Ilustración: Kike Alapont
El sol cálido de otoño se
colaba por los grandes ventanales de cristal de la Sala de Justicia en anchos
rayos de luz amarilla. Fuera, la airada indignación de la multitud se
correspondía con los fuertes gritos que vociferaban las gargantas; carteles y
pancartas al aire, organizados a través de las redes sociales. Dentro, apenas
si se oía un leve murmullo amortiguado, como el runrún de un tren aproximándose
desde muy lejos. Por lo demás, el silencio era absoluto salvo por la
disertación que el fiscal del distrito dedicaba en ese momento a los miembros
del jurado.
El
juez oía atentamente el discurso del hombre trajeado. Los numerosos periodistas
asistentes tomaban notas en sus libretas, o directamente grababan las
intervenciones en sus eficaces teléfonos móviles. Un enjuto alguacil del estado
permanecía derecho como una estaca frente a los portones cerrados de la entrada
de la sala. Algunos miembros del jurado tenían los ojos puestos en el fiscal,
mientras otros se limitaban a mirar fijamente al acusado. Este, ataviado con el
habitual mono gris de la penitenciaría estatal, permanecía sentado en su
asiento, sedado y anclado al suelo mediante unas esposas de metal enganchadas a
unas enormes cadenas de hierro. Habían tenido que suministrarle una dosis
desproporcionada de sedantes para mantenerlo calmado y así poder vestirlo, puesto
que, en el instante de su detención, llevaba la ropa hecha jirones y salpicada
de sangre, con restos de las tripas de sus supuestas víctimas. A pesar de que
lo habían aseado y medio peinado, seguía desprendiendo un hedor putrefacto.
Tenía el rostro repleto de arañazos a medio curar y unos ojos opacos presidían
su mirada perdida.
A
cierta distancia, dos agentes uniformados y armados lo vigilaban con suma
diligencia. Justo a la derecha del recluso se sentaba el abogado defensor,
designado de oficio, puesto que ninguno de los letrados de la ciudad, con un
mínimo de sentido común, había querido hacerse cargo del caso. Ni siquiera el
joven defensor ––recién salido de la facultad de Derecho–– creía en la
inocencia de su cliente. Sin ir más lejos, en los pasillos del Palacio de
Justicia ya corrían rumores sobre su falta de escrúpulos por haber aceptado la
tarea de representar al individuo que ahora se sentaba en el banquillo de los
acusados. Pero, al menos ––pensaba él––, podría ganar algo de experiencia en el
complejo mundo de las leyes y los litigios. En cualquier caso, y tras un tupido
velo de inmoralidad y tejemanejes, gente influyente y con poder había exigido al
joven abogado que se limitara a defender los derechos como acusado de su
cliente, pero que en absoluto se atreviera a presentar argumentos a favor de su
puesta en libertad. El caso era claro, y la justicia recaería con fuerza en esta
ocasión. No iban a permitir que por un error de trámite o por una suertuda
intervención de principiantes el acusado pudiera quedar libre.
––Señores
miembros del jurado ––añadió el fiscal con voz altisonante––, nos encontramos
ante uno de los casos más claros de dilucidar de todos los tiempos. ––El hombre
de ajustó la corbata y miró a las dos mujeres del jurado sentadas en la primera
hilera del estrado––. El acusado, sin piedad y con una gran carga de violencia,
cometió tres asesinatos antes de ser detenido por las fuerzas de seguridad del
estado. En las próximas horas expondré, con todo lujo de detalles, junto a las
pruebas incriminatorias pertinentes, los hechos acaecidos en la madrugada del
pasado 20 de junio, cuando el señor Lacha asesinó al vigilante del cementerio
municipal para más tarde segar la vida de una madre y su hija pequeña.
Algunos
miembros del jurado se movieron incómodos en sus asientos.
