miércoles, 6 de febrero de 2013

El Crímen de la Mansión Maligna




CAPÍTULO 1. LAS VARIACIONES GOLDBERG.
Era de noche, noche cerrada como se decía por aquí, y la luna se reflejaba en el tranquilo océano, ni siquiera el barco en el que viajábamos perturbaba su calma. El barco se llamaba Laika. Siempre me han gustado los barcos con nombres significativos, me dan seguridad y tranquilidad y aquel barco, a pesar de las huellas de la edad en alguna que otra pared desconchada o en algún molesto ruido del motor, seguía tan fiable como el primer día.
Miraba al mar, recuerdo que lo miraba sentado en un sillón forrado en terciopelo. Solo apartaba la vista de la tranquila noche para encender o apagar uno de mis cigarrillos. En un viejo tocadiscos sonaban Las variaciones Goldberg de Bach, y eso, unido a la tranquilidad de la sala común del barco donde solo quedábamos un par de hombres leyendo o simplemente pensando, daba como resultado una noche perfecta.
Serían casi las tres y cuarto de la madrugada. Apagaba mi último cigarro y me dirigía al camarote a descansar después de un largo día cuando, de pronto, un fuerte golpe me lanzó contra el lado opuesto de la sala. Me golpeé la cabeza pero, aun así, me pude reponer. Salí a la cubierta esperando un iceberg, un fatal y helado desenlace, pero no fue así. Cuando salí, lo que vi no lo podría haber imaginado ni en mis peores pesadillas, ni siquiera se lo podría haber deseado a mi peor enemigo; allí, frente a mí, como una bestia sedienta de sangre y destrucción, yacía un enorme monstruo de unos veinticinco metros de altura con la piel rugosa y una cabeza de lagarto que zarandeaba el barco de un lado al otro sin control.
Vi pasajeros caer por la borda, a otros morir aplastados por muebles que iban de aquí para allá; aterrorizado, regresé corriendo a la sala común buscando refugio y allí, donde antes no había nadie, ahora se apelotonaban decenas de personas, desde niños a ancianos de rodillas en el suelo, rezando para salvar la vida.
No lo podía creer, Helen me dijo que cogiera un avión pero no le hice caso. Como siempre, le dije que prefería el barco, para deleitarme con el viaje y disfrutar de las vistas. ¡Maldita decisión absurda!. Busqué un lugar cómodo donde esperar la muerte. Volví a sentarme en el sillón de terciopelo, cerré los ojos y esperé la llegada de la muerte mientras en el viejo tocadiscos seguían sonando las variaciones Goldberg.
Cuando abrí los ojos era de día. Estaba tirado panza arriba en una playa de lo que parecía ser una isla. Me incorporé para sentarme sobre la arena blanca. No sin dificultad, observé a lo lejos, en el horizonte, el monstruo .Se alejaba con los restos del barco entre sus garras. Mi cabeza palpitaba de dolor. Me levanté la camisa esperando encontrarme lleno de moratones pero, quitando un par de cortes poco profundos, estaba sano y salvo; la ropa estaba empapada  y el que otrora fuera un paquete de Lucky Strike, con su lema "it's toasted" impreso, no era más que una inútil pasta de papel.
Tras cerciorarme tristemente de que no quedaban más supervivientes en la isla, me tumbé de nuevo en la arena y puse a secar la ropa al sol, mientras el sueño y el cansancio se apoderaban de mí.

