Parada en Angel's, Sergio Fernández
Ilustración. Carlos Rodón |
Conducía mi vieja Ford F-100 por
la solitaria carretera. El marcador contaba ya muchas millas, pero la
destartalada camioneta aún seguía respondiéndome. Con el paso del tiempo su
antaño color rojo había perdido todo su lustre y la herrumbre trepaba por los
bajos de la chapa, carcomiendo el chasis lentamente, como el virus que se
aferra con fuerza al enfermo y no lo suelta hasta que ya es demasiado tarde
para él. Me había prestado un buen servicio y le tenía cariño, así que me
costaba desprenderme de ella. Todavía me duraría un par de años más y me
alegraba por ello.
La vía por la que circulaba
estaba desierta. Veinticinco millas más adelante un puente situado por encima
de la autopista cruzaba un acantilado y al otro lado se encontraba el pequeño
pueblo al que me dirigía. Era un tramo bastante largo que discurría por un
desolado paraje en el que solo encontrabas arena, vegetación seca y carretera
por delante, ideal para alguien a quien le gusta conducir y no tiene prisa.
Ese era mi caso.
A sólo un par de millas una gran
autopista de reciente construcción prometía comodidad y confort al doble de
velocidad, aunque yo prefería el sosiego y la calma que me brindaba aquel
camino de asfalto, al que la arena y la vegetación iban ganándole terreno,
invadiéndolo de manera lenta pero firme. Como ya he dicho no tenía prisa y
nadie me esperaba a mi regreso. Yo sólo era un cuarentón al que la vida había
tratado mal. Intentaba reponerme y ya de paso, enmendar algunos errores. Mi
mujer murió al poco tiempo de casarnos, aquejada por una larga e interminable
enfermedad. La soledad y yo no nos entendíamos demasiado bien, así que me hice
amigo incondicional de la botella y a raíz de esa amistad, perdí mi empleo.
Tenía un buen trabajo, era cómodo y pagaban bien. Para mi desgracia, también
era cien por cien incompatible con mi amigo Jack Daniels. Cuando me despidieron
no me lo tome demasiado bien, así que un buen día, con la valentía y la bravura
que le da a uno una buena dosis de alcohol, me planté en la empresa e intenté
matar al gerente. Al menos eso dicen los testigos. Perdonadme, pero yo no me
acuerdo de nada. Sólo sé que desperté en la celda de una comisaria, esposado y
esperando a que un juez estableciera una condena apropiada para un delincuente
como yo. Allí me encontraba yo solo. Por lo visto Jack Daniels se había
librado, el muy cabrón. Al parecer no sólo le di un susto al gerente. Realmente
estuve a punto de cargármelo, así que me condenaron a siete años de cárcel por
intento de homicidio, aunque me rebajaron la pena por buena conducta y solo
cumplí cinco. Al menos allí adentro superé mi adicción al alcohol.
La vida de un ex convicto no es
nada fácil y tras una serie de trabajos de mala muerte en los que pensé de
manera seria en quitarme la vida, llegó el empleo que actualmente desempeño.
Vendedor de biblias.
Si, ya lo sé. Vaya puta mierda
de trabajo, pensareis ¿No? Nada más lejos de la realidad para un tipo como yo.
Veréis, vivo solo, me encanta viajar y, aunque el fijo no es gran cosa, las
comisiones sí que son buenas.
Así que ahí estaba yo,
conduciendo mi vieja camioneta con la parte trasera llena de cajas repletas del
mayor best seller de todos los tiempos, por una carretera desierta que me
conducía hacia el sur, esperando sacar una buena tajada en comisiones de venta.
Alabado sea el señor.