––Como
decía, el pasado 20 de junio, el señor Bonnet, vigilante nocturno del
cementerio municipal, detectó ruidos en la zona más alejada del camposanto,
cerca de los nichos de los Caídos. Cumpliendo eficientemente con su trabajo, el
señor Bonnet acudía al lugar para solventar la incidencia cuando se encontró
con el señor Lacha a pie de una tumba abierta, con la tierra removida y
esparcida por todas partes. Sin tiempo para reaccionar o dar la alarma, el
señor Lacha se precipitó con violencia hacia el señor Bonnet y le desgarró la
garganta a mordiscos, arrancándole la vida casi al instante. Y no crean que se
contentó con esos mordiscos, sino que se regodeó en su carnicería causándole
innumerables desgarros en el resto del cuerpo, efectuados con las manos y de
nuevo con los dientes. ––Ahora redujo la voz a un ligero hilillo tenebroso––:
El vigilante de seguridad fue encontrado de esta guisa a la mañana siguiente de
su muerte. Las muestras de ADN recogidas en la víctima coinciden al noventa y
nueve por ciento con el señor Lacha.
El
fiscal hizo un gesto hacia su joven ayudante, que aguardaba con parsimonia en
la mesa de la derecha, y este se levantó en seguida con dos carpetas de color
marrón en las manos. Una se la entregó al juez, y de la otra extrajo varias
fotografías que repartió entre los miembros del jurado.
––Señoría
––expuso el fiscal––, solicito que el expediente entregado con estas imágenes
se tramite como prueba A en el caso contra el señor Lacha.
––Se
acepta.
El
juez abrió la carpetilla y pasó rápidamente las fotografías. Como era de
esperar, las instantáneas mostraban el cadáver del vigilante del cementerio
municipal: unas imágenes muy crudas, viscerales, repletas de sangre y jirones
de piel. Nada fuera de lo habitual en estos casos de asesinato.
Algunos
miembros del jurado intercambiaron murmullos entre sí, y otros incluso se
vieron en la obligación de sofocar un improperio llevándose las manos a la
boca. Para ellos sí se trataba de fotografías demasiado duras.
El
fiscal se acercó a la mesa y se sentó al lado de su ayudante. El triunfo se
dibujaba en su rostro bajo una sonrisa de hito en hito. Era cuestión de tiempo.
El
juez se dirigió al abogado defensor.
––¿La
defensa tiene algo que alegar?
El
joven abogado hizo el amago de levantarse, pero en el último instante se
inclinó sobre la mesa y con un susurro rechazó su derecho a intervenir. Volvió
a sentarse de forma torpe en su silla, mirando de reojo la posible reacción de
su cliente, quien apenas había parpadeado en un par de ocasiones.
Ni
siquiera se inmutó.
El
juez asintió satisfecho y continuó:
––Así
pues, la fiscalía puede continuar.
El
fiscal volvió al centro de la sala con la misma ligera y socarrona sonrisa en
los labios.
––Señores
miembros del jurado ––expuso––, tras este vil asesinato a sangre fría, el
acusado salió atropelladamente del cementerio y caminó a trompicones por varias
calles de la ciudad. Vestido con un desarrapado traje negro manchado de tierra
húmeda, con las manos ensangrentadas, las uñas destrozadas y la boca repleta de
sangre coagulada, quiso el destino que el señor Lacha se topara en la calle
principal de Serena con una joven señora y su hija pequeña, de seis años. Ambas
volvían a casa después de pasar una agradable jornada en el cine del centro
comercial. Vieron una película de dibujos animados. ––Hizo una pausa para que
sus palabras calaran hondo en todos los presentes––. De forma reprochable y con
una violencia desmedida, el señor Lacha se abalanzó en primer lugar sobre la
niña. Esta apenas tuvo tiempo de agarrarse a la pierna de su madre antes de
caer de espaldas sobre la acera. El señor Lacha, enloquecido, la mordió en un
brazo en repetidas ocasiones antes de pasar a otras partes del cuerpo. En
resumen, la niña pequeña recibió trece mordiscos en total, lo que conllevó a su
muerte por desangramiento. Señores miembros del jurado, no crean que cesa aquí
la matanza. ––Otra pausa intencionada para amoldar a sus interlocutores––.
