Regimiento
de Cazadores de Alta Montaña América 66.
Refugio
Militar General Garrido. Valle de Belagua. Navarra.
Las videoconferencias no habían tenido
muy buena calidad, la imagen se congelaba y el audio se interrumpía
constantemente, impidiendo al coronel Gutiérrez mantener una conversación
fluida con su general en las dos veces que se habían producido. Ahora,
simplemente.
España estaba en “blanco”.
El subteniente de comunicaciones
Segarra lo intentaba todo aunque estaba resultando un trabajo baldío, las
líneas estaban operativas pero nadie parecía estar al otro lado. Lo había
intentado una y otra vez desde las nueve de la mañana sin obtener respuesta
durante todo el santo día. Ni las bases de Morón, Armilla, Los Llanos, Matacán,
Getafe, Cuatro Vientos, Torrejón, Villanubla, Zaragoza, ni el Alto Mando de
Madrid, ni Moncloa, ni las Capitanías de
las Regiones Militares daban señal alguna de vida. Probó también con
redacciones de periódicos, televisiones, despachos de abogados, hasta con
cines, bares y casas particulares. Nada. “Definitivamente
España estaba en blanco”, la tensión y el nerviosismo se palpaban en el
ambiente. El coronel Gutiérrez no se cansó de repetirle durante la extenuante
jornada…
“No
ceje en el intento subteniente. Inténtelo una y mil veces si fuere necesario”.
Segarra se dedicaba con todo su empeño,
incluso había ordenado a las unidades móviles que se pusieran en ello. El resultado
estaba siendo el mismo. Silencio absoluto. La tensión, la angustia y hasta el
pánico le estaban ganando. Cada intento resultaba fallido. El agotamiento le
pesaba ya demasiado por lo que necesitaba un vaso de agua y un minuto de
descanso. Aprovechó la soledad que disfrutaba desde hacía unos veinte minutos y
tras asegurarse de que ningún mando superior estaba cerca, se levantó de la
mesa donde tenía desplegados los sofisticados dispositivos. Se desperezó
ruidosamente sintiendo el entumecimiento de las piernas, la picazón en las
posaderas y el agujero de su estómago. Dio tres vueltas al amplio despacho para
estirar las piernas, las rodillas le sonaban a cada paso por lo que terminó junto
a la mesa plegable donde descansaban los restos del ágape habilitado exprofeso
para la situación de crisis atravesada. El cabo Remondes llevaba sin pasar a
reponer desde las nueve o las diez de la noche. Segarra había perdido la cuenta
de las horas encerrado en aquél pomposo despacho.
Ya solamente quedaban unos bocadillos
fríos de mortadela, cuatro botellines de agua y una jarra medio llena de zumo.
Desenvolvió uno y al olerlo un retortijón estuvo a punto de provocarle el
vómito. Aún así le atizó un mordisco, eso sí, sin respirar. El sabor no era del
todo malo y necesitaba algo sólido en el estómago. Llenó un vaso de la jarra
desestimando la opción de sentarse, estaba harto de las malditas sillas de
cuartel. Su espalda lo agradecería, así que se recostó con el hombro en el
marco de la salida secundaria que comunicaba con la recámara anexa al despacho.
Al tercer bocado escuchó cómo se cerraba una puerta en la sala contigua llegándole
al instante la agitada conversación que traían los dos hombres. Identificados
al instante por sus entrenados oídos.
-¿Cómo dice mi coronel?...no, no puede
ser cierto… ¿pero cómo puede ser eso posible? - el capitán Marco, secretario
del coronel, no podía dar crédito al relato desvelado por su superior.
- Muertos, Antonio, todos muertos. O
sino todos, gran parte de ellos.
Los hombres continuaban hablando
nerviosos y atropellándose el uno al otro pero Segarra ya no pudo escuchar nada
más, se bloqueó, comenzando a sudar copiosamente. Aquello era una pesadilla. Se
le atragantó la ingesta y no le quedó más remedio que escupirla al suelo para
poder coger aire. De ser cierto lo que acababa de escuchar, su esposa, sus tres
hijos, sus ancianos padres, hermanos, amigos…
"¡No quedaba ya nadie con vida!".