Llevaba un buen trecho recorrido
por aquella inhóspita carretera. Una antigua canción de Hall & Oates sonaba
por la radio. Un viejo cartel en el que podía leerse “el
señor es mi pastor, nada me falta” quedó atrás y justo entonces escuché una
fuerte explosión, perdí el control de la Ford y dando tumbos me salí de la
carretera. Todo fue muy rápido y no me dio tiempo a reaccionar. Agarré el freno
de mano y tirando de él con fuerza conseguí clavar la camioneta en aquel
desierto, golpeándome la cabeza contra
el volante, debido a la fuerte inercia.
Cuando la nube de polvo arenoso
se disipó, salí del vehículo y confirmé mis dudas al momento. La jodida rueda
había reventado. Me miré en uno de los retrovisores laterales y comprobé que
una fea brecha me recorría la frente en horizontal. No parecía demasiado
importante pero la sangre empezaba a manar, chorreando por mi cara y
dificultándome la visión. Saqué una vieja manta que siempre solía llevar en la
parte de atrás de la camioneta y tapé como pude las cajas de la batea
ocultándolas a la vista. Cogí un pañuelo de la guantera y haciendo presión en
la herida me dispuse a continuar a pie, esperando encontrar cerca alguna
estación de servicio.
Anduve a pie durante un buen
rato. Entre el golpe y el paseo con el sol dándome directamente en la mollera,
llegué a pensar que la cabeza me estallaría. Hubo algún momento concreto en el
que creí que perdería el conocimiento y caería, cuando divisé a lo lejos un
dinner de carretera. Eche a correr, sacando fuerzas de flaqueza, rogando a Dios
para que tuviesen un teléfono operativo, mientras seguía presionando la herida
con el pañuelo. Conseguí alcanzar la entrada casi sin resuello y apoyando ambas
manos sobre la rodilla descansé un poco antes de entrar, mientras el aire me
volvía a los pulmones.
Sobre la fachada, en la parte de
arriba podía leerse “Angel´s”, escrito con una divertida caligrafía.
Empujé la puerta de cristal y
pasé adentro. Un pequeño chivato, formado por cuatro alargados tubos de metal
colgados de la puerta, anunció a todos que el vendedor de biblias había
llegado. La cafetería tenía una gran barra en forma de L frente a la puerta.
Dentro podía verse una puerta que conducía a un lugar indeterminado,
probablemente la cocina. El bar dejaba entrar a través de unas grandes
cristaleras toda la luz del sol reinante en aquel yermo. Bajo cada uno de
aquellos inmensos ventanales descansaba una mesa para cuatro comensales. El
lugar estaba excepcionalmente limpio, de una manera que rallaba lo
sobrenatural. Todo brillaba. Incluso por momentos me pareció distinguir un
reluciente destello en toda la estancia, una refulgente bruma que estaba en
todas partes. Dos pequeñas tiras de neón rosas y celestes ribeteaban todos los
bordes de la barra, las mesas y las sillas. En el hueco que dejaba la L una
vieja máquina jukebox se erguía luciendo orgullosa sus vivos colores mientras
de fondo hacía sonar “All I have to do is dream” de los melosos Everly
brothers. El lugar me recordó de manera inmediata al Pitch Pit, el local en el
que se reunían los chicos de aquella serie de los noventa, Beverly Hills 90210.
Una de las mesas estaba ocupada por una pareja de jóvenes
que parecían directamente sacados de “Grease”. El chico lucía una chupa de
cuero con remaches plateados totalmente fuera de lugar en una época del año
como aquella y en un sitio tan caluroso como aquel. Un tupé pulcramente peinado
y unas gruesas patillas remataban el look. La chica se cubría la parte superior
de su rubia melena con un pañuelo rojo sobre el que descansaban una inmensas
gafas de sol ovaladas hacía los lados. Llevaba un vestido rosa, plisado en la
parte de abajo y unas zapatillas blancas de cordones a juego con el vestido.
Tras la barra una oronda señora que debía rondar la cincuentena, ataviada con
un delantal y una cofia a juego con todo el mobiliario de la cafetería sostenía
una cafetera de metal. Sentado en uno de los bancos altos de la barra un hombre
con un sucio mono de trabajo y una gorra igual de sucia, bebía café en una
taza.
