El Hambre, Carlos Rodón
Ilustración, Laura López (Aurin) |
“Y oyose un tronido, sin pares señores, y del
cielo abriose enorme un bujero, dejando una esfera de viva cuantía, colores más
fuertes que la luz del día, se abrieron camino en la lejanía. Un cetro cayó pegado
a un granero, derribando pinos, levantando fuego. Corrí a mi montura en pos del
suceso, pero allí no vi nada, solamente a un viejo. De piel chamuscada y pétreo
semblante. Preguntole pues cuán fue lo ocurrido, y el viejo contome con trémulo
hablar, que del cielo vino bramando la voz, enojada dijo, del mismo Creador.
Cinco arcángeles bellos surgieron del fuego, altos y estirados con porte
sereno. El más gentil de ellos acercose al viejo, preguntole entonces por un
reo infiel, apresado dijo, en la torre alta de nuestro retén. Un fraile,
dijeron, que buscaban prestos. Culpable lo hallaron de actos impíos, al prendeyo
envuelto en horribles actos con jóvenes puros, carentes de vello. El viejo no
supo darles más razón, y partieron raudos elevando el vuelo, perdiendo sus
formas en el azul cielo”.
“Yo no hallé, excelencias, prueba del suceso,
sólo vi caer al etéreo cetro. La distancia grande y el sol impetuoso, seguro
que hicieron vacilar mis ojos. Allí junto al viejo no hallé ningún fuego, tan
siquiera vi negrecido el suelo, ni chamusque alguno por ningún matojo. Pido de
vuecencias heraldos de Dios, clemencia y bondad para el pobre anciano, que
perdido el seso y en miserable estado, divaga sin temple de facer más daño, que
a sí mismo, claro, perdió la sesera, por eso habla loco, de cualquier manera”.
(Comparecencia de Maese Castañares, pintor de
la corte y hombre de seso probado, ante los representantes de la Santa Iglesia,
presididos por Monseñor Azcona. En la tarde del nueve de marzo, del año del
Señor de mil ciento doce. En la ciudad de Daroca)
……….
Cinco sutiles formas traspasaban las brumas
de la noche en completa elipsis. Tres figuras masculinas de anchos hombros y
fuertes brazos. Dos femeninas, de espigadas piernas y suaves contornos. Los
uniformes trajes de blanco material, opaco como cuero mal bruñido, y ceñidos al
talle en una suerte de segunda piel, reflejaban al desfallecido resplandor de
una perezosa luna, que proyectaba cuan exiguo faro, un haz luminiscente incapaz
de arañar las oscuras sombras de la ciudad, por las que se enclaustraba la cruda
y gélida noche invernal. Aún testaruda, incapaz de hundir su glacial brazo en
los pulmones de la inverosímil compañía, puesto que ni una sola voluta de vaho
escapaba de sus respiraciones, mientras recorrían por el húmedo zigzag de los
laberínticos y angostos pasajes; donde orines, inmundicias, pátinas aguas
y negras ratas suponían su miserable
comparsa.
Desembocaron al rato en un amplio ruedo, delimitado
por casas de dos plantas de rojo adobe, con tejados de madera y caña, donde
bejucos ornamentales trepaban por sus desnudas fachadas. En el lado norte de la
explanada destacaba la siniestra edificación de cuatro plantas que supondría el
fin de su viaje. Coronada por almenas fortificadas, y una vetusta torre central,
origen de la fortificación y perdida en la memoria. El portón de acceso era celado
por dos soldados de la Corona que ocultaban el sueño bajo bermejos yelmos de
tosco ornamento, y el frío, junto a un pétreo tiesto, donde bailaban lenguas de
fuego avivadas con asiduidad por el viento de la montaña. Guarnecidos con telas
de llamativos verdes y dorados, afiladas alabardas y gruesos escudos, danzaban
los pies al ritmo del hipnótico crepitar de las brasas con el frío calado hasta
la médula.
Caeén,
el más suntuoso de los cinco, se adelantó hasta el centro del lugar para alzar
el puño en vehemente gesto, marcando así la orden al grupo. Estos abrieron formación colocándose dos a cada uno de sus flancos.
Sin perder de vista a la torre se dirigió a ellos en tono sosegado.
- Ahí está. Otra memorable noche nos aguarda,
hermanos.
Girando la cabeza hacia la mujer que se
hallaba a su izquierda le regaló un guiño con la mirada, la esbelta figura
femenina resplandecía bajo el tenue fulgor de la luna. Orientó el pensamiento al
de ella y mentalmente le habló mientras fijaba la mirada en los guardias de la
puerta.
