sábado, 17 de agosto de 2013

Parada en Angel's, Sergio Fernández

Ilustración. Carlos Rodón





Conducía mi vieja Ford F-100 por la solitaria carretera. El marcador contaba ya muchas millas, pero la destartalada camioneta aún seguía respondiéndome. Con el paso del tiempo su antaño color rojo había perdido todo su lustre y la herrumbre trepaba por los bajos de la chapa, carcomiendo el chasis lentamente, como el virus que se aferra con fuerza al enfermo y no lo suelta hasta que ya es demasiado tarde para él. Me había prestado un buen servicio y le tenía cariño, así que me costaba desprenderme de ella. Todavía me duraría un par de años más y me alegraba por ello. 

La vía por la que circulaba estaba desierta. Veinticinco millas más adelante un puente situado por encima de la autopista cruzaba un acantilado y al otro lado se encontraba el pequeño pueblo al que me dirigía. Era un tramo bastante largo que discurría por un desolado paraje en el que solo encontrabas arena, vegetación seca y carretera por delante, ideal para alguien a quien le gusta conducir y no tiene prisa. 

Ese era mi caso. 

A sólo un par de millas una gran autopista de reciente construcción prometía comodidad y confort al doble de velocidad, aunque yo prefería el sosiego y la calma que me brindaba aquel camino de asfalto, al que la arena y la vegetación iban ganándole terreno, invadiéndolo de manera lenta pero firme. Como ya he dicho no tenía prisa y nadie me esperaba a mi regreso. Yo sólo era un cuarentón al que la vida había tratado mal. Intentaba reponerme y ya de paso, enmendar algunos errores. Mi mujer murió al poco tiempo de casarnos, aquejada por una larga e interminable enfermedad. La soledad y yo no nos entendíamos demasiado bien, así que me hice amigo incondicional de la botella y a raíz de esa amistad, perdí mi empleo. Tenía un buen trabajo, era cómodo y pagaban bien. Para mi desgracia, también era cien por cien incompatible con mi amigo Jack Daniels. Cuando me despidieron no me lo tome demasiado bien, así que un buen día, con la valentía y la bravura que le da a uno una buena dosis de alcohol, me planté en la empresa e intenté matar al gerente. Al menos eso dicen los testigos. Perdonadme, pero yo no me acuerdo de nada. Sólo sé que desperté en la celda de una comisaria, esposado y esperando a que un juez estableciera una condena apropiada para un delincuente como yo. Allí me encontraba yo solo. Por lo visto Jack Daniels se había librado, el muy cabrón. Al parecer no sólo le di un susto al gerente. Realmente estuve a punto de cargármelo, así que me condenaron a siete años de cárcel por intento de homicidio, aunque me rebajaron la pena por buena conducta y solo cumplí cinco. Al menos allí adentro superé mi adicción al alcohol.

La vida de un ex convicto no es nada fácil y tras una serie de trabajos de mala muerte en los que pensé de manera seria en quitarme la vida, llegó el empleo que actualmente desempeño. 

Vendedor de biblias.

Si, ya lo sé. Vaya puta mierda de trabajo, pensareis ¿No? Nada más lejos de la realidad para un tipo como yo. Veréis, vivo solo, me encanta viajar y, aunque el fijo no es gran cosa, las comisiones sí que son buenas.
Así que ahí estaba yo, conduciendo mi vieja camioneta con la parte trasera llena de cajas repletas del mayor best seller de todos los tiempos, por una carretera desierta que me conducía hacia el sur, esperando sacar una buena tajada en comisiones de venta. Alabado sea el señor.

Llevaba un buen trecho recorrido por aquella inhóspita carretera. Una antigua canción de Hall & Oates sonaba por la radio. Un viejo cartel en el que podía leerse “el señor es mi pastor, nada me falta” quedó atrás y justo entonces escuché una fuerte explosión, perdí el control de la Ford y dando tumbos me salí de la carretera. Todo fue muy rápido y no me dio tiempo a reaccionar. Agarré el freno de mano y tirando de él con fuerza conseguí clavar la camioneta en aquel desierto,  golpeándome la cabeza contra el volante, debido a la fuerte inercia. 

Cuando la nube de polvo arenoso se disipó, salí del vehículo y confirmé mis dudas al momento. La jodida rueda había reventado. Me miré en uno de los retrovisores laterales y comprobé que una fea brecha me recorría la frente en horizontal. No parecía demasiado importante pero la sangre empezaba a manar, chorreando por mi cara y dificultándome la visión. Saqué una vieja manta que siempre solía llevar en la parte de atrás de la camioneta y tapé como pude las cajas de la batea ocultándolas a la vista. Cogí un pañuelo de la guantera y haciendo presión en la herida me dispuse a continuar a pie, esperando encontrar cerca alguna estación de servicio.

