jueves, 11 de abril de 2013

LA CRIATURA DE COLD LAKE

 Ilustración: Carlos Rodón

El jefe Raven sostenía el sombrero con el pulgar y el índice mientras se rascaba la cabeza con el medio y el anular. La otra mano como de costumbre reposaba en la funda del revolver reglamentario.

–¿Había visto alguna vez algo así, jefe? –el que preguntaba era Terry Gilligan, el joven ayudante del sheriff de Cold Lake.
–Te aseguro hijo que en todos los años que llevo de servicio en este maldito pueblo jamás había visto una carnicería semejante...

En el suelo, tendidos sobre una nieve ahora teñida de un intenso color rojo sangre reposaban los restos de dos impresionantes caribús totalmente despedazados. El viejo Jebediah pasó justo al lado del destrozo al volver del bosque en su destartalada máquina quitanieves e inmediatamente lo puso en conocimiento de las autoridades. Por eso se encontraban allí los dos hombres.

Había dejado de nevar pero el frío continuaba con su insistente actitud de “acoso y derribo” y así había sido durante las dos últimas semanas. Parecía que al menos seguiría persistiendo una buena temporada. El sol se había olvidado de lanzar sus rayos sobre aquel pequeño pueblo de Alaska...

–Desde luego ese oso debe de tener los cojones del tamaño de mi cabeza –comentó Terry mientras se frotaba las manos delante de la boca, intentando en vano calentarlas con el vahoque exhalaba.

–¿Un oso? Un oso no hace eso chico, olvídalo. Un oso come cuando tiene hambre y se va cuando se ha saciado dejando atrás lo que sobra pero nada más. Lo que sea que haya hecho esto no es un oso, créeme. Fíjate – observó Raven agachándose a la altura del cuello de uno de los animales mientras le señalaba al novato lo que parecía ser la marca de una profunda dentellada – ni siquiera se han alimentado de ellos. Los han matado, han cometido una auténtica masacre separando todas las extremidades de los cuerpos y sin embargo no falta ni un solo trozo de carne. Además, estas mordeduras no son de oso...

–Ya, pues ya me dirá usted qué demonios ha hecho esto... –le replicó el joven sin demasiada convicción.

Los dos policías se montaron en el 4x4 y volvieron al estrecho camino libre de nieve, que cruzaba desde Cold Lake hasta el bosque en el que se encontraba el viejo aserradero. El aserradero había sido hasta no hacía mucho tiempo el lugar de trabajo de la  mayoría de los hombres del pueblo. Ahora gracias a las grandes industrias madereras sólo era una vieja fábrica abandonada. Sólo seis kilómetros separaban el pueblo de la inmensa arboleda pero el camino que los enlazaba era angosto y cualquier vehículo que lo tomaba tenía que extremar las precauciones al máximo. Cuando solamente llevaban un par de kilómetros recorridos la vieja radio del coche oficial crepitó para inmediatamente dejar paso a la voz de Connie, la secretaria del sheriff.

–¿Sheriff Raven? ¿Me oye?
–Claro preciosa, te oigo perfectamente... cuéntame, ¿qué pasa por nuestro pequeño y aburrido pueblo? –preguntó el sheriff con una sonrisa en los labios. Conocía a Connie desde que era una chiquilla y sentía verdadero afecto por ella.
–Verá jefe. Ha llamado la señora Perkins muy asustada, asegurando que había visto a un gran oso blanco deambulando por la parte trasera de su casa. Le he dicho que se tranquilizara y no saliera de casa, que usted iba para allá.
–Bien cariño, echaremos un vistazo.– el agente levantó el pulgar del pulsador y colgó el auricular de nuevo en la radio, resoplando mientras esperaba el comentario de Terry.
–¿Lo ve jefe? ¡Se lo dije! Un jodido oso, ¿Qué otra cosa esperaba que fuera?

El sheriff no contestó y se mantuvo en silencio todo el recorrido hasta la casa de la señora Perkins, algo del todo inusual en él, que siempre aprovechaba los trayectos en el coche para contarle a Terry historias y anécdotas de su juventud o simplemente sus planes de futuro para cuando llegase el momento de guardar la placa en el cajón y colgar el sombrero. Algo no le cuadraba al viejo policía y estaba completamente seguro de que aquellas marcas que había visto señaladas en el cuello de los renos no eran marcas de oso...

Cuando llegaron a casa de la mujer, ésta se encontraba esperándolos en el porche con un enorme anorak rojo sobre los hombros encima de la bata de andar por casa. La señora Perkins siempre había tenido fama de andar un poco ida de la cabeza y había quien incluso aseguraba que la muerte de su marido, Robert Garth Perkins, aparentemente debida a causas naturales, en realidad había sido un suicidio para no tener que aguantar más los desvaríos de su esposa.

