Ilustración: Carlos Rodón
Al subir al vagón me sentí enseguida reconfortada por el cambio
de temperatura y esbocé una amplia sonrisa de satisfacción. El interior estaba
muy limpio y recogido. Pensé en que aquel mendigo lo había adecentado para
hacer su casa allí. Aunque eso sí. Olía a cerrado, a humedad y a sudor rancio.
Me saqué la capucha del abrigo y sacudí el agua del flequillo y de la ropa. Me
comencé a poner nerviosa, excitada ante el inexplorado espacio que se ofrecía
frente a mí. Me dieron ganas de ponerme a investigar como una loca por cada
rincón del habitáculo. Y si podía abrir la puerta, colarme en la cabina del
conductor.
A mitad del compartimento había una vieja
guitarra acústica apoyada en un asiento, junto a éste faltaban las filas siete,
ocho y nueve de asientos del lado izquierdo y en su lugar había un montón de
bolsas de plástico, algo de ropa sucia y un viejo colchón de muelles que ni me
atreví a tocar. El olor a sudor rancio venía de él. Me dio mucho asco y más
cuando me fijé en las espesas salpicaduras amarillentas, marrones y rojas, desparramadas
por encima del jergón y por la pared del compartimento, parecían mocos de
enfermo. Me revolvió las tripas y tuve fuertes arcadas. Salí corriendo a
vomitar fuera del vagón. Vacié el estómago en la misma puerta. Cuando escuché
un lastimero gemido que procedía del interior del vagón, me quedé de piedra y
tuve miedo, mucho miedo. Se me hizo un nudo en el estómago y eché la bilis que
me quedaba.
Tomé un buen trago
del frío aire de la mañana y me sentí algo mejor. Me dije a mi misma que si no
entraba a ver qué pasaba, me lo iba a estar reprochando de por vida e iba a
quedar como una cobarde. ¡Y Marta Alcocer no es una cobarde!
Me encontraba algo mareada, asustada y
muy cabreada conmigo misma, me armé de valor y pensé en que aquella persona que
gemía tan lastimosamente podría necesitar de mi ayuda. Me limpié la boca con la
manga del plumas, restos espesos de vómito se quedaron pegados, pero me dio
igual. Cogí aire otra vez y me lancé a por todas. La escalerilla estaba llena
de vomitina y no era cuestión de pringarme más. Así que salté los tres escalones
agarrándome de la barra junto a la puerta. Una vez dentro me paré y escuché, no
se oía nada, ¡coño! ¿Lo habría imaginado?
Me subió el rubor a las mejillas y me sentí la tía más estúpida del planeta. “¿Otra mala jugada de tu imaginación, Martita?” estaba a punto de llorar de
rabia cuando volví a escucharlo, al fondo del vagón, a la derecha, aunque esta
vez el lamento gutural era mucho más flojo, me dio un vuelco al corazón y me
acerqué con rapidez, pero con cautela, no me fiaba un pelo y el instinto me
decía que algo no iba bien. Lo que encontré no lo podía haber imaginado ni en
mis peores pesadillas. Un hombre mayor, de unos sesenta años, tirado sobre los
dos últimos asientos, con la pierna y brazo izquierdos colgando, “como un muñeco roto” los otros dos
miembros habían sido devorados, desgarrados a dentelladas, parecía que un
animal salvaje se hubiese cebado en él. El abdomen estaba abierto y lo que un
día fueron sus tripas se descolgaban hasta el suelo en jirones desgarrados,
sobre una enorme mancha de sangre y fluidos corporales. El hombre intentó
hablar, pedir auxilio, clemencia o algo, pero borbotones de espesa sangre le
brotaban por la boca a cada intento. Dudé de mi cordura, lo deseché. No sabía
qué hacer, a quién pedir ayuda, el hombre, o lo que antes había sido un hombre,
se moría y lo haría delante de mis ojos si me quedaba allí. Rompí a llorar y
eché a correr.
Corrí en dirección a la verja rota por
donde nos colábamos las tres mosqueteras.
