miércoles, 10 de abril de 2013

SEGARRA_Carlos Rodón


Ilustración: Carlos Rodón
 
Regimiento de Cazadores de Alta Montaña América 66.
Refugio Militar General Garrido. Valle de Belagua. Navarra.

Las videoconferencias no habían tenido muy buena calidad, la imagen se congelaba y el audio se interrumpía constantemente, impidiendo al coronel Gutiérrez mantener una conversación fluida con su general en las dos veces que se habían producido. Ahora, simplemente.
España estaba en “blanco”.
El subteniente de comunicaciones Segarra lo intentaba todo aunque estaba resultando un trabajo baldío, las líneas estaban operativas pero nadie parecía estar al otro lado. Lo había intentado una y otra vez desde las nueve de la mañana sin obtener respuesta durante todo el santo día. Ni las bases de Morón, Armilla, Los Llanos, Matacán, Getafe, Cuatro Vientos, Torrejón, Villanubla, Zaragoza, ni el Alto Mando de Madrid, ni Moncloa, ni  las Capitanías de las Regiones Militares daban señal alguna de vida. Probó también con redacciones de periódicos, televisiones, despachos de abogados, hasta con cines, bares y casas particulares. Nada. “Definitivamente España estaba en blanco”, la tensión y el nerviosismo se palpaban en el ambiente. El coronel Gutiérrez no se cansó de repetirle durante la extenuante jornada…
No ceje en el intento subteniente. Inténtelo una y mil veces si fuere necesario”.
Segarra se dedicaba con todo su empeño, incluso había ordenado a las unidades móviles que se pusieran en ello. El resultado estaba siendo el mismo. Silencio absoluto. La tensión, la angustia y hasta el pánico le estaban ganando. Cada intento resultaba fallido. El agotamiento le pesaba ya demasiado por lo que necesitaba un vaso de agua y un minuto de descanso. Aprovechó la soledad que disfrutaba desde hacía unos veinte minutos y tras asegurarse de que ningún mando superior estaba cerca, se levantó de la mesa donde tenía desplegados los sofisticados dispositivos. Se desperezó ruidosamente sintiendo el entumecimiento de las piernas, la picazón en las posaderas y el agujero de su estómago. Dio tres vueltas al amplio despacho para estirar las piernas, las rodillas le sonaban a cada paso por lo que terminó junto a la mesa plegable donde descansaban los restos del ágape habilitado exprofeso para la situación de crisis atravesada. El cabo Remondes llevaba sin pasar a reponer desde las nueve o las diez de la noche. Segarra había perdido la cuenta de las horas encerrado en aquél pomposo despacho.
Ya solamente quedaban unos bocadillos fríos de mortadela, cuatro botellines de agua y una jarra medio llena de zumo. Desenvolvió uno y al olerlo un retortijón estuvo a punto de provocarle el vómito. Aún así le atizó un mordisco, eso sí, sin respirar. El sabor no era del todo malo y necesitaba algo sólido en el estómago. Llenó un vaso de la jarra desestimando la opción de sentarse, estaba harto de las malditas sillas de cuartel. Su espalda lo agradecería, así que se recostó con el hombro en el marco de la salida secundaria que comunicaba con la recámara anexa al despacho. Al tercer bocado escuchó cómo se cerraba una puerta en la sala contigua llegándole al instante la agitada conversación que traían los dos hombres. Identificados al instante por sus entrenados oídos.
-¿Cómo dice mi coronel?...no, no puede ser cierto… ¿pero cómo puede ser eso posible? - el capitán Marco, secretario del coronel, no podía dar crédito al relato desvelado por su superior.
- Muertos, Antonio, todos muertos. O sino todos, gran parte de ellos.
Los hombres continuaban hablando nerviosos y atropellándose el uno al otro pero Segarra ya no pudo escuchar nada más, se bloqueó, comenzando a sudar copiosamente. Aquello era una pesadilla. Se le atragantó la ingesta y no le quedó más remedio que escupirla al suelo para poder coger aire. De ser cierto lo que acababa de escuchar, su esposa, sus tres hijos, sus ancianos padres, hermanos, amigos…
"¡No quedaba ya nadie con vida!".
