Infernum, Pedro J. Garay Aguado
Ilustración, Carlos Rodón |
Me desperté en aquella playa de mar
embravecido. Había caído desde no sé donde; tal vez desde arriba. El cielo se
me antojaba inalcanzable, y mirarlo dolía; pero algo en mi interior lo
anhelaba. Me puse en pie y observé a mí alrededor. Las olas morían en aquella
arena pardusca levantando espuma. A mi espalda, unos diez metros, una pared de
piedra oscura, como el granito, ascendía hasta perderse en las alturas.
Imposible trepar por allá; cuanto más indeciso estaba por ir a un lado o a
otro, la suave pero caliente brisa llevó a mis oídos un grito que parecía
llamarme.
Fui hacia donde se hizo audible, corriendo
más que andando. Me encontré con dos hombres; uno de ellos luchaba por sacar su
pie de entre algunas rocas que habían caído en la arena. No parecía estar
herido. El segundo intentaba ayudarle estirando de la pierna.
- Algo de ayuda nos vendría
bien, compañero.- sugirió este último.
No contesté, pero sí que le auxilié.
Intentamos desplazar la piedra de encima de aquel desdichado. La alzamos al
límite de nuestras fuerzas y la echamos a un lado. No estaba herido, como bien
aventuré anteriormente. Aquel pedrusco evitaba que se moviera. Tras
agradecimientos verbales, pregunté dónde nos encontrábamos; sus respuestas,
como temía, eran vacuas. Así pues, ninguno de los tres sabíamos del lugar donde
estábamos.
- Deberíamos recorrer la playa
hasta donde lleguemos. Aquí no podemos permanecer, y el acantilado que tenemos
ante nosotros es inaccesible.- dijo el de la pierna.
- Pero, ¿qué dirección seguir?-
pregunté.
- Vale la pena intentarlo hacia
nuestra izquierda.- contestó el otro.
Nos pusimos en marcha sin más demora y
recorrimos un buen trecho. Llegados a un punto, la costa pareció abrirse en un
pequeño golfo; en el otro extremo, donde empezaba esa curvatura, vimos una
torre sin ningún tipo de ornamentos, negra como el tizón y que parecía subir
hasta perderse en las alturas. Los tres nos quedamos maravillados ante tamaña
construcción y el deseo de subir por aquella torre hasta alcanzar los cielos se
hizo patente en nuestros corazones.
- Esa es nuestra puerta a la
salida.- dije, sin saber muy bien el significado de mis palabras y por qué las
había dicho.
Pero aquello alentó a mis nuevos compañeros
y, dicho y hecho, empezamos a recorrer la costa para bordear el golfo. Nuestra
ilusión y esperanza se truncó al instante al ver un desprendimiento de rocas
que cegaba nuestro camino. Podríamos haber ido por el mar, pero algo me decía
que era mucho más peligroso de lo que aparentaban sus insidiosas aguas. Miramos
aquellas titánicas moles que nos impedían el paso, intentando idear algún plan
para atravesarlas. Por fin, uno de ellos tuvo una idea.
- ¡Fijaos! ¡Fijaos bien! ¡En esa
pared hay lianas! Intentemos escalar hasta el otro lado.- dijo excitado.
- ¿No te parece que es mucha
casualidad que esas lianas estén precisamente ahí?- comentó el segundo mientras
se acercaba y prendía una de ellas. Dio un tirón hacia abajo; parecía
resistente.- Está bien. Podemos hacerlo…
Una confusión de sonidos se oyó a unos centenares
de metros de donde estábamos. Era una mezcla de gritos, balbuceos, aullidos y
de palabras en distintos idiomas. Imposible entender una sola cosa de aquel
maremágnum. Atisbamos de donde venía y vimos una horda de personas, si es que
eso podría llamarse personas, acudir hacia donde nosotros estábamos. La mayoría
estaba desnuda, con la ropa colgando a jirones en sus mancillados cuerpos.
Todos ellos tenían el rostro demudado y deformado, cual grotesca máscara, por
un dolor indefinible. Eran muchos, pero parecía una masa bullente de carne con
miles de cabezas, brazos y piernas.
