El triunfo de la Muerte – Pieter Brueghel
Hace ya cinco
largos años que abandoné la yerma tierra que me vio nacer, tierra otrora rica y
productiva, ajena a las envidias, rencores y odios de sus jornaleros, capataces
y terratenientes, ¡todos! Salvo honrosas y escasas excepciones, gentes de mala
fe, trileros, vendedores de ánimas, especialmente interesados si es con
menoscabo y ruina del vecino.
Los pocos que
no acudían a misa diaria eran fijos de misa dominical, aparentando su piedad,
su dolor ante la sangre derramada por el perdón de sus pecados. Los señoritos
delante, emperifollados con sus mejores terciopelos y gasas. Tras ellos, en
estricto orden, marcado por el poderío económico, los terratenientes, siempre
arañando puestos, atentos a impedir el ascenso del vecino con sus afilados
codos. A la espalda y de pie, alejados de sus miradas, los jornaleros con sus
ajados ropajes. El sacerdote en su púlpito, hablando de igualdad, de piedad, de
fraternidad. La paz sea con vosotros. Daos fraternalmente la paz. Señor, no
soy digno de que entres en mi casa... Amén. Hipócritas y fariseos.
Miles de
pañuelos al viento despidieron la goleta Vieja Esperanza en una soleada
mañana de marzo de 1833. Las tres primeras jornadas de navegación
transcurrieron con calma chicha, días que aprovechamos para jugar a las cartas.
La cuarta amaneció con el cielo cubierto por una gruesa capa de nubes que daban
al mar un aspecto plomizo. A lo largo de la mañana, las nubes se fueron
tornando más y más oscuras, comenzando a descargar con fuerza. El viento fue in
crescendo, soplando lateralmente, picando la superficie del mar y levantando muros
de agua que golpeaban sin piedad el casco. Al pairo, la goleta se bamboleaba de
un lado a otro descendiendo valles y ascendiendo colinas que cambiaban su
orientación constantemente, manejada como una marioneta por hilos de viento y
agua. Los maderos crujían y se estremecían ante las embestidas que llegaron a
provocar la apertura de pequeñas vías de agua imposibles de subsanar.
Cuando la
noche cayó sobre nosotros, la situación no había mejorado, pero tampoco parecía
empeorar. La goleta se defendía como gato panza arriba. La esperanza de que resistiera
comenzó a hacerse hueco en nuestros corazones cuando súbitamente un golpe seco,
acompañado por un gran estampido, proyectó todo lo no amarrado contra estribor.
La nave había
sido arrojada contra las afiladas rocas de una desconocida costa, pulverizando
todo el costado de estribor y acabando con la vida de muchos pasajeros y
tripulantes, cuyos cuerpos se llevaron las aguas para luego arrojarlos con
brutalidad contra lo que quedaba del casco. Cada golpe de mar hacía que los
restos de la goleta se incrustarán más y más en la roca, haciendo saltar
tableros y astillas, mientras cuerpos, provisiones y aparejos flotaban
alrededor.
La situación
era desesperada. Había que salir de allí cuanto antes, y a ese fin nos afanamos
todos, sin organización, sin educación, sin piedad. Muchos murieron en el
intento, otros conseguimos ponernos a salvo por encima de los cuerpos de los
que no lo lograron, todo en la oscuridad más absoluta y a merced de una tromba
de agua que se prolongó varias horas, casi hasta el amanecer.
Con las
primeras luces se abrió ante nosotros una vasta extensión de tierra arrasada,
cubierta casi por completo de negras cenizas producto de las erupciones de tres
volcanes que, en el horizonte, no paraban de vomitar venenosos vapores. A
nuestra espalda el mar gris, tranquilo, saciado, salpicado por las carcasas de embarcaciones
de todo calado. La zona arenosa más allá de las rocas era un gigantesco
estercolero donde descansaban todo tipo de inmundicias, osamentas humanas y
cadáveres. El hedor que desprendían era insoportable, uniéndose en una mezcla
letal con el olor sulfuroso reinante.
Sobre nuestras
cabezas, centenares de aves carroñeras descendían trazando círculos, ansiosos
por unirse a los cuervos que ya habían comenzado el banquete. Quizás estuvieran
más pendientes de nosotros que de los muertos. No podíamos permitirlo. Corrimos
hacia los cuerpos profiriendo alaridos para espantar a los carroñeros, que
desafiantes continuaban picoteando o se lanzaban contra nosotros. En esas
estábamos, cuando observamos una carreta que se acercaba rápidamente envuelta
en una nube de polvo. Parecía negra, tirada por dos hileras de criaturas. Después
de todo, había vida en aquella tierra yerma. Alzamos los brazos y las voces en
un atisbo de alegría que pronto se convirtió en puro terror, cuando
identificamos como esqueletos las criaturas que tiraban del carromato, adornado
con incontables calaveras.
Salimos en
desbandada, sin orden ni concierto. Los esqueletos abandonaron las filas y,
siguiendo las órdenes del conductor, recogieron guadañas del interior del
vehículo y se lanzaron a la caza y captura de los vivos. Eran muy rápidos. Si
alcanzaban a uno en carrera, lanzaban la guadaña contra las piernas
amputándolas. Luego arrastraban el cuerpo suplicante hasta el carromato,
dejando atrás los inútiles miembros. Los que se postraban de rodillas
suplicando clemencia o ayuda divina eran decapitados en esa posición.
