Ilustración: Carlos Rodón
El jefe Raven sostenía el sombrero con el pulgar y
el índice mientras se rascaba la cabeza con el medio y el anular. La otra mano
como de costumbre reposaba en la funda del revolver reglamentario.
–¿Había visto alguna vez algo así, jefe? –el que
preguntaba era Terry Gilligan, el joven ayudante del sheriff de Cold Lake.
–Te aseguro hijo que en todos los años que llevo de
servicio en este maldito pueblo jamás había visto una carnicería semejante...
En el suelo, tendidos sobre una nieve ahora teñida
de un intenso color rojo sangre reposaban los restos de dos impresionantes
caribús totalmente despedazados. El viejo Jebediah pasó justo al lado del
destrozo al volver del bosque en su destartalada máquina quitanieves e
inmediatamente lo puso en conocimiento de las autoridades. Por eso se
encontraban allí los dos hombres.
Había dejado de nevar pero el frío continuaba con su
insistente actitud de “acoso y derribo” y así había sido durante las dos últimas semanas. Parecía que al menos seguiría
persistiendo una buena temporada. El sol se había olvidado de lanzar sus rayos
sobre aquel pequeño pueblo de Alaska...
–Desde luego ese oso debe de tener los cojones del
tamaño de mi cabeza –comentó Terry mientras se frotaba las manos delante de la
boca, intentando en vano calentarlas con el vahoque exhalaba.
–¿Un oso? Un oso no hace eso chico, olvídalo. Un oso
come cuando tiene hambre y se va cuando se ha saciado dejando atrás lo que
sobra pero nada más. Lo que sea que haya hecho esto no es un oso, créeme.
Fíjate – observó Raven agachándose a la altura del cuello de uno de los
animales mientras le señalaba al novato lo que parecía ser la marca de una
profunda dentellada – ni siquiera se han alimentado de ellos. Los han matado,
han cometido una auténtica masacre separando todas las extremidades de los
cuerpos y sin embargo no falta ni un solo trozo de carne. Además, estas
mordeduras no son de oso...
–Ya, pues ya me dirá usted qué demonios ha hecho
esto... –le replicó el joven sin demasiada convicción.
Los dos policías se montaron en el 4x4 y volvieron
al estrecho camino libre de nieve, que cruzaba desde Cold Lake hasta el bosque
en el que se encontraba el viejo aserradero. El aserradero había sido hasta no
hacía mucho tiempo el lugar de trabajo de la mayoría de los hombres del
pueblo. Ahora gracias a las grandes industrias madereras sólo era una vieja
fábrica abandonada. Sólo seis kilómetros separaban el pueblo de la inmensa
arboleda pero el camino que los enlazaba era angosto y cualquier vehículo que
lo tomaba tenía que extremar las precauciones al máximo. Cuando solamente
llevaban un par de kilómetros recorridos la vieja radio del coche oficial
crepitó para inmediatamente dejar paso a la voz de Connie, la secretaria del
sheriff.
–¿Sheriff Raven? ¿Me oye?
–Claro preciosa, te oigo perfectamente... cuéntame,
¿qué pasa por nuestro pequeño y aburrido pueblo? –preguntó el sheriff con una
sonrisa en los labios. Conocía a Connie desde que era una chiquilla y sentía
verdadero afecto por ella.
–Verá jefe. Ha llamado la señora Perkins muy
asustada, asegurando que había visto a un gran oso blanco deambulando por la
parte trasera de su casa. Le he dicho que se tranquilizara y no saliera de
casa, que usted iba para allá.
–Bien cariño, echaremos un vistazo.– el agente
levantó el pulgar del pulsador y colgó el auricular de nuevo en la radio,
resoplando mientras esperaba el comentario de Terry.
–¿Lo ve jefe? ¡Se lo dije! Un jodido oso, ¿Qué otra
cosa esperaba que fuera?
