Carne de cañón, Pau Varela
Barcelona,
10 de septiembre de 1714
¡Este agujero de mierda humeante y dejado de la mano de
Dios!
El soldado Guerau de Pascal jura y
maldice, mientras intenta limpiar su fusil utilizando la hoja de la bayoneta
para quitar la suciedad acumulada en los rincones y grietas. Lleva media hora
abstraído con la tarea, pero parece no conseguir que el arma presente un
aspecto digno para la batalla. El estruendo de los cañones y los disparos no ha
parado en todo el día, como si una tormenta seca se hubiera propuesto derribar
cada edificio de Barcelona a puñetazos. Ante la falta de suministros, los
soldados llevan semanas peleándose por obtener las mejores armas y él, siendo
un simple chiquillo como sus superiores le recuerdan constantemente, se ha
tenido que conformar con ese trasto viejo. A pesar de todo, él está vivo para
ver morir un día más y por eso sabe que ha de estar agradecido.
Con los últimos rayos de luz deja el
fusil en el suelo a sus pies y se baja las mangas del
uniforme de lana. La noche le grita a la cara que es hora de prepararse para el
cambio de guardia. Arranca la chaqueta de debajo de las sábanas de la cama y se
la pone para empezar a calentar el cuerpo e ir tirando hacia su puesta. La
chaqueta ha acumulado un poco del calor de su cuerpo, lo justo y necesario para
inyectar un ligero confort a sus articulaciones agarrotadas. ''Las pequeñas
cosas...'' se dice en voz baja. La llegada de septiembre ha venido escoltada
por un aire gélido que él recibe como un obsequio del cielo. El frío parece
mitigar el hedor a carne descompuesta que rodea la ciudad.
Sale del cuartel fusil en mano y se
encuentra a Julián esperándolo, como cada noche durante los 13 meses que lleva
viviendo en este infierno.
''¡Buena y gloriosa noche, señor Guerau
de Pascal!'', le dice extrañamente alegre.
''Buenas noches son para quien tiene el
estómago lleno, ¿me equivoco?'', replica Guerau.
Julián le acerca una taza humeante con
más agua que sustancia. Él se bebe el contenido poco convencido, intentando
recordar la última comida con alguna forma sólida de alimento que ha probado.
''¿Qué día será?'' pregunta Julián.
''¿Viernes? Dentro de unas pocas horas
será sábado''.
''Parece bastante correcto''.
Guerau empieza a notar el frío tomando
posesión de sus huesos. Será una noche larga.
'' ¿Algún remedio para la rasca?'' Dice
con una sonrisa un poco amarga.
Julián se abre la chaqueta y saca un
pequeño recipiente metálico y se lo pasa a Guerau, que da un buen trago de su
contenido y exhala lentamente.
'' ¿Preparado para recibir a la
muerte?''
'' Y lo que venga después'', dice
soltando un leve suspiro y alzando la vista más allá de los edificios, donde
las montañas se alzan tentadoras.
Por un momento piensa en desertar, huir
de la ciudad, atravesar el cerco de hombros crujientes, extremidades rígidas y
miradas perturbadas que circunda la ciudad y tratar de llegar a las montañas al
oeste. Si, podría simplemente aprovechar la llegada de la noche y entonces
partir a rasero de la oscuridad. Cierra los ojos y mueve la cabeza, como
intentando sacudirse la duda de su sistema nervioso. Vuelve a centrar su
atención en su compañero.
'' ¿Alguna novedad?''
'' Como siempre. Ruidos de vez en
cuando. Gemidos apagados y manos rascando las murallas, como si intentaran
escalar. Algo les tiene que reconocer a esas bestias; son perseverantes. En la
ciudad ha habido un par de ataques. Las patrullas se han encargado''.