- “Son
tuyos, querida” – ofreció pletórico
y poderoso.
- “De
acuerdo” – asintió ella desdibujando su hermoso rostro con una diabólica
sonrisa, mientras inclinaba levemente la cabeza -. “Agradecimiento”.
Apretando los índices sobre las almohadillas
de los pulgares de sus guantes, dos estilizadas hojas curvas aparecieron en sus
muñecas, y sus acerados filos brillaron al cruzar los brazos contra el pecho. Las
diminutas esferas que portaba en la parte posterior de su cinturón centellearon
con deslumbrante luminosidad azul, haciéndola levitar sobre sus pies,
elevándose sobre las cabezas de sus acólitos. Sonrió desde el aire saludando
con la cabeza para apretar los dientes en fiero gesto y salir disparada hacia
sus presas. A metro y medio del portón, un círculo blanco de cegadora luz se
materializó en la nada, y Aurieé atravesó por él deteniéndose ante los soldados.
Los dos hombres retrocedieron hasta topar con la pared, esgrimiendo sus
alabardas contra aquel demonio aparecido del averno.
- Bendito sea el Señor – alcanzó a balbucear
uno de ellos.
El otro, temblando de pies a cabeza balbuceó
algo ininteligible.
- ¿Estáis listos para reuniros con vuestro
hacedor? – inquirió la aparecida en un perfecto castellano.
- ¡Pardiez, no! – gritó el más joven soltando
la lanza para empuñar su espada. - ¡Atrás bestia de Satanás!
La espontánea carcajada de la flotante hembra
descolocó por completo al hombre, que lanzó dos golpes de espada contra la
antinatural criatura. Ésta esquivó el ataque con gráciles movimientos, arrebató
el arma al soldado y la lanzó contra el portón clavándola hasta la empuñadura.
-¡Rodrigo, da la alarma!
- No tan rápido, queridos -. Burló la mujer con profunda voz.
Se abalanzó sobre ellos con la velocidad del
rayo y en dos precisos movimientos cercenó sus gargantas, provocando grotescos
y guturales gorgoteos que se perdían en la profundidad de los cortes. Antes de
que cayeran al suelo hundió las hojas en sus vientres y con medidos movimientos
circulares extrajo las calientes entrañas. Los cuerpos se desplomaron como
títeres sin cordel.
- ¡Adoro cortarle el hilo de la vida a esta
escoria! –. Gritó en medio de la noche, su fría voz rebotó por cada rincón del
silencioso pueblo provocando un alud de sonidos de contraventanas cerrándose
con premura. Alzando los palpitantes corazones de sus víctimas, dejó que el
espeso y oloroso líquido que retenían cayera sobre su cabeza sin pelo, deslizándose
en numerosos regueros por toda su cara. Liviana como pluma al viento ascendió poseída
por un espeluznante éxtasis, hasta lo más alto de la torre, donde la luna
jugaba al escondite entre las nubes. Allí se detuvo, y sonriendo satisfecha a
sus acompañantes soltó los exprimidos órganos que se aplastaron contra el rociado
suelo.
- ¡Vamos hermanos, subid con Aurieé! –
Relamió con glotonería los filos de sus armas - ¡Esta noche será el abono para
las más negras pesadillas de los hombres!
Caeén observó los encendidos rostros de su
compañía, exhortados de excitación, con los pechos subiendo y bajando en atropellado
compás. Taogeé fue el único en cruzar su mirada.
- “Hermano”
– dijo desde su mente – “No demores más
la orden, estoy ansioso por comenzar”
Sus negros ojos se tornaron crueles, fríos
como el hielo.
- “Ardo en deseos de beber humanos” – dijo la mujer de su izquierda en
un suave susurro.
- “Sea
entonces, no demoremos más lo
inevitable”
Caeén alzó el vuelo hacia la torre y se detuvo
a mitad de camino girándose sobre sí
mismo, el equipo permanecía esperando, los músculos tensos, el ansia
aguzada. “El hambre”, que él mismo sentía, punzando su estómago, desgarrándole
las entrañas. Sólo existía un modo de calmar aquella avidez y no iba a esperar
ni un instante más.
- ¡¡Hermanos, sin piedad!! – aulló en un grotesco
rugido.