La lluvia me mojaba el pelo y la niebla cada vez era más espesa a mí alrededor;
espesa y helada. Me pareció que se movía según me movía yo. Corrí como una
exhalación entre las vías aún a pesar de no poder ver nada en cinco metros a la
redonda, conocía el sitio y sabía que me dirigía a la salida, el corazón
golpeaba mi pecho cada vez más fuerte y me sentía irritada. En ese momento
agradecí ser de las mejores atletas del cole y aún tuve ánimo para imaginarme
al gordo de Tomás en esta situación, desde luego si le persiguiera un asesino
sanguinario ya podía darse por fiambre. Levanté la cabeza, la lluvia impactaba
con furia en mi cara, la tormenta me despabilaba y me inyectaba energía, me
refrescaba y azuzaba a correr más deprisa. “Tenía
que pedir ayuda para aquel hombre, aunque ya estaría muerto cuando llegaran a socorrerlo” “¿cómo alguien pudo hacer algo
así, habría sido el tipo desgarbado de la pajarita, o simplemente salió huyendo de aquél horror?” [Al igual que estaba haciendo yo ahora mismo]
recordé el titular del Heraldo de Aragón,
todos aquellos basureros descuartizados. Toda aquella violencia que se estaba
propagando por la ciudad. Apreté más la carrera y tuve la sensación de que el
corazón se me iba a salir por la boca.
La niebla se iba disipando, y ya podía
ver en más de diez metros, el vallado metálico se empezaba a aparecer al fondo
del recinto. Giré la cabeza y la niebla ahí estaba. Agarrada al suelo,
levantándose en volutas. Más cerrada y espesa, parecía viva, reptando con
elegancia. Se arremolinaba sobre sí misma como dándose empuje en grumos espesos
y blancos.
Me alcanzaron unos
girones, noté como si me agarraran la pierna y entonces tropecé con algo que
había en medio de la vía. Me caí de morros todo lo larga que soy. El impacto
fue muy fuerte, dándome en un travesaño con la cabeza. Me hice un corte en la
barbilla y al levantarme aturdida vi con lo que me había tropezado. Una mujer
tumbada boca arriba. Apenas tenía color sobre su cuerpo semidesnudo. Era de unos treinta años y no llevaba
anillos, ni pendientes, ni pulseras. Nada. Salvo un pequeño tatuaje en el
vientre. Un corazón roto con los bordes dorados y de un rojo intensísimo. Me
sobrevino un profundo sentimiento de pena y un terror sin nombre atenazó mi
ánimo de nuevo. Y de nuevo me puse a temblar mientras se escaparon lágrimas de
miedo entre los jadeos del esfuerzo. Estuve
un rato así; sollozando y temblando. Sin dar crédito a todo lo que estaba
sucediendo esa fría mañana. Hasta que, no sé bien de donde narices me sobrevino
un destello de coraje, y apelé a la lógica deductiva que tan buen resultado me
daba siempre. Y más cuando tenía que poner en orden mi cabeza.
Parecía dormida, por lo plácido de su
gesto; el brillo del blanco rostro y la extraña y apagada luz de sus ojos
azules. La observé atónita, hasta que me di cuenta de que la niebla se había
ido por completo. De nuevo, como por arte de magia, todo comenzó a recobrar el color. Me limpié la lluvia de
la cara y empecé a llorar como una boba cuando vi la sangre que salía bajo su cuerpo,
muchísima sangre, espesa y oscura. No sé por qué me acordé de mi hermana Clara
y de su dolor de tripas y aún lloré con más ganas. Eché a correr y no paré
hasta llegar a casa de tía Marga. Era la que más cerca vivía de toda mi
familia, no pensé en la policía, ni en nadie más que no fuera mi familia. La
arrastré hasta las vías, donde había encontrado a la mujer y al hombre devorado
y moribundo. Me advirtió de que cómo fuese otra tontada de las mías me la iba a
ganar. Cuando llegamos la mujer ya no estaba. No había rastro alguno de que
hubiesen arrastrado el cuerpo. Sólo la mancha de sangre difuminada por el agua
llovida, casi imperceptible para alguien que no supiese que había estado allí. Marga
ponía caras de fastidio y de
incredulidad mientras recuperaba el aliento, inclinada sobre las rodillas. Eché
a andar intentando asegurarme de que aquél era el sitio. Mientras, pensaba en
que un cadáver no se evapora en el aire. ¿Y
si no hubiese estado muerta? Si
se hubiese levantado de la vía habría dejado un buen rastro, si el suelo
hubiese estado seco. El furioso aguacero lo había borrado todo. No encontraba
una explicación lógica a aquello por más vueltas que le daba. Cuando volví
junto a mi tía con la intención de llevarla hasta el tren donde encontré al
hombre desmembrado, me di cuenta de que no estaba sola. En el lugar exacto en
donde tenía que estar el cuerpo de la mujer, había un imponente cuervo negro. Y
el cuervo nos graznó. Lo hizo dos veces, como riéndose de nosotros, de mí. Como
anunciando el final de una grotesca broma, graznó una tercera vez y alzó el
vuelo, pero antes de que lo hiciese recalé en sus ojos, los tenía como
cubiertos por un velo blanco, grimoso, muerto.