Guerau asiente. El temor a que el
enemigo pueda sobrepasar las defensas de la ciudad está muy presente. Él no lo
dice, pero le preocupa que los muertos sean capaces de encontrar los puntos
débiles de sus defensas y escabullirse entre la vigilancia de los soldados
fatigados. Nadie sabe realmente cómo de inteligentes son. Y para colmo de males
están los borbónicos, esperando cualquier oportunidad para tomar la ciudad. Con
más medios para controlar a los muertos, el mariscal duque de Berwick utiliza
el implacable deseo por la carne de los vivos de las criaturas para allanar el
camino a sus tropas. Han aprendido a canalizar el hambre de los muertos y
enfocarla hacia la ciudad, como si de un rebaño se tratara. Ellos camuflan su
olor a vida con sangre de ganado, mientras Barcelona desprende un olor a humanidad
que se puede percibir a kilómetros de distancia. Una ciudad doblemente cercada.
La duda que revolotea por las murallas no es si la ciudad caerá o no, sino
cuándo lo hará.
'' Que vengan'', piensa,'' no saben a
quién se enfrentan''.
Él y sus compañeros son bastante
gallardos como para contener a los franceses con los escasos recursos de que
disponen. Hacía unas pocas semanas tan sólo habían resistido en Santa Clara el
ataque de las fuerzas del duque. Muchos hombres habían muerto para repeler a
los invasores. Pero aquellos héroes muertos no habían si no agrandado las filas
del otro enemigo, el enemigo real.
El asedio a Barcelona dura ya más de un
año. Resulta difícil recordar con claridad una vida sin guerra. Los días no han
dejado de pasar en medio de una infecta neblina gris que hace imposible poder
decir dónde termina el ayer y comienza el hoy. Meses de asedio han servido para
que la enfermedad y la locura broten libres por las calles. Hace tiempo que la
esperanza ha abandonado este lugar y el diablo campa a voluntad, tomando los
cuerpos de los muertos para matar y devorar a los vivos. Siendo honesto consigo
mismo, Guerau sabe que la muerte de sus padres ha sido una bendición que les ha
evitado tener que ver el infierno levantarse y caminar. A él le habían llamado
a armas para defender la ciudad, como todo hombre mayor de 14 años. Tan pronto
le pusieron el fusil en las manos, se prometió hacer lo que fuera necesario
para sobrevivir a todo aquel caos y marcharse de la ciudad. Claro que entonces
todavía pensaba en su inocencia que la guerra estaba llena de gloria y que al
matar a un hombre, éste permanecía muerto para toda la eternidad. Tan pronto
como las puertas del infierno se clausuraron condenando a los muertos a marchar
de nuevo entre los vivos, sus prioridades se trastocaron por completo.
Las últimas semanas han sido
especialmente duras. La falta de pólvora y de hombres hace imposible seguir
salvaguardando las defensas de la ciudad y al mismo tiempo vigilarse los unos a
los otros y a los civiles por si alguien cambia. Las pilas de cadáveres
incinerados comienzan a pesar sobre los hombros de los soldados. Los tres
comunes han decidido arrestar a los enfermos y moribundos, confinarlos y
vigilarlos. Ya casi no queda ciudad por la que luchar.
'' Bueno Julián, llego tarde a mi
guardia'' dice y echa a andar dejando atrás a su compañero y las dudas que les
desuelan.
***
Su puesta está en el reducto de Santa
Eulalia, situado extramuros. La trinchera no es más que una zanja en medio del
barro. Sólo 300 metros le separan de los castellanos. Y sin embargo la visión
desde las murallas por la noche es extrañamente relajante. Estos 300 metros se
han ido poblando a lo largo de los meses de soldados caídos de ambos bandos,
escombros y cráteres humeantes. Los castellanos bombardean de vez en cuando las
murallas. Por suerte, parecen más preocupados en hacer saber que todavía están
allí fuera que en vigilar dónde apuntan. O eso, o tienen la puntería en el
culo. Sin embargo, a veces aciertan y abren rendijas por las que los caminantes
intentan escurrirse.
