Ilustración: Kike Alapont
SOMBRAS EN KLOOGA
Sergio Fernández
Para Gael
17 de Septiembre de 1944.
Campo de concentración de Klooga.
Condado de Harju. Estonia.
El chico miraba a través de una rendija, producto
del mal ensamblaje de dos de los tablones de madera que conformaban el refugio
en el que convivía con el resto de los niños prisioneros del campo. Fuera, la
lluvia caía con intensidad, aunque no era eso lo que más le preocupaba...
Se llamaba Linas y procedía del ghetto de Kaunas, en
Lituania. Era demasiado pequeño para entender por qué lo trasladaron hasta el
lugar en el que se encontraba, pero lo que sí sabía con certeza, era que ya no
deseaba continuar más allí. Por eso se encontraba a punto de hacer lo que
llevaba planeando más de diez meses. El pequeño Linas huiría de aquella cárcel
esa misma noche.
Había dedicado gran parte de sus horas de sueño a
cavar, bajo su camastro, un agujero en la fría y dura tierra con la única ayuda
de una cuchara de madera. Conectaba directamente el interior del tugurio con el
exterior, por debajo de los destartalados muros de madera del antro en el que
dormía. Cuando amanecía cubría el agujero de dentro con una de las sucias
mantas del catre, y el exterior lo camuflaba con rastrojos y matorrales que
crecían junto al muro de madera.
Eso sólo significaba un paso más hacia la libertad. Solo
un paso.
Así que se arrastró por el angosto túnel, y una vez
que estuvo fuera, cerca del final del túnel, agazapado aún dentro, esperó a que
la gran luz blanca, casi amarilla, pasara justo enfrente de él.
Ciento veintidós segundos. Ni uno más ni uno menos. Eso
era lo que tardaba el foco de vigilancia en dar la vuelta completa al campo de
concentración.
¡Ahora!
En el momento en que pasó de largo, el chico comenzó
a correr de frente, directo a la alambrada, y mentalmente empezó a contar...
Uno, dos, tres, cuatro... cincuenta y siete,
cincuenta y ocho, cincuenta y nueve, sesenta...
La alambrada. También había dedicado horas de
trabajo en ella. Una vez que tuvo lista la cavidad que le aseguraba el paso
desde el barracón al patio, había dedicado un par de semanas a aserrar el
alambre que lo separaba del bosque y, algunas noches extra, a camuflar su obra.
Al principio, aserraba un poco el alambre, daba un par de pasadas, desconfiado
y con el miedo metido en el cuerpo y volvía al agujero. Los primeros días casi
no avanzó nada, debido a los nervios y el pánico a ser descubierto. Cuando por
fin pudo establecer la cadencia de paso del foco de vigilancia, todo fue mucho
más fácil y su trabajo avanzó a pasos agigantados. Por suerte para el chico,
Franz Von Bodman, el oficial del que dependía su sección sentía verdadera
pasión por los muebles clásicos restaurados, por eso habilitó un taller de
carpintería en el que él, Linas Sabonis, ejercía las labores de aprendiz, y ahí
consiguió la pequeña sierra que utilizaba. Los soldados alemanes no eran
demasiado observadores y no se fijaban en los detalles. Solo querían terminar
la ronda de vigilancia cuanto antes y regresar al cuerpo de guardia, donde les
esperaba el calor de las estufas de gas; afuera llovía con fuerza y hacia
demasiado frío. Por eso nunca descubrieron que en la alambrada existía una
pequeña hendidura en la que la parte aserrada solo se encontraba superpuesta...
Noventa y tres, noventa y cuatro, noventa y
cinco, noventa y seis...
