lunes, 5 de agosto de 2013

Hasta que se demuestre lo contrario, por Javier Martos




Ilustración: Kike Alapont
 
El sol cálido de otoño se colaba por los grandes ventanales de cristal de la Sala de Justicia en anchos rayos de luz amarilla. Fuera, la airada indignación de la multitud se correspondía con los fuertes gritos que vociferaban las gargantas; carteles y pancartas al aire, organizados a través de las redes sociales. Dentro, apenas si se oía un leve murmullo amortiguado, como el runrún de un tren aproximándose desde muy lejos. Por lo demás, el silencio era absoluto salvo por la disertación que el fiscal del distrito dedicaba en ese momento a los miembros del jurado.
El juez oía atentamente el discurso del hombre trajeado. Los numerosos periodistas asistentes tomaban notas en sus libretas, o directamente grababan las intervenciones en sus eficaces teléfonos móviles. Un enjuto alguacil del estado permanecía derecho como una estaca frente a los portones cerrados de la entrada de la sala. Algunos miembros del jurado tenían los ojos puestos en el fiscal, mientras otros se limitaban a mirar fijamente al acusado. Este, ataviado con el habitual mono gris de la penitenciaría estatal, permanecía sentado en su asiento, sedado y anclado al suelo mediante unas esposas de metal enganchadas a unas enormes cadenas de hierro. Habían tenido que suministrarle una dosis desproporcionada de sedantes para mantenerlo calmado y así poder vestirlo, puesto que, en el instante de su detención, llevaba la ropa hecha jirones y salpicada de sangre, con restos de las tripas de sus supuestas víctimas. A pesar de que lo habían aseado y medio peinado, seguía desprendiendo un hedor putrefacto. Tenía el rostro repleto de arañazos a medio curar y unos ojos opacos presidían su mirada perdida.
A cierta distancia, dos agentes uniformados y armados lo vigilaban con suma diligencia. Justo a la derecha del recluso se sentaba el abogado defensor, designado de oficio, puesto que ninguno de los letrados de la ciudad, con un mínimo de sentido común, había querido hacerse cargo del caso. Ni siquiera el joven defensor ––recién salido de la facultad de Derecho–– creía en la inocencia de su cliente. Sin ir más lejos, en los pasillos del Palacio de Justicia ya corrían rumores sobre su falta de escrúpulos por haber aceptado la tarea de representar al individuo que ahora se sentaba en el banquillo de los acusados. Pero, al menos ––pensaba él––, podría ganar algo de experiencia en el complejo mundo de las leyes y los litigios. En cualquier caso, y tras un tupido velo de inmoralidad y tejemanejes, gente influyente y con poder había exigido al joven abogado que se limitara a defender los derechos como acusado de su cliente, pero que en absoluto se atreviera a presentar argumentos a favor de su puesta en libertad. El caso era claro, y la justicia recaería con fuerza en esta ocasión. No iban a permitir que por un error de trámite o por una suertuda intervención de principiantes el acusado pudiera quedar libre.
––Señores miembros del jurado ––añadió el fiscal­ con voz altisonante––, nos encontramos ante uno de los casos más claros de dilucidar de todos los tiempos. ––El hombre de ajustó la corbata y miró a las dos mujeres del jurado sentadas en la primera hilera del estrado––. El acusado, sin piedad y con una gran carga de violencia, cometió tres asesinatos antes de ser detenido por las fuerzas de seguridad del estado. En las próximas horas expondré, con todo lujo de detalles, junto a las pruebas incriminatorias pertinentes, los hechos acaecidos en la madrugada del pasado 20 de junio, cuando el señor Lacha asesinó al vigilante del cementerio municipal para más tarde segar la vida de una madre y su hija pequeña.
Algunos miembros del jurado se movieron incómodos en sus asientos.
––Como decía, el pasado 20 de junio, el señor Bonnet, vigilante nocturno del cementerio municipal, detectó ruidos en la zona más alejada del camposanto, cerca de los nichos de los Caídos. Cumpliendo eficientemente con su trabajo, el señor Bonnet acudía al lugar para solventar la incidencia cuando se encontró con el señor Lacha a pie de una tumba abierta, con la tierra removida y esparcida por todas partes. Sin tiempo para reaccionar o dar la alarma, el señor Lacha se precipitó con violencia hacia el señor Bonnet y le desgarró la garganta a mordiscos, arrancándole la vida casi al instante. Y no crean que se contentó con esos mordiscos, sino que se regodeó en su carnicería causándole innumerables desgarros en el resto del cuerpo, efectuados con las manos y de nuevo con los dientes. ––Ahora redujo la voz a un ligero hilillo tenebroso––: El vigilante de seguridad fue encontrado de esta guisa a la mañana siguiente de su muerte. Las muestras de ADN recogidas en la víctima coinciden al noventa y nueve por ciento con el señor Lacha.
