Merina, Roberto García Cela
Ilustración, Carlos Rodón |
1
—Que les den
por el culo. Pero no una. Muchas veces.
Entró a la
casucha y cerró la puerta para evitar que escapase el calor. Dentro, la falta
de ventilación empañaba los cristales de un vapor grasiento que se elevaba
desde la comida que se cocinaba en la lumbre. Animados por las burbujas del
hervor, en la olla flotaban dos pedazos de tocino, patatas y unas pencas de
verdura. Removió la mezcla con una cuchara de madera, rebañó la espuma que se
agarraba a los flancos del recipiente, sopló dos veces y la probó.
—Qué sabrán
ellas. Panda de hijas de puta malparidas.
Dejó la
cuchara a un lado y se sentó en una silla frente a la chimenea. Tres leños
ardían vigorosamente, prendidos al regresar con el rebaño después de un día de
mucho caminar en busca de pastos adecuados para las ovejas. La lluvia y el frío
habían aguachado la mayor parte de la vegetación, convirtiendo las laderas en
las que solían pastar en correderas acuosas donde los animales no querían
permanecer. En esas circunstancias, dos tareas eran esenciales: mantener la
cohesión en el ejército que gobernaba; y evitar que alguna descarriada entrase
en las parcelas sin delimitar de los vecinos del pueblo, en las que el terreno
era firme y la hierba más vigorosa.
El perro no
contribuía. Viejo y desanimado, cumplía con énfasis rutinario la faena
encomendada. Lejos quedaban los tiempos en que correteaba ladrando y
mordisqueando nervioso las pezuñas de los animales. Incluso al recibir alguna
coz ocasional, se dejaba golpear, perdiendo el respeto de sus subordinados
ovinos.
—Nadie se
ríe de mí.
Él era el
único que no disponía de ningún terreno porque su ocupación así lo exigía, lo
que le convertía, a ojos de la población de la aldea, en un despojo a merced de
la caridad de sus vecinos o de las bondades de la naturaleza. Pero no era así.
Ellos también le necesitaban. Nutrían sus despensas con el queso que producía,
rellenaban sus colchones con la lana que él trasquilaba y, ocasionalmente,
recurrían a él para domeñar las malas hierbas que crecían en sus campos. Aun
así, esas circunstancias no bastaban para evitarle las burlas y los comentarios
despectivos.
Cortó unas
rodajas de embutido con la navaja de muelle que heredó de su padre y se las
llevó a la boca. Masticó ensimismado, acompañando la carne cruda y especiada
con pedazos de pan negro.
Vivía sin
más compañía que sus animales y las pulgas. Dormía en un colchón brillante de
la mugre, orinaba en una bacinilla descascarillada y se lavaba en una jofaina
los días de fiesta. No tenía letrina ni falta que le hacía; desalojaba las
necesidades mayores en una esquina del establo, como su padre y su abuelo antes
que él. Por higiene, dejaba en el exterior las albarcas, cubiertas de barro y
cagarrutas.
—Una buena
verga es lo que necesitan.
Cómo las
odiaba. Gustaban de hacerse las encontradizas por los caminos que él recorría habitualmente.
Esa misma tarde, una de ellas, con las curvas de mujer más acentuadas que sus
amigas, buscó su atención contoneándose sinuosa y se atrevió a lanzarle un beso
con la palma de la mano. Rieron en voz queda, conteniendo los bufidos del
recochineo, sin ser conscientes de que él las escuchaba a pesar de los tilines y los tolones de los cencerros.
Escupió en
la lumbre. El gargajo chisporroteó y se evaporó.
Un día tras
otro se repetía la misma emboscada. Y él, de reojo, sin mover la cabeza,
examinaba con sus ojos azules la tensión de los delantales bajo la presión de
los pechos y el temblor de sus culos generosos al acelerar el paso; aspiraba el
olor a mujer que desprendían y deseaba no escuchar la musicalidad de sus risas.
Apremiaba el paso y huía, breando a palos a las ovejas para que mantuviesen su
ritmo.
Retiró la
olla del fuego y dejó que el caldo reposara.
Tenía tiempo
antes de cenar. El suficiente para hacer una visita al establo.
Salió de la
casita iluminado por un farol de mano. Caminó descalzo, sin percatarse de las
piedras que se clavaban en los gruesos callos de sus pies. Las ovejas balaron
intuyendo su presencia y, más allá de la cerca que rodeaba sus dominios, un
perro respondió aullando a las estrellas.