El sheriff no contestó y se mantuvo en silencio todo
el recorrido hasta la casa de la señora Perkins, algo del todo inusual en él,
que siempre aprovechaba los trayectos en el coche para contarle a Terry
historias y anécdotas de su juventud o simplemente sus planes de futuro para
cuando llegase el momento de guardar la placa en el cajón y colgar el sombrero.
Algo no le cuadraba al viejo policía y estaba completamente seguro de que
aquellas marcas que había visto señaladas en el cuello de los renos no eran marcas
de oso...
Cuando llegaron a casa de la mujer, ésta se
encontraba esperándolos en el porche con un enorme anorak rojo sobre los
hombros encima de la bata de andar por casa. La señora Perkins siempre había
tenido fama de andar un poco ida de la cabeza y había quien incluso aseguraba
que la muerte de su marido, Robert Garth Perkins, aparentemente debida a causas
naturales, en realidad había sido un suicidio para no tener que aguantar más
los desvaríos de su esposa.
El sheriff se bajó del asiento del copiloto y
seguido de su ayudante se dirigió al porche de la casa mientras se alzaba
levemente la parte superior del sombrero a modo de saludo.
–Buenas tardes, señora Perkins. Connie nos ha dicho
que estaba usted un poco asustada por algo que ha visto. Cuéntenos, ¿qué ha
pasado exactamente?
–¿Asustada? ¡No digas tonterías Jack! ¿Asustada yo?
¡Si la segunda vez que he salido, después de entrar a buscar la escopeta de
Robert, llego a encontrarme de nuevo a esa maldita alimaña le hubiese volado la
jodida tapa de los sesos! Lo vi deambulando por la parte trasera de la casa,
justo enfrente de la entrada de la cocina, aunque él no me vio a mí. Lástima
que cuando salí de nuevo ya se había marchado... por eso llamé a Connie.
A Terry le costó un gran esfuerzo mantener la compostura
después de oír el testimonio de la anciana, pero logró contener la risa y
preguntó:
–¿Y por donde se ha marchado el oso, señora Perkins?
–¿Estás sordo hijo? Te he dicho que cuando salí ya
no estaba, así que no pude ver por donde se fue. Deberías de prestar más
atención jovencito, y borrar esa estúpida sonrisa de la cara.
–Está bien señora Perkins, ahora métase en casa y
cierre todo con llave. No sabemos si ese animal está aún por aquí. Nosotros
daremos una vuelta por los alrededores a ver lo que encontramos– intervino el
sheriff–. Por favor, hágame caso y si vuelve a ver al oso, llámenos, ¿De
acuerdo?
La mujer se dio media vuelta murmurando por lo bajo
algunas palabras que ninguno de los dos policías alcanzaron a comprender y se
metió de nuevo en la casa sin dirigirles ni una sola palabra más.
Los agentes le dieron la vuelta a la vivienda
buscando algún indicio de la dirección que el animal había podido tomar y fue
el sheriff el que descubrió las inmensas huellas impresas levemente en la
nieve, justo frente a la puerta trasera de la casa, tal y como les indicó la
mujer. De inmediato le hizo señas a su ayudante para que se acercara. Ninguno
de los dos dijo nada pero las pisadas no tenían la apariencia de las de un oso.
Más bien parecían humanas. Huellas humanas.
Intentaron seguir el rastro, pero las marcas
desaparecían a los pocos metros cruzando un pequeño riachuelo de agua helada
que atravesaba el pequeño pueblo por la parte de atrás, así que volvieron al
coche con una casi imperceptible sensación de frustración y se dirigieron a la
comisaria.
–No lo entiendo sheriff – Terry rompió el incomodo
silencio mientras conducía–. Esas huellas..., parecían humanas pero no..., no
puede ser, ¿verdad? Quiero decir... ¡son descomunales, joder!
El sheriff ni siquiera escuchó el comentario de su
joven ayudante, absorto como iba en sus pensamientos pero cuando faltaban pocos
metros para llegar a la oficina, a Jack Raven se le ocurrió algo que creyó que
podría ser importante.