Las esferas de antimateria resplandecieron
con violento fulgor azul, iluminando la plaza tras ellos, e iniciando “La
postrimería de la vida”, que es como a Careél, el quinto componente del equipo
de incursión, le gustaba llamar a aquel ritual tantas veces repetido. Volaron
hasta lo más alto de la atalaya. Desde allí Taogeé admiró el trazado de la
pequeña ciudad medieval, desdibujándose entre las brumas de la noche. Percibió
el miedo en los corazones de cada uno de los que se ocultaban tras la seguridad
de sus muros y las cancelas de sus puertas. Aspiró hondo el aire de la noche y
sonrió malévolamente. Volverían, sin duda. Y lo harían en mayor número si los
informes recibidos sobre el fraile resultaban ciertos.
Caeén se acercó hasta la curvada piedra gris para
acariciar la pared con la mano desnuda. Quedó un instante en silencio, absorto
y concentrado. “Oyendo”.
- Aquí están -. Dijo al instante. - Siento el
calor de la vida tras este muro –. Dicho esto, cerró los ojos y deseó
atravesarlo, tanto, que su mano se introdujo dentro de la piedra, tras esta el
brazo completo y después todo su cuerpo. El resto del equipo hizo lo propio,
siguiendo a su comandante.
Al traspasar el metro y medio de sólida
piedra hallaron una enorme sala circular sin muros ni separaciones, exceptuando
la gruesa reja que fragmentaba la sala por su mitad, separando a los presos de
la zona de guardia. El sitio era una auténtica pocilga, olía a excrementos
humanos, a sudor y a miedo. Caeén, con gesto de repugnancia, observó al numeroso
grupo confinado en aquel estercolero. Mujeres y hombres dormían tirados cada uno donde le había apetecido,
o más bien, donde les había vencido el sueño. Yacían unos sobre otros en una
anárquica amalgama de cuerpos harapientos y malolientes. Buscó con la mirada al
fraile objeto de su incursión, para hallarlo semienterrado entre paja, piernas
y torsos de sus compañeros de cautiverio. Era un orondo humano de aspecto
desagradable, vestido con un harapiento hábito marrón, perlado por resecas
manchas de vómitos y heces. Todos aquellos condenados por herejía y tratos con
Satán, iban a ser ejecutados en público escarnio a la mañana siguiente, empero,
dormían como niños atiborrados de pan con vino.
“Miserables
bastardos”, se dijo.
- ¡Aislarlo! – ordenó, apartándose del
enrejado.
Una de las mujeres del equipo se acercó a la
oxidada reja, atravesándola como si de una aparición fantasmal se tratara.
“Nadie
advierte nuestra presencia”, pensó la fémina complacida.
La mujer de sinuosas curvas atravesó con cuidado
entre la mixtura de cuerpos hasta alcanzar el objetivo, posó el dedo pulgar
sobre la frente del humano seleccionado, y una tenue huella azulada quedó
marcada sobre la sudorosa piel.
Roseé regresó junto al grupo para indicarle
mentalmente a su comandante.
“Sesenta
y tres cuerpos, más ese de ahí”.
Ambos giraron hacia el obeso guardia que dormía
pesadamente la borrachera reclinado sobre una silla; en la mesa, frente a él,
dos jarras de vino vacías, y un sucio plato de metal con los restos de una cena
a medio engullir. El humano apestaba a alcohol a cada ronquido, Caeén, repugnado,
deseó ocuparse de aquel miserable en persona, pero mirando a los ojos de su
joven compañera, advirtió el ansia que se apoderaba de su ánimo. Y dado que se
trataba de su primera misión, alargó el brazo con elegante gesto, ofrendándole
a la presa.
“Tu
turno, querida”.
“Agradecimiento”.
Roseé inclinó la cabeza y el marmóreo brillo de su suave piel hizo que Caeén
deseara tomarla allí mismo.
Acercó los dedos a la macilenta cara del
carcelero, y éstos salvaron la puerta dimensional por dos pequeños círculos
luminiscentes. Con inusitada destreza los hundió en las cuencas de sus ojos, haciéndolos
saltar como corchos en una botella. El enorme guardia braceó ridículamente
mientras le eran extraídos los sesos a través de las cavidades oculares. El
cuerpo cayó pesado contra el suelo. Roseé lamió el chorreante trofeo hasta
limpiarlo por completo, una vez hubo terminado, lo tiró con desdén sobre el
sucio plato de la cena, se relamió los dedos con lujuriosa excitación. Su
comandante fascinado por la delirante escena, fundió sus labios con los de ella
en un profundo beso que la transportó a un hermoso paraíso, pleno de cuerpos
mutilados donde el olor a muerte y sangre subyugaron sus sentidos.
- Aniquilemos al resto – propuso Taogeé con
tono tranquilo. – La hora de saciar “El
hambre” ha llegado.