El sheriff se bajó del asiento del copiloto y seguido de su ayudante se dirigió al porche de la casa mientras se alzaba levemente la parte superior del sombrero a modo de saludo.

–Buenas tardes, señora Perkins. Connie nos ha dicho que estaba usted un poco asustada por algo que ha visto. Cuéntenos, ¿qué ha pasado exactamente?
–¿Asustada? ¡No digas tonterías Jack! ¿Asustada yo? ¡Si la segunda vez que he salido, después de entrar a buscar la escopeta de Robert, llego a encontrarme de nuevo a esa maldita alimaña le hubiese volado la jodida tapa de los sesos! Lo vi deambulando por la parte trasera de la casa, justo enfrente de la entrada de la cocina, aunque él no me vio a mí. Lástima que cuando salí de nuevo ya se había marchado... por eso llamé a Connie.

A Terry le costó un gran esfuerzo mantener la compostura después de oír el testimonio de la anciana, pero logró contener la risa y preguntó:

–¿Y por donde se ha marchado el oso, señora Perkins?
–¿Estás sordo hijo? Te he dicho que cuando salí ya no estaba, así que no pude ver por donde se fue. Deberías de prestar más atención jovencito, y borrar esa estúpida sonrisa de la cara.
–Está bien señora Perkins, ahora métase en casa y cierre todo con llave. No sabemos si ese animal está aún por aquí. Nosotros daremos una vuelta por los alrededores a ver lo que encontramos– intervino el sheriff–. Por favor, hágame caso y si vuelve a ver al oso, llámenos, ¿De acuerdo?

La mujer se dio media vuelta murmurando por lo bajo algunas palabras que ninguno de los dos policías alcanzaron a comprender y se metió de nuevo en la casa sin dirigirles ni una sola palabra más.

Los agentes le dieron la vuelta a la vivienda buscando algún indicio de la dirección que el animal había podido tomar y fue el sheriff el que descubrió las inmensas huellas impresas levemente en la nieve, justo frente a la puerta trasera de la casa, tal y como les indicó la mujer. De inmediato le hizo señas a su ayudante para que se acercara. Ninguno de los dos dijo nada pero las pisadas no tenían la apariencia de las de un oso. Más bien parecían humanas. Huellas humanas.

Intentaron seguir el rastro, pero las marcas desaparecían a los pocos metros cruzando un pequeño riachuelo de agua helada que atravesaba el pequeño pueblo por la parte de atrás, así que volvieron al coche con una casi imperceptible sensación de frustración y se dirigieron a la comisaria.

–No lo entiendo sheriff – Terry rompió el incomodo silencio mientras conducía–. Esas huellas..., parecían humanas pero no..., no puede ser, ¿verdad? Quiero decir... ¡son descomunales, joder!

El sheriff ni siquiera escuchó el comentario de su joven ayudante, absorto como iba en sus pensamientos pero cuando faltaban pocos metros para llegar a la oficina, a Jack Raven se le ocurrió algo que creyó que podría ser importante.

–Terry, da media vuelta. Vamos a ver al viejo Ilasiak.
–¿A Ilasiak jefe? ¿Qué coño pinta ese jodido esquimal en toda esta historia?– preguntó Gilligan.
–No lo sé, pero creo que podría ayudarnos de alguna manera.

Ilasiak era un viejo nativo que vivía en una destartalada barraca a las afueras del pueblo, próxima al bosque. El inuit vivía como siempre lo habían hecho sus ancestros, alimentándose sólo de lo que cazaba, calentándose sólo con el fuego que él mismo preparaba y prescindiendo de absolutamente todo lo material y de cualquier cosa que tuviese que ver con el progreso humano. No era un salvaje como la mayoría de la gente de Cold Lake pensaba, simplemente había decidido vivir su vida de esa manera. La única que conocía.