–Terry, da media vuelta. Vamos a ver al viejo
Ilasiak.
–¿A Ilasiak jefe? ¿Qué coño pinta ese jodido
esquimal en toda esta historia?– preguntó Gilligan.
–No lo sé, pero creo que podría ayudarnos de alguna
manera.
Ilasiak era un viejo nativo que vivía en una
destartalada barraca a las afueras del pueblo, próxima al bosque. El inuit
vivía como siempre lo habían hecho sus ancestros, alimentándose sólo de lo que
cazaba, calentándose sólo con el fuego que él mismo preparaba y prescindiendo
de absolutamente todo lo material y de cualquier cosa que tuviese que ver con
el progreso humano. No era un salvaje como la mayoría de la gente de Cold Lake
pensaba, simplemente había decidido vivir su vida de esa manera. La única que
conocía.
Los dos policías tuvieron que dejar el vehículo a un
lado del camino y continuar hasta la cabaña del esquimal a pie, ya que de otra
manera resultaba del todo imposible. A lo lejos divisaron una columna de humo
saliendo de la chimenea de la casa, por lo que supusieron que el nativo se
encontraría allí. Cuando llegaron al refugio de madera llamaron a la puerta
pero nadie contestaba. Un grupo de cinco o seis atrapasueños pendían justo
encima de ellos colgando del techo mientras eran balanceados caprichosamente
por el viento. Terry se acercó a una de las ventanas y comprobó que la
chimenea, efectivamente se encontraba encendida pero no vio a nadie dentro. Se
sorprendió al comprobar que todo estaba perfectamente ordenado y limpio en el
interior. Esperaba que el inuit viviera entre restos de inmundicia, animales
despellejados y manchas de sangre. Pero comprobó que sus prejuicios eran
erróneos y muy en el fondo se sintió un poco culpable por pensar de aquella
manera. Bajaron las escaleras de madera del porche y se dirigieron a la parte
trasera siguiendo un pequeño camino hecho con tablones de madera que el
esquimal había dispuesto alrededor de la vivienda. Allí encontraron las
perreras. Todos los compartimentos estaban ocupados por los huskies del viejo
pero al sheriff le extrañó que dos de ellos estuvieran desalojados. No le
hubiese parecido nada relevante de no ser porque los recipientes del agua y la
comida estaban llenos. Cuando estaban a punto de darse media vuelta, una oscura
y callosa mano se posó en el hombro de Terry, sobresaltándolo.
–¡Joder, coño!– exclamó el ayudante mientras
mecánicamente se buscaba la pistola–. ¡Maldita sea, Ilasiak, si vuelves a
ponerme una mano encima así, sin avisar, te juro que te pego un tiro!
Ilasiak había aparecido de la nada y sin hacer
ningún tipo de ruido que delatara su presencia. El esquimal, aunque era un hombre
viejo, caminaba completamente erguido y bajo su ancho abrigo de pieles se le
notaba en forma. Se quedó mirando a Terry seriamente, dio media vuelta y hecho
a caminar por los tablones de madera dándoles la espalda a los dos policías.
–Vamos dentro. Pronto empezara a nevar de nuevo–.
Fueron las únicas palabras que salieron de su boca.
Una vez en el interior, acomodados delante del fuego
y con una taza de café caliente que Ilasiak había preparado, comenzó a hablar.
–Sé porque han venido a verme, sheriff. Ha vuelto.
Lo he visto con mis propios ojos... También ha matado a dos de mis perros.
Usted viene a por respuestas que yo no puedo darle.
–Mi padre y tu padre eran buenos amigos, Ilasiak.