Nada más vernos, esa gente o lo que fuera,
corrieron en nuestra busca, gritando como posesos y estirando sus brazos
famélicos hacia nosotros. El camino estaba decidido; ellos lo habían elegido
por nosotros. Agarramos las lianas y comenzamos la escalada. Íbamos a muy buen
ritmo y, justo al llegar a la mitad del acantilado negro, aquellos harapientos
llegaron donde hacía un momento estábamos nosotros y empezaron también a subir.
Lo horrible no era su aspecto, ya de por sí repulsivo, sino que no dejaban de
aullar como si fueran lobos.
Al ver que más pronto que tarde nos darían
alcance, tuve la idea de balancearme hacia donde estaban las rocas del
desprendimiento. Teníamos que cruzarlas por arriba y luego bajar como
buenamente pudiéramos por el otro costado. Mis compañeros me vieron e imitaron
exactamente lo que hacía. A las cuatro o cinco intentonas, alcanzamos la zona
rocosa y escalamos por las piedras hacia la cima y después hacia la otra cara
de la costa.
Cuando llegamos al nivel del mar,
destrozados los nervios al ver que nuestros perseguidores no cejaban en su
intento por darnos alcance, echamos a correr hacia la torre. Esto les debió de
excitar aún mas de lo que ya estaban, pues redoblaron sus esfuerzos; En un
instante, las rocas desprendidas fueron literalmente cubiertas por aquellos
hombres mientras bajaban de cualquier manera.
Pero al llegar a las puertas de la torre,
algo asombroso ocurrió: se oyó un mugido estruendoso, que parecía brotar de la
misma tierra, como si un gigante se hubiera despertado al oír toda aquella
algarabía. Y entonces, un temblor sacudió aquella masa de tierra haciendo que
los mares se agitaran en una rabiosa mezcla de agua y espuma.
De repente, donde estaba toda aquella
horda, se abrió la tierra a semejanza de unas fauces titánicas y la mayor parte
de aquellos desdichados fueron tragados sin piedad ni concesión alguna. De
alguna forma, la tierra no se quebró siguiendo el proceso natural de los terremotos,
sino que parecía flexible como si de una monstruosa boca se tratara.
Y
de aquellas profundidades insondables incluso para la imaginación más ducha,
volvió a surgir ese sonido infernal parecido a un mugido que hizo temblar el
acantilado en su extensa magnitud. De aquella abertura brotaron casi al
instante unos tentáculos parecidos a lombrices que buscaban a los pocos
dispersos que por esa zona quedaban. Se alzaron hasta una altura de varios
metros y después cayeron laxos, reptando velozmente en busca de sus presas. En
cuestión de pocos segundos, aquellos miserables fueron agarrados, arrastrados y
engullidos sin demora por la diabólica abertura.
Asistimos paralizados al dantesco
espectáculo y, cuando aquellas cosas como lombrices repararon en nosotros,
salimos de nuestro estupor y corrimos con la mayor celeridad hacia la torre; su
puerta, de una altura de dos hombres, permanecía abierta, como si nos estuviera
esperando. Entramos desbocados, con el corazón en un puño, y la cerramos usando
todas nuestras fuerzas, pues era pesada. Pusimos un robusto madero entre las
jambas y retrocedimos hacia el extremo más alejado de ella. Oímos un siseo,
como de algo arrastrándose por fuera, buscando un hueco para acceder a la torre
y cogernos sin remisión.
El hombre de la pierna topó en la penumbra
con una escalera que subía en espiral, anclada a la pared. Sus escalones eran
de madera. No perdimos el tiempo en la base de la torre y subimos casi
jadeando. Cada vuelta que dábamos a la torre por la escalera nos llevaba a un
piso; en el primero de ellos no encontramos nada digno de mención; casi no nos
detuvimos para mirar nada que valiera la pena. Nuestra meta era huir de aquella
cosa que aún acechaba en el exterior para cogernos.
Pero ¡ay!; nuestra desdicha no había hecho
más que empezar. Al llegar un par de pisos más arriba, los escalones empezaron
gradualmente a endurecerse. Uno de mis compañeros insinuó que la madera se
había petrificado en este nivel; por añadidura, cada piso que subíamos era más
frío. Llegamos a uno que tenía cinco puertas en sus paredes; era del todo
absurdo pensar que llevaban a alguna habitación, pues la torre, vista desde
fuera, era completamente cilíndrica. Sin embargo, cruzamos una de esas puertas.