Todos me miraron, sorprendidos.
–Buenas tardes. Por favor,
¿tienen un teléfono público?
–Lo siento querido, el teléfono hace mucho tiempo que dejó
de funcionar– contestó la camarera–. Pero... ¡Dios mío! ¿Qué te ha pasado en la
cara? Pasa vamos, no te quedes en la puerta. Voy a curarte esa herida
inmediatamente.
Me senté en una banqueta,
aturdido, mientras la mujer entraba en la cocina. Tardó solo unos segundos en
salir armada con un botiquín de primeros auxilios y se dirigió hacia donde me
encontraba sentado. Mientras sacaba algodón, un bote de alcohol y aguja e hilo
de la caja para comenzar con la cura les
conté en pocas palabras lo que me había sucedido.
–Estas carreteras son
traicioneras amigo, por eso no pasa ya nadie por aquí –el viejo del mono habló
por primera vez–. Solo un puñado de almas descarriadas lo hacen. Gente que se
pierde, o que se equivocan en el desvío de la nueva carretera. Atravesar este
yermo por placer simplemente es cosa de locos. O de gilipollas, chico…
–Bueno, a mi me gusta
conducir...–me excusé, mientras una estúpida sonrisa se dibujaba en mi cara,
sin saber muy bien como tomarme aquel velado insulto.
– ¡Ronnie! ¡Te prohíbo que
insultes así a la clientela!–me defendió Angels. Descubrí que ese era su nombre gracias a un pequeño letrero
ovalado que aparecía bordado a la altura del pecho, en su delantal. –la próxima
vez que lo hagas te tomaras el café en Delaware, por lo menos. Es mi último
aviso viejo estúpido.
–Bueno Angels, técnicamente no
ha sido un insulto–el rocker habló con sorna –, Ron solo ha constatado un
hecho. No se ha dirigido al tipo en ningún momento.
– ¡Tu cállate, Billy!–la chica
del vestido rosa le gritó a la misma vez que Angels, las dos al unísono, lo que
provocó las risas de todos los presentes.
Con el ambiente más distendido,
mientras agarraba de nuevo la jarra de café y me servía una taza, Angels
terminó de curarme la herida y fijar un apósito. Indicándome donde estaba el
baño me animó a que fuera a refrescarme y limpiarme un poco. El servicio, al
igual que todo el bar, rezumaba limpieza por todos sitios y olía a
desinfección. También allí noté aquella especie de aura blanca, como una
neblina que lo cubría todo, aunque no le presté demasiada atención. Me lavé la
cara y después de refrescarme un poco la zona de la nuca y el cuello me planté
frente al espejo y retiré el apósito para ver cómo estaba la herida.
Allí no había ninguna herida.
Por muy buen trabajo que hubiese
hecho Angels debería haber una brecha bajo la gasa, pero no había nada. Ni
siquiera un rasguño.
Nada.
Extrañado, volví al restaurante
y me senté, silencioso, mientras sorbía aquel café, que tenía un sabor
exquisito. Justo cuando iba a preguntarle por la herida de mí frente a Angels,
ella habló:
– Querido, realmente has tenido
mucha suerte. Ron tiene un viejo taller justo detrás y podrá repararte esa
rueda que dices que ha reventado. Justo acaba de irse con la grúa a recoger tu
coche. Es una antigualla, pero podrá con la camioneta, seguro que sí. –comentó
risueña.