Una vez el mío me contó algo que tu padre le contó a él. Una vieja leyenda
inuit sobre una criatura antigua, mucho más antigua que nosotros, que nuestra
civilización. Siendo aún unos niños, jugando un día en el bosque salieron
despavoridos y no dejaron de correr hasta llegar al pueblo. Juraban y
perjuraban haberla visto... a la criatura, quiero decir. Jamás volvieron al
bosque hasta que no se hicieron adultos. Al principio me impresionó. Cuando me
la contó yo solo tenía siete años pero con el tiempo terminé olvidándola, e
incluso todavía hoy albergo dudas sobre su veracidad. Hoy esa historia ha
vuelto a mi cabeza con fuerza, golpeando mi cerebro como un martillo.
–Conozco esa historia, Jack. Mi padre también me la
contó a mí, aunque yo nunca la puse en duda. Ninguna leyenda inuit es fruto de
la imaginación o la locura. Todas son reales aunque no podemos comprenderlas
porque son demasiado antiguas para nuestro mundo, nuestra forma de pensar y ver
las cosas. Ahora lo sé. Y vosotros también. Na´in, Arulataq, Toonijuk... No
importa el nombre que le demos, es real. Y ahora está entre nosotros. Se ha
dejado ver. Ha vuelto.
Mientras Jack Raven e Ilasiak hablaban Terry
Gilligan los miraba cruzando su mirada alternativamente de uno a otro. Su cara
reflejaba su sorpresa al oír hablar así al sheriff, su mentor y maestro, el
hombre que le había enseñado todo cuanto sabía, la persona más cabal que
conocía. Ahora sí empezaba a preocuparse de veras y ya no estaba tan seguro de
que la criatura que los había mantenido en vilo durante todo el día fuese un
oso...
Cuando salieron de la casa del esquimal había
empezado a nevar de nuevo. Los copos que caían del cielo eran tan densos y
estaban tan concentrados que apenas permitían ver a tres metros por delante. El
walkie de Terry rompió el blanco silencio del exterior y seguidamente
escucharon la agitada voz de Connie.
–¡Terry, por Dios! ¿Dónde estáis? ¡Llevo quince
minutos intentando contactar con vosotros a la radio del coche! ¡Tu walkie
tampoco daba señal, hasta ahora!
–Vaya, supongo que perdió la señal mientras
estábamos dentro... ¿Qué ocurre?– respondió Terry, mientras le hacía señas a
Raven para que atendiera.
–Algo muy extraño Terry. Tengo justo delante a
Michael O´Reilly, está muy mal, probablemente pierda el ojo derecho. Ti...
tiene un corte grandísimo, no sé, pa... parece una especie de zarpazo. El
doctor Robertson también está en camino pero le he tenido que administrar un
calmante... se... se ha quedado dormido. Lo peor Terry, es que dice que la
criatura que lo ha atacado se ha llevado a la pequeña Sarah, su hija.
–¿Cómo dices, Connie? –el sheriff le había
arrebatado el aparato a su ayudante y ahora era él quien hablaba.
–Sí, jefe. Michael salió a comprar algo con su
pequeña, y fue entonces cuando esa co... cosa le atacó. Le dio un zarpazo en la
cara y lo lanzó contra la pared de la oficina postal, llevándose a Sarah con él
–Connie se derrumbó y comenzó a llorar–. ¡Tiene la cara destrozada, Jack, jamás
había visto algo así!
–Tranquila hija, tranquilízate... Encontraremos a
esa cosa y traeremos de vuelta a la niña. Ahora dime ¿Hacia dónde se la ha
llevado?
–Según ha dicho Michael antes de perder el
conocimiento, se la llevó por el camino, hacia el aserradero.
–Está bien hija no te preocupes, la traeremos de
vuelta.
–Sheriff, por favor... tengan cuidado.– Jack Raven
cortó la comunicación e inmediatamente exhortó al joven Gilligan a darse prisa
mientras echaba a correr todo lo rápido que la visibilidad y la extensa capa de
nieve que cubría el suelo le permitían, en dirección al vehículo. El viejo
esquimal había entrado en la casa y se había provisto de un arco, un carcaj
repleto de flechas y un arpón, decidido a acompañarlos.
