacia los lados,
demostrando así cuán depredador podía ser.
–
Hola pequeña – Me saludó con su voz que era como un arrullo – ¿Qué puedes hacer
por mí?
Había
un brillo de tristeza y curiosidad en su mirada. Vislumbré la sombra de un niño
del que él no parecía ser consciente, y quise calmarlo. No dije nada, simplemente
me acerqué andando lentamente y le quité el violín y el arco. Aquel movimiento
le sorprendió y le hizo tensarse. Apoyé el violín en mi hombro y coloqué la
barbilla sobre él, a la vez que me hice la indiferente hacia su postura. Empecé
a tocar, una melodía suave, concisa, clara como el fluir de un río que no
prometía más que paz y tranquilidad, la posibilidad de abrazarte a ti mismo. Le
miré, parecía absorto en mi música, más cuando sintió mi mirada, se volvió y
fijó su vista en mí mientras me dedicaba una sonrisa. Ha vuelto, aquel
niño ha vuelto.
Unos
aplausos me distrajeron. Dejé de tocar cuando vislumbré alguien entre nosotros.
Cruel, aquella palabra vino a mi mente antes de que terminara de girarme
para poder verle mejor. La luna ya no nos alumbraba y él era el resultado de
aquello, la sombra.
– Bravo
Valentín, la has encontrado – Su voz era completamente distinta a la de
Valentín, era cargada, cortante, lenta y arrastraba muerte y soledad. Valentín,
sí, ese era su nombre. – Pero, ¿no es un poco triste que la vayas a perder
ahora? – La frase casi terminó en un rugido, era una amenaza implícita.
La
sombra se dejó ver a la vez que se relamía los colmillos. Tenía unos ojos
saltones, alocados, que se movían sin descanso observándolo todo. Estaba ansioso
y nervioso, era un sádico sin compasión que daba pequeños brincos de
impaciencia. Su cabello era corto y negro, sus ojos de un rojo más brillante y
llamativo que el de Valentín. Llevaba una camiseta de los Bulls de Chicago,
y unos pantalones negros que se ajustaban en su cintura y se soltaban después.
– Fernando,
debí pensar que serías tú quien intentó apartarla del camino – dijo Valentín
como si estuvieran comentando el tiempo a la vez que se levantaba de la lápida
y se colocaba a mi lado.
– Está
muerta, Valentín – dijo Fernando regodeándose en la palabra muerta – Sabes lo
que eso significa.
Mi
cuello, me
llevé las manos inconscientemente al cuello. Era consciente de cosas que no
debería saber.
– Sí,
eso pequeña – dijo imitando el apelativo con el que me había nombrado
anteriormente – Te prometo que no te dolerá, al menos no demasiado.
Estaba
segura de que su concepto de demasiado no era el mismo que el mío, casi podía
verlo regodeándose con mi muerte.
– Le
arrebataste la vida. Ella puede usurpar tu puesto de acompañante. De hecho, esa
música demuestra que ya ha empezado a hacerlo.
Acompañar
a los muertos, hacerles olvidar su agonía para que descansen en paz.
– Un
muerto. Es un muerto, y adoro el concepto de los humanos de rematar – Fernando
volvió a relamerse y avanzó un paso hacia mí.
– Debería
haber seguido viviendo. No era su hora, pero la mataste igualmente para hacerme
daño.
– No
te lo tomes a mal, encontrarás a otra – se burló Fernando.
Valentín
le ignoró y continuó hablando:
– Al
hacer eso le robaste su destino y le diste el tuyo. – Fernando le miró con
miedo y consternación siendo consciente por primera vez de las palabras de
Valentín – Creíste que habías venido a matarla. Pues bien, has venido a tu
tumba. – Valentín se volvió hacia mí cambiando su expresión de desprecio por
una de infinita ternura. – Toca, mi pequeña, toca y quédate junto a mí.
La
melodía volvió a surgir de mi violín, la luna volvió a abrirse paso entre las
nubes y la cara de Fernando perdió toda expresión a la vez que se consumía en
una tumba como si nunca hubiese existido.
Dejé
de tocar cuando noté que alguien me agarraba del pijama desde abajo.
– Perdóname
mi pequeña. Perdóname por favor – suplicó con lágrimas en sus ojos – yo no
debería haberme enamorado, ese es mi sino. Tú todavía estarías viva, Fernando
no se habría fijado en ti.
– Te
perdono – le dije abrazándole. No soportaba verle sufrir, le quería. Más que
eso, le amaba.
–
Gracias, Ana – la tumba se ocupó de él y desapareció como si nunca hubiese
estado allí, exactamente igual que le había pasado antes a Fernando.
Las
lágrimas se derramaron por mis ojos sin contención y grité hasta quedarme,
literalmente, sin voz. Raspé toda la garganta hasta que no pude emitir ningún
sonido con el que mitigar mi dolor. Sola, la eternidad sola, velando a
aquellos que no pueden dormir por su sufrimiento, mientras nadie vela por el
mío.
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