Por fuerza aquello tenía que ser un error, un macabro y enorme error de alguien. Pero… ¿y si no fuera así?. ¿Y si la información desvelada al coronel a través de la C.I.A fuera cierta?. Él conocía a la perfección que los satélites espía de esa gente no manejaban margen de error alguno. El corazón se le encogió, presa de un terror sin nombre. Una mano de hielo se lo estaba agarrando con fuerza. La tensión arterial se le disparaba, lo notaba y sintió pánico. En ese momento los consejos que le regalaba con regularidad la buena de su esposa emergieron a las capas esclarecidas de su mente.
No comas sal cariño, bebe mucha agua, eh, nada de alcohol que nos conocemos. Haz deporte, cuida con la carne y los azúcares. Y sobre todo, no fumes, mi amor. Que te quiero de una pieza”. Reparos que él sacudía de encima en cuanto la perdía de vista.
Perdóname Begoña, perdóname por ser tan obtuso, cariño mío”.
Cuarenta y cinco años, ciento trece kilos encarcelados en un cuerpo de metro setenta de estatura le convertían en una bomba de relojería. Buscó las pastillas para la tensión y las arritmias, revolviendo todos los bolsillos de su uniforme de campaña. No estaban, ¿pero cómo?, si él siempre cuidaba con mimo esos detalles. Se notaba al borde de la histeria. La bomba estaba a punto de estallar.
Aquello no podía ser verdad, no podía estar pasando”.
Pero el serio semblante medio desencajado del coronel Gutiérrez así lo corroboraba. España estaba siendo atacada, no cabía duda. Toda la nación había caído. Todas las personas a las que amaba estaban muertas. ¡Muertas!.
Todos muertos, Antonio, o sino todos, gran parte de ellos”.
Le empezó a faltar el aire. El colapso... las pastillas… ¿dónde las había puesto?. En el maletín de la herramienta. Sí. Ahí estaban, seguro. Escuchó una puerta abrirse, pasos, voces, más pasos acelerados, la puerta se cerró y los hombres de la otra habitación ya no hablaban. Se habían ido, los oficiales se habían ido… las pastillas... el maletín... el colapso... Dio un paso y cayó al suelo.
Todos muertos, Antonio”.
Pero él no lo estaba, aún no. Arrastrando su varada humanidad consiguió llegar hasta la mesa del coronel para intentar con las fuerzas de que era capaz alcanzar la robusta caja metálica donde guardaba la herramienta de precisión. El sudor le cegaba los ojos, apenas podía respirar y mucho menos levantarse y hacerse con los frascos que le salvarían la vida. Quedó un momento tumbado boqueando como un pez fuera del agua, intentando sin mucho éxito recomponer la respiración para oxigenar ese cerebro que sentía ralentizado, empero el polvo acumulado en la moqueta le dificultaba aún más la pesada tarea de mantener la lucidez.
“¿Dónde estaban todos, los oficiales, el coronel, porqué nadie entraba al maldito despacho?”.
 Sus entumecidos músculos parecieron recuperar algo la elasticidad, respiraba con menos esfuerzo lo cual aprovechó para reposar sobre un costado, al menos lo suficiente como para no seguir respirando de la polvorienta moqueta; imaginó todos los ácaros que ahora mismo estarían jugando en sus pulmones.
Vamos Jorge, tú puedes campeón”, se dijo.
Pero no podía. Se sintió roto, la gélida mano que apresaba su músculo cardíaco lo estrujaba con insistente testarudez. Quedó vencido por los malos hábitos que había cultivado toda su vida. Manteniéndose de lado conseguía unos gramos más de aire. Intentó relajarse a sabiendas de que si conseguía hacerlo, ganarle la partida al terror y a la amenazante mano helada, dispondría de una oportunidad, o quizá dos. Pero no más, así que cerró los ardorosos ojos con el propósito de mantener la mente en blanco…
O sino todos, gran parte de ellos”.
Únicamente se escuchaba el tímido tintineo del agua contra los cristales de las encortinadas ventanas, “vaya, ya llueve”, pensó, deseando estar ahí afuera para refrescarse del sudor amargo que le cubría por completo.
"¿Cuánto llevo aquí tirado, media hora, quince minutos, diez?". Imposible saberlo, para él una eternidad.