-¡¿Tía Marga has
visto sus ojos?! - estaba muerta de miedo.
- Sí, los he visto
- parecía que dudaba un poco - Estará enfermo, ¡anda, vámonos de aquí que te
espera una buena en tu casa!
- pero tía… lo que
vi era real, ella estaba aquí y el otro hombre en un tren, al fondo de las
vías…- intenté convencerla, aquello había pasado ahí mismo.
- Mira Marta - comenzó a decir, acercando
su cara a la mía - Lo que has hecho no le veo la gracia, - su voz era serena,
pero dura. - Te parecerá muy guai, muy divertido, pero esta bromita tuya no
tiene ni puta gracia - los ojos se le encendieron.- ¡Y más con todo lo que está
pasando desde ayer!
- ¿Acaso no sabes nada de todas las
muertes? ¿De los ataques? O quizá por eso…- me miró con tanta dureza, que no
creí que tía Marga pudiese tener esa mirada, el corazón se me encogió y tuve la
sensación de que no debía ser más grande que una nuez. - ¡Te has pasado
muchísimo, hija de la gran puta!
Se separó de mí, me
dio la espalda y caminó unos pasos con los músculos en tensión. Estaba claro
que no creía ni una palabra, así que decidí callar, ya que no tenía ni una
maldita prueba, “se había evaporado”
y al “Tamagochi” segurísimo que no
querría ni acercarse.
La vi llamando por
el móvil a mamá para que viniese a buscarnos con el coche, cada vez parecía que
llovía más fuerte y la lluvia se volvía más espesa, más pesada, más oscura y
olía raro, ¿a muerte?
Me agarró por el
brazo y me llevó arrastras, sin pronunciar ni una palabra, hasta el exterior
del recinto de la RENFE, yo no quería volver a casa, no sin antes llevarla
junto al hombre devorado. Fue tanta mi insistencia que debí cabrearla de verdad
ya que me soltó una sonora bofetada.
-¡Como vuelvas a
decir una palabra más te inflo a hostias! - Su cara hervía de ira, rompí a
llorar - ¡Harta me tienes con tanta tontería! ¡¿No tienes ya suficiente por
hoy?!
Sus palabras
estaban cargadas de… ¿odio? No me lo
podía creer, mi tía nunca en la vida me había pegado ni chillado de esa manera.
Era una mujer dinámica, extrovertida y macarra.
Pero nunca la había visto en ese estado de nervios. Me atreví a levantar la
mirada para cruzarme con la suya, sus ojos estaban rojos de ira.
-¿Sabes que mi novio fue asesinado ayer
noche?- preguntó a medida que se venía abajo, rompió a llorar, me abrazó y lloramos
juntas - Lo encontraron esta mañana en Alcalde Caballero, a pocos metros de su
casa, me acabo de enterar cariño. Siento mucho haberte pegado mi amor.- me abrazó
de nuevo, con tanta fuerza esta vez, que creí que me rompía algo.