Anduve a pie durante un buen rato. Entre el golpe y el paseo con el sol dándome directamente en la mollera, llegué a pensar que la cabeza me estallaría. Hubo algún momento concreto en el que creí que perdería el conocimiento y caería, cuando divisé a lo lejos un dinner de carretera. Eche a correr, sacando fuerzas de flaqueza, rogando a Dios para que tuviesen un teléfono operativo, mientras seguía presionando la herida con el pañuelo. Conseguí alcanzar la entrada casi sin resuello y apoyando ambas manos sobre la rodilla descansé un poco antes de entrar, mientras el aire me volvía a los pulmones. 

Sobre la fachada, en la parte de arriba podía leerse “Angel´s”, escrito con una divertida caligrafía.

Empujé la puerta de cristal y pasé adentro. Un pequeño chivato, formado por cuatro alargados tubos de metal colgados de la puerta, anunció a todos que el vendedor de biblias había llegado. La cafetería tenía una gran barra en forma de L frente a la puerta. Dentro podía verse una puerta que conducía a un lugar indeterminado, probablemente la cocina. El bar dejaba entrar a través de unas grandes cristaleras toda la luz del sol reinante en aquel yermo. Bajo cada uno de aquellos inmensos ventanales descansaba una mesa para cuatro comensales. El lugar estaba excepcionalmente limpio, de una manera que rallaba lo sobrenatural. Todo brillaba. Incluso por momentos me pareció distinguir un reluciente destello en toda la estancia, una refulgente bruma que estaba en todas partes. Dos pequeñas tiras de neón rosas y celestes ribeteaban todos los bordes de la barra, las mesas y las sillas. En el hueco que dejaba la L una vieja máquina jukebox se erguía luciendo orgullosa sus vivos colores mientras de fondo hacía sonar “All I have to do is dream” de los melosos Everly brothers. El lugar me recordó de manera inmediata al Pitch Pit, el local en el que se reunían los chicos de aquella serie de los noventa, Beverly Hills 90210.

Una de las mesas estaba ocupada por una pareja de jóvenes que parecían directamente sacados de “Grease”. El chico lucía una chupa de cuero con remaches plateados totalmente fuera de lugar en una época del año como aquella y en un sitio tan caluroso como aquel. Un tupé pulcramente peinado y unas gruesas patillas remataban el look. La chica se cubría la parte superior de su rubia melena con un pañuelo rojo sobre el que descansaban una inmensas gafas de sol ovaladas hacía los lados. Llevaba un vestido rosa, plisado en la parte de abajo y unas zapatillas blancas de cordones a juego con el vestido. Tras la barra una oronda señora que debía rondar la cincuentena, ataviada con un delantal y una cofia a juego con todo el mobiliario de la cafetería sostenía una cafetera de metal. Sentado en uno de los bancos altos de la barra un hombre con un sucio mono de trabajo y una gorra igual de sucia, bebía café en una taza.

Todos me miraron, sorprendidos.

–Buenas tardes. Por favor, ¿tienen un teléfono público?

–Lo siento querido, el teléfono hace mucho tiempo que dejó de funcionar– contestó la camarera–. Pero... ¡Dios mío! ¿Qué te ha pasado en la cara? Pasa vamos, no te quedes en la puerta. Voy a curarte esa herida inmediatamente.

Me senté en una banqueta, aturdido, mientras la mujer entraba en la cocina. Tardó solo unos segundos en salir armada con un botiquín de primeros auxilios y se dirigió hacia donde me encontraba sentado. Mientras sacaba algodón, un bote de alcohol y aguja e hilo de la caja para  comenzar con la cura les conté en pocas palabras lo que me había sucedido.

–Estas carreteras son traicioneras amigo, por eso no pasa ya nadie por aquí –el viejo del mono habló por primera vez–. Solo un puñado de almas descarriadas lo hacen. Gente que se pierde, o que se equivocan en el desvío de la nueva carretera. Atravesar este yermo por placer simplemente es cosa de locos. O de gilipollas, chico…

–Bueno, a mi me gusta conducir...–me excusé, mientras una estúpida sonrisa se dibujaba en mi cara, sin saber muy bien como tomarme aquel velado insulto.

– ¡Ronnie! ¡Te prohíbo que insultes así a la clientela!–me defendió Angels. Descubrí que ese  era su nombre gracias a un pequeño letrero ovalado que aparecía bordado a la altura del pecho, en su delantal. –la próxima vez que lo hagas te tomaras el café en Delaware, por lo menos. Es mi último aviso viejo estúpido.

–Bueno Angels, técnicamente no ha sido un insulto–el rocker habló con sorna –, Ron solo ha constatado un hecho. No se ha dirigido al tipo en ningún momento.