“¿Dónde estarán Begoña y los chicos?”, deseó con todo su ser que formaran parte de ese [o sino todos...]. Su razón se convirtió en un simulacro de cueva vacía en donde la resonancia de aquella infame frase rebotaba una y otra vez.
Muertos, Antonio, todos muertos”.
Dobló el brazo izquierdo y apoyándolo en el mullido suelo se fue alzando muy lentamente, apenas podía ya coordinar sus movimientos, el cerebro se le estaba aletargando demasiado. Estiró con esfuerzo el brazo derecho hasta que logró agarrar el tirador del primer cajón del escritorio, un poco más y podría aferrar el tope de la mesa. Y de ahí a la caja.
Vamos ya lo tienes, campeón”, se animó.
Pegó otro empujón. “Ya lo tienes”, con el movimiento lo que consiguió fue abrir el cajón desequilibrando su frágil postura haciéndose para atrás perdiendo el apoyo del codo, al no soltar el pomo arrastró el cajón que cayó encima de sus costillas desperdigando su contenido sobre él. Su ánimo cayó junto al cajón y con él su última esperanza de poseer los ansiados frasquitos. Quedó exhausto y hundido. Resopló desanimado “decidiendo” abandonarse a su suerte, ¿qué otra cosa podía hacer?.
  El silencio que le rodeaba en aquél despacho/tumba era absoluto, su angustia interna creció hasta el punto de hacerle sentir un hueco tan profundo en su alma que le llevó directamente al amargo camino de las lágrimas. Lloró como un niño que de repente se encuentra perdido entre una multitud sin la protectora mano de su madre agarrándose a la suya. El tintineo sobre las ventanas era su única compañía, había incrementado su cadencia en un repiqueteo constante y más fuerte. Desde su posición alcanzaba a ver un pedazo de cristal por debajo de una gruesa cortina. Creyó que la vista le fallaba, aquello que llovía más que agua parecía óleo, era un líquido oscuro que resbalaba de una manera sucia, sinuosa. De haber podido se hubiera enjuagado las lágrimas... de haber podido...
“¿Sería posible que todos se hubiesen marchado de aquél lugar?. ¿Cómo podrían haberse olvidado de su persona por completo?”
Dos centelleantes reflejos llamaron su atención desde la ventana más occidental del amplio despacho. “¿Relámpagos?”, pensó. Pero el inequívoco traqueteo de un subfusil acompañado de gritos sordos… más fogonazos de disparos aquí y allá. quebrados lamentos... le indicaron que aquello ciertamente no era debido al temporal. Un enorme estruendo estremeció todo el edificio, algo había explotado no demasiado lejos. Y había sido algo grande. “¿Quizá un camión cisterna?”. El terror regresó con otra buena dosis de angustia que regalarle a sus sentidos.
Un fuerte dolor le sobrevino en el pecho, se desvaneció y todo se fundió en una oscura paz. Supo que todo acababa de terminar.
Pasaron las horas...
Una horrible sensación de asfixia le devolvió al mundo, se descubrió boca arriba anclado en aquél suelo enmoquetado. Giró hacia su derecha con la intención de soltar las babas que no lograban rebasar la comisura de su boca, al hacerlo descubrió bajo la mesa algo que había caído con el cajón. La Beretta del coronel Gutiérrez le contemplaba insinuante a veinte centímetros de su cara. Con la empuñadura negra y su brillante cuerpo de acero le pareció la cosa más bella del mundo.
La tímida lluvia de un principio se había convertido en un violento aguacero que parecía amenazar con romper las ventanas queriendo entrar a compartir aquél maravilloso descubrimiento. “Inténtelo una y mil veces si fuere necesario” le repetía el coronel desde la bóveda de su mente. "Con tan sólo un intento tendré más que suficiente". Segarra se inclinó un poquito, “un último esfuerzo”, recogió el arma y la dejó apoyada sobre la cadera, el dolor de su pecho se le agarraba hasta la médula, apenas podía respirar. Estaba decidido a acabar con todo.
 Aquí y ahora”.
 Intentó recordar la cara de sus hijos pero todo se le desvanecía, lo intentó de nuevo, quería terminar con esa imagen grabada en la mente. Recordó a Gerardo, María también vino a acompañar a su papá…Pablito no acababa de entrar, se le resistía el pequeñajo…
