FernándeZ y la Casita de chocolate, Javier Sermanz
Anselmo y
Gregorio eran dos fumetas de mucho cuidado, se pasaban el día entero tirados,
fumando porros y jugando a la consola. A su madre le disgustaba que hicieran
eso, aunque ellos hacían lo que les daba la gana desde los quince años. Estaban
apalancados en su casa sin dar un palo en todo el día; el máximo trabajo que
hacían era regar las plantas de marihuana que cultivaban y con las que se
pagaban sus caprichos con algunos trapicheos aquí y allí.
Un día estaban
más fumados de lo normal y decidieron adentrarse en el Bosque Encantado que
había cerca de su casa. La gente decía que allí sucedían cosas horribles, que
los que entraban ya no volvían a salir nunca más. Habían desaparecido muchas
personas por aquellos contornos y le echaban la culpa al bosque.
Sin embargo
ellos no se creían esas historias. Les pareció que podría ser divertido pasar
un colocón allí adentro, en medio de la naturaleza y todo eso.
Llevaban
caminando un buen rato; cuánto no lo podían decir, cuando uno va colocado el
tiempo se desvirtúa, se alarga o se retuerce. Habían seguido una senda entre la
vegetación que se adentraba más y más en las sombras aciagas del bosque. No se
escuchaban más ruidos que los trinos de los pajaritos y el ulular del viento.
-Pues a mí no
me parece tan tenebroso este lugar- dijo desilusionado Anselmo a su hermano
Gregorio.
-Ya te digo,
esto es una mierda, aquí no hay nada. Estoy empezando a pensar en volver a casa
a hacernos un porraco- coincidió éste.
Pero cuando
estaban a punto de dar la vuelta les llegó una ráfaga de un aroma
inconfundible. Venía de las profundidades del bosque.
-¡Uhmmm, qué
buen olor! ¿Has olido eso?- olfateó el aire Anselmo, embelesado por aquel aroma
que tanto les gustaba y que tan bien conocían.
-¡Y tanto que
sí!- se emocionó Gregorio-. ¡Por aquí hay maría!
-¡Vayamos a
investigar!
De modo que,
colocados y todo, casi ciegos, echaron a correr en la dirección que les marcaba
el viento, como si fueran marineros atraídos por el canto de las sirenas. El
olor a maría era cada vez más intenso; no cabía duda de que allí había algo.
De repente,
¡oh, maravilla!, salieron a un claro y se toparon con una casa de chocolate,
rodeada de una plantación de marihuana como nunca antes habían visto. Podría
haber miles de plantas.
-¡Hala, qué
pasada!- exclamaron sin dar crédito a lo que veían.
Se restregaron
los ojos.
-Dime que no
es una alucinación- le pidió Anselmo a su hermano.
-¡Pues si es
una alucinación, que no se acabe nunca!- le contestó el otro, sin dejar de
mirar aquello.
-¡Y qué bien
huele!- Anselmo se acercó a la casa de chocolate.
Toda ella era
del mejor costo que pudieran imaginar; las ventanas, las paredes, la puerta,
las tejas del tejado, todo de hachís. ¡Y estaba allí para ser fumado!
-¿Crees que se
podrá fumar?- Gregorio se sacó la navajilla y desmenuzó un pedazo de pared. Lo
palpó con los dedos y se deshizo con suma facilidad- ¡Pufff, esto es
mantequilla!
-¡Hagámonos un
porro!- se apresuró Anselmo.
Sin pensar en
nada más se dispusieron a liarse un enorme canuto para cada uno; allí había
material para un ejército, ¿para qué debían cortarse?
En esto se les
apareció una guapa muchacha que venía de recolectar sus plantas de maría. Traía
cogollos como porras en un cestito de mimbre. Un potente olor la precedía. Era
la dueña de la Casita de Chocolate. Cuando vio a los dos hermanos allí
tumbados, en el porche de su casa, fumando y totalmente colgados, emitió una
sonrisa.
-Hola,
bienvenidos a la Casita de Chocolate- les dijo. Le encantaban las visitas.
-¡Ey, tía,
esto mola un mazo!- le contestó Anselmo.
-¡Sí, joder,
te lo has montado de miedo!
La muchacha
parecía complacida por que a los inesperados visitantes les agradara su modesto
hogar.
-Fumad todo lo
que queráis, no recibo muchas visitas y me gusta que alguien disfrute cuando viene
a verme. Estoy tan solita en este bosque oscuro- les dijo, entonando un suspiro
calenturiento.
-Está buena la
pava, ¿eh?- le dijo Anselmo a su hermano, contemplando la esbelta figura de la
moza. Vestía minifalda y una camisa abierta hasta más abajo del pecho, atada a
una cintura que mostraba el ombligo.
-¡Ya te digo,
menudas peras!
-Peazo de
sitio que hemos descubierto, ahora entiendo porque nadie sale del bosque: aquí
hay todo lo que un hombre puede desear, maría a toneladas y una tía buena. ¡La
hostia!