Guerau se une a sus compañeros. Algunos
de ellos todavía están cenando sentados en el suelo. Como la noche anterior, y
cada noche antes de esa, los hombres discuten sobre la naturaleza de los
resucitados, sin sacar nunca demasiadas conclusiones. Las preguntas se
amontonan casi a la misma velocidad con la que los cadáveres se acumulan entre
los soldados franceses y ellos. Muchos están convencidos de la naturaleza
diabólica del fenómeno. Hay quien lo ve como un castigo divino. Algunos hablan
de rumores sobre muertos volviendo a la vida con su memoria intacta. Otros
dicen que por las noches se pueden oír voces rotas murmurando, voces que sin
duda no provienen de ningún ser vivo. Pero por mucho que se esfuercen
difícilmente ninguno de estos mercaderes de telas, zapateros, sastres o
pasamaneros encontrará un sentido a este fenómeno. Guerau se mantiene imparcial
durante estas discusiones. Hace mucho que no tiene nada nuevo que decir sobre
el tema. Ha aprendido a aceptar los acontecimientos de los últimos meses como
una realidad insoslayable. Una realidad a la que él sobrevivirá como sea.
La noche se está presentando bastante
tensa. Los cañones enemigos se concentran entre los baluartes de Levante y
Portal Nou. Una sensación peculiar flota en el aire gélido. Una tirantez que no
sentía desde hacía días. Tiene el presentimiento de que las tropas del duque de
Berwick no tardarán en lanzar una ofensiva y cuando lo hagan, será inevitable
que los muertos entren en la ciudad. Este pensamiento le tiene tan absorto que
cuando oye los gritos piensa que la imaginación le está jugando una mala
pasada. Alza la mirada y en la oscuridad ve a un hombre a lo lejos corriendo
hacia las murallas moviendo los brazos como un desesperado. Debe de ser un soldado
borbónico que se ha separado de su batallón. Guerau no tarda en ver el porqué
de su desesperación. Un grupo de cadáveres hambrientos le persigue. Pobre desgraciado piensa. Uno de los
muertos vivientes se le tira encima, le atrapa por el tobillo y le tira al
suelo. En una fracción de segundo el resto de caminantes está sobre él y se dan
un festín con sus vísceras. No deja de gritar mientras le arrancan las tripas.
Al principio, los primeros muertos que
habían vuelto del averno eran lentos y un tanto torpes. Se limitaban a vagar
gimiendo y matarlos -otra vez- no era una tarea muy compleja. Sin embargo,
parece como si el hambre les hiciera más fuertes y rápidos. Guerau piensa en
poner fin a la agonía del soldado borbónico con un tiro en la cabeza. Pero es
mejor reservarse las balas para cuando sea su vida la que esté en juego.
Las horas pasan. La noche fluye a
través de la llanura barcelonesa. Los hombres que salvaguardan el baluarte no
hablan. Todo el mundo calla intentando mantener la serenidad necesaria para
cumplir con su deber. Guerau los ha llegado a conocer bien. Hombres buenos
aunque muchos de ellos poco preparados para el combate, la mayoría demasiado
jóvenes. Tan jóvenes como él. Las palabras de aliento andan escasas estos días.
Todo lo que queda es esperar. Esperar que alguno de los numerosos enemigos dé
el paso.
No falta mucho para la salida del Sol
cuando un hombre no muy lejos de donde él se encuentra comienza a hacer gestos
señalando algo en medio de la oscuridad. Guerau sigue los gestos del
estremecido soldado con la mirada. No puede ver nada más allá de la negrura de
la noche pero no tarda en sentir un ruido. Ruido de movimiento. Un ruido
terriblemente familiar y con el que ha aprendido a convivir. Un ruido que sabe
que le acompañará cada noche mucho después de que la guerra termine.
Un suave rumor de voces recorre la
guarnición como una corriente eléctrica. En cualquier momento...