– ¡Tu cállate, Billy!–la chica del vestido rosa le gritó a la misma vez que Angels, las dos al unísono, lo que provocó las risas de todos los presentes.

Con el ambiente más distendido, mientras agarraba de nuevo la jarra de café y me servía una taza, Angels terminó de curarme la herida y fijar un apósito. Indicándome donde estaba el baño me animó a que fuera a refrescarme y limpiarme un poco. El servicio, al igual que todo el bar, rezumaba limpieza por todos sitios y olía a desinfección. También allí noté aquella especie de aura blanca, como una neblina que lo cubría todo, aunque no le presté demasiada atención. Me lavé la cara y después de refrescarme un poco la zona de la nuca y el cuello me planté frente al espejo y retiré el apósito para ver cómo estaba la herida. 

Allí no había ninguna herida.

Por muy buen trabajo que hubiese hecho Angels debería haber una brecha bajo la gasa, pero no había nada. Ni siquiera un rasguño.

Nada.

Extrañado, volví al restaurante y me senté, silencioso, mientras sorbía aquel café, que tenía un sabor exquisito. Justo cuando iba a preguntarle por la herida de mí frente a Angels, ella habló:

– Querido, realmente has tenido mucha suerte. Ron tiene un viejo taller justo detrás y podrá repararte esa rueda que dices que ha reventado. Justo acaba de irse con la grúa a recoger tu coche. Es una antigualla, pero podrá con la camioneta, seguro que sí. –comentó risueña.

Sin saber muy bien que decir, susurré un casi inaudible “gracias”, y seguí bebiendo. No recordaba haber visto ningún taller en la parte de atrás cuando divisé aquel sitio a lo lejos, pero me pareció ridículo y descortés hacer referencia a aquel asunto, así que me ahorré el comentario. Angels volvió a entrar en la cocina y salió al momento con una bandeja de tortitas. Las plantó delante de mí y me obligó a comer mientras sacaba un contenedor repleto de vasos y platos limpios del lavavajillas y preparaba otro para introducirlo. Realmente las tortitas sabían a gloria y poco a poco terminé con el plato entero. El chivato de la puerta volvió a sonar y Ron entró por la puerta. Se sentó a mi lado y de forma distraída cogió una tortita y se la llevó a la boca. El plato estaba lleno de tortitas de nuevo. Angels no se había movido del lavaplatos. Ella no había vuelto a llenar el plato y yo me había comido la última tortita. Estaba seguro de ello. 

–Amigo, ya tienes la Ford en el taller, aunque aún no voy a meterle mano–me informó Ron mientras se guardaba un sucio pañuelo rojo en uno de los bolsillos laterales del mono de trabajo–. Ya es mediodía y me muero de hambre. De todas formas, supongo que tú también comerás un poco antes de seguir con tu viaje, así que no hay prisa.

Aquello no me cuadraba en absoluto. Mi coche estaba a no menos de una hora a pie y aquel hombre había tardado solo diez minutos escasos en salir de la cafetería, coger la grúa, ir hasta donde se encontraba mi coche, subirlo a su vehículo y remolcarlo hasta allí. Aquello era materialmente imposible. Como el asunto de las tortitas.

La siguiente media hora Angels la pasó entrando y saliendo de la cocina de forma continuada, sacando platos y platos de comida, cada uno de ellos más exquisito que el anterior. Pasamos un rato agradable en el que incluso Ron se mostró afable y poco a poco consiguieron que olvidase los extraños sucesos que habían ido ocurriendo durante la mañana. Cuando comenté que debía proseguir mi camino, Angels se entristeció bastante y Ron, comprendiendo la indirecta se levantó y salió dispuesto a reparar el reventón de la rueda. Pedí la cuenta, pero fue imposible convencer a Angels para que me dejase pagarla. Me sentí un poco incomodo, y le prometí que volvería por allí algún otro día, con la condición de que esa vez si me dejaría pagar lo consumido, a lo que accedió de buen grado.
A los cinco minutos escuche el rugir del motor de mi vieja camioneta en la puerta del bar y de nuevo sentí esa sensación extraña e irreal. ¡Cinco minutos! El hombre solo había tardado cinco minutos en cambiar la llanta y volver a montar la rueda. Aquello era cosa de magia. Solo que la magia no existía.

O al menos, eso pensaba yo.