Los dos policías tuvieron que dejar el vehículo a un lado del camino y continuar hasta la cabaña del esquimal a pie, ya que de otra manera resultaba del todo imposible. A lo lejos divisaron una columna de humo saliendo de la chimenea de la casa, por lo que supusieron que el nativo se encontraría allí. Cuando llegaron al refugio de madera llamaron a la puerta pero nadie contestaba. Un grupo de cinco o seis atrapasueños pendían justo encima de ellos colgando del techo mientras eran balanceados caprichosamente por el viento. Terry se acercó a una de las ventanas y comprobó que la chimenea, efectivamente se encontraba encendida pero no vio a nadie dentro. Se sorprendió al comprobar que todo estaba perfectamente ordenado y limpio en el interior. Esperaba que el inuit viviera entre restos de inmundicia, animales despellejados y manchas de sangre. Pero comprobó que sus prejuicios eran erróneos y muy en el fondo se sintió un poco culpable por pensar de aquella manera. Bajaron las escaleras de madera del porche y se dirigieron a la parte trasera siguiendo un pequeño camino hecho con tablones de madera que el esquimal había dispuesto alrededor de la vivienda. Allí encontraron las perreras. Todos los compartimentos estaban ocupados por los huskies del viejo pero al sheriff le extrañó que dos de ellos estuvieran desalojados. No le hubiese parecido nada relevante de no ser porque los recipientes del agua y la comida estaban llenos. Cuando estaban a punto de darse media vuelta, una oscura y callosa mano se posó en el hombro de Terry, sobresaltándolo.

–¡Joder, coño!– exclamó el ayudante mientras mecánicamente se buscaba la pistola–. ¡Maldita sea, Ilasiak, si vuelves a ponerme una mano encima así, sin avisar, te juro que te pego un tiro!

Ilasiak había aparecido de la nada y sin hacer ningún tipo de ruido que delatara su presencia. El esquimal, aunque era un hombre viejo, caminaba completamente erguido y bajo su ancho abrigo de pieles se le notaba en forma. Se quedó mirando a Terry seriamente, dio media vuelta y hecho a caminar por los tablones de madera dándoles la espalda a los dos policías.

–Vamos dentro. Pronto empezara a nevar de nuevo–. Fueron las únicas palabras que salieron de su boca.

Una vez en el interior, acomodados delante del fuego y con una taza de café caliente que Ilasiak había preparado, comenzó a hablar.

–Sé porque han venido a verme, sheriff. Ha vuelto. Lo he visto con mis propios ojos... También ha matado a dos de mis perros. Usted viene a por respuestas que yo no puedo darle.
–Mi padre y tu padre eran buenos amigos, Ilasiak. Una vez el mío me contó algo que tu padre le contó a él. Una vieja leyenda inuit sobre una criatura antigua, mucho más antigua que nosotros, que nuestra civilización. Siendo aún unos niños, jugando un día en el bosque salieron despavoridos y no dejaron de correr hasta llegar al pueblo. Juraban y perjuraban haberla visto... a la criatura, quiero decir. Jamás volvieron al bosque hasta que no se hicieron adultos. Al principio me impresionó. Cuando me la contó yo solo tenía siete años pero con el tiempo terminé olvidándola, e incluso todavía hoy albergo dudas sobre su veracidad. Hoy esa historia ha vuelto a mi cabeza con fuerza, golpeando mi cerebro como un martillo.
–Conozco esa historia, Jack. Mi padre también me la contó a mí, aunque yo nunca la puse en duda. Ninguna leyenda inuit es fruto de la imaginación o la locura. Todas son reales aunque no podemos comprenderlas porque son demasiado antiguas para nuestro mundo, nuestra forma de pensar y ver las cosas. Ahora lo sé. Y vosotros también. Na´in, Arulataq, Toonijuk... No importa el nombre que le demos, es real. Y ahora está entre nosotros. Se ha dejado ver. Ha vuelto.

Mientras Jack Raven e Ilasiak hablaban Terry Gilligan los miraba cruzando su mirada alternativamente de uno a otro. Su cara reflejaba su sorpresa al oír hablar así al sheriff, su mentor y maestro, el hombre que le había enseñado todo cuanto sabía, la persona más cabal que conocía. Ahora sí empezaba a preocuparse de veras y ya no estaba tan seguro de que la criatura que los había mantenido en vilo durante todo el día fuese un oso...

Cuando salieron de la casa del esquimal había empezado a nevar de nuevo. Los copos que caían del cielo eran tan densos y estaban tan concentrados que apenas permitían ver a tres metros por delante. El walkie de Terry rompió el blanco silencio del exterior y seguidamente escucharon la agitada voz de Connie.