Si no hubieran
estado tan fumados se hubieran dado cuenta de que en realidad la maciza era una
vieja pelleja a la que le colgaba la piel como un pergamino usado; le faltaban
casi todos los dientes; su nariz era como un pico de cuervo y además estaba
llena de verrugas.
Cuando
despertaron de su colocón se encontraron encerrados en una jaula dentro de la
casa.
-Buenas
tardes, ¿en qué puedo ayudarle?- saludó educadamente Ramiro FernándeZ a su
cliente tras sentarse en la silla de su oficina. Era una mujer de unos
cincuenta años con aires de pueblerina, toda vestida de negro.
-Mis hijos han
desaparecido, fueron hace unos días al Bosque Encantado y no han regresado- le
dijo con voz consternada.
-Ya, pero yo
no me ocupo de ese tipo de desapariciones, señora. Le aconsejo que se dirija
mejor a los hermanos Grimm, ellos tratan el asunto de los bosques encantados.
-Se dice que
un zombi malvado devora a todos los que entran en ese bosque; la Juani, la hija
de la Paca, dice que un día lo vio. Y el Eustaquio, el padre del guardabosques,
también asegura haber visto algo.
-¡Ah!, eso es
otro cantar. Si hay un zombi por el medio, entonces sí es un caso para
Fernández Zombtanero.
Después de que
la angustiada madre le relatara todos los pormenores, FernándeZ se dirigió al
Bosque Encantado y penetró en su lóbrega espesura. Debía hallar a los dos
hermanos, Anselmo y Gregorio, y traerlos de vuelta a casa, sanos y salvos de las
garras de aquel zombi que habitaba supuestamente allí. Su trabajo consistía en
ocuparse de todos los asuntos y misterios relativos a zombis y zombificados.
Aquel parecía a todas luces un caso a su medida.
FernándeZ
anduvo y anduvo durante horas, vagando por entre la maraña, sin saber
ciertamente adónde iba. Al no hallar pista de los muchachos ni del zombi pensó
en abandonar y regresar a su oficina, quizás solo se trataba de una pista
falsa. A veces ocurría, porque una persona deseara algo no significaba que ese
algo se cumpliera.
Entonces
arribó a una casa que emitía un pestilente hedor. La casita era muy extraña,
parecía de chocolate, pero a juzgar por el olor, bien habría podido ser
estiércol o algo peor. Se quedó entre los matorrales a observar cautelosamente
antes de seguir adelante.
Se fijó que en
la parte de atrás se tambaleaba una figura chepada, harapienta, atada a una
cadena. En cuanto percibió la primera oleada de podredumbre no le cupo la menor
duda: aquello era un zombi.
-¡La madre de
los chicos estaba en lo cierto!
“¿Pero qué
hará un zombi en este bosque?” se preguntó, “¿tendrá algo que ver con las
desapariciones?”.
Impulsado por
este pensamiento se aproximó a la casita marrón.
-¡Hombre,
FernándeZ!- exclamó el zombi, quien lo había reconocido al instante-, ¿qué te
trae por aquí?
Ahora que
estaba más cerca, adivinó quien era. Se trataba de Freddy, un zombi muy malo
que se comía a la gente y no dejaba alimentarse a otros zombis como él.
FernándeZ le tenía mucho miedo desde el instituto; ya entonces le quitaba el
bocadillo de pierna que le preparaba su madre y se burlaba de él por lo
esmirriado que estaba.
Freddy era un
zombi corpulento, de aspecto fiero, todo lleno de pústulas y con la cara
siempre roja de la sangre. A FernándeZ no se le pasó por alto que la sangre que
le recubría era reciente.
-Hola, Freddy-
le saludó, nervioso. Si averiguaba a qué había venido, se las haría pasar putas
como quien dice. Tenía que buscar una excusa rápida si no quería irse de allí
apaleado o incluso devorado-. He venido a pillar un poco de costo, me han dicho
que tienen un Doble Cero que parte la pana.
-¡Venga ya,
FernándeZ, que a mí no me la pegas, tú y yo sabemos que no podemos fumar!- le
dijo, propinándole un potente golpe en la espalda.
-Bueno, en
realidad es para un cliente. Necesitaba unos cuartos y se lo iba a pasar de
trapis- le soltó.
-Tú siempre
tan trabajador, FernándeZ. ¿Cuándo te dedicarás a algo decente como hago yo?
¡Menudo zombi de pacotilla estás hecho!
Le volvió a
sacudir mientras emitía una carcajada.
-¿Y tú qué
haces aquí encadenado, es para que no te escapes?- contraatacó FernándeZ.
-Trabajo aquí-
respondió el zombi con orgullo-. Me ha contratado una vieja calentorra para que
me coma a los chicos que se ventila cuando ya está cansada de ellos; asín no
deja pistas. Es un buen trabajo, no me puedo de quejar, tengo techo y comida
asegurada y me sacan a la calle un par de horas al día para que me ventile y
eso. Aquí no me busca nadie, ¿qué más puedo pedir?