Por fuerza aquello tenía que ser un
error, un macabro y enorme error de alguien. Pero… ¿y si no fuera así?. ¿Y si
la información desvelada al coronel a través de la C.I.A fuera cierta?. Él conocía
a la perfección que los satélites espía de esa gente no manejaban margen de
error alguno. El corazón se le encogió, presa de un terror sin nombre. Una mano
de hielo se lo estaba agarrando con fuerza. La tensión arterial se le
disparaba, lo notaba y sintió pánico. En ese momento los consejos que le regalaba
con regularidad la buena de su esposa emergieron a las capas esclarecidas de su
mente.
“No
comas sal cariño, bebe mucha agua,
eh, nada de alcohol que nos conocemos.
Haz deporte, cuida con la carne y los
azúcares. Y sobre todo, no fumes, mi amor. Que te quiero de una
pieza”. Reparos que él sacudía de encima en cuanto la perdía de vista.
“Perdóname
Begoña, perdóname por ser tan obtuso,
cariño mío”.
Cuarenta y cinco años, ciento trece
kilos encarcelados en un cuerpo de metro setenta de estatura le convertían en
una bomba de relojería. Buscó las pastillas para la tensión y las arritmias, revolviendo
todos los bolsillos de su uniforme de campaña. No estaban, ¿pero cómo?, si él
siempre cuidaba con mimo esos detalles. Se notaba al borde de la histeria. La
bomba estaba a punto de estallar.
“Aquello
no podía ser verdad, no podía estar
pasando”.
Pero el serio semblante medio
desencajado del coronel Gutiérrez así lo corroboraba. España estaba siendo
atacada, no cabía duda. Toda la nación había caído. Todas las personas a las
que amaba estaban muertas. ¡Muertas!.
“Todos
muertos, Antonio, o sino todos, gran parte de ellos”.
Le empezó a faltar el aire. El
colapso... las pastillas… ¿dónde las
había puesto?. En el maletín de la herramienta. Sí. Ahí estaban, seguro.
Escuchó una puerta abrirse, pasos, voces, más pasos acelerados, la puerta se
cerró y los hombres de la otra habitación ya no hablaban. Se habían ido, los
oficiales se habían ido… las pastillas... el maletín... el colapso... Dio un
paso y cayó al suelo.
“Todos
muertos, Antonio”.
Pero él no lo estaba, aún no. Arrastrando
su varada humanidad consiguió llegar hasta la mesa del coronel para intentar con
las fuerzas de que era capaz alcanzar la robusta caja metálica donde guardaba
la herramienta de precisión. El sudor le cegaba los ojos, apenas podía respirar
y mucho menos levantarse y hacerse con los frascos que le salvarían la vida.
Quedó un momento tumbado boqueando como un pez fuera del agua, intentando sin
mucho éxito recomponer la respiración para oxigenar ese cerebro que sentía
ralentizado, empero el polvo acumulado en la moqueta le dificultaba aún más la
pesada tarea de mantener la lucidez.
“¿Dónde
estaban todos, los oficiales, el coronel, porqué nadie entraba al
maldito despacho?”.
Sus entumecidos músculos parecieron recuperar
algo la elasticidad, respiraba con menos esfuerzo lo cual aprovechó para reposar
sobre un costado, al menos lo suficiente como para no seguir respirando de la
polvorienta moqueta; imaginó todos los ácaros que ahora mismo estarían jugando
en sus pulmones.
“Vamos
Jorge, tú puedes campeón”, se
dijo.
Pero no podía. Se sintió roto, la
gélida mano que apresaba su músculo cardíaco lo estrujaba con insistente
testarudez. Quedó vencido por los malos hábitos que había cultivado toda su
vida. Manteniéndose de lado conseguía unos gramos más de aire. Intentó
relajarse a sabiendas de que si conseguía hacerlo, ganarle la partida al terror
y a la amenazante mano helada, dispondría de una oportunidad, o quizá dos. Pero
no más, así que cerró los ardorosos ojos con el propósito de mantener la mente
en blanco…
“O
sino todos, gran parte de ellos”.
Únicamente se escuchaba el tímido
tintineo del agua contra los cristales de las encortinadas ventanas, “vaya, ya llueve”, pensó, deseando estar ahí afuera para refrescarse del
sudor amargo que le cubría por completo.
"¿Cuánto llevo aquí tirado, media
hora, quince minutos, diez?". Imposible saberlo, para él una eternidad.