Antes de marcharme, Angels sacó una vieja cámara de fotos y se empeño en dejar un recuerdo gráfico de mi paso por su establecimiento. La servicial camarera posó la máquina fotográfica sobre la barra, pulsó el modo automático y se colocaron todos a mi lado para salir en la foto. El obturador sonó varias veces. Angels me prometió que la próxima vez que pasara por allí encontraría la foto colgada en un lugar de honor. Salimos al exterior y dándoles las gracias y un fuerte abrazo a todos volví a subir en mi camioneta y continué mi camino. A través del espejo retrovisor observé a lo lejos como mis cuatro nuevos amigos seguían en la puerta, agitando la mano a modo de despedida. Mientras conducía me fijé en que la aguja del combustible volvía a estar en el tope. Aquel viejo loco había llenado el depósito sin decirme nada. Sonreí y volví a darle las gracias, mentalmente.

Solo tardé cuarenta y cinco minutos en avistar el puente que cruzaba la autopista. Delante de la estructura un coche de bomberos y varios de la policía del condado se encontraban parados, con las luces de aviso activadas. Una valla de madera situada en medio de la calzada impedía el paso, así que estacione la camioneta y me acerqué a preguntar a uno de los agentes que pululaban por la zona. Cuando el tipo me vio acercarme me saludó con un leve toque a su sombrero. Parecía que la situación le divertía bastante. Se le notaba ansioso por contarle a alguien él suceso. 

–Amigo, si tenía que pasar por el puente, definitivamente hoy no es su día de suerte.– masculló mientras mascaba chicle y chasqueaba la boca, torciéndola a la izquierda en un desagradable gesto. 

–¿Puedo preguntar que ha ocurrido, agente?

–Hace apenas una hora y media que el puente se ha venido abajo. Ya era muy viejo y uno de los pilares laterales estaba mal construido. La estructura en la que se asentaba parece que no era lo suficientemente solida y se ha caído – el policía parecía mas bien un ingeniero de caminos que un agente de la ley.– este puente lo construyeron los chinos en la época del ferrocarril, amigo. ¡Los chinos! Ya puede imaginarse como de fiable sería. ¡Lo raro es que no se haya derrumbado antes!

–Ya...¿Me dejaría usted echar un vistazo?

–Bueno– él agente echó un rápido vistazo atrás, asegurándose de que su superior no estuviese demasiado pendiente–, de acuerdo amigo, pase. Pero tendrá que ser rápido ¿eh?

 Asentí al policía con la cabeza y me acerqué al borde. Varios vehículos habían quedado atrapados bajo los restos del puente y otros tantos habían colisionado a causa de la confusión generada. Allí abajo se había desatado un verdadero infierno. Entonces fui consciente de que si no hubiese reventado mi rueda y no hubiera parado en aquella cafetería me habría ido abajo con la estructura. Noté como me fallaban las piernas y el cuerpo se me aflojaba. Me agaché delante del nuevo abismo que se abría ante mis pies y vomité al vacío.

Cuando estuve más tranquilo, volví a mi camioneta y dando las gracias al policía, me dispuse a deshacer el trayecto recorrido. Llegue de nuevo a Angels, aparqué y volví a cruzar la puerta, dispuesto a contarle a mis nuevos amigos lo que había sucedido en el puente. Esta vez no sonó ningún chivato. La cafetería estaba vacía. El lustre y la limpieza que hacía poco más de una hora y media reinaban en el lugar habían desaparecido por completo. Aquel sitio parecía deshabitado hacia décadas. Una gran capa de polvo inundaba la barra, las mesas, las sillas y el suelo. No había huellas de pisadas por ningún sitio. El jukebox permanecía muerto en su rincón, maltratado por el paso del tiempo, con toda su parte frontal hecha añicos. Las tiras de neón que ribeteaban la barra y las mesas se encontraban rotas en su mayoría. Salté tras la barra y entré en la cocina intentado buscar algún signo de vida reciente, en vano. Hacía años que aquel dinner estaba abandonado. Salí al exterior y busqué el taller de Ronnie en la parte de atrás pero tampoco existía ningún taller. Ni siquiera había signos de que hubiese existido en el pasado. Tras el restaurante solo había desierto. Mareado y confuso entré de nuevo y me senté en uno de los bancos de la barra. Aquello era como un extraño sueño. El brillo irreal que lo había cubierto todo. La herida cicatrizada a la perfección. La rapidez con la que aquel hombre había remolcado y reparado mi camioneta. El plato de tortitas. Entonces la vi, allí colgada. Me acerqué a la pared que había tras la puerta y allí estaba la foto, aquella que me había hecho un par de horas antes. Sentado en aquel mismo restaurante, sonriente, me encontraba yo. A mi lado se sentaban cuatro sombras, todas difusas. Entonces volvió a mi mente el derrumbe del puente. Si no hubiese parado en aquella cafetería en la que me encontraba ahora, probablemente la plataforma se habría venido abajo al intentar cruzarla. Aquel pilar defectuoso no hubiese soportado la carga.

Les di las gracias a aquellas sombras en silencio.

Fuesen lo que fuesen, reales o no, habían salvado mi vida.

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