El primer cadáver aparece tambaleándose
en medio de las sombras. Se mueve de forma pesada en dirección al reducto de
Santa Eulalia, caminando de una forma peculiar y fácilmente reconocible. Detrás
de él no tardan en aparecer un par de docenas más. La primera oleada de un
asalto. Hombres, mujeres e incluso niños, hace mucho tiempo, aún vestidos con
la ropa que habían llevado cuando estaban vivos, ahora nada más que jirones de
tela colgando de sus áridas siluetas. Es fácil distinguir entre civiles y
soldados de ambos bandos. Algunos sin embargo, están desnudos con los músculos
y los tendones pútridos visibles. La muerte ha sido más amable con unos que
otros. Los difuntos más recientes sólo se distinguen por el matiz gris de su
piel, la negrura de sus ojos y el atroz hedor a descomposición que desprenden.
Si no se va con cuidado se les podría confundir por vivos. Hay otros, las
primeras víctimas de la maldición, que no son más que esqueletos con pedazos de
carne adheridos, consumidos como carne ahumada, y que de alguna forma aún
consiguen mantenerse en movimiento.
Guerau sabe que pensar en ellos como
personas sería un error. Lucifer les ha convertido en una horda delirante y
hambrienta de carne viva desde el mismo momento en que se habían vuelto a
levantar de entre los difuntos. Pueden parecer humanos, caminar, alimentarse y
recordar vagamente a una persona. Pero carecen de la chispa. Representan un
castigo irónico para el alma de un hombre. Después de miles de años de
civilización, a pesar de nuestras bellas obras de arte y las dulces canciones
entonadas, eso es lo que somos. Carne temblorosa. Quizá lo único que siempre
hemos sido.
La artillería borbónica no tarda en
caer sobre sus cabezas. El primer impacto lanza tierra y rocas desmenuzadas por
los aires y estallan los gritos a lo largo y ancho de las murallas. El mundo no
deja de temblar y resonar con cada estallido. Más y más cadáveres van
apareciendo en masa a través del valle. Todas las campanas de ciudad tocan a
rebato llamando a la gente a las armas. Ha
comenzado, piensa Guerau. Los hombres a su alrededor empiezan a disparar,
pero él espera. Quiere asegurar cada disparo.
Durante la instrucción, Guerau aprendió
a disparar en el centro de la masa del objetivo para causar el mayor daño
posible. Pero eso ahora ya no sirve de nada. Los cadáveres no sienten dolor. No
se detienen al recibir un impacto en el pecho, o el estómago, o en las
extremidades. Ha visto cadáveres recibir docenas de impactos y seguir de pie
como si nada. Los ha visto perder trozos de carne del tamaño de su puño con cada
impacto y ni siquiera retroceder un palmo. Mientras se puedan mover o arrastrar
continuarán viniendo hacia ti, implacables. De ello puede estar seguro. La
única manera efectiva de pararlos de una vez por todas parece ser causando daño
al cerebro. Y mucho, si no se quiere correr riesgos. Incluso esto puede no ser
suficiente, ya que nadie sabe seguro si no se volverán a levantar incluso sin
tener la cabeza pegada al cuerpo.
Guerau apoya el cañón del fusil contra
el borde del foso. Elige su blanco con cautela. Llena de aire los pulmones y
exhala lentamente una vez, otra y otra y en el instante preciso aprieta el
gatillo sin vacilar. El cráneo de una de las criaturas estalla en una lluvia
carmesí. Carga el fusil con celeridad, elige otro objetivo y repite el proceso
de nuevo. Sus compañeros disparan sin cesar a diestro y siniestro. El estallido
de fusiles y artillería forman una orquesta perturbadora y grotesca. Música de
guerra.