Cuando llegaron al coche se lo encontraron volcado,
con un fuerte impacto en la parte derecha. Un poco más adelante se encontraba
la vieja máquina de Jebediah, también con evidentes signos de un potente golpe
en la parte delantera. Jebediah se encontraba dentro, aturdido aunque
consciente.
–¡Jebediah! ¿Estás bien? ¿Qué ha pasado?– interrogó
el sheriff mientras abría la puerta del conductor y sacaban al hombre entre los
tres.
–Lo siento jefe pero cuando lo vi ya era demasiado
tarde... Tuve que dar un volantazo y me estampé de lleno con su coche. Esa
criatura... ¡Era enorme! Saltó de repente justo delante... Llevaba una niña
sobre los hombros... La pobre no paraba de gritar. Lo siento de veras sheriff
pero no pude hacer nada...
–¿Por dónde, Jebediah? ¿Por dónde se ha ido?
–Se metió en el bosque jefe. Les lleva una buena
ventaja. Iría con ustedes pero casi no puedo tenerme en pie...
–Está bien amigo, descansa un poco y cuando te
sientas con fuerzas vuelve al pueblo y avisa a todo el mundo. Que nadie salga
de sus casas hasta nuevo aviso.
El ayudante del sheriff se acercó hasta el vehículo
y sacó del maletero dos Remington 870 y varias cajas de cartuchos del doce, los
dos agentes cargaron las potentes escopetas y se adentraron entre los árboles.
Las copas de los altos abetos lucían completamente cubiertas de blanco al igual
que toda la flora del bosque. Dentro la nieve caía con menos intensidad,
amortiguada por las copas de los árboles y el silencio sólo se veía roto por
las pisadas sobre la nevisca de los tres hombres convertidos ahora en
cazadores. De repente en la profundidad de la arboleda oyeron un gutural
gruñido que les heló la sangre y rápidamente echaron a correr hacia el
aserradero, desde donde creían que había sonado el intenso aullido. El
aserradero se encontraba en el centro del bosque y era una estructura formada
por dos grandes naves, situadas una junto a la otra. Una de ellas se encontraba
totalmente cerrada por cuatro gruesos muros construidos en madera de abeto,
aunque una de las paredes sólo llegaba hasta la mitad de la nave dejando libre
la otra mitad para el paso de vehículos y maquinaria. La otra simplemente era
un techado sostenido por quince pilares de acero, destinada al almacenaje de la
madera ya tratada. Delante de las dos edificaciones multitud de troncos
ordenadamente apilados formaban un verdadero laberinto de pasillos en los que
no era difícil perderse.
Para cruzar la pila de troncos decidieron separarse
y atravesarla por un pasillo cada uno, así mantendrían el contacto visual. Se
adentraron en el laberintico entramado y sigilosamente comenzaron a avanzar
cada uno por su sección, pero cuando llevaban recorridos veinte metros escasos,
una sombra oscureció a Terry Gilligan desde arriba, en el pasillo
central; cuando se quiso dar cuenta, la gigantesca criatura ya había saltado
justo delante de él y en décimas de segundo, con un poderoso zarpazo lo había
estampado contra una de las pilas de troncos para volver a perderse con un
poderoso salto vertical. Aquel monstruo, como pudo comprobar Terry de primera
mano, no tenía absolutamente nada que ver con un oso. La criatura, de aspecto
humanoide, sobrepasaba los dos metros de longitud con holgura y su cuerpo
estaba completamente cubierto por una espesa capa de pelo blanco que le
confería el mimetismo perfecto para no ser descubierto en escenarios como aquel
en el que todo se encontraba cubierto de nieve. La herida abierta en el pecho
del ayudante sangraba abundantemente y su camisa habitualmente de color marrón,
se empapó del oscuro liquido casi de inmediato. Quizás si hubiese llevado el
anorak abrochado el desgarre no hubiese sido tan profundo, pero Terry siempre
lo llevaba desabrochado y no importaba el frio que hiciera...