El pequeño llegó a la alambrada y con extremo cuidado
para no hacer más ruido del necesario, separó la parte del alambre que tapaba
la abertura que le permitiría salir al bosque. Sin prisa pero sin pausa, se
coló por la pequeña rendija. Aún disponía de unos treinta segundos para
adentrarse en la frondosa arboleda que, cada vez más cerca, le esperaba
pacientemente. Estaba apunto de salir cuando notó que algo tiraba de su pie
izquierdo hacia atrás. Los bajos de su desgastado pantalón se habían enganchado
en uno de los filamentos de la cerca. Tiró con todas sus fuerzas para liberarse
del inoportuno agarre; una, dos, tres y hasta cuatro veces, pero no había
manera de zafarse. Recordó entonces que aún llevaba la pequeña sierra en el
bolsillo, así que rápidamente la sacó y empezó a cortar el pantalón.
El foco seguía avanzando hacia su posición, cada vez
más próximo. Por fin, después de hacer un buen corte en la tela, al dar un último
tirón el enganche, cedió. Rápidamente se incorporo y comenzó a correr en
dirección a la floresta, tan veloz como sus cortas piernas le permitían. Tan
solo tres metros lo separaban del oportuno refugio formado por troncos, hojas y
ramas cuando vio su sombra, magnificada gracias a la luz, en el embarrado
suelo.
El foco había completado su acusador trayecto. Lo
habían descubierto.
Las voces de alarma fueron inminentes y casi de
inmediato también comenzó a escuchar los ladridos de lo que parecía ser una
jauría de más de mil canes. Las piernas le flaquearon, convirtiéndose en
mantequilla, víctimas del miedo y el nerviosismo, aunque el chico no dejó de
correr. La luz de la luna se filtraba solo a veces por las copas de los árboles,
pero era suficiente para permitirle ver donde pisaba; hubiese corrido tan lejos
del sitio del que huía incluso aunque se hubiesen apagado todas las estrellas
del firmamento y este se sumiera en la más absoluta oscuridad.
Cada vez escuchaba los ladridos de los perros más
cercanos, y las voces de los soldados nazis sonaban cómo si estuviesen a su
lado, gritándole al oído. Aun así, el chico no cejaba en su intento de escapar
y corría, ya casi al borde de la extenuación; sus piernas eran demasiado cortas
y su corazón, demasiado pequeño. No aguantaría mucho más...
Siguió corriendo durante un breve periodo de tiempo cuando,
al cabo de un rato, el pequeño Linas notó que definitivamente su corazón no aguantaba
más el ritmo al que había sido sometido. Las piernas le temblaban, las plantas
de los pies le ardían e incluso le habían empezado a sangrar, debido a la
escandalosa precariedad de su, ahora gastado, calzado. El chaval se derrumbó en
el suelo, vencido. Arrastrándose, apoyó la espalda contra un árbol, y vomitó.
Solo pasó un momento sentado cuando, a través de las lágrimas que inundaban sus
oscuros ojos, vio a uno de los enormes perros acercarse lentamente hacia él, de
frente. El can lo miraba fijamente y gruñía enseñándole sus fauces en una
terrorífica mueca que parecía ser una macabra sonrisa de triunfo. Dio dos
vueltas alrededor del muchacho, observándolo fijamente, y finalmente cogió
impulso y se abalanzó sobre él.
Cuando despertó, había dejado de llover y el bosque
había sido invadido por una densa niebla, que apenas permitía ver más allá de
sus brazos extendidos. Tenía las ropas, la cara y las manos empapadas en sangre
y el perro yacía justo enfrente de él, en el suelo, completamente destrozado. Se
incorporó aturdido y sin saber que había pasado, cuando de nuevo comenzó a oír
las voces y los ladridos de sus perseguidores. Al girarse, comprobó que los
haces de luz de las linternas alemanas, se movían a unos sesenta metros de
distancia, buscándolo entre la niebla. Pensó en quedarse allí, agazapado para
ver si pasaban de largo, pero luego cayó en la cuenta de que los perros le
olerían a él y a lo poco que quedaba ya de la bestia, así que de nuevo, comenzó
a correr. Las hojas secas sonaban bajo sus pies rotos y al muchacho, aquel
sonido le pareció el ruido más estridente del mundo.