CAPÍTULO 2. IGOR EN LA NIEBLA.
Desperté de noche. Tiene gracia siempre me consideré un animal nocturno, pero no de esta manera. El pensamiento que cruzaba por mi mente, no hacía más que sacarme una media sonrisa. Tenía hambre, mucha hambre. Me puse de pie, no sin dificultad, y me dispuse a buscar comida, tarea que se presentaba ardua, dada la densa niebla que reinaba aquella noche. De haber tenido frente a mí al monstruo gigante no lo habría visto. Palpé el aire buscando algo, me daba igual que fuera comida, me conformaba con encontrar algún signo de vida.
De repente, como si Dios enviara a un ángel irlandés, a lo lejos en la niebla, escuché algo. Era una canción; no distinguía la letra pero parecía uno de esos cánticos populares que los irlandeses cantan cuando van mamados. La voz sonaba cada vez más cerca. Pasaron unos minutos hasta que pude distinguir la silueta de un carromato, un carro tan viejo como el tiempo, conducido por un hombre desfigurado, un jorobado maloliente y, si mi intuición no me fallaba, irlandés.
Cuando el hombre estuvo lo suficientemente cerca como para verme, soltó una carcajada, me miró fijamente y dijo con voz chillona:
- ¿Es usted el náufrago?
No sabía muy bien si el jorobado hablaba en serio o no, ¿quién pensaba que era? ¿La jodida Mary Poppins? Me tragué estas preguntas y respondí con un tímido "sí", a lo que el irlandés maloliente respondió:
- Muy bien. Pues suba al carro, nos esperan para cenar.
Ahora sí que me había perdido. Miré al hombre desconfiando de sus intenciones y dudando de si llegaba tarde para cenar o para ser la cena, pero tenía hambre, así que subí al carro.
Pasaron cerca de cuarenta y cinco interminables minutos en los que el jorobado, que según me dijo se llamaba Igor, no dejaba de cantar, una tras otra, decenas de canciones irlandesas sobre que algún tío con un apellido similar a O' Noséqué había fornicado con una mujer de caderas anchas en el pajar. Todas versaban sobre el mismo tema.
Tras el eterno trayecto y el ameno recital, llegamos a la mansión. Igor paró el carro justo en la entrada para que me deleitara con el paisaje o, al menos, con el paisaje que la niebla me dejaba ver. Frente a mí había una mansión gigantesca, con más de una cincuentena de ventanales y dos torres, una a cada lado de la casa, rodeando el majestuoso hogar y protegiendo el palaciego y muy bien conservado jardín. Había una antigua valla de metal coronada a la entrada por dos terroríficas gárgolas, que asustaban tanto, que alejaban cualquier intento de allanamiento.
Cuando Igor creyó que ya me había regalado bastante la vista con la majestuosidad de la mansión, lanzó un grito al viejo caballo que tiraba del carro y seguimos el trayecto de la entrada principal.

