jueves, 18 de abril de 2013

EL TRIUNFO DE LA MUERTE

El triunfo de la Muerte – Pieter Brueghel


Hace ya cinco largos años que abandoné la yerma tierra que me vio nacer, tierra otrora rica y productiva, ajena a las envidias, rencores y odios de sus jornaleros, capataces y terratenientes, ¡todos! Salvo honrosas y escasas excepciones, gentes de mala fe, trileros, vendedores de ánimas, especialmente interesados si es con menoscabo y ruina del vecino. 

Los pocos que no acudían a misa diaria eran fijos de misa dominical, aparentando su piedad, su dolor ante la sangre derramada por el perdón de sus pecados. Los señoritos delante, emperifollados con sus mejores terciopelos y gasas. Tras ellos, en estricto orden, marcado por el poderío económico, los terratenientes, siempre arañando puestos, atentos a impedir el ascenso del vecino con sus afilados codos. A la espalda y de pie, alejados de sus miradas, los jornaleros con sus ajados ropajes. El sacerdote en su púlpito, hablando de igualdad, de piedad, de fraternidad. La paz sea con vosotros. Daos fraternalmente la paz. Señor, no soy digno de que entres en mi casa... Amén. Hipócritas y fariseos.

Miles de pañuelos al viento despidieron la goleta Vieja Esperanza en una soleada mañana de marzo de 1833. Las tres primeras jornadas de navegación transcurrieron con calma chicha, días que aprovechamos para jugar a las cartas. La cuarta amaneció con el cielo cubierto por una gruesa capa de nubes que daban al mar un aspecto plomizo. A lo largo de la mañana, las nubes se fueron tornando más y más oscuras, comenzando a descargar con fuerza. El viento fue in crescendo, soplando lateralmente, picando la superficie del mar y levantando muros de agua que golpeaban sin piedad el casco. Al pairo, la goleta se bamboleaba de un lado a otro descendiendo valles y ascendiendo colinas que cambiaban su orientación constantemente, manejada como una marioneta por hilos de viento y agua. Los maderos crujían y se estremecían ante las embestidas que llegaron a provocar la apertura de pequeñas vías de agua imposibles de subsanar. 

Cuando la noche cayó sobre nosotros, la situación no había mejorado, pero tampoco parecía empeorar. La goleta se defendía como gato panza arriba. La esperanza de que resistiera comenzó a hacerse hueco en nuestros corazones cuando súbitamente un golpe seco, acompañado por un gran estampido, proyectó todo lo no amarrado contra estribor.

La nave había sido arrojada contra las afiladas rocas de una desconocida costa, pulverizando todo el costado de estribor y acabando con la vida de muchos pasajeros y tripulantes, cuyos cuerpos se llevaron las aguas para luego arrojarlos con brutalidad contra lo que quedaba del casco. Cada golpe de mar hacía que los restos de la goleta se incrustarán más y más en la roca, haciendo saltar tableros y astillas, mientras cuerpos, provisiones y aparejos flotaban alrededor.

La situación era desesperada. Había que salir de allí cuanto antes, y a ese fin nos afanamos todos, sin organización, sin educación, sin piedad. Muchos murieron en el intento, otros conseguimos ponernos a salvo por encima de los cuerpos de los que no lo lograron, todo en la oscuridad más absoluta y a merced de una tromba de agua que se prolongó varias horas, casi hasta el amanecer.

Con las primeras luces se abrió ante nosotros una vasta  extensión de tierra arrasada, cubierta casi por completo de negras cenizas producto de las erupciones de tres volcanes que, en el horizonte, no paraban de vomitar venenosos vapores. A nuestra espalda el mar gris, tranquilo, saciado, salpicado por las carcasas de embarcaciones de todo calado. La zona arenosa más allá de las rocas era un gigantesco estercolero donde descansaban todo tipo de inmundicias, osamentas humanas y cadáveres. El hedor que desprendían era insoportable, uniéndose en una mezcla letal con el olor sulfuroso reinante. 

Sobre nuestras cabezas, centenares de aves carroñeras descendían trazando círculos, ansiosos por unirse a los cuervos que ya habían comenzado el banquete. Quizás estuvieran más pendientes de nosotros que de los muertos. No podíamos permitirlo. Corrimos hacia los cuerpos profiriendo alaridos para espantar a los carroñeros, que desafiantes continuaban picoteando o se lanzaban contra nosotros. En esas estábamos, cuando observamos una carreta que se acercaba rápidamente envuelta en una nube de polvo. Parecía negra, tirada por dos hileras de criaturas. Después de todo, había vida en aquella tierra yerma. Alzamos los brazos y las voces en un atisbo de alegría que pronto se convirtió en puro terror, cuando identificamos como esqueletos las criaturas que tiraban del carromato, adornado con incontables calaveras.