Cuando el jefe Raven e Ilasiak llegaron hasta donde
se encontraba el joven ya era demasiado tarde para hacer nada por su vida. Sólo
pudo darle las gracias al sheriff por haberle enseñado todo cuanto sabía y
murió. Al sheriff lo embargó un profundo sentimiento de venganza pero aun así
conservó la calma. Su prioridad era salvar a la chiquilla que la bestia se
había llevado, si es que todavía se encontraba con vida. Más tarde lloraría a
los muertos. Consiguieron salir del laberinto de madera y se dirigieron a la
nave cerrada. La otra solamente albergaba algunos pallets de tablones de madera
ya cortados, así que no le prestaron demasiada atención. La nave se encontraba
en penumbra ya que sólo dejaba entrar un débil haz de luz a través de la
entrada. Aunque tenía varios ventanales distribuidos por todos los muros, estos
se encontraban totalmente cubiertos de serrín y polvo acumulado y apenas
dejaban pasar la ya escasa luz exterior. Los dos hombres cayeron en la cuenta
de que no habían cogido linternas, así que tendrían que desenvolverse rápido si
no querían que la noche les dificultara el rescate. Nada más entrar en la
edificación oyeron un débil llanto en el interior, al fondo. Rápidamente se
dirigieron a lo profundo de la nave y allí encontraron a la pequeña, hecha un
ovillo en una esquina. Jack se la cargó al hombro mientras la tranquilizaba con
palabras suaves y cariñosas y mientras el esquimal le cubría las espaldas,
abandonaron la oscuridad, abrazando la exigua claridad existente.
Todo parecía demasiado fácil, pensó el sheriff, y
como si le hubiese leído el pensamiento, el extraño ser salió de la nada y se
plantó ante él, enseñándole las fauces abiertas y dispuesto a atacarle. Jack se
quedó petrificado y de forma mecánica cerró los ojos, preparándose para el
potente golpe que esperaba recibir, mientras sujetaba a la pequeña con fuerza.
Pero el golpe no llegó nunca. A la vez que abría los ojos de nuevo, la criatura
emitió un desgarrador rugido y pudo ver como de su hombro izquierdo sobresalía
la punta de una de las flechas de Ilasiak cubierta de una sangre tan oscura
como la noche, que empezaba a manar abundantemente de la herida.
De manera automática, el monstruo desvió su atención
hacia el esquimal y con una potente zancada se situó justo enfrente de él, tan
cerca que notó como su pestilente aliento le golpeaba en la cara sin piedad,
produciéndole unas terribles arcadas. El viejo soltó el arco y sacó un cuchillo
de su cinturón con un ágil movimiento, del todo inusual en una persona de su
edad asestándole varias puñaladas en el pecho. El animal lanzó de nuevo un
fuerte alarido y se defendió con un enérgico revés de su brazo derecho que
desplazó a Ilasiak varios metros hasta dar con su cuerpo nuevamente en la fría
nieve. De nuevo, la criatura se abalanzó sobre él, decidida a acabar con su
vida, cuando sonó un potente disparo que impactó de lleno en la cabeza del
monstruo salpicando de sangre y vísceras el rostro del inuit, terminando así
definitivamente con la lucha.
Jack Raven enfundó su revólver y dándole la mano a
la pequeña, ayudó a incorporarse a su amigo con la otra. El esquimal, aunque
maltrecho después del ataque no tenía ninguna herida de gravedad y podía
caminar solo.
Cuando por fin salieron del bosque, de vuelta a Cold
Lake, oyeron en la profundidad de la floresta un nuevo aullido lleno de rabia y
odio, al que siguieron muchos más.
Tendrían que darse prisa y avisar a la gente del
pueblo.
Esa noche recibirían visita.
Me gusta ese ambiente gélido de los bosques de Alaska, esos personajes envueltos en asuntos que aunque antiguos se les escapan al entendimiento y a sus capacidades...¡¡Chapó!!
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