“¿Dónde
estarán Begoña y los chicos?”,
deseó con todo su ser que formaran parte de ese [o sino todos...]. Su razón se
convirtió en un simulacro de cueva vacía en donde la resonancia de aquella
infame frase rebotaba una y otra vez.
“Muertos,
Antonio, todos muertos”.
Dobló el brazo izquierdo y apoyándolo
en el mullido suelo se fue alzando muy lentamente, apenas podía ya coordinar
sus movimientos, el cerebro se le estaba aletargando demasiado. Estiró con
esfuerzo el brazo derecho hasta que logró agarrar el tirador del primer cajón
del escritorio, un poco más y podría aferrar el tope de la mesa. Y de ahí a la
caja.
“Vamos
ya lo tienes, campeón”, se animó.
Pegó otro empujón. “Ya lo tienes”, con el movimiento lo que
consiguió fue abrir el cajón desequilibrando su frágil postura haciéndose para
atrás perdiendo el apoyo del codo, al no soltar el pomo arrastró el cajón que
cayó encima de sus costillas desperdigando su contenido sobre él. Su ánimo cayó
junto al cajón y con él su última esperanza de poseer los ansiados frasquitos.
Quedó exhausto y hundido. Resopló desanimado “decidiendo” abandonarse a su suerte, ¿qué otra cosa podía hacer?.
El silencio que le rodeaba en aquél despacho/tumba era absoluto, su
angustia interna creció hasta el punto de hacerle sentir un hueco tan profundo
en su alma que le llevó directamente al amargo camino de las lágrimas. Lloró
como un niño que de repente se encuentra perdido entre una multitud sin la
protectora mano de su madre agarrándose a la suya. El tintineo sobre las
ventanas era su única compañía, había incrementado su cadencia en un repiqueteo
constante y más fuerte. Desde su posición alcanzaba a ver un pedazo de cristal
por debajo de una gruesa cortina. Creyó que la vista le fallaba, aquello que
llovía más que agua parecía óleo, era un líquido oscuro que resbalaba de una
manera sucia, sinuosa. De haber podido se hubiera enjuagado las lágrimas... de
haber podido...
“¿Sería
posible que todos se hubiesen
marchado de aquél lugar?. ¿Cómo
podrían haberse olvidado de su persona
por completo?”
Dos centelleantes reflejos llamaron su
atención desde la ventana más occidental del amplio despacho. “¿Relámpagos?”, pensó. Pero el inequívoco
traqueteo de un subfusil acompañado de gritos sordos… más fogonazos de disparos
aquí y allá. quebrados lamentos... le indicaron que aquello ciertamente no era
debido al temporal. Un enorme estruendo estremeció todo el edificio, algo había explotado no demasiado lejos.
Y había sido algo grande. “¿Quizá un
camión cisterna?”. El terror regresó con otra buena dosis de angustia que
regalarle a sus sentidos.
Un fuerte dolor le sobrevino en el
pecho, se desvaneció y todo se fundió en una oscura paz. Supo que todo acababa
de terminar.
Pasaron las horas...
Una horrible sensación de asfixia le
devolvió al mundo, se descubrió boca arriba anclado en aquél suelo enmoquetado.
Giró hacia su derecha con la intención de soltar las babas que no lograban
rebasar la comisura de su boca, al hacerlo descubrió bajo la mesa algo que
había caído con el cajón. La Beretta del coronel Gutiérrez le contemplaba
insinuante a veinte centímetros de su cara. Con la empuñadura negra y su
brillante cuerpo de acero le pareció la cosa más bella del mundo.
La tímida lluvia de un principio se
había convertido en un violento aguacero que parecía amenazar con romper las
ventanas queriendo entrar a compartir aquél maravilloso descubrimiento. “Inténtelo una y mil veces si fuere necesario”
le repetía el coronel desde la bóveda de su mente. "Con tan sólo un intento tendré más que suficiente". Segarra se inclinó un poquito, “un último esfuerzo”, recogió el arma y la dejó apoyada sobre la cadera, el
dolor de su pecho se le agarraba hasta la médula, apenas podía respirar. Estaba
decidido a acabar con todo.
“Aquí y
ahora”.