Mientras el señor Lacha llevaba a cabo este segundo asesinato, la madre de la
pequeña, en un acto de valentía admirable, y empujada por su condición de madre
protectora, no dejó de golpear al acusado en la espalda con todas sus fuerzas,
aunque fue incapaz de apartar al hombre de su hija. Gritaba pidiendo auxilio,
pero nadie acudió para brindar ayuda. En cualquier caso, si alguien se hubiera
acercado, habría sido una víctima más que sumar a la lista.
»El
señor Lacha ––continuó el fiscal––, no saciado tras la muerte de la niña, se
giró hacia la madre y le endosó un mordisco en la mejilla derecha,
desprendiéndole gran cantidad de carne del rostro. No quiero entrar en
detalles, pero tal y como podrán comprobar en las siguientes fotografías ––volvió
a hacerle un gesto a su ayudante, quien se levantó de nuevo para entregar al
juez una carpeta idéntica a la anterior y repartir copias de las imágenes entre
el jurado––, tras otros once mordiscos la mujer falleció sin remedio.
Más
rumores entre los presentes. Los periodistas tomaban nota frenéticamente.
El
fiscal se dirigió al juez.
––Señoría,
solicito que estas imágenes sean aceptadas como prueba B en el caso contra el
señor Lacha.
––Se
aceptan las fotografías como prueba.
––Asimismo,
solicito que suba al estrado, en condición de testigo, la señorita Amanda
Martínez.
––Que
avisen a la señorita Amanda Martínez ––dijo el juez desde su asiento.
Murmullos
entre los asistentes.
El
alguacil abrió uno de los portones de la entrada y avisó a la aludida. En unos
segundos, una mujer de unos treinta años enfiló el pasillo central para
sentarse afablemente en el trono de los testigos. Llevaba un traje chaqueta
gris, con un corte demasiado anticuado para su edad, probablemente comprado o
alquilado para la ocasión. Unos labios pintados de color rojo pasión proferían
una belleza inusitada al conjunto de su rostro. Los ojos le brillaban de
seguridad en sí misma.
Los
periodistas tomaron nota.
––Le
recuerdo, señorita Martínez ––dijo el juez––, que se encuentra usted bajo
juramento. Deberá decir toda la verdad, sin omitir aspecto alguno en su
declaración.
Amanda
asintió ligeramente con la cabeza.
––Lo
juro ––dijo y esbozó una dulce sonrisa que cautivaría al pirata más cruel de
los mares caribeños.
––Proceda
con su testigo, letrado.
El
fiscal se acercó a la mujer.
––Señorita
Martínez, ¿dónde se encontraba en la noche del 20 de junio?
Amanda
no vaciló en su respuesta. Miró al fiscal y habló con voz clara y decidida:
––Me
encontraba en la calle principal de Serena.
––¿Qué
hacía? ––preguntó el hombre.
––Fumaba
un cigarrillo en la entrada de mi tienda, poseo una floristería a pocos metros
del centro comercial.
––¿Ocurrió
aquella noche algo que considere fuera de lo normal?
––Por
supuesto. Fue la noche en la que asesinaron en plena calle a la madre y a su
hija pequeña.
––¿Intentó
usted ayudar a esas personas?
Medió
un silencio entre ellos. Un ramalazo de culpabilidad recorrió el cuerpo de la
joven. No obstante, acudir en auxilio de aquellas personas habría sido un acto
irreflexivo, no hubiera podido hacer nada por ellas y para entonces ya estaban
sentenciadas.
––No
––dijo Amanda al poco––, me asusté muchísimo. Además, el asaltante estaba fuera
de sí, parecía rabioso, mordió a la niña y a la mujer con una fuerza… como si…
como si estuviera hambriento. Muerto de hambre.