-Vaya, me
alegro por ti. ¿Y la comida es abundante?
-Así asá. No
llega mucha gente hasta aquí, pero de vez en cuando se pierde alguno.
Justamente hace unos días llegaron dos hermanos. A uno me lo tuve que comer
porque por poco se fuma la casa entera. Pero bueno, no saqué mucho de él,
estaba más flacucho que tú. Espero que el otro le dure algo más y pueda
engordar algo...
FernándeZ ya
sabía todo lo que necesitaba. El asunto estaba claro: Freddy era el responsable
de las misteriosas desapariciones que afligían a los aldeanos de los
alrededores. Ahora lo que tenía que hacer era simular que pillaba la maría y
esconderse en el bosque hasta que se hiciera de noche para poder salvar al
hermano que seguía con vida.
-Bueno,
Freddy, ha sido un placer volver a verte- se despidió, dejándolo allí con su
cadena y toda su sangre fresca.
Al caer la
noche se encendió una luz en el interior de la Casita de Chocolate. FernándeZ
no se había movido de su escondite. Entonces se armó de valor y se acercó a la
ventana para mirar su interior.
Sus ojos sin
vida contemplaron sin emoción una desagradable escena que hubiera estremecido a
un vivo de los pies a la cabeza. La vieja a la que le había comprado el costo
se hallaba completamente desnuda, con el muchacho entre sus piernas
ejercitándose como un campeón. Con su voz rasposa le gritaba que empujara más
fuerte y con sus manos sarmentosas le acariciaba la espalda mientras el jabato
respondía con vigor. A juzgar por la expresión de placer de la cara del
muchacho, no parecía importarle que se estuviera ventilando a una vieja pelleja
y más fea que pifio.
FernándeZ
esperó con resignación a que la maratoniana sesión de sexo terminara, obligado
a presenciar toda clase de guarradas. ¡Aquella vieja no tenía límite para su
concupiscencia!
Cuando ya todo
se hubo calmado, agradeció que esa noche no le entregara el muchacho a Freddy.
La vieja apagó la luz después de devolver al chico a la jaula y se durmió con
una sonrisa de satisfacción igualita a la de su cautivo.
Minutos más
tarde, FernándeZ se hallaba en el interior de la casita. No le había costado
hacer un hueco en la pared.
-Despierta,
chico, tenemos que irnos de aquí- lo despertó sigilosamente, hablando en
murmullos para no despertar a la vieja bruja.
-¿Eh, qué?-
balbuceó con la voz pastosa del resacoso.
-Me envía tu
madre, tenemos que salir de aquí.
-¿Tú flipas,
tío? Yo de aquí no me muevo ni de coña.
-La vieja
planea entregarte a un zombi que tiene en el sótano para que te coma cuando se
harte de ti.
-¿Qué vieja,
aquí no hay ninguna vieja?- se opuso a moverse de allí Anselmo.
FernándeZ lo
agarró con fuerza, dispuesto a llevárselo.
-Corres un
grave peligro, el zombi te devorará como hizo con tu hermano.
-¿Mi hermano?
¡Tú estás chalado, mi hermano se fue a por tabaco!- levantó la voz- ¿Qué te has
fumado?
-Venga, vamos,
te digo la verdad...
-¡Quita! Tú lo
que quieres es quedarte con toda la maría, ¿eh? ¡Pues toma!
Y la emprendió
a golpes con el pobre FernándeZ, que había ido a salvarle.
-¡Toma,
joputa, toma!- le dio una somanta palos que lo dejó más muerto de lo que
estaba.
Entonces se
encendió la luz y la vieja apareció en el círculo de luminosidad. Tras ella
estaba Freddy, gruñendo como un poseso.
-¡Joder, un
zombi!- exclamó Anselmo, aterrado. Al ver la cara de la vieja se le despejó de
golpe la mente-: ¡No me digas que me he follado a eso! ¡Ah, tengo que salir de
aquí!
Empezó a rajar
la pared de costo con su navajilla y se abrió paso a través del agujero,
perdiéndose en el bosque a toda velocidad.
-¡Espera, no
me dejes con este energúmeno!- gritó Fernández, sobre el que ya caía el primer
sopapo del zombi.
-¿Me querías
joder el negocio, eh, malnacido?- hostia al canto- ¡Toma, para que te acuerdes
de mí!- de un soberbio tortazo lo envió contra la pared, la cual se partió con
facilidad, expulsándolo fuera de la casa.
FernándeZ echó
a correr detrás de Anselmo, acogotado por las terribles leches del zombi.
Cuando al fin lograron ponerse a salvo, fuera del bosque, estaba saliendo el
sol y los pajaritos se despertaban.
-Espero que
hayas aprendido la lección- le dijo Fernández a Anselmo.
-¡Y tanto que
sí, no volveré a fumar fuera de casa!
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