Intentó recordar la cara de sus hijos pero
todo se le desvanecía, lo intentó de nuevo, quería terminar con esa imagen
grabada en la mente. Recordó a Gerardo, María también vino a acompañar a su
papá…Pablito no acababa de entrar, se le resistía el pequeñajo…
La puerta del despacho se abrió, pudo
escuchar sordos pasos en el mullido suelo. “Salvado”,
pensó. “Que suerte tienes cabronazo”,
esbozó una sonrisa y se sintió feliz [todo lo que podía estar en aquella
situación]. Le dio gracias al Señor por aquella nueva oportunidad, sintiéndose
un cerdo inmoral al haber pensado tan rápidamente en tomar el camino más corto.
Desde el suelo y por debajo de la mesa vio como accedían al despacho dos
personas empapadas por el aguacero, uniformes mimetizados y botas de campaña.
-¡Aquí, detrás de la mesa… por favor,
necesito atención médica urgente!- alcanzó a decir con un hilillo de voz que le
sonó mucho más lastimoso de lo que hubiera deseado.
Los dos soldados se detuvieron, por
debajo de la mesa pudo ver como dejaban charcos oscuros bajo sus pies, “les ha pillado esa lluvia aceitosa de lleno”. Parecía que buscasen el origen de su
voz.
-¡Aquí coño! - gritó.
Golpeó con el cajón caído una pata del
escritorio.
-¡Estáis gilipollas o qué coño os pasa!.
Uno de ellos gruñó y aquél sonido le
heló la sangre. Giró sobre sus pies y avanzó con torpeza hacía la mesa del
coronel, el otro le siguió. A Segarra le parecieron desorientados.
"¿Estarían heridos, tras el follón de antes afuera?".
Sea como fuese él estaba en peores
condiciones, ellos al menos podían caminar.
El primero tropezó con el pliegue de
una alfombra y cayó al suelo con un chasquido a huesos rotos, observó con
horror la cara de aquello que tenía
delante. “¡Coño! ¡Era el sargento De Gregorio!”. Un ojo le
colgaba de su cuenca, unido a ésta por un hilo de nervios, se balanceaba sobre
una cara a la que le faltaban grandes pedazos de carne y músculos en obscenas
oquedades. El otro ojo estaba cubierto por un velo blanco, era un ojo muerto e inflamado. Quiso largarse sabiendo
que no podría, había agotado todas sus fuerzas y comenzaba a apurar su cordura.
De Gregorio tenía la mitad del tórax y un brazo quemados hasta el hueso, pero
avanzaba hacia él abriendo la boca, emitiendo guturales y sordos sonidos al
tiempo que babeaba sangre, una sangre negra y espesa que olía a muerte. A la
suya sin duda.
“Muertos,
todos muertos”.
Tan ensimismado quedó por la visión del
que fuera su compañero, que se olvidó por completo de que el ser reptante no
estaba solo. El otro asomó por encima de la mesa, era un cabo al que no
reconoció. Tenía la cabeza calcinada en la que apenas conservaba algo de carne,
el cuerpo destrozado a balazos emanaba densos líquidos corporales y sangre por
las flagelantes heridas. Torpemente circundó la mesa que los separaba. Se dejó
caer sobre Segarra abriendo tanto la boca que parecía que se le fuera a
desencajar. El mordisco en su pierna le abrasó como si en aquél ser cohabitaran
todos los virus penetrados entre sus dientes. Arrancó una buena porción al
primer bocado desgarrando tela, piel, carne y músculo. Le miró con los ojos
vacios, masticaba obscenamente dejando caer trozos de carne, de su carne.
Gruñía con algo parecido a la satisfacción. El subteniente supo que esa no era
forma de morir para un soldado. Quitó el seguro, montó el arma, el cadáver
mordió de nuevo. Segarra ya apenas sentía dolor, encajó el cañón en su boca.
Cuando De Gregorio desde el suelo le agarró una oreja clavándole los huesudos
dedos tiró de ella hasta arrancarla. La sangre del subteniente brotó con
generosidad, sus dientes apretaron con fuerza el cañón, con rabia deslizó un
dedo hasta el gatillo del arma, se le escaparon unas lágrimas.
“Lo
siento Begoña, perdóname cariño”.
La suavidad del gatillo le facilitó la
tarea. El frío acero en la lengua y en el cielo del paladar, fueron lo último
que sintió. Sonó una seca deflagración y sus sesos quedaron incrustados en la
moqueta.
Muy bueno, Carlos.
ResponderEliminarThanks querido amigo, lo he revisado y creo que mejor está de como estaba. Revisar es crecer y aprender.
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