Estuvimos abrazadas y llorando hasta que
llegaron mis padres con el coche. Yo me sentí fatal por haber acudido a ella y
por como había ocurrido todo, por cómo me había quedado sin pruebas y por cómo había quedado como una niña
estúpida, cruel y mal criada. Mi madre la intentó convencer para que se viniese
a casa, pero Marga insistió en irse a descansar, sola. Ella necesitaba de sus
soledades, más en momentos así.
La vimos alejarse bajo la lluvia, bajo
aquella negra lluvia, en aquella negra mañana de aquél negro domingo de mis
trece años.
Me quedé mirando a
través de la ventanilla del Galaxy de mi madre. Hacia aquella hostil ciudad en
la que se estaba convirtiendo Zaragoza. No entendía nada, mientras aquella
lluvia cada vez era más negra, más sucia. Mis padres comenzaron a discutir por
mi culpa y presa de los nervios por toda aquella situación con la que se había
despertado la ciudad. Emilio, mi padre, no paraba de repetir que aquello estaba
ocurriendo por todo el país, que había comenzado aquella locura homicida al
mismo tiempo que el temporal de lluvias que recorría España y el sur de
Francia, que era como si el temporal hubiese traído una maldición consigo. Mi
madre le tachaba de loco por decir esas cosas, aseguraba que nada tenía que ver
una cosa con la otra, que esto era por la crisis, que había mucho
desequilibrado suelto.
Cruzamos la Avda.
Navarra y encaramos la calle Rioja dirección a casa, poco antes de alcanzar la
Avda. Madrid una mujer salió corriendo de un portal y se abalanzó sobre un
muchacho que caminaba por la calle, lo derribó y comenzó a morderle el cuello,
moviendo la cabeza con furia y haciendo saltar chorros de sangre y trozos de
carne en todas direcciones. Los gritos del chico llegaban amortiguados hasta el
interior del coche. Mis padres ni se enteraron enfrascados como estaban en una,
ahora, fuerte discusión. Las pocas personas que circulaban por allí echaron a
correr cada una en una dirección distinta. Uno que corrió cruzando la Avda.
Madrid acabó bajo un coche que bajaba a toda velocidad. Otro se metió en un bar
cercano, para salir a los segundos, zafándose de tres negros en chándal que le
iban soltando bocados por donde podían, se quedaron atrás, yo no entendía cómo
mis padres no se dieron ni cuenta, y claro está que yo no iba a ser quien se lo
dijera, no después de que nadie me creyese en lo que me acababa de ocurrir en
las vías. Recuerdo que me quedé observando aquello como el que está viendo una
película, impasible, sin sentimientos. Los gritos de mis padres me estaban
haciendo estallar la cabeza.
DIÁRIO DE MARTA ALCOCER
Zaragoza a 09 de Febrero de 2014. Domingo. 22:00 pm.
No voy a escribir más en este diario.
Estoy muerta de miedo. Mi padre cerró desde fuera con llave la puerta de mi
cuarto y desde hace dos horas no escucho absolutamente nada de ruido en mi
casa, sólo la tele, que parece que esté en el canal 24 horas todo el día,
porque no paro de escuchar lo que parecen noticias, pero no logro entender
desde aquí lo que dicen. Por la ventana de mi habitación sólo se ve el patio de
luces y hará cosa de una hora en el piso de enfrente se declaró un incendio,
tras unos breves gritos. Nadie ha venido, ni policía ni bomberos. El fuego ha
empezado a propagarse por el edificio y creo que me he quedado sola. Clara no
ha regresado de su ensayo en el grupo en el que toca la batería, a las ocho
tenía que haber estado en casa. No tengo el móvil, ni el portátil, ni nada con
lo que comunicarme con el mundo que hay fuera de mi habitación. Tengo puesta la
música a todo volumen para no oír los gritos que me llegan desde los pisos del
bloque. Estoy muerta de hambre y de sed, pero no me atrevo a forzar la puerta
de mi cuarto y salir de aquí. No sé qué puedo encontrarme. Mis padres no están
en casa, no han vuelto, ¿Dónde están?