Salimos en desbandada, sin orden ni concierto. Los esqueletos abandonaron las filas y, siguiendo las órdenes del conductor, recogieron guadañas del interior del vehículo y se lanzaron a la caza y captura de los vivos. Eran muy rápidos. Si alcanzaban a uno en carrera, lanzaban la guadaña contra las piernas amputándolas. Luego arrastraban el cuerpo suplicante hasta el carromato, dejando atrás los inútiles miembros. Los que se postraban de rodillas suplicando clemencia o ayuda divina eran decapitados en esa posición. Abandonaban el cuerpo, dejándolo a merced de los buitres, recogiendo la cabeza para almacenarla en el carromato. Solo los que se rindieron sin postrarse fueron capturados intactos. Los ataron con cuerdas en filas tras el carromato que partió de vuelta por donde había llegado. 

No sé cuántos conseguimos escapar. Yo lo conseguí gracias a que ninguno fue tras de mí. De otra forma, hubiese sido imposible. Oculto en lo alto de un risco, contemplé sin parpadear todo lo ocurrido, hechos que sobrepasaban lo vivido en mis más horrendas pesadillas. ¡Más me hubiera válido quedarme en mi tierra! Vagué por aquellas tierras inhóspitas durante mucho tiempo sin encontrar nada más que polvo, hasta que al atardecer, alcancé el borde rocoso de un valle por el que no transcurría ningún rio que no fuera de sangre. ¡Era el mismísimo infierno!

Una gran cruz blanca estaba colocada en el centro para que todos pudieran verla. De nada servía allí su presencia, quizás como recordatorio de sus pecados, de la razón por la que allí estábamos. Una solitaria casona servía como punto de recepción de carromatos negros. Llegaban a sus puertas de forma constante, descargaban su macabra carga y salían del valle buscando más. Los restos de los asesinados eran introducidos en la casona por una puerta lateral, saliendo por la principal solo esqueletos. 

Los desgraciados que seguían con vida eran colocados en masa en el patio de enfrente, donde perros esqueléticos les lanzaban dentelladas. Un gran esqueleto a caballo hacía una selección dividiéndolos en grandes grupos según cual fuese a ser su tormento. Había un grupo para los que sufrirían en la picota, otro para los que lo harían en la rueda, los que serían ahorcados, los que serían entregados a jaurías de perros esqueletos, los que perecerían ahogados, degollados, sodomizados, y un largo etcétera. Cuando el caballero marcaba el destino de cada uno, un par de esqueletos lo recogían y lo llevaban a rastras hasta el lugar apropiado. En el otro lado del patio, frente a una larga mesa, cinco monjes dominicos, con los símbolos del Santo Oficio, anotaban la pena impuesta por el caballero. Un esqueleto hacía tañer una gran campana.

Las ruedas y picotas de tortura estaban colocadas en lo alto de enormes mástiles, más altos que la cruz blanca. Estaban clavados por todo el valle. Colocaban al infeliz y quedaban aguardando que pereciera, mientras les provocaban toda clase de tormentos y sonreían al escuchar los alaridos que proferían. Cuando morían, los mismos esqueletos se encargaban de bajar el cuerpo para dejar libre el mástil. Conducían los restos hasta la casona donde se les transformaba para engrosar las filas del ejército de los muertos, portando una pequeña tapa de ataúd como escudo y una guadaña como arma. Esa era la finalidad de la casona, la producción de esqueletos que desde ese momento comenzaban a asediar a los vivos. 

Alrededor de un abrevadero, de los que usa el ganado para beber, doce nobles eran obligados a beber el orín que generaba un rebaño de ovejas custodiado por perros esqueléticos. Los esqueletos recogían los excrementos en cubos de madera que vertían dentro de la fuente. Sentado en el borde, un esqueleto con el pelo largo tocaba con su laúd hirientes melodías que les ridiculizaban, mientras un esqueleto bufón con jubón a cuadros hacía cabriolas y les golpeaba con su bastón en el trasero. Pese a la suciedad, se percibía el lujo de sus ropajes y el brillo de sus joyas, incluso una corona real. De nada servían allí todos sus títulos y posesiones.

En otro punto, pude contemplar cómo se ultrajaba a un grupo de mujeres desnudas o con poca ropa. Los esqueletos usaban palos o huesos humanos para penetrarlas brutalmente. A su lado también se penetraba a varios hombres entre los que se encontraban miembros del clero. 

Parecía que había un rincón específico para hacer pagar los excesos por cada uno de los siete pecados capitales. Todo esto es lo que contemplé en aquel valle de horror, antes de que la repugnancia me hiciera perder el sentido. Cuando recobré el sentido, todo seguía allí, igual, ejecutándose con la misma precisión, con la misma crueldad. Me alejé todo lo rápido que pude dirigiéndome hacia la costa. Improvisé una balsa con unos cuantos maderos y me lancé al mar.

Pasaron muchos días. Abrasado por el sol, sin nada que beber ni comer más que mi propio orín, cada vez más escaso. Deseé que me llegara la muerte. A punto estuvo de alcanzarme. Cerré los ojos y me deje llevar. 

Cuando desperté, me encontraba en una goleta de nombre Vieja Esperanza. Me habían rescatado cuando estaba en el albor de la muerte. Me cuidaron y alimentaron hasta que recuperé las fuerzas. Luego, un gran vendaval nos sorprendió arrojándonos contra una costa rocosa. Muchos perecieron...

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