Ilustración: Kike Alapont
La
escena se funde en negro cuando el contacto de sus dientes con tu piel
acrecienta el latido del corazón. El bombeo de la sangre es el pistón de una
enfurecida locomotora huyendo de las flechas enemigas. Huyendo del nuevo orden
imperante. La muerte sonríe eternamente y no se preocupa por las manchas rojas
que luce en la ropa. Las medallas negras se muestran opacas bajo la crueldad
del sol. Nada importa mientras la vida se muestre como un tierno bocado.
Has
sucumbido bajo el poder del paso renqueante, de la muerte subida en un caballo
con la boca llena de espuma. En un par de horas volverás a abrir los ojos y lo
que hayan dejado los zombis formará parte de tu cuerpo. Mientras alguien
desgarra el tejido muscular de tu brazo izquierdo piensas en cómo va a ser tu
nueva vida. Agradeces que nadie se haya fijado en la piel tatuada del bicep
izquierdo. El precio de los tatuajes ha subido demasiado en los últimos dos
años. La musa que te mira gravada en tu piel es la última mujer que vas a ver
en tu vida.
El
deseo se escurre junto a la ingente cantidad de sangre que brota de tu cuerpo
como si fueran lágrimas derramadas en el día de los muertos. La llorona roja
fluye por el dibujo de la baldosa de la ducha.
Eres
la versión zombi de Janet Leigh con el pingajo colgante de tu miembro a modo de
representación masculina.
Una
dentellada en la pierna dispara la alerta del sistema inmunológico. Los agentes
en miniatura acuden al rescate en el micromundo de tu anatomía humana. No
sientes nada porque has caído víctima del coma. Tu cuerpo se convulsiona
mientras la conversión libra una batalla con tus defensas. No existe el dolor
cuando la ausencia de los sentidos se hace latente.
Vives
tu propia pesadilla escondido en la negrura de la inconsciencia.
La
carne se desgarra de tus huesos con la misma facilidad que un vampiro vacía las
venas de una diva del celuloide. Como si fueras la protagonista de Nosferatu,
el zombi adopta el papel de Max Schreck mientras la ausencia de unos pechos
femeninos se dibuja contra el blanco deteriorado de la baldosa de la ducha. No
eres una estrella de Hollywood pero todos están pendientes de ti. Desean tu
carne y tu cerebro. Obviando tu modo de ser ingieren la carne sangrante que se
desparrama por el suelo a modo de alfombra.
Tu
consciencia retransmite el evento de tu descuartizamiento. Mueres a sabiendas
de que vas a volver a ponerte en pie, suspirando por la carne de tus
semejantes. En realidad lo ves todo en tu memoria. Oyes como rascan sus
gargantas por la ausencia de saliva mientras tragan carne y se regodean en su
postura de acólitos de la muerte. Mueres poco a poco para volver a nacer; esta
vez no habrá parto posible. La anti-naturaleza jugará su papel por vez primera
en tus carnes. O en lo que queden de ellas.
Han entrado en tu casa
formando un tremendo alboroto, como una horda de niños hambrientos han exigido
sin palabras el calor rojizo que se esconde bajo tu piel. Lo peor de todo es
que no te has enterado. El volumen de tu equipo estereofónico casi roza los
límites de la paciencia humana; nunca has tenido en cuenta que siempre has
vivido rodeado de otras personas. El hecho de formar parte de la raza humana
nunca ha sido un impedimento para exigirte a ti mismo alcanzar la cima de tu
egoísmo. Nunca te ha importado la gente, ni tan solo te has molestado en pedir
auxilio cuando el terror ha irrumpido en tu casa y te ha obligado a correr
hacia el baño y protegerte con la frágil balda que se esconde detrás de la
puerta.
El egoísmo se muestra
fiel hasta la muerte.
Los golpes han sido tan
fuertes que el sonido de la música se ha convertido en un rumor. La banda
sonora de tu muerte ha rebotado en las paredes de tu piso. Convertido en
víctima has buscado protección en tu imagen reflejada y en las cortinas de la
ducha. No hay forma de salir vivo cuando la muerte llama a la puerta. Has
esperado durante dos horas mientras la dureza de la puerta se ha convertido en
la fragilidad del batir de las alas de una mariposa.
Prolongar el sufrimiento
inyecta pensamientos descorazonadores en la mente; es hora de afrontar la
realidad.
Has abierto la puerta a
las decenas de bocas hambrientas y les has ofrecido el poder de la redención de
la carne. La batalla llega a su fin antes de comenzar. De un salto la planta de
tus pies desnudos se han posado en la baldosa de la ducha. Las primeras gotas
de sangre han caído como las lágrimas de una niña malcriada. Los primeros
mordiscos han ocurrido bajo la asepticidad de la baldosa blanca.
Cuando
la blancura de tus ojos se acostumbra al entorno ya no eres consciente de tu nueva
condición; lo único que deseas es volver a sentir la vida corriendo por tu
interior como una manada de caballos salvajes mostrando la grandeza de la
existencia. Te pones en pie y caminas sin ser consciente de que lo estás
haciendo. Las láminas de Linchenstein que cuelgan de las paredes de tu vivienda
ya no significan nada para ti, al igual que la música de Hans Zimmer que sigue
brotando de los altavoces buscando la inexistente exaltación de los sentidos.
La media docena de cuerpos que deambulan contigo por el piso lucen restos de
sangre fresca cayendo por sus rostros, formando nuevas condecoraciones en el
ejército de la muerte.
Te
unes a las tropas de la podredumbre cuando salís del piso y camináis en tropel,
buscando nuevas vidas en el desorden que habéis ocasionado con vuestra ansia
por la ingesta de carne viva. Ya nada importa, excepto el primer lamparón rojo
que cuelgue de tu camiseta.
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