Poco tardaron los soldados en descubrirlo y dejar de
dar palos de ciego para concentrarse de lleno en dar caza a su objetivo. Las
distancias entre el chico y los alemanes se iban acortando más y más. Sintió cómo
dos de los perros corrían hacia él. Así que lo dio todo por perdido, y se
preparó para el inminente final, cuando de pronto, una sombra menuda y oscura
pasó justo a su lado. Seguidamente, a su espalda, oyó un crujido de huesos y el
lamento de los perros, que solo duró una décima de segundo. Linas se paró de
inmediato, se agachó y se quedó inmóvil en el sitio. No había ni rastro de los
perros y la sombra que momentos antes le había salvado la vida tampoco se
encontraba ahí.
Pronto distinguió dos luces entre la niebla,
seguidas de las imponentes figuras que la portaban. Eran dos nazis. Uno de
ellos le apuntaba con su pistola Luger mientras sonreía y mascullaba algo a su
compañero en un idioma que al pequeño le resultaba del todo incomprensible. El
otro, con el fusil M40 sobre los hombros, asentía mientras se le iba acercando
lentamente, cegándolo con la linterna. El alemán que se encontraba en la retaguardia
gritó de repente y su cuerpo salió despedido hacia arriba, rozando las copas de
los altos arboles, para caer nuevamente al suelo, despedazado. El otro estalló
en mil pedazos, ante los ojos del pequeño prófugo, salpicándole el cuerpo
nuevamente de sangre y vísceras. Asustado y confuso, nuevamente con lágrimas de
terror en los ojos, el chico se levantó y continuó su carrera, presa del
pánico. Detrás suya sólo podía oír los gritos de agonía y pavor de sus
perseguidores, los ecos de la violencia de sus brutales finales.
De repente, Linas se encontró en un claro en mitad
del bosque. Justo en el centro se ubicaba un pequeño refugio de cazadores
construido en recia madera. El chaval subió los tres escalones que lo separaban
de su inesperado refugio y se adentró en la casa. En el interior sólo encontró
un sencillo catre, una mesa y un par de destartaladas sillas. El olor era
nauseabundo, casi irrespirable; sobre la mesa se encontraban varias piezas de
animales despedazados, en avanzado estado de descomposición y herramientas de
despiece con las hojas teñidas de negro, cubiertas de sangre seca. Las moscas
se habían adueñado de aquél espacio de la estancia. El muchacho se acurrucó en
la esquina más alejada del tablero, y escuchó.
Afuera sólo reinaba el silencio y los primeros rayos
de sol empezaban a entrar tímidamente por los sucios cristales de las ventanas.
El chico se dejó atrapar por el cansancio y la extenuación y, poco a poco,
empezaba a quedarse dormido, cuando de pronto, algo golpeó la puerta con
inusitada potencia. Linas se apretó con fuerza a la esquina en la que se
encontraba, como si quisiera atravesar la pared, y sus ojos se llenaron otra
vez de lágrimas.
Otro golpe, esta vez más fuerte.
Ruido de pasos alrededor de la casa. Las confusas
sombras, incorpóreas, se asomaban a las ventanas, para volver a desaparecer.
Nuevamente, silencio.
De repente, la robusta puerta crujió para al
instante reventar y convertirse en millones de finas astillas.
En el umbral, la figura de un enorme lobo lo miraba,
inmutable. Linas podía ver el bosque a través del animal, y se dio cuenta de
que la silueta era translucida, como formada por humo y sombras. Con
parsimonia, la fantasmagórica bestia se plantó justo en el centro de la estancia.
Lentamente y de manera gradual su contorno comenzó a mutar, transformándose en
la silueta de algo mucho más familiar para el chico, algo que no había echado
en falta desde que se adentró en el profundo bosque...
Su propia sombra.
Ummm, me ha enganchado la trama, he seguido el hilo, curiosa, quería saber quién era la bestia que ayudaba al niño. El final me ha dejado buen sabor de boca. ¿Esta era la verdadera sombra que perdió Peter Pan? Me gusta, Sergio...
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