Abrió la
puerta que protegía al ganado de las inclemencias del clima; también de los
escasos depredadores que podían causarle algún disgusto. Hacía calor en el
interior. Recibió con agrado el hedor sebáceo de la lana y las heces que
cubrían el suelo como un manto de pelotillas negras. El perro, enroscado junto
a una pared, elevó el hocico, olisqueó sus intenciones y se escabulló al
exterior.
Los animales
se removieron, observándole con las testas gachas y la luz reflejándose en sus
estúpidos ojos negros. Agarró la vara que reposaba colgada de una alcayata. La
agitó dos veces en el aire. La masa ovina se apartó como una milicia bien
entrenada, creando un pasillo que conducía al fondo del establo.
—Buenas
chicas.
Pasó entre
ellas tanteando con el palo, fustigando a alguna que se atrevía a interponerse
en su camino, hasta alcanzar un redil de unos pocos metros cuadrados que
construyó un año atrás.
—¿Cómo estás
hoy, Merina?
La oveja que
mantenía aislada pateó el suelo con sus pezuñas traseras e hizo vibrar su lana
desenredada y límpida. Se alimentaba de una pila de forraje fresco.
—¿Me has echado de menos?
La única
respuesta que obtuvo fue un balido agudo y prolongado, suficiente para él.
Abrió la
cancela que la separaba de las demás. Arrodillándose a su lado, sin prestar
atención a la inmundicia pastosa que se filtraba en el tejido de su pantalón,
acarició el vientre abultado, buscando los movimientos gestacionales. Al
advertirlos empujando contra la palma de su mano, sonrió.
—El pequeño
es muy activo. Será una cría sana.
Se
incorporó, desanudó el cinturón que rodeaba su cintura y dejó caer los
pantalones hasta los tobillos. Miró al techo, apoyó las manos en las patas
traseras y se aferró a las hebras de lana para evitar que la oveja se moviera.
—Mi Merina.
Con un
empujón de su cadera, se olvidó de la rabia y el desprecio.
2
Sentado en
un peñasco, con el perro ovillado a sus pies, vigilaba el rebaño esparcido bajo
los castaños que clavaban sus raíces en la falda de la colina. Contaba las
ovejas de forma automática, sin que participase ningún acto volitivo en el
cálculo. Diecinueve animales. Uno menos que el otoño pasado. Diecisiete hembras
y dos machos. Uno menos que el año pasado. Veinte era un buen número. Fácil de
guardar, cómodo de alimentar. Diecinueve no estaba mal. Pero veinte estaba mejor.
Ya no podía dar marcha atrás a los hechos.
—¡Ale! ¡Haz
tu trabajo! —le dijo al chucho, propinándole una patada para que forzase el
regreso de un ejemplar joven que se empeñaba en alejarse del grupo. El perro
bostezó y le miró como pidiéndole permiso para continuar la siesta. Un segundo
puntapié le decidió a cumplir su tarea.
Mientras
seguía los esfuerzos del perro para reunir el ganado, sacó la navaja de muelle
y la abrió, haciéndola relumbrar al sol.
El tiempo
pasaba deprisa. Parecía que fue hace unos días cuando la hoja atravesó la
gruesa piel del tercer macho y se hundió entre las costillas, suave como la
mantequilla, pinchando el corazón. Falleció a sus pies, desangrándose por el
hocico y sin cerrar los párpados, estúpido hasta la muerte. Contó con los dedos
de la mano las lunas llenas que habían transcurrido desde entonces y lo tradujo
a meses. Cinco meses. Ciento cuarenta días de celos
calmados con la vida del profanador.
—¡Por allí,
estúpido! —gritó al perro que, despistado, no se percataba de que la oveja
volvía a las andadas y se escabullía por el riachuelo que afluía desde la
cumbre. Pronto tendría que encontrar un reemplazo, pensó mientras escupía en la
junta de la navaja.
Aquella
noche perdió la cordura. No pudo aguantar la visión de su preciosa Merina
cubierta por un macho grandullón y enérgico que había saltado la cerca que la
cuidaba de hechos como aquél. La embestía sin consideración, apoyando las
pezuñas sucias en su lomo, manchando la preciosa lana que él cuidaba y
desgreñaba cada noche después de hacerle el amor. Ella, su Merina, se dejaba
hacer, sumisa ante el macho dominante.
Al
reventarle el ventrículo derecho, no pensó en números. No pensó en nada.
Simplemente,
se volvió loco de celos.