Temo por ellos, por mi hermana, por mi tía Marga, por Eva… por mí. La última
vez que miré por la ventana el fuego del incendio del piso de enfrente tiraba
para arriba, he corrido las cortinas, no quiero ni mirar. No sé para qué
cojones estoy escribiendo esto si tengo el presentimiento de que nadie lo va a
leer nunca. Creo que todo se ha ido a tomar por el culo, en verdad, alguna vez
tenía que ocurrir. Pero qué putada tan gorda es que me tenga que pasar el día
en que me caen los trece años. Aún no me he agarrado un ciego, ni me he echado
un polvo… ni me he sentido enamorada. La vida aún no ha empezado y ya se acaba.
DIÁRIO DE MARTA ALCOCER
Zaragoza a 09 de Febrero de 2014. Domingo. 23:05 pm.
Estoy escuchando explosiones en la calle
y he sentido cómo la casa temblaba en varias ocasiones. ¿Habrá estallado la guerra? ¿Eso
es lo que está ocurriendo? He
escuchado el ruido de cazas en el cielo, como los de la Base Aérea, pero
pasaban muy cerca, luego más explosiones. Creo que nos están bombardeando. ¿Serán los moros, los alemanes? ¿Quién habrá podido entrar en guerra contra nosotros, y atacar nuestras ciudades?
Hace media hora que la ventana saltó por
los aires tras una de las explosiones, o por la onda expansiva, no lo sé. Tengo
algunos cortes en las piernas y el agua no para de entrar [sigue lloviendo esa lluvia negra]
Estoy acurrucada en un rincón, agarrada a
este diario como un naufrago a una tabla, es el último regalo que me hizo mi
madre. ¿Dónde estará, donde estarán todos? ¿Por
qué la gente se comportaba así hoy, por qué
tanta locura y violencia? Reconozco que no paro de hacerme preguntas sin
sentido, Sé que voy a tener que espabilar, salir del puto cuarto, e irme, pero…
¿A dónde coño?
DIÁRIO DE MARTA ALCOCER
Zaragoza a 09 de Febrero de 2014. Domingo. 23:40 pm.
Hace diez minutos sonó el teléfono, el
fijo de casa. Está en el salón, la tele ya no se oye, y hace tres minutos que
me he quedado a oscuras, estoy escribiendo esto con una led de llavero que
guardaba en un cajón. Me he acordado de las chuches que compré donde Pepe y me
las he comido todas, aún las tenía en el bolsillo del plumas del puto Bob Esponja. Qué boba, ni me había
acordado en todas estas horas. Nadie ha regresado aún a casa, se siguen
escuchando explosiones y aviones volando bajo, pero pasan de largo y las bombas
[o lo que sean] suenan más lejos.
¿Quién
habrá llamado? ¡Joder! Intenté salir a responder al teléfono, pero no he
podido abrir la puta puerta, le he dado con todas mis fuerzas, con el hombro y
lo único que he conseguido es hacerme daño. A patadas y sólo la he abollado un
poco, pero sin abrirla. Con la silla de mi escritorio y nada. Sonó dos veces,
hasta que se cortó, ¿Cuánto fueron eso,
catorce tonos, dieciocho? Estoy
encerrada y creo que ya nunca saldré de aquí. He estado a punto en varias
ocasiones a liarme a gritos por la ventana, pero visto cómo está todo por ahí
fuera he desechado esa idea. A parte, tengo la boca tan seca que dudo que
pudiese gritar mucho. La luz de la led llavero se está agotando [le pasa como a mí, coño. Estoy hecha mierda]
Creo que me voy a echar a la cama, antes
la corrí al lado opuesto de mi habitación para apartarla de le lluvia que
entra, de esa mierda de agua negra que no para de caer. ¡Me cago en Dios, ya! ¿Cuándo va a acabar de llover? ¿Cuándo va a acabar todo esto? Decidido, me voy a dormir, no aguanto
más despierta. Estoy agotada. Me voy a echar vestida, con botas y todo, tengo
frío y hambre, total ¿qué más da ya como
me acueste?
Solo deseo que mañana cuando despierte
haya acabado toda esta locura, no sé si será así, pero de lo que si estoy
completamente segura es de que este ha sido el último domingo.
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