–¡Terry, por Dios! ¿Dónde estáis? ¡Llevo quince minutos intentando contactar con vosotros a la radio del coche! ¡Tu walkie tampoco daba señal, hasta ahora!
–Vaya, supongo que perdió la señal mientras estábamos dentro... ¿Qué ocurre?– respondió Terry, mientras le hacía señas a Raven para que atendiera.
–Algo muy extraño Terry. Tengo justo delante a Michael O´Reilly, está muy mal, probablemente pierda el ojo derecho. Ti... tiene un corte grandísimo, no sé, pa... parece una especie de zarpazo. El doctor Robertson también está en camino pero le he tenido que administrar un calmante... se... se ha quedado dormido. Lo peor Terry, es que dice que la criatura que lo ha atacado se ha llevado a la pequeña Sarah, su hija.
–¿Cómo dices, Connie? –el sheriff le había arrebatado el aparato a su ayudante y ahora era él quien hablaba.
–Sí, jefe. Michael salió a comprar algo con su pequeña, y fue entonces cuando esa co... cosa le atacó. Le dio un zarpazo en la cara y lo lanzó contra la pared de la oficina postal, llevándose a Sarah con él –Connie se derrumbó y comenzó a llorar–. ¡Tiene la cara destrozada, Jack, jamás había visto algo así!
–Tranquila hija, tranquilízate... Encontraremos a esa cosa y traeremos de vuelta a la niña. Ahora dime ¿Hacia dónde se la ha llevado?
–Según ha dicho Michael antes de perder el conocimiento, se la llevó por el camino, hacia el aserradero.
–Está bien hija no te preocupes, la traeremos de vuelta.
–Sheriff, por favor... tengan cuidado.– Jack Raven cortó la comunicación e inmediatamente exhortó al joven Gilligan a darse prisa mientras echaba a correr todo lo rápido que la visibilidad y la extensa capa de nieve que cubría el suelo le permitían, en dirección al vehículo. El viejo esquimal había entrado en la casa y se había provisto de un arco, un carcaj repleto de flechas y un arpón, decidido a acompañarlos.

Cuando llegaron al coche se lo encontraron volcado, con un fuerte impacto en la parte derecha. Un poco más adelante se encontraba la vieja máquina de Jebediah, también con evidentes signos de un potente golpe en la parte delantera. Jebediah se encontraba dentro, aturdido aunque consciente.

–¡Jebediah! ¿Estás bien? ¿Qué ha pasado?– interrogó el sheriff mientras abría la puerta del conductor y sacaban al hombre entre los tres.
–Lo siento jefe pero cuando lo vi ya era demasiado tarde... Tuve que dar un volantazo y me estampé de lleno con su coche. Esa criatura... ¡Era enorme! Saltó de repente justo delante... Llevaba una niña sobre los hombros... La pobre no paraba de gritar. Lo siento de veras sheriff pero no pude hacer nada...
–¿Por dónde, Jebediah? ¿Por dónde se ha ido?
–Se metió en el bosque jefe. Les lleva una buena ventaja. Iría con ustedes pero casi no puedo tenerme en pie...
–Está bien amigo, descansa un poco y cuando te sientas con fuerzas vuelve al pueblo y avisa a todo el mundo. Que nadie salga de sus casas hasta nuevo aviso.

El ayudante del sheriff se acercó hasta el vehículo y sacó del maletero dos Remington 870 y varias cajas de cartuchos del doce, los dos agentes cargaron las potentes escopetas y se adentraron entre los árboles. Las copas de los altos abetos lucían completamente cubiertas de blanco al igual que toda la flora del bosque. Dentro la nieve caía con menos intensidad, amortiguada por las copas de los árboles y el silencio sólo se veía roto por las pisadas sobre la nevisca de los tres hombres convertidos ahora en cazadores. De repente en la profundidad de la arboleda oyeron un gutural gruñido que les heló la sangre y rápidamente echaron a correr hacia el aserradero, desde donde creían que había sonado el intenso aullido. El aserradero se encontraba en el centro del bosque y era una estructura formada por dos grandes naves, situadas una junto a la otra. Una de ellas se encontraba totalmente cerrada por cuatro gruesos muros construidos en madera de abeto, aunque una de las paredes sólo llegaba hasta la mitad de la nave dejando libre la otra mitad para el paso de vehículos y maquinaria. La otra simplemente era un techado sostenido por quince pilares de acero, destinada al almacenaje de la madera ya tratada. Delante de las dos edificaciones multitud de troncos ordenadamente apilados formaban un verdadero laberinto de pasillos en los que no era difícil perderse.