3
Esa tarde,
de vuelta en su cabaña, escuchó un balido desgarrador proveniente del establo.
Cogió la
escopeta de postas y salió corriendo en paños menores, dispuesto a meterle una
docena de perdigones al zorro que merodeaba por los alrededores las últimas
semanas. Tenía que haberle acertado el día anterior. Pero son alimañas
escurridizas y se escabulló entre los matorrales antes de que pudiese recargar.
No fallaría otra vez.
Abrió de
golpe la puerta y apuntó al interior,
buscando el pelaje rojizo, la cola gruesa y espumosa que les caracterizaba.
No era un
zorro.
Era el
momento que tanto había esperado.
Dejó caer el
arma y corrió al fondo, abriéndose paso a puñetazos. Se horrorizó al contemplar
el desastre.
—Mucha
sangre. ¡Hay mucha sangre!
Su Merina,
recostada, respiraba con dificultad. Un charco de líquido espeso se empantanaba
bajo sus ancas traseras. El vientre se expandía con el movimiento del interior.
Algo iba mal.
Espantó las
moscas que le correteaban por los ojos oscuros y le acarició el morro.
—Voy a
buscar al médico. Aguanta, mi Merina. Ya viene.
Recogió la
escopeta y se precipitó por la cuesta que le llevaría al pueblo.
En su pecho
coexistía la alegría y el miedo. Se centró en el miedo para infundir más
velocidad a sus piernas.
4
Encañonado,
el médico del pueblo conducía por los caminos llenos de piedras, atento a no
meter la rueda en alguna zanja de barro. El vehículo traqueteaba y resollaba
ascendiendo la cuesta.
—No hace
falta que me sigas apuntando con eso. Se te va a disparar en un bache y me vas
a matar.
El pastor
siguió el consejo del hombre. Necesitaba su ayuda. Un accidente es lo que menos
le convenía en ese momento.
El médico se
atusó el bigotillo, nervioso, e intentó razonar con él.
—¿Qué es tan
urgente para sacarme de mi propia casa a punta de escopeta? ¿No podías haber
esperado a mañana?
—No.
—Vives solo,
por el amor de Dios. Te habría tratado en mi despacho. Allí tengo más
instrumental que lo poco que llevo en el maletín.
—No.
—¿Te das
cuenta del lío en que te has metido si mi mujer no me hace caso y avisa a los
guardias?
—Sí.
—Cuéntame
entonces para qué me has traído.
—Le
necesitamos.
—¿En plural?
¿Quiénes me necesitáis?
—Conduzca
con cuidado o terminaremos varados.
El
hombrecillo volvió a prestar atención a la senda y esquivó por poco un tronco
cruzado en su recorrido. No iba a sacarle más información, así que decidió
callar y conducir. Faltaba poco para terminar el ascenso y entonces se
aclararía el misterio.
5
Aparcó y se
apearon del vehículo. El médico abrió el capó para que el motor se refrigerase
y se elevó una columna de humo grisáceo. Cogió el maletín del asiento trasero y
se dirigió a la entrada principal de la cabaña.
—Allí no —le
dijo el pastor.
—¿Cómo?
—Venga
conmigo.
Recogió un
farol, lo encendió y le guió hasta el establo. Los dos hombres escucharon los
balidos que provenían del interior, desgarradores. El médico se detuvo.
—Espera,
espera. ¿Tengo que tratar una de tus ovejas?
—Sí.
—Soy médico.
No atiendo animales de granja.
El pastor
elevó el cañón de la escopeta y le apuntó a la cabeza.
—Si deja
morir a mi Merina, le levanto la tapa de los sesos. No bromeo.
El doctor
palideció y alzó la mano libre buscando apaciguarle.
—Tranquilo.
Baja el arma. Vamos a verla.
—Por aquí.
Dese prisa.
Ambos
entraron en el cobertizo. Un olor denso y agrio, a sangre coagulada y mierda de
oveja, les rodeó.
—Al fondo.
Pase usted delante, yo le alumbro —ordenó, dejando la escopeta apoyada en una
pared y recogiendo la vara, que agitó sonoramente.
Los animales
se retiraron, obedientes. Se acercaron al redil en el que desfallecía la oveja.
El perro zigzagueaba entre sus piernas, curioso. Un latigazo de la fusta le
impulsó a desaparecer con un aullido de dolor.
—¡Por todos
los Santos! —exclamó el doctor ante la vista de la enorme balsa de sangre en la
que reposaba la oveja.