Abandonaban el cuerpo, dejándolo a merced de los buitres, recogiendo la cabeza para
almacenarla en el carromato. Solo los que se rindieron sin postrarse fueron
capturados intactos. Los ataron con cuerdas en filas tras el carromato que
partió de vuelta por donde había llegado.
No sé cuántos conseguimos
escapar. Yo lo conseguí gracias a que ninguno fue tras de mí. De otra forma,
hubiese sido imposible. Oculto en lo alto de un risco, contemplé sin parpadear
todo lo ocurrido, hechos que sobrepasaban lo vivido en mis más horrendas
pesadillas. ¡Más me hubiera válido quedarme en mi tierra! Vagué por aquellas
tierras inhóspitas durante mucho tiempo sin encontrar nada más que polvo, hasta
que al atardecer, alcancé el borde rocoso de un valle por el que no transcurría
ningún rio que no fuera de sangre. ¡Era el mismísimo infierno!
Una gran cruz
blanca estaba colocada en el centro para que todos pudieran verla. De nada
servía allí su presencia, quizás como recordatorio de sus pecados, de la razón
por la que allí estábamos. Una solitaria casona servía como punto de recepción
de carromatos negros. Llegaban a sus puertas de forma constante, descargaban su
macabra carga y salían del valle buscando más. Los restos de los asesinados eran
introducidos en la casona por una puerta lateral, saliendo por la principal solo
esqueletos.
Los
desgraciados que seguían con vida eran colocados en masa en el patio de
enfrente, donde perros esqueléticos les lanzaban dentelladas. Un gran esqueleto
a caballo hacía una selección dividiéndolos en grandes grupos según cual fuese
a ser su tormento. Había un grupo para los que sufrirían en la picota, otro
para los que lo harían en la rueda, los que serían ahorcados, los que serían
entregados a jaurías de perros esqueletos, los que perecerían ahogados,
degollados, sodomizados, y un largo etcétera. Cuando el caballero marcaba el
destino de cada uno, un par de esqueletos lo recogían y lo llevaban a rastras hasta
el lugar apropiado. En el otro lado del patio, frente a una larga mesa, cinco
monjes dominicos, con los símbolos del Santo Oficio, anotaban la pena impuesta
por el caballero. Un esqueleto hacía tañer una gran campana.
Las ruedas y
picotas de tortura estaban colocadas en lo alto de enormes mástiles, más altos
que la cruz blanca. Estaban clavados por todo el valle. Colocaban al infeliz y
quedaban aguardando que pereciera, mientras les provocaban toda clase de
tormentos y sonreían al escuchar los alaridos que proferían. Cuando morían, los
mismos esqueletos se encargaban de bajar el cuerpo para dejar libre el mástil.
Conducían los restos hasta la casona donde se les transformaba para engrosar
las filas del ejército de los muertos, portando una pequeña tapa de ataúd como
escudo y una guadaña como arma. Esa era la finalidad de la casona, la
producción de esqueletos que desde ese momento comenzaban a asediar a los
vivos.
Alrededor de
un abrevadero, de los que usa el ganado para beber, doce nobles eran obligados
a beber el orín que generaba un rebaño de ovejas custodiado por perros
esqueléticos. Los esqueletos recogían los excrementos en cubos de madera que
vertían dentro de la fuente. Sentado en el borde, un esqueleto con el pelo
largo tocaba con su laúd hirientes melodías que les ridiculizaban, mientras un
esqueleto bufón con jubón a cuadros hacía cabriolas y les golpeaba con su
bastón en el trasero. Pese a la suciedad, se percibía el lujo de sus ropajes y
el brillo de sus joyas, incluso una corona real. De nada servían allí todos sus
títulos y posesiones.
En otro punto,
pude contemplar cómo se ultrajaba a un grupo de mujeres desnudas o con poca
ropa. Los esqueletos usaban palos o huesos humanos para penetrarlas
brutalmente. A su lado también se penetraba a varios hombres entre los que se
encontraban miembros del clero.
Parecía que
había un rincón específico para hacer pagar los excesos por cada uno de los
siete pecados capitales. Todo esto es lo que contemplé en aquel valle de
horror, antes de que la repugnancia me hiciera perder el sentido. Cuando
recobré el sentido, todo seguía allí, igual, ejecutándose con la misma
precisión, con la misma crueldad. Me alejé todo lo rápido que pude dirigiéndome
hacia la costa. Improvisé una balsa con unos cuantos maderos y me lancé al mar.
Pasaron muchos
días. Abrasado por el sol, sin nada que beber ni comer más que mi propio orín, cada
vez más escaso. Deseé que me llegara la muerte. A punto estuvo de alcanzarme.
Cerré los ojos y me deje llevar.
Cuando
desperté, me encontraba en una goleta de nombre Vieja Esperanza. Me
habían rescatado cuando estaba en el albor de la muerte. Me cuidaron y
alimentaron hasta que recuperé las fuerzas. Luego, un gran vendaval nos
sorprendió arrojándonos contra una costa rocosa. Muchos perecieron...
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