La puerta del despacho se abrió, pudo escuchar sordos pasos en el mullido suelo. “Salvado”, pensó. “Que suerte tienes cabronazo”, esbozó una sonrisa y se sintió feliz [todo lo que podía estar en aquella situación]. Le dio gracias al Señor por aquella nueva oportunidad, sintiéndose un cerdo inmoral al haber pensado tan rápidamente en tomar el camino más corto. Desde el suelo y por debajo de la mesa vio como accedían al despacho dos personas empapadas por el aguacero, uniformes mimetizados y botas de campaña.
-¡Aquí, detrás de la mesa… por favor, necesito atención médica urgente!- alcanzó a decir con un hilillo de voz que le sonó mucho más lastimoso de lo que hubiera deseado.
Los dos soldados se detuvieron, por debajo de la mesa pudo ver como dejaban charcos oscuros bajo sus pies, “les ha pillado esa lluvia aceitosa de lleno”. Parecía que buscasen el origen de su voz.
-¡Aquí coño! - gritó.
Golpeó con el cajón caído una pata del escritorio.
-¡Estáis gilipollas o qué coño os pasa!.
Uno de ellos gruñó y aquél sonido le heló la sangre. Giró sobre sus pies y avanzó con torpeza hacía la mesa del coronel, el otro le siguió. A Segarra le parecieron desorientados.
"¿Estarían heridos, tras el follón de antes afuera?".
Sea como fuese él estaba en peores condiciones, ellos al menos podían caminar.
El primero tropezó con el pliegue de una alfombra y cayó al suelo con un chasquido a huesos rotos, observó con horror la cara de aquello que tenía delante. “¡Coño! ¡Era el sargento De Gregorio!”. Un ojo le colgaba de su cuenca, unido a ésta por un hilo de nervios, se balanceaba sobre una cara a la que le faltaban grandes pedazos de carne y músculos en obscenas oquedades. El otro ojo estaba cubierto por un velo blanco, era un ojo muerto e inflamado. Quiso largarse sabiendo que no podría, había agotado todas sus fuerzas y comenzaba a apurar su cordura. De Gregorio tenía la mitad del tórax y un brazo quemados hasta el hueso, pero avanzaba hacia él abriendo la boca, emitiendo guturales y sordos sonidos al tiempo que babeaba sangre, una sangre negra y espesa que olía a muerte. A la suya sin duda.
Muertos, todos muertos”.
Tan ensimismado quedó por la visión del que fuera su compañero, que se olvidó por completo de que el ser reptante no estaba solo. El otro asomó por encima de la mesa, era un cabo al que no reconoció. Tenía la cabeza calcinada en la que apenas conservaba algo de carne, el cuerpo destrozado a balazos emanaba densos líquidos corporales y sangre por las flagelantes heridas. Torpemente circundó la mesa que los separaba. Se dejó caer sobre Segarra abriendo tanto la boca que parecía que se le fuera a desencajar. El mordisco en su pierna le abrasó como si en aquél ser cohabitaran todos los virus penetrados entre sus dientes. Arrancó una buena porción al primer bocado desgarrando tela, piel, carne y músculo. Le miró con los ojos vacios, masticaba obscenamente dejando caer trozos de carne, de su carne. Gruñía con algo parecido a la satisfacción. El subteniente supo que esa no era forma de morir para un soldado. Quitó el seguro, montó el arma, el cadáver mordió de nuevo. Segarra ya apenas sentía dolor, encajó el cañón en su boca. Cuando De Gregorio desde el suelo le agarró una oreja clavándole los huesudos dedos tiró de ella hasta arrancarla. La sangre del subteniente brotó con generosidad, sus dientes apretaron con fuerza el cañón, con rabia deslizó un dedo hasta el gatillo del arma, se le escaparon unas lágrimas.
Lo siento Begoña, perdóname cariño”.
La suavidad del gatillo le facilitó la tarea. El frío acero en la lengua y en el cielo del paladar, fueron lo último que sintió. Sonó una seca deflagración y sus sesos quedaron incrustados en la moqueta.

2 comentarios:

  1. Respuestas
    1. Thanks querido amigo, lo he revisado y creo que mejor está de como estaba. Revisar es crecer y aprender.

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