Lo que allí había nos dejó completamente asombrados. Se trataba de un espacio
de unas dimensiones respetables, completamente lleno de utensilios de lo más
variopinto; todos ellos tenían un estado bastante avejentado y las telarañas
reinaban por doquier. En un hueco, del tamaño de una pequeña cuadra, había un
carro que había conocido tiempos mejores y que ahora se hallaba en un estado de
tal decrepitud, que acaso el menor movimiento de sus ruedas acabarían por
transformarlo en polvo.
Aquella habitación no gustó al hombre de la
pierna, que salió asustado, murmurando para sí mismo; algo parecía serle
familiar en aquel sitio y lo evitó volviendo al pasillo. El que quedaba y yo
inspeccionamos un rato más aquel lugar y fue en aquel momento cuando un
chillido quebró el silencio de la torre. Aquel sonido me erizó el vello de la
nuca y los brazos al entender que era el hombre de la pierna el que había
gritado. Salimos raudos a ver qué era lo que había ocurrido, pero no le
encontramos por ninguna parte; ni siquiera había un rastro de sangre que
evidenciara que algo había sucedido.
Acudimos a la escalera para ver si estaba
allá, pero no observamos absolutamente nada. Al mirar hacia arriba, por el
hueco, vimos una sombra que caía hacia nosotros. Nos apartamos a la pared,
horrorizados y, cuando esta llegó a nuestra altura, pudimos evidenciar con ojos
de absoluto terror, que era nuestro compañero muerto. Pero no pendía de ninguna
soga; se mantenía inerte en el aire,
como si algo, una fuerza malévola quizás, lo mantuviera en ese estado. Su
cuerpo giraba como el cuerpo de un ahorcado y, cuando su rostro estuvo frente
al nuestro, abrió los ojos. Pero en esos ojos no había ni rastro de vida; no,
al menos, lo que nosotros conocemos por vida. Su rostro adquirió una sonrisa
hiriente que le llegó casi hasta el nacimiento de sus orejas y dejó ver unos
dientes astillados y podridos mientras por su boca profería versos en una
lengua que no quería ni podía entender. Sus brazos y piernas comenzaron a
elevarse y a doblarse de manera que ningún ser humano ha podido realizar jamás,
como si no poseyera codos o rodillas; de igual manera los dedos se doblaban y
arqueaban en ambos sentidos. Su voz susurrante se alzó gradualmente en una
letanía de palabras que parecían tener un malsano significado, como si de su
boca salieran sapos y culebras. Y, en el punto álgido de su impío rezo, cuando
ni siquiera las manos podían proteger nuestros oídos, cayó cual marioneta por
el hueco hasta perderse en la oscuridad reinante de la base de la torre.
No nos atrevimos a asomarnos por nada en el
mundo; solo podíamos hacer una cosa: seguir ascendiendo. Queríamos llegar al
punto más alto y allá, quizás, conseguir nuestra salvación. En pos de nuestra
meta, subíamos piso tras piso y notamos un cambio gradual en la ascensión; los
muros empezaban a clarear, y las escaleras se hacían así mismo más blancas.
Llegó un punto en que las paredes de la torre eran de mosaicos blancos con
cenefas rojas y el suelo de las escaleras que pisábamos, así como el piso, era
del más puro mármol. Pasamos por un descansillo que tenía una imagen labrada en
madera coloreada que representaba a una mujer con algo en su brazo. Su mirada,
con el ceño fruncido, era espeluznante; tenía el otro brazo levantado y dos
dedos parecían amenazarnos a la par que su mirada, que parecía seguirnos a todas
partes.
Llegamos a una estancia, pasada la estatua
de aquella blasfema representación completamente iluminada. Tan solo las
esquinas poseían una tenue penumbra. Y, en una de ellas, había alguien de
espaldas, cubierto en lo que parecía un abrigo rojo. A juzgar por la curvatura
de su espalda, se trataba de una anciana. Se le adivinaba algo de pelo blanco
por encima de su indumentaria y calzaba unas zapatillas simples. El abrigo le
llegaba hasta media pierna y estas se hallaban enfundadas en unas medias bastas.