––Muerto
de hambre ––repitió el fiscal––. Una buena analogía.
––Sí.
Me dio mucho miedo. Grité pidiendo ayuda, aunque no había demasiada gente en la
calle. De todas formas, en mi opinión, nadie hubiera podido detener al
asaltante. Parecía tener una fuerza fuera de lo común. Como si estuviera fuera
de sí.
––¿Qué
hizo el agresor tras acabar con la vida de la mujer y su hija?
––Siguió
adelante por la calle principal, abalanzándose sobre todo aquel que estuviera
cerca. Si hubiera sido un animal, diría que se trataba de un oso enloquecido.
––¿Atrapó
a alguien más?
––No,
que yo sepa. Para entonces, todo el mundo gritaba y corría huyendo. Yo misma
entré en mi tienda y llamé a la policía.
––Bien
hecho.
––Gracias
––respondió satisfecha.
––¿Podría
reconocer al asaltante, como usted lo ha denominado, en una rueda de
reconocimiento?
––Por
supuesto.
––¿Podría
señalarlo con el dedo, ahora?
––Sí,
claro.
Amanda
Martínez extendió el brazo y señaló con el dedo al acusado que seguía en su
asiento casi en estado catatónico, sometido a la eficacia de los sedantes.
––Gracias
por todo, señorita Martínez. ––Se giró hacia el juez y dijo––: No tengo más
preguntas.
El
juez preguntó al abogado defensor si tenía pensado interrogar a la testigo.
Tras la negativa del joven letrado, la mujer dejó su asiento y abandonó la Sala
de Justicia.
––La
fiscalía puede seguir con el procedimiento.
El
fiscal carraspeó y volvió a dirigirse al jurado.
––Señores
miembros del jurado, tras el asesinato de la mujer y la pequeña, el señor Lacha
avanzó por un par de calles más hasta que, minutos más tarde, la policía lo
interceptó frente al centro comercial de Serena, junto al estadio del equipo de
fútbol. Hicieron falta cuatro agentes y el uso de varias pistolas Taser para
lograr reducir al acusado. Aun así, dos de los agentes resultaron heridos de
gravedad en la detención, aunque ya se recuperan favorablemente en el Hospital
General y no se teme por sus vidas.
»Por
último, y solicito a su señoría que lo acepte como prueba C en el caso contra
el señor Lacha, quisiera aportar un nuevo documento que claramente demostrará
que el acusado es culpable del cargo principal que se le imputa. Daniel, por
favor, haga entrega del documento.
El
joven ayudante volvió a levantarse por tercera vez de su sitio, y entregó al
juez un documento consistente en una sola página. Seguidamente, pasó varias
copias a los miembros del jurado. Luego regresó a su asiento.
El
juez estudió el documento con tranquilidad y habló con voz autoritaria.
––Se
acepta el documento. Explíquele al jurado de qué se trata.
El
fiscal no tardó en satisfacer su petición.
––Señores
miembros del jurado, el documento que acaba de serles entregado es una copia
del certificado de defunción del acusado. Como han podido comprobar, el señor
Lacha lleva muerto más de una semana, declarado fallecido precisamente dos días
antes de los asesinatos cometidos en la noche del 20 de junio. Con este
documento, se demuestra que el señor Lacha es un muerto viviente. Se demuestra
así que en la fecha en que ocurrieron los asesinatos, este señor llevaba muerto
más de cuarenta y ocho horas.
Los
periodistas entraron en un estado de frenesí absoluto. Los que llevaban
teléfonos móviles hacían comentarios en voz baja para que quedaran bien
registrados; los demás tomaban notas como si el Pulitzer asomara en una de sus
palabras. Los miembros del jurado intercambiaron rápidas reflexiones entre sí.
El fiscal volvió a su asiento, satisfecho por un trabajo bien hecho.
El sol
seguía colándose por los ventanales de la Sala de Justicia.