- Adelante pues, hermanos -. Confirmó Caeén
dando por terminada la íntima caricia. - A vuestro albedrío.
Con fulminante velocidad el equipo se
abalanzó sobre el numeroso grupo de humanos, los rostros desfigurados en
salvajes muecas, y los ojos encendidos de la roja tonalidad del “Hambre”.
-¡Masacre! -. Vocearon los cinco al unísono en
un baladro de hermandad que atronó la estancia. Atravesando el umbral que
separaba ambas realidades empuñaron los curvos metales. Entre gritos y baldones
los pestilentes humanos comenzaron a sangrar.
Los primeros apenas tuvieron ocasión de
moverse del sitio, algunos intentaron repeler el ataque con manos desnudas y
angustia en la mirada. Con cruel precisión; cuellos, piernas, manos, torsos, y
vientres, se abrieron como rojas flores, escupiendo la presión del líquido
carmesí que encerraban. En segundos, los blancos uniformes quedaron rociados
del púrpura vital. Las calvas testas del equipo bañadas en ríos de sangre, les
proferían el aspecto de irracionales bestias, impías e insaciables. Más aún
cuando relamían con gula el irrigado néctar.
“Viles
criaturas, qué poco valen unas vidas
tan insignificantes. Cuán fácil es
destruiros”. Se dijo Caeén con una radiante sonrisa en los labios, mientras
extraía las entrañas de una mujer y las esparcía sobre su cara, relamiendo los
órganos con inacabable apetencia. “Sois
peor que los animales que sacrificáis ya
que de inteligencia presumís”.
Húmedas vísceras regaban las carnes vencidas.
Cabezas desolladas, sexos amputados, cuerpos descuartizados, demolidos sobre
sanguinolentos y malolientes charcos, poblaron la superficie de piedra cubierta
de revuelta paja. Varios aún se retorcían por el suelo entre agónicos
estertores. Caeén comenzó a caminar entre la carne majada, aplastando bajo su
bota las cabezas de aquellos que no habían disfrutado de la fortuna de estar ya
muertos. Aurieé se agazapó junto a un cadáver, le abrió la panza con sus propias
manos y comenzó a saciar “El hambre”,
tal y como hacía ya el resto del equipo. Comió hasta hartarse, regocijándose
del festín. Roseé se acercó hasta ella cubierta por entero de sangre, restos de
cerebros y vísceras. Portaba una cabeza abierta por el cráneo, que le fue ofrecida
a su compañera, extendiendo los brazos en sumiso gesto. Aureé lo aceptó con
sumo agrado y sorbió el interior con extasiado deleite. Una amplia sonrisa
iluminaba su hermoso semblante, la sangre se le colaba por los carnosos labios
y transitaba entre los dientes. Rozó su boca con la de Roseé uniéndose en un vigoroso
y apasionado contacto, saboreando el denso fluido humano de sus bocas, hasta
que una caliginosa sensación de bienestar invadió sus ánimas provocando una
intensa sensación de deseo sexual.
Taogeé y Careél arrastraron el exánime cuerpo
del fraile fuera de la celda y lo dejaron allí, tumbado junto al sangrante
cadáver del carcelero. En cuanto regresaron junto a la compañía, Caeén introdujo
un código en el dispositivo que portaba en la muñeca, y el estabilizador
atmosférico generó una burbuja protectora que les permitió despojarse de sus
trajes. Las dos féminas iniciaron sus juegos besando amputadas bocas, o
frotando sus sexos contra la descuartizada carne. Invadiéndose mutuamente con
numerosos penes cercenados, que introducían en su ano o frotaban contra la
vulva de la otra, para terminar penetrándose la fláccida carne muerta,
entrelazadas en el sinuoso cimbreo de
sus apetitos. Los hombres se entregaban en poseer anos y vaginas de los
cadáveres esparcidos por doquier, chupando las frías carnes, lamiendo con
deleite los penes de sus compañeros, recién extraídos de las sucias cavidades
de los funestados humanos.
Careél se vació en la boca sin lengua de una
joven decapitada que Taogeé aferraba con delicadeza. Cuando el cuantioso semen
apareció por las cuencas vacías, este las volcó sobre su boca, sorbiendo hasta
el último resquicio. Ambos irrumpieron en una extravagante carcajada.
Los cinco integrantes del equipo terminaron
por unir sus cuerpos, en una impetuosa orgía de sexo y sangre. Amándose con
vehemencia sobre aquel manto de hedionda muerte, hasta bien entrada la madrugada.
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