Mi acompañante fue el primero que se dirigió a ella con voz amable. La mujer
parecía mecerse hacia delante y hacia atrás, de manera casi rítmica.
A pesar de aquella blancura, aquella
iluminación, no pude evitar pensar que no estábamos ni la mitad de bien que
anteriormente. Sin embargo, el único compañero que me quedaba en aquel lugar,
parecía no advertirlo. Siguió acercándose más a aquella misteriosa mujer que le
daba la espalda. Finalmente la asió del hombro suavemente y le dio la vuelta. Y
el espectáculo al que asistimos casi me roba la cordura de un plumazo.
Aquella anciana señora tenía el rostro
congestionado de tal manera que era tan blanco como las paredes. Las venas
aparecían como un grotesco mapa en su piel y los ojos eran dos pelotas blancas
a punto de salirse de sus órbitas; la boca estaba sellada, como si se la
hubieran cosido y, cuando mi compañero le dio la vuelta, empezó a babear por
las comisuras, el único hueco que tenía abierto. Con un sonido como de papel
que se rasga, los labios se le separaron y la mandíbula se le abrió de una
forma absolutamente anormal para un ser humano. Y de su boca empezó a emerger
lo que parecía una crisálida de color blancuzco y completamente recubierto de
una película transparente. Mi compañero retrocedió hasta donde yo me hallaba.
La mujer seguía balanceándose en aquel sitio; pero nosotros ya habíamos visto
demasiado. Nos lanzamos a la escalera hacia abajo. Y, con horror, advertimos
que aquella cosa que ya no era una anciana, con el capullo saliendo de su boca,
nos perseguía. Su cabeza, alzada para dar salida a aquella monstruosidad, se
balanceaba como si fuera un globo y sus manos se abrían y cerraban en busca de
una presa. Por fin aquella cosa salió de su cavidad y la mujer cayó al suelo
como un peso muerto. Aquello palpitaba con una vida inimaginable y, aunque mi
compañero se quedó a mirar, yo no hice otra cosa más que seguir hacia abajo, y
más abajo… hasta perderme en las sombras.
Desperté de nuevo en una sala enorme, al
lado de una pared. Me alcé a medio cuerpo para saber dónde estaba. Más no tenía
conocimiento de aquel lugar. Oía ruido de máquinas, más allá de donde estaba
yo, al doblar una esquina. Y entonces noté como cambiaban las paredes de forma,
para dar paso a unos brazos que ansiaban cogerme y unas cabezas que lanzaban
gemidos lastimeros en su avidez por mi captura. Solo lograron asirme de mi
indumentaria. Me levanté como pude y les dejé que se llevaran mi chaqueta.
Aquellas formas retrocedieron en la pared y desaparecieron de mi vista.
Me di la vuelta, pensando en como salir de
allá y entonces vi a una niña. No tendría más de diez años, pero me miraba de
manera amistosa, calma y natural. Tras ella parecía venir luz de alguna parte.
Tendió su mano y me invitó a seguirla. Fui hacia ella y se la estreché con la
mía. Doblamos aquella esquina donde oía máquinas. Fue entonces cuando me atreví
a hablar.
- ¿Qué es esto?- pregunté.
- Eres bienvenido. Todos lo son,
de una forma u otra.- respondió ella.
Observé
el suelo que pisaba. Se trataban de baldosas rotas; bajo esta superficie, se
oía el ronroneo de maquinaria pesada, como si una gran industria estuviera
debajo nuestro. La niña iba descalza, mas ninguna esquirla de baldosa parecía
dañarla. Cruzamos un pasillo que estaba iluminado tenuemente. El suelo se iba
deshaciendo a nuestro paso, como si al menor contacto se desintegrara. Había
más gente, pero todos iban hacia una luz más brillante al final del pasillo.
- ¿Por qué estoy aquí?- pregunté
de nuevo.
- Cada uno escoge su propio
infierno. Ya ha pasado el tuyo.- sentenció la niña.
La
luz me cegó y yo pasé a través de ella.
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