Para cruzar la pila de troncos decidieron separarse y atravesarla por un pasillo cada uno, así mantendrían el contacto visual. Se adentraron en el laberintico entramado y sigilosamente comenzaron a avanzar cada uno por su sección, pero cuando llevaban recorridos veinte metros escasos, una sombra oscureció  a Terry Gilligan desde arriba, en el pasillo central; cuando se quiso dar cuenta, la gigantesca criatura ya había saltado justo delante de él y en décimas de segundo, con un poderoso zarpazo lo había estampado contra una de las pilas de troncos para volver a perderse con un poderoso salto vertical. Aquel monstruo, como pudo comprobar Terry de primera mano, no tenía absolutamente nada que ver con un oso. La criatura, de aspecto humanoide, sobrepasaba los dos metros de longitud con holgura y su cuerpo estaba completamente cubierto por una espesa capa de pelo blanco que le confería el mimetismo perfecto para no ser descubierto en escenarios como aquel en el que todo se encontraba cubierto de nieve. La herida abierta en el pecho del ayudante sangraba abundantemente y su camisa habitualmente de color marrón, se empapó del oscuro liquido casi de inmediato. Quizás si hubiese llevado el anorak abrochado el desgarre no hubiese sido tan profundo, pero Terry siempre lo llevaba desabrochado y no importaba el frio que hiciera...

Cuando el jefe Raven e Ilasiak llegaron hasta donde se encontraba el joven ya era demasiado tarde para hacer nada por su vida. Sólo pudo darle las gracias al sheriff por haberle enseñado todo cuanto sabía y murió. Al sheriff lo embargó un profundo sentimiento de venganza pero aun así conservó la calma. Su prioridad era salvar a la chiquilla que la bestia se había llevado, si es que todavía se encontraba con vida. Más tarde lloraría a los muertos. Consiguieron salir del laberinto de madera y se dirigieron a la nave cerrada. La otra solamente albergaba algunos pallets de tablones de madera ya cortados, así que no le prestaron demasiada atención. La nave se encontraba en penumbra ya que sólo dejaba entrar un débil haz de luz a través de la entrada. Aunque tenía varios ventanales distribuidos por todos los muros, estos se encontraban totalmente cubiertos de serrín y polvo acumulado  y apenas dejaban pasar la ya escasa luz exterior. Los dos hombres cayeron en la cuenta de que no habían cogido linternas, así que tendrían que desenvolverse rápido si no querían que la noche les dificultara el rescate. Nada más entrar en la  edificación oyeron un débil llanto en el interior, al fondo. Rápidamente se dirigieron a lo profundo de la nave y allí encontraron a la pequeña, hecha un ovillo en una esquina. Jack se la cargó al hombro mientras la tranquilizaba con palabras suaves y cariñosas y mientras el esquimal le cubría las espaldas, abandonaron la oscuridad, abrazando la exigua claridad existente.

Todo parecía demasiado fácil, pensó el sheriff, y como si le hubiese leído el pensamiento, el extraño ser salió de la nada y se plantó ante él, enseñándole las fauces abiertas y dispuesto a atacarle. Jack se quedó petrificado y de forma mecánica cerró los ojos, preparándose para el potente golpe que esperaba recibir, mientras sujetaba a la pequeña con fuerza. Pero el golpe no llegó nunca. A la vez que abría los ojos de nuevo, la criatura emitió un desgarrador rugido y pudo ver como de su hombro izquierdo sobresalía la punta de una de las flechas de Ilasiak cubierta de una sangre tan oscura como la noche, que empezaba a manar abundantemente de la herida.

De manera automática, el monstruo desvió su atención hacia el esquimal y con una potente zancada se situó justo enfrente de él, tan cerca que notó como su pestilente aliento le golpeaba en la cara sin piedad, produciéndole unas terribles arcadas. El viejo soltó el arco y sacó un cuchillo de su cinturón con un ágil movimiento, del todo inusual en una persona de su edad asestándole varias puñaladas en el pecho. El animal lanzó de nuevo un fuerte alarido y se defendió con un enérgico revés de su brazo derecho que desplazó a Ilasiak varios metros hasta dar con su cuerpo nuevamente en la fría nieve. De nuevo, la criatura se abalanzó sobre él, decidida a acabar con su vida, cuando sonó un potente disparo que impactó de lleno en la cabeza del monstruo salpicando de sangre y vísceras el rostro del inuit, terminando así definitivamente con la lucha.

Jack Raven enfundó su revólver y dándole la mano a la pequeña, ayudó a incorporarse a su amigo con la otra. El esquimal, aunque maltrecho después del ataque no tenía ninguna herida de gravedad y podía caminar solo.

Cuando por fin salieron del bosque, de vuelta a Cold Lake, oyeron en la profundidad de la floresta un nuevo aullido lleno de rabia y odio, al que siguieron muchos más.

Tendrían que darse prisa y avisar a la gente del pueblo.

Esa noche recibirían visita.

1 comentario:

  1. Me gusta ese ambiente gélido de los bosques de Alaska, esos personajes envueltos en asuntos que aunque antiguos se les escapan al entendimiento y a sus capacidades...¡¡Chapó!!

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