El fiscal hizo un gesto hacia su joven ayudante, que aguardaba con parsimonia en la mesa de la derecha, y este se levantó en seguida con dos carpetas de color marrón en las manos. Una se la entregó al juez, y de la otra extrajo varias fotografías que repartió entre los miembros del jurado.
––Señoría ––expuso el fiscal––, solicito que el expediente entregado con estas imágenes se tramite como prueba A en el caso contra el señor Lacha.
––Se acepta.
El juez abrió la carpetilla y pasó rápidamente las fotografías. Como era de esperar, las instantáneas mostraban el cadáver del vigilante del cementerio municipal: unas imágenes muy crudas, viscerales, repletas de sangre y jirones de piel. Nada fuera de lo habitual en estos casos de asesinato.
Algunos miembros del jurado intercambiaron murmullos entre sí, y otros incluso se vieron en la obligación de sofocar un improperio llevándose las manos a la boca. Para ellos sí se trataba de fotografías demasiado duras.
El fiscal se acercó a la mesa y se sentó al lado de su ayudante. El triunfo se dibujaba en su rostro bajo una sonrisa de hito en hito. Era cuestión de tiempo.
El juez se dirigió al abogado defensor.
––¿La defensa tiene algo que alegar?
El joven abogado hizo el amago de levantarse, pero en el último instante se inclinó sobre la mesa y con un susurro rechazó su derecho a intervenir. Volvió a sentarse de forma torpe en su silla, mirando de reojo la posible reacción de su cliente, quien apenas había parpadeado en un par de ocasiones.
Ni siquiera se inmutó.
El juez asintió satisfecho y continuó:
––Así pues, la fiscalía puede continuar.
El fiscal volvió al centro de la sala con la misma ligera y socarrona sonrisa en los labios.
––Señores miembros del jurado ––expuso––, tras este vil asesinato a sangre fría, el acusado salió atropelladamente del cementerio y caminó a trompicones por varias calles de la ciudad. Vestido con un desarrapado traje negro manchado de tierra húmeda, con las manos ensangrentadas, las uñas destrozadas y la boca repleta de sangre coagulada, quiso el destino que el señor Lacha se topara en la calle principal de Serena con una joven señora y su hija pequeña, de seis años. Ambas volvían a casa después de pasar una agradable jornada en el cine del centro comercial. Vieron una película de dibujos animados. ––Hizo una pausa para que sus palabras calaran hondo en todos los presentes––. De forma reprochable y con una violencia desmedida, el señor Lacha se abalanzó en primer lugar sobre la niña. Esta apenas tuvo tiempo de agarrarse a la pierna de su madre antes de caer de espaldas sobre la acera. El señor Lacha, enloquecido, la mordió en un brazo en repetidas ocasiones antes de pasar a otras partes del cuerpo. En resumen, la niña pequeña recibió trece mordiscos en total, lo que conllevó a su muerte por desangramiento. Señores miembros del jurado, no crean que cesa aquí la matanza. ––Otra pausa intencionada para amoldar a sus interlocutores––. Mientras el señor Lacha llevaba a cabo este segundo asesinato, la madre de la pequeña, en un acto de valentía admirable, y empujada por su condición de madre protectora, no dejó de golpear al acusado en la espalda con todas sus fuerzas, aunque fue incapaz de apartar al hombre de su hija. Gritaba pidiendo auxilio, pero nadie acudió para brindar ayuda. En cualquier caso, si alguien se hubiera acercado, habría sido una víctima más que sumar a la lista.
»El señor Lacha ––continuó el fiscal––, no saciado tras la muerte de la niña, se giró hacia la madre y le endosó un mordisco en la mejilla derecha, desprendiéndole gran cantidad de carne del rostro. No quiero entrar en detalles, pero tal y como podrán comprobar en las siguientes fotografías ––volvió a hacerle un gesto a su ayudante, quien se levantó de nuevo para entregar al juez una carpeta idéntica a la anterior y repartir copias de las imágenes entre el jurado––, tras otros once mordiscos la mujer falleció sin remedio.
Más rumores entre los presentes. Los periodistas tomaban nota frenéticamente.
El fiscal se dirigió al juez.
––Señoría, solicito que estas imágenes sean aceptadas como prueba B en el caso contra el señor Lacha.
––Se aceptan las fotografías como prueba.
––Asimismo, solicito que suba al estrado, en condición de testigo, la señorita Amanda Martínez.
––Que avisen a la señorita Amanda Martínez ––dijo el juez desde su asiento.
Murmullos entre los asistentes.