Sin saber muy bien que decir,
susurré un casi inaudible “gracias”, y seguí bebiendo. No recordaba haber visto
ningún taller en la parte de atrás cuando divisé aquel sitio a lo lejos, pero
me pareció ridículo y descortés hacer referencia a aquel asunto, así que me
ahorré el comentario. Angels volvió a entrar en la cocina y salió al momento
con una bandeja de tortitas. Las plantó delante de mí y me obligó a comer
mientras sacaba un contenedor repleto de vasos y platos limpios del
lavavajillas y preparaba otro para introducirlo. Realmente las tortitas sabían
a gloria y poco a poco terminé con el plato entero. El chivato de la puerta
volvió a sonar y Ron entró por la puerta. Se sentó a mi lado y de forma
distraída cogió una tortita y se la llevó a la boca. El plato estaba lleno de
tortitas de nuevo. Angels no se había movido del lavaplatos. Ella no había
vuelto a llenar el plato y yo me había comido la última tortita. Estaba seguro
de ello.
–Amigo, ya tienes la Ford en el
taller, aunque aún no voy a meterle mano–me informó Ron mientras se guardaba un
sucio pañuelo rojo en uno de los bolsillos laterales del mono de trabajo–. Ya
es mediodía y me muero de hambre. De todas formas, supongo que tú también
comerás un poco antes de seguir con tu viaje, así que no hay prisa.
Aquello no me cuadraba en
absoluto. Mi coche estaba a no menos de una hora a pie y aquel hombre había
tardado solo diez minutos escasos en salir de la cafetería, coger la grúa, ir
hasta donde se encontraba mi coche, subirlo a su vehículo y remolcarlo hasta
allí. Aquello era materialmente imposible. Como el asunto de las tortitas.
La siguiente media hora Angels
la pasó entrando y saliendo de la cocina de forma continuada, sacando platos y
platos de comida, cada uno de ellos más exquisito que el anterior. Pasamos un
rato agradable en el que incluso Ron se mostró afable y poco a poco
consiguieron que olvidase los extraños sucesos que habían ido ocurriendo
durante la mañana. Cuando comenté que debía proseguir mi camino, Angels se
entristeció bastante y Ron, comprendiendo la indirecta se levantó y salió
dispuesto a reparar el reventón de la rueda. Pedí la cuenta, pero fue imposible
convencer a Angels para que me dejase pagarla. Me sentí un poco incomodo, y le
prometí que volvería por allí algún otro día, con la condición de que esa vez
si me dejaría pagar lo consumido, a lo que accedió de buen grado.
A los cinco minutos escuche el
rugir del motor de mi vieja camioneta en la puerta del bar y de nuevo sentí esa
sensación extraña e irreal. ¡Cinco minutos! El hombre solo había tardado cinco
minutos en cambiar la llanta y volver a montar la rueda. Aquello era cosa de
magia. Solo que la magia no existía.
O al menos, eso pensaba yo.
Antes de marcharme, Angels sacó
una vieja cámara de fotos y se empeño en dejar un recuerdo gráfico de mi paso
por su establecimiento. La servicial camarera posó la máquina fotográfica sobre
la barra, pulsó el modo automático y se colocaron todos a mi lado para salir en
la foto. El obturador sonó varias veces. Angels me prometió que la próxima vez
que pasara por allí encontraría la foto colgada en un lugar de honor. Salimos
al exterior y dándoles las gracias y un fuerte abrazo a todos volví a subir en
mi camioneta y continué mi camino. A través del espejo retrovisor observé a lo
lejos como mis cuatro nuevos amigos seguían en la puerta, agitando la mano a
modo de despedida. Mientras conducía me fijé en que la aguja del combustible
volvía a estar en el tope. Aquel viejo loco había llenado el depósito sin
decirme nada. Sonreí y volví a darle las gracias, mentalmente.
Solo tardé cuarenta y cinco
minutos en avistar el puente que cruzaba la autopista. Delante de la estructura
un coche de bomberos y varios de la policía del condado se encontraban parados,
con las luces de aviso activadas. Una valla de madera situada en medio de la
calzada impedía el paso, así que estacione la camioneta y me acerqué a
preguntar a uno de los agentes que pululaban por la zona. Cuando el tipo me vio
acercarme me saludó con un leve toque a su sombrero. Parecía que la situación
le divertía bastante. Se le notaba ansioso por contarle a alguien él suceso.