CAPÍTULO 3. LA MANSION MALIGNA.
Cuando bajé del carro, Igor continuó su camino hasta el establo, se adentró en la bruma y, tras quejarse por la tozudez del caballo, desapareció. Allí estaba yo, solo frente a la enorme puerta y, tras unos segundos en los que, debo admitirle querido lector, estuve a punto de salir corriendo, me armé de valor y llamé a la puerta dando un golpe con el puño. Nadie respondió. Cuando me disponía a golpear de nuevo la puerta, se abrió y allí estaba, como sacado de un telefilm de la BBC, el mayordomo más inglés de toda Inglaterra. Por una vez en toda esta aventura bizarra, me sentí como en casa; cuando el buen mayordomo con su flema habitual, digna de todo buen inglés, me invitó a pasar y a seguirle al salón Lovecraft donde se estaba celebrando el cocktail previo a la cena, solo pude mirar, con admiración y cierta envidia, las armaduras que antaño pertenecieron a grandes militares y que el dueño de la casa seguramente habría adquirido en alguna subasta; también disfruté de los grandes lienzos y de las armas antiguas, recuerdos de guerras que hablaban de sangrientas batallas en cada filo y en cada empuñadura.
Tras un eterno paseo siguiendo al mayordomo, llegamos al salón y, si antes me sentía impactado con todo lo que había visto durante el trayecto, ahora simplemente sentí el escalofrío más grande de toda mi vida, una mezcla de pánico y curiosidad que me recorrió la espalda, y que sería el sueño húmedo de Roger Corman o de cualquier guionista de la Hammer; delante de mí, tomando un aperitivo y manteniendo una agradable charla estaban Víctor Frankenstein y su criatura putrefacta, fabricada a base de partes extraídas de manera ilícita  de cuerpos muertos; allí estaban, el hombre y el monstruo, saboreando una copa del mejor Moët-Chandon, el hombre, no la criatura, aunque esta afirmación sería fácilmente rebatida por Mary Shelley que declararía que, al menos en este caso la diferencia entre el hombre y el monstruo es casi nimia.
También estaba por allí, disfrutando un canapé de foie, la famosa y admirada Momia soportando la interminable anécdota del señor Naschy, más conocido como el hombre lobo, mientras intentaba no comerse las vendas con cada bocado; el mismísimo Paul Naschy, con el torso descubierto mostrando su belludo pecho, relatando por enésima vez la historia de Walpurgis y Valdemar que tantas veces había contado y que cada vez adornaba con nuevos y escabrosos detalles teñidos de rojo sangre. De vez en cuando, la mirada se le escapaba hacia el sofá del rincón, donde se encontraban las tres damas de la fiesta y, en especial, el interés amoroso de la noche, la novia de Frankenstein que, mientras guiñaba un ojo a su amado, miraba con lujuria a Naschy, desnudándolo con la mirada y queriendo sentir sobre ella ese torso fuerte y peludo. Junto a ella, estirada como de costumbre, estaba la señora Danvers, también conocida como el ama de llaves de Rebeca, con la misma copa de champagne de cuando llegó. Solo le dio un sorbo, no quería enturbiar su mente maquiavélica. Para terminar de formar el trío, estaba Norman Bates vestido con su disfraz favorito, el de la anciana y fallecida señora Bates. En su cabeza una despeinada peluca gris claro y en su estirado cuerpo , un vestido negro hasta un poco más abajo de las rodillas y unas botas militares. Su cara pícara e ingenua a partes iguales, me miró de arriba abajo y me guiñó un ojo sonriendo. Yo me hice el loco y giré la cabeza.
Entonces, sentí un golpe en la espalda que me sacó del asombro por unos segundos. Una voz amigable me decía:
- Mi muy querido invitado, bienvenido ¿le trató bien Igor?
Me di la vuelta y me quedé blanco como la cal al ver allí frente a mí a...
- Disculpe, que maleducado soy, ni siquiera me he presentado. Mi nombre es Drácula, soy conde, heredero y descendiente de los Drakul de Transylvania de toda la vida.
El Conde me extendió la mano y yo se la estreché con miedo. Posó su mano en mi hombro y me acompañó a seguir conociendo al resto de invitados. Me encontré de cara con la niña de "The ring" con medio cuerpo fuera de un antiguo televisor y la otra mitad dentro, mientras discutía con Michael Myers sobre cuál de los dos era más terrorífico. La conversación se empezaba a calentar, ya que Myers había sacado su cuchillo.  A su lado, pegados a un viejo transistor, estaban los muertos vivientes escuchando la retransmisión de un partido de baseball. El Conde me indicó que había dos tipos de zombis y cada uno iba con un equipo; por un lado estaban los Romero's , clásicos, lentos y de apetito voraz, y por otro lado estaban los Boyle's, demasiado preocupados por mantener la figura, rápidos y de apetito más selecto,  que gritaban con cada strike y con cada carrera.
Para terminar, junto a un gran ventanal, bebiendo un brandy y observando al resto de invitados con curiosidad, tanta como yo mismo, estaba Vincent Price, el gran actor, el verdadero representante del terror más absoluto en toda la sala. Solo, miraba atento cada acto y cada gesto, al estilo Price.
Cuando Drácula me hubo presentado al resto de invitados, se disculpó y se fue a la cocina; así que allí me encontraba yo, junto a una mesa perfectamente engalanada con excelentes aperitivos variados y el mejor champagne. Procedí a servirme una copa, y entonces una voz afable y simpática me advirtió:
- De esa botella no, ese es el champagne malo para los zombis. Coja del de su derecha, el de la etiqueta negra.
Hice caso a la voz desconocida y sonreí. Empezaba a acostumbrarme a lo raro. Me serví una copa y brindé a la salud de la voz, la cual me respondió agradecida:
- Gracias señor, se preguntará de donde proviene mi voz. Pues se lo diré encantado.
Tomé un canapé y me dispuse a escuchar.
- Soy la pared de la que cuelgan cuadros y armas, soy el techo del que cuelgan las innumerables lámparas de araña, soy también el suelo que pisa y, por último, soy el calor del hogar que lo acoge. Soy la mansión maligna, muy señor mío.
La voz esperaba impaciente mi sorpresa ante semejante presentación pero, como he comentado antes, visto lo visto estaba curado de espanto, así que sonreí al aire y volví a brindar por una agradable velada con la pared más cercana.
Pasó cerca de media hora. Ya me había zampado más de una docena de canapés y media botella de la etiqueta negra, cuando el mayordomo inglés entró en el salón, tocó una campanilla y dijo con un elegante y cortés tono de voz...