El alguacil abrió uno de los portones de la entrada y avisó a la aludida. En unos segundos, una mujer de unos treinta años enfiló el pasillo central para sentarse afablemente en el trono de los testigos. Llevaba un traje chaqueta gris, con un corte demasiado anticuado para su edad, probablemente comprado o alquilado para la ocasión. Unos labios pintados de color rojo pasión proferían una belleza inusitada al conjunto de su rostro. Los ojos le brillaban de seguridad en sí misma.
Los periodistas tomaron nota.
––Le recuerdo, señorita Martínez ––dijo el juez––, que se encuentra usted bajo juramento. Deberá decir toda la verdad, sin omitir aspecto alguno en su declaración.
Amanda asintió ligeramente con la cabeza.
––Lo juro ––dijo y esbozó una dulce sonrisa que cautivaría al pirata más cruel de los mares caribeños.
––Proceda con su testigo, letrado.
El fiscal se acercó a la mujer.
––Señorita Martínez, ¿dónde se encontraba en la noche del 20 de junio?
Amanda no vaciló en su respuesta. Miró al fiscal y habló con voz clara y decidida:
––Me encontraba en la calle principal de Serena.
––¿Qué hacía? ––preguntó el hombre.
––Fumaba un cigarrillo en la entrada de mi tienda, poseo una floristería a pocos metros del centro comercial.
––¿Ocurrió aquella noche algo que considere fuera de lo normal?
––Por supuesto. Fue la noche en la que asesinaron en plena calle a la madre y a su hija pequeña.
––¿Intentó usted ayudar a esas personas?
Medió un silencio entre ellos. Un ramalazo de culpabilidad recorrió el cuerpo de la joven. No obstante, acudir en auxilio de aquellas personas habría sido un acto irreflexivo, no hubiera podido hacer nada por ellas y para entonces ya estaban sentenciadas.
––No ––dijo Amanda al poco––, me asusté muchísimo. Además, el asaltante estaba fuera de sí, parecía rabioso, mordió a la niña y a la mujer con una fuerza… como si… como si estuviera hambriento. Muerto de hambre.
––Muerto de hambre ––repitió el fiscal––. Una buena analogía.
––Sí. Me dio mucho miedo. Grité pidiendo ayuda, aunque no había demasiada gente en la calle. De todas formas, en mi opinión, nadie hubiera podido detener al asaltante. Parecía tener una fuerza fuera de lo común. Como si estuviera fuera de sí.
––¿Qué hizo el agresor tras acabar con la vida de la mujer y su hija?
––Siguió adelante por la calle principal, abalanzándose sobre todo aquel que estuviera cerca. Si hubiera sido un animal, diría que se trataba de un oso enloquecido.
––¿Atrapó a alguien más?
––No, que yo sepa. Para entonces, todo el mundo gritaba y corría huyendo. Yo misma entré en mi tienda y llamé a la policía.
––Bien hecho.
––Gracias ––respondió satisfecha.
––¿Podría reconocer al asaltante, como usted lo ha denominado, en una rueda de reconocimiento?
––Por supuesto.
––¿Podría señalarlo con el dedo, ahora?
––Sí, claro.
Amanda Martínez extendió el brazo y señaló con el dedo al acusado que seguía en su asiento casi en estado catatónico, sometido a la eficacia de los sedantes.
––Gracias por todo, señorita Martínez. ––Se giró hacia el juez y dijo––: No tengo más preguntas.
El juez preguntó al abogado defensor si tenía pensado interrogar a la testigo. Tras la negativa del joven letrado, la mujer dejó su asiento y abandonó la Sala de Justicia.
––La fiscalía puede seguir con el procedimiento.
El fiscal carraspeó y volvió a dirigirse al jurado.
––Señores miembros del jurado, tras el asesinato de la mujer y la pequeña, el señor Lacha avanzó por un par de calles más hasta que, minutos más tarde, la policía lo interceptó frente al centro comercial de Serena, junto al estadio del equipo de fútbol. Hicieron falta cuatro agentes y el uso de varias pistolas Taser para lograr reducir al acusado. Aun así, dos de los agentes resultaron heridos de gravedad en la detención, aunque ya se recuperan favorablemente en el Hospital General y no se teme por sus vidas.
»Por último, y solicito a su señoría que lo acepte como prueba C en el caso contra el señor Lacha, quisiera aportar un nuevo documento que claramente demostrará que el acusado es culpable del cargo principal que se le imputa. Daniel, por favor, haga entrega del documento.
El joven ayudante volvió a levantarse por tercera vez de su sitio, y entregó al juez un documento consistente en una sola página. Seguidamente, pasó varias copias a los miembros del jurado. Luego regresó a su asiento.
El juez estudió el documento con tranquilidad y habló con voz autoritaria.
––Se acepta el documento. Explíquele al jurado de qué se trata.
El fiscal no tardó en satisfacer su petición.