—No necesito
los favores de ningún beato. Necesito que haga su trabajo.
—Pero...
pero, no soy veterinario. En el pueblo de al lado hay uno.
—Haga su
trabajo —repitió amenazante.
Algo en su
mirada le indujo a remangarse, acuclillarse y abrir el maletín para coger unas
pinzas y un rollo de gasas. Indeciso, examinó al animal, esforzándose en
equiparar sus conocimientos de anatomía humana con la constitución y
disposición de miembros que se morían delante de él.
—Lo primero
es detener la hemorragia. Voy a necesitar tu ayuda. Introduce estas gasas por
la vagina y presiona con fuerza hacia las paredes. Va a ser necesaria una
cesárea. Si sale por el canal del parto, morirá.
—¿Qué es una
cesárea?
El doctor
sacó un bisturí del maletín y lo sopesó, mostrándoselo. No hicieron falta más
explicaciones.
—Si muere...
—amenazó el pastor.
—Es un
riesgo que tenemos que correr. Si no lo hago, perderás también la cría.
—Mi Merina
—masculló apesadumbrado—. Hágalo.
—Presiona fuerte.
No pares hasta que yo te lo diga.
Así lo hizo.
Metió la mano por la hendidura que el médico llamaba vagina y que le había
procurado tantos momentos de placer. Cuando entró en su interior y apretó como
le había indicado, un chorretón de sangre le empapó el antebrazo. Miró al
médico, asustado, y éste asintió.
—Vamos allá
—susurró el hombrecillo, dibujando en el aire la línea que iba a recorrer con
el bisturí.
El pastor no
dejó de presionar. La cascada de sangre que se despeñaba por su codo no cesaba.
En el momento en que el médico clavó la hoja en la carne, cerró los ojos. No se
sentía con fuerzas para ver como se hendía el delicado trazado de piel y
pezones que acarició esa misma mañana antes de salir a cumplir sus
obligaciones.
El berrido
del animal se prolongó, inacabable, hasta que el bisturí finalizó la incisión.
De repente,
se hizo el silencio.
Solo se
escuchaban las pezuñas de las diecinueve ovejas chocando entre sí.
—Ayúdame
aquí. Voy a abrir el saco amniótico.
—Ya no
sangra.
—Está
muerta. Si no sacamos la cría, también morirá. Abre el vientre y mantenlo
sujeto o se asfixiará.
El pastor
siguió sus instrucciones, anonadado, y cerró sus dedos en torno a la carne
caliente, aspirando la fetidez de las vísceras que humeaban al fondo de la
cavidad abdominal.
—Eso es.
Vamos allá. Muy bien. Ya la tenemos aquí.
El doctor
introdujo las manos en el cúmulo de placenta y líquido amniótico y extrajo la
cría con un sonido de ventosa húmeda.
—Perfecto.
Está...
No pudo
terminar la frase. Contuvo la arcada y soltó la cría sobre el lecho de forraje.
—¿Qué hace?
¡Va a hacerle daño!
El hombre se
agachó a recogerla, sacó la navaja y cortó el cordón umbilical. Después se
repantigó, apoyándola contra su pecho, esquivando las coces débiles, mientras
le susurraba palabras tranquilizadoras.
—¡Por Dios!
¡Por Dios! —balbuceó el médico dando un paso atrás. Chocó con la cancela y la
abrió entre temblores.
—¿No es una
preciosidad? Mi pequeña.
El doctor
trastabilló. Las ovejas se retiraron a un lado, obedientes, y cayó de espaldas.
El pastor se
levantó y se acercó a él. La sonrisa desmesurada de su rostro era demencial.
—¿Lo ve? ¿Lo
ve? ¡Es mía! ¡No se quedó preñada del otro, sino de mí! —comenzó una serie de
sollozos de alivio—. No se quedó preñada del otro.
La sujetó de
las patas delanteras y se la mostró orgulloso.
—Se parece a
mi Merina, doctor.
La cría
agitaba las patas, rematadas por apéndices parecidos a manos. Abrió la boca de
labios carnosos y emitió un quejido de bebé que finalizó con un balido agudo. Y
lloró. Lloró contrayendo el hocico chato como una nariz humana mientras abría y
cerraba los dedos rematados con uñas negras y gruesas, mirando sin distinguir
lo que le rodeaba con sus grandes ojos azules sin pestañas.
—También se
parece a mí, doctor.
La acunó y
se sentó a su lado, limpiando de cuajarones de grasa la lana aún escasa.
—Es un bebé
precioso.
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