–Amigo, si tenía que pasar por el puente, definitivamente
hoy no es su día de suerte.– masculló mientras mascaba chicle y chasqueaba la
boca, torciéndola a la izquierda en un desagradable gesto.
–¿Puedo preguntar que ha ocurrido, agente?
–Hace apenas una hora y media que el puente se ha venido
abajo. Ya era muy viejo y uno de los pilares laterales estaba mal construido.
La estructura en la que se asentaba parece que no era lo suficientemente solida
y se ha caído – el policía parecía mas bien un ingeniero de caminos que un
agente de la ley.– este puente lo construyeron los chinos en la época del
ferrocarril, amigo. ¡Los chinos! Ya puede imaginarse como de fiable sería. ¡Lo
raro es que no se haya derrumbado antes!
–Ya...¿Me dejaría usted echar un vistazo?
–Bueno– él agente echó un rápido
vistazo atrás, asegurándose de que su superior no estuviese demasiado
pendiente–, de acuerdo amigo, pase. Pero tendrá que ser rápido ¿eh?
Asentí al policía con la cabeza y me acerqué
al borde. Varios vehículos habían quedado atrapados bajo los restos del puente
y otros tantos habían colisionado a causa de la confusión generada. Allí abajo
se había desatado un verdadero infierno. Entonces fui consciente de que si no
hubiese reventado mi rueda y no hubiera parado en aquella cafetería me habría
ido abajo con la estructura. Noté como me fallaban las piernas y el cuerpo se
me aflojaba. Me agaché delante del nuevo abismo que se abría ante mis pies y
vomité al vacío.
Cuando estuve más tranquilo,
volví a mi camioneta y dando las gracias al policía, me dispuse a deshacer el
trayecto recorrido. Llegue de nuevo a Angels, aparqué y volví a cruzar la puerta,
dispuesto a contarle a mis nuevos amigos lo que había sucedido en el puente.
Esta vez no sonó ningún chivato. La cafetería estaba vacía. El lustre y la
limpieza que hacía poco más de una hora y media reinaban en el lugar habían
desaparecido por completo. Aquel sitio parecía deshabitado hacia décadas. Una
gran capa de polvo inundaba la barra, las mesas, las sillas y el suelo. No
había huellas de pisadas por ningún sitio. El jukebox permanecía muerto en su
rincón, maltratado por el paso del tiempo, con toda su parte frontal hecha
añicos. Las tiras de neón que ribeteaban la barra y las mesas se encontraban
rotas en su mayoría. Salté tras la barra y entré en la cocina intentado buscar
algún signo de vida reciente, en vano. Hacía años que aquel dinner estaba
abandonado. Salí al exterior y busqué el taller de Ronnie en la parte de atrás
pero tampoco existía ningún taller. Ni siquiera había signos de que hubiese
existido en el pasado. Tras el restaurante solo había desierto. Mareado y
confuso entré de nuevo y me senté en uno de los bancos de la barra. Aquello era
como un extraño sueño. El brillo irreal que lo había cubierto todo. La herida
cicatrizada a la perfección. La rapidez con la que aquel hombre había remolcado
y reparado mi camioneta. El plato de tortitas. Entonces la vi, allí colgada. Me
acerqué a la pared que había tras la puerta y allí estaba la foto, aquella que
me había hecho un par de horas antes. Sentado en aquel mismo restaurante,
sonriente, me encontraba yo. A mi lado se sentaban cuatro sombras, todas
difusas. Entonces volvió a mi mente el derrumbe del puente. Si no hubiese
parado en aquella cafetería en la que me encontraba ahora, probablemente la
plataforma se habría venido abajo al intentar cruzarla. Aquel pilar defectuoso
no hubiese soportado la carga.
Les di las gracias a aquellas
sombras en silencio.
Fuesen lo que fuesen, reales o
no, habían salvado mi vida.
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