Más y más muertos aparecen lanzándose
famélicos contra ellos. Protegidos por las hordas de mordedores, los franceses
disparan e intentan asaltar la brecha real. Guerau mantiene un ritmo de fuego
alto pero insuficiente ante el número de enemigos. No hay un momento para
recuperar el aliento. Es la última batalla por la ciudad. Entre ola y ola del
asalto, Guerau echa un vistazo a sus compañeros. Algunos han caído heridos o
muertos por el fuego enemigo. Más desgracias a la espera de estallar.
No tiene tiempo de darse cuenta de lo
que sucede cuando un mortero estalla a pocos metros de donde está él y se ve
atrapado por una lluvia de escombros. Intenta correr, ponerse a cubierto pero
una roca lo golpea y lo tumba al suelo. Puede notar el lado derecho de la cara
muy caliente y luego fría por la sangre. El dolor tiñe su mundo de un color
negro sólido y pronto todo se desvanece en un torbellino de gritos y llantos.
***
Barcelona,
11 de septiembre de 1714
Conmoción y muerte. Después
aturdimiento. Las murallas no eran lo suficientemente altas. Los hombres no
eran suficientes. La noche excesivamente densa.
Guerau despierta cubierto de polvo y
sangre. La cabeza le late como si su encéfalo estuviera luchando por huir de su
cabeza. El dolor es terriblemente intenso y sabe que no va a desaparecer en
breve. Pero a pesar de todo todavía está vivo y para lo que a él respecta con
eso basta. Intenta mover las extremidades. Las nota entumecidas. ¿Cuánto tiempo
lleva fuera de combate? Oye disparos y gritos y el alboroto propio de la
guerra. Pero se da cuenta que todo proviene de la ciudad misma. Barcelona está
siendo tomada por dos ejercidos. A su alrededor ve un caos infernal desatado.
Charcos de sangre salpican el suelo a su alrededor, pero ni un solo cuerpo que
él pueda ver. Debe darse prisa y volver al baluarte de Levante, buscar
resguardo, encontrar camaradas con quienes preparar la contraofensiva.
Se alza y nota un pinchazo en el muslo
izquierdo. Ve un agujero en los pantalones y sangre negra y enmarañada brotando
de su pierna. Metralla. Maldice la noche misma por su suerte y decide enjaular
el dolor a base de adrenalina. Rompe a correr en dirección al Portal del Mar.
Ve a tres mordedores alimentándose de uno de sus compañeros. Trata de no hacer
ruido y pasar de largo tan rápido como puede. Guerau cree sentir llantos
ahogados cuando pasa cerca de ellos, pero se convence de que es su imaginación.
A medida que avanza puede notar su
propio estómago retorcerse por el dolor y los calambres. El corazón le pesa
cada vez más y más con cada latido. Las calles a su alrededor están cubiertas
de escombros. Los impactos se oyen resonar por toda la ciudad. Disparos y
gritos por todas partes. La ciudad está perdida. A la guerra le quedan horas.
Quizás menos. Es tiempo de sobrevivir o caer con Barcelona. Guerau nunca ha
sido un cobarde. Pero incluso el soldado más valiente tiene un límite y él se
ha dado de narices con el suyo. Los muertos y los franceses han entrado en la
ciudad en torrente, seguramente haciendo retroceder a las defensas. La única
esperanza es ahora lo que queda de la milicia y los ciudadanos mismos, muchos
de ellos mujeres y ancianos. No es justo.
Pasa cerca de una barricada hecha a
base de barcas que ha sido claramente sobrepasada. Algunos soldados enemigos
aún están allí, asegurando la posición y encargándose de los muertos de ambos
bandos. El humo y las cenizas que flotan en el aire hacen difícil ver más allá
de unos pocos metros. Guerau se mira las manos que le tiemblan incontrolables.
Las aprieta contra su pecho intentando recobrar el dominio sobre un cuerpo que
le está traicionando. Entonces algo se retuerce entre los restos de la fachada
de un edificio derruido y le capta la atención. Julián yace malherido no muy
lejos, por fortuna oculto de la mirada de los soldados franceses. Guerau siente
el corazón como le vuelve a latir empujando sangre a través de sus músculos
quejosos. Se arrastra hasta donde su compañero permanece semiconsciente.