CAPÍTULO 4. LA CENA ESTÁ SERVIDA.
El olor del delicioso manjar que nos esperaba en el comedor, nos llevó a todos hechizados hasta la mesa. El comedor estaba iluminado por una gigantesca y enrevesada lámpara de araña que acaparaba, a primera vista, la atención de los invitados, aunque quedaba completamente minimizada ante el grandioso banquete sobre la mesa: una bandeja para cada comensal de pavo asado con guarnición de cebolletas y patatas gratinadas, sorbete de limón, cocktail de cangrejos recién pescados en la orilla del mar donde horas antes aparecí yo mismo. Todo ello acompañado por el mejor vino y la mejor cerveza artesanal. Cuando el último comensal quedó acomodado, el Conde nos agradeció la presencia y nos invitó a disfrutar del manjar.
Yo no comía, engullía. Mi plato pronto quedó vacío y, tanto la señora Bates, que había corrido para sentarse a mi lado, como el señor Naschy, no dudaron un segundo en ofrecerme muslo y pechuga de sus platos, gesto que agradecí. Luego, con más cara que vergüenza, sustraje a la niña de The ring una patata gratinada, acto del que no me siento muy orgulloso, pero como se suele decir: cuando el hambre entra por la puerta, la educación salta por la ventana.
Mientras cenaba, pude escuchar a la señora Danvers criticar a la fresca novia de Frankenstein mientras miraba de reojo a Naschy, quien le devolvía la mirada de manera amenazadora. También presté atención a la Momia, que narró, ante la curiosa mirada del Conde Drácula, como por enésima vez asustó  a un grupo de estúpidos exploradores . El Conde no paraba de reír con las ocurrencias del vendado faraón.
Finalizó la cena. Había comido demasiado y, por lo nublado de mi vista, también había bebido demasiado. Estaba borracho y me orinaba encima, así que me disculpé ante todos y fui dando tumbos al baño. Pasé junto al Conde, al que saludé con un golpecito en el hombro. Este no me hizo mucho caso, ya que hablaba de una manera bastante sospechosa con el mayordomo, al cual solo le escuché un informativo y amenazante: "no es de fiar" que me dejó seriamente extrañado.
El aseo de abajo estaba cerrado por obras. ¡Qué oportuno! No fue fácil, en mi estado de embriaguez, subir los treinta y nueve escalones que me separaban del baño de la planta superior.   A la carrera, llegué al lavabo, empujé la puerta hasta juntarla con el quicio, y cuando iba a girar el pestillo, se cerró sin que llegará a tocarlo.. No estaba solo.


No hay comentarios:

Publicar un comentario