El
juez tardó unos segundos en lograr el orden entre los asistentes. Después preguntó
a la defensa si tenía algo que exponer para acabar con el proceso, y el joven
abogado respondió de nuevo con sencillo no. Seguidamente, indicó que los
derechos de su cliente habían sido salvaguardados y que se sentía satisfecho
por cómo se había llevado a cabo todo el procedimiento.
––Por
supuesto que sí ––dijo el juez con severidad.
A
continuación, su señoría hizo un resumen pormenorizado de los cargos imputados
y de las pruebas presentadas.
––Tengan
en cuenta que de ustedes depende que el acusado sea declarado culpable o
inocente de los cargos que se le imputan. Cargos que, de ser declarado
culpable, conllevarían la pena capital, llevada a cabo mediante la decapitación
y la consiguiente incineración de los restos.
Hizo
hincapié en los aspectos más relevantes y aconsejó qué datos debían dejar en
cuarentena, por ser irrelevantes o conflictivos. Indicó al jurado que no podían
hablar del caso con personas ajenas al litigio mientras durara su deliberación,
y los instó a reunirse en una sala contigua para llegar a un acuerdo. Los
conminó a encontrarse de nuevo una hora más tarde en aquella misma Sala de
Justicia y levantó la sesión con un golpe de martillo.
El
abogado defensor agachó la cabeza y miró directamente a la carpeta que yacía bajo
todos los papeles, como un raro espécimen que se ocultara entre la maleza
burocrática. Apenas un trozo de cartón en el que había garabateado, con trazo
firme y entusiasta, la palabra «defensa». No se sentía nada bien. A fin de
cuentas, no se había atrevido a esgrimir sus argumentos. Aquello se alejaba
bastante de llegar a ser un auténtico abogado, algo que había prometido a su
padre antes de que este falleciera hacía tres años. Pero ya era tarde para
lamentos. El tipo se levantó y puso la mano en el hombro del acusado.
––Lo
siento, amigo ––dijo, claramente compungido.
Comenzó
a caminar hacia la puerta de la sala, comprobando en su agenda electrónica cuál
era su próximo juicio, asignado de nuevo de oficio, que comenzaría en aquel
mismo edificio un par de semanas más tarde.
––Un
jodido violador de niños ––susurró fastidiado––. Maldita sea, solo me tocan
monstruos.
Mientras
abría la puerta, y sin mirar atrás, comprobó que en su maletín de cuero también
llevaba otra carpeta, con la idéntica palabra «defensa» escrita en el frontal, para
aquel próximo caso.
La
sacó con cuidado y la acercó a la boca de una de las papeleras del pasillo,
pero en el último momento optó por devolverla al interior del maletín. Joder,
al fin y al cabo, había prometido ser un buen abogado. Siempre podía enderezar
el rumbo.
El jurado necesitó catorce
minutos para llegar a una resolución unánime.
De
nuevo reunidos en la Sala de Justicia, el juez habló con voz grave:
––Señor
presidente del jurado ––dijo dirigiéndose a un hombre con traje gris que
permanecía en pie frente al primer asiento del estrado––, ¿han llegado a una
decisión respecto a los cargos imputados al acusado?
––Sí.
El
juez asintió satisfecho. El litigio terminaría antes del almuerzo y podría irse
a casa cuanto antes. En un caso tan claro como aquel, lo menos indicado sería
que el jurado entrara en desacuerdo por asperezas personales.
––Señor
presidente del jurado, ¿cómo consideran al acusado respecto a los cargos de
asesinato de tres personas en la noche del 20 de junio?
––Culpable.
––Señor
presidente del jurado, ¿cómo consideran al acusado respecto al cargo de estar
clínicamente fallecido y ser, de hecho, un muerto viviente, o comúnmente
conocido como zombi?
El
hombre del traje gris no vaciló en su respuesta.
––Culpable.
Pedazo de relato. Declaro culpables a Javier Martos y Carlos Rodón de estar muy, pero que muy mal, de la cabeza ;D
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