Rebusca en sus bolsillos y encuentra el frasco metálico. Guerau lo sopesa. Debe
quedar un poco más de un trago. Desenrosca la tapa y da un pequeño sorbo. El
resto de su contenido lo vierte dentro de la garganta de Julián, que recupera
un poco los sentidos.
'' Como me alegro de verte compañero,
lástima que la ocasión no sea más alegre'' dice y tose ahogadamente.
'' ¿Te han mordido?''
'' No, aunque no será porque no lo
hayan intentado''
Una vibración sacude el suelo
bajo sus pies.
'' ¿Lo has notado?''
Guerau asiente. La vibración se
intensifica hasta el punto que le cuesta mantener el equilibrio. Decenas de
ratas brotan de cada hoyo y cada edificio derruido a lo largo y ancho de la
calle. Antes de que ninguno de los dos pueda abrir la boca, un pensamiento
oscuro les atraviesa la mente al mismo tiempo. Con un simple intercambio de
miradas, los dos hombres entienden que sólo hay una cosa que hacer.
'' Tenemos que correr'' dice Guerau
mientras ayuda a su compañero malherido a levantarse. Alza la mirada a tiempo
para ver que sus temores se han hecho realidad. Una horda de muertos baja
esprintando por la calle en dirección a ellos. Miles de monstruos gritando y
esparciéndose como un tumor maligno a través de la ciudad, compitiendo por cada
gramo de carne viva que queda. Los soldados franceses que aún están asegurando
su posición no tienen ninguna oportunidad de defenderse. Guerau reza para que
el alimento fresco frene la ola de muerte que se les viene encima. Pero la mayoría
de la horda sigue implacable calle abajo en busca de más víctimas. Con el fusil
en la mano derecha, Guerau toma una decisión sin pensarlo dos veces y arrastra
a Julián hasta uno de los pocos edificios que aún se mantienen en pie. Con el
hombro tumba la puerta y se tira dentro cayendo en la oscuridad más absoluta a
tiempo para oír los pasos de la horda pasar de largo. Los dos hombres aguantan
la respiración y aprietan los ojos cerrados rezando como dos condenados a
muerte. Los pasos se diluyen poco a poco.
Guerau siente como Julián respira
aliviado. Y siente también algo más. Un ruidito rítmico y empapado que se le
enrosca a la base del cerebro. El corazón de Julián. Puede sentir la sangre
recorrer el cuerpo de su compañero a un palmo de donde él se encuentra. No, no
sólo lo siente si no que el olor… Se sorprende al notarse salivando como un
perro hambriento. Siente un vacío que lo consume lentamente. Entonces el hambre
le golpea como una pared de ladrillos. Un hambre que nunca ha sentido antes.
Insaciable. Un ansia de comer proveniente de la parte más recóndita de sus
intestinos. Un hedor a vida lo captura y le embriaga. No es un olor a
transpiración o el aroma corporal común, sino el éxtasis de la vida misma.
Dirige la mirada hacia Julián y le examina la piel con detenimiento. Tras el
sudor y el polvo adherido, puede ver la carne rosada de su compañero contraerse
y relajarse con cada leve movimiento. Antes de que Julián pueda darse cuenta,
Guerau le hunde los dientes en el cuello y los aprieta tan fuerte como puede,
arrancándole un buen número de músculos y tendones y dejándole la tráquea a la
vista.
Los dos hombres se miran fijamente.
Guerau sonríe mientras le gotea sangre por la barbilla y se pasa la lengua por
la comisura de los labios. La luz de los ojos de Julián se apaga y Guerau lo
coge y lo abraza. Acerca la boca a su oído y le susurra.
'' Muere en paz, amigo. La historia nos
recordará como héroes''.
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