––Señores miembros del jurado, el documento que acaba de serles entregado es una copia del certificado de defunción del acusado. Como han podido comprobar, el señor Lacha lleva muerto más de una semana, declarado fallecido precisamente dos días antes de los asesinatos cometidos en la noche del 20 de junio. Con este documento, se demuestra que el señor Lacha es un muerto viviente. Se demuestra así que en la fecha en que ocurrieron los asesinatos, este señor llevaba muerto más de cuarenta y ocho horas.
Los periodistas entraron en un estado de frenesí absoluto. Los que llevaban teléfonos móviles hacían comentarios en voz baja para que quedaran bien registrados; los demás tomaban notas como si el Pulitzer asomara en una de sus palabras. Los miembros del jurado intercambiaron rápidas reflexiones entre sí. El fiscal volvió a su asiento, satisfecho por un trabajo bien hecho.
El sol seguía colándose por los ventanales de la Sala de Justicia.
El juez tardó unos segundos en lograr el orden entre los asistentes. Después preguntó a la defensa si tenía algo que exponer para acabar con el proceso, y el joven abogado respondió de nuevo con sencillo no. Seguidamente, indicó que los derechos de su cliente habían sido salvaguardados y que se sentía satisfecho por cómo se había llevado a cabo todo el procedimiento.
––Por supuesto que sí ––dijo el juez con severidad.
A continuación, su señoría hizo un resumen pormenorizado de los cargos imputados y de las pruebas presentadas.
––Tengan en cuenta que de ustedes depende que el acusado sea declarado culpable o inocente de los cargos que se le imputan. Cargos que, de ser declarado culpable, conllevarían la pena capital, llevada a cabo mediante la decapitación y la consiguiente incineración de los restos.
Hizo hincapié en los aspectos más relevantes y aconsejó qué datos debían dejar en cuarentena, por ser irrelevantes o conflictivos. Indicó al jurado que no podían hablar del caso con personas ajenas al litigio mientras durara su deliberación, y los instó a reunirse en una sala contigua para llegar a un acuerdo. Los conminó a encontrarse de nuevo una hora más tarde en aquella misma Sala de Justicia y levantó la sesión con un golpe de martillo.
El abogado defensor agachó la cabeza y miró directamente a la carpeta que yacía bajo todos los papeles, como un raro espécimen que se ocultara entre la maleza burocrática. Apenas un trozo de cartón en el que había garabateado, con trazo firme y entusiasta, la palabra «defensa». No se sentía nada bien. A fin de cuentas, no se había atrevido a esgrimir sus argumentos. Aquello se alejaba bastante de llegar a ser un auténtico abogado, algo que había prometido a su padre antes de que este falleciera hacía tres años. Pero ya era tarde para lamentos. El tipo se levantó y puso la mano en el hombro del acusado.
––Lo siento, amigo ––dijo, claramente compungido.
Comenzó a caminar hacia la puerta de la sala, comprobando en su agenda electrónica cuál era su próximo juicio, asignado de nuevo de oficio, que comenzaría en aquel mismo edificio un par de semanas más tarde.
––Un jodido violador de niños ––susurró fastidiado––. Maldita sea, solo me tocan monstruos.
Mientras abría la puerta, y sin mirar atrás, comprobó que en su maletín de cuero también llevaba otra carpeta, con la idéntica palabra «defensa» escrita en el frontal, para aquel próximo caso.
La sacó con cuidado y la acercó a la boca de una de las papeleras del pasillo, pero en el último momento optó por devolverla al interior del maletín. Joder, al fin y al cabo, había prometido ser un buen abogado. Siempre podía enderezar el rumbo.


El jurado necesitó catorce minutos para llegar a una resolución unánime.
De nuevo reunidos en la Sala de Justicia, el juez habló con voz grave:
––Señor presidente del jurado ––dijo dirigiéndose a un hombre con traje gris que permanecía en pie frente al primer asiento del estrado––, ¿han llegado a una decisión respecto a los cargos imputados al acusado?
––Sí.
El juez asintió satisfecho. El litigio terminaría antes del almuerzo y podría irse a casa cuanto antes. En un caso tan claro como aquel, lo menos indicado sería que el jurado entrara en desacuerdo por asperezas personales.
––Señor presidente del jurado, ¿cómo consideran al acusado respecto a los cargos de asesinato de tres personas en la noche del 20 de junio?
––Culpable.
––Señor presidente del jurado, ¿cómo consideran al acusado respecto al cargo de estar clínicamente fallecido y ser, de hecho, un muerto viviente, o comúnmente conocido como zombi?
El hombre del traje gris no vaciló en su respuesta.
––Culpable.

1 comentario:

  1. Pedazo de relato. Declaro culpables a Javier Martos y Carlos Rodón de estar muy, pero que muy mal, de la cabeza ;D

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