martes, 23 de abril de 2013

LOS DESCONECTADOS


Hola querido lector.
Me llamo Gloria y pertenezco a Los Desconectados.
Llevo tres días escondida en el cuarto de las fotocopiadoras del sexto piso del edificio donde trabajo. Tiene un amplio ventanal por el que he visto tres preciosos amaneceres. Tengo agua, café, leche en polvo, azúcar y galletas para un par de meses pero, no dispongo de tanto tiempo.
Todo empezó hace tres años, cuando una compañía lanzó al mercado una aplicación para chatear con el teléfono móvil. En este tiempo es famosísima pero, posiblemente, cuando leas estas líneas el nombre Whatsapp no te dirá nada o quizás haya pasado a la historia como algo que en realidad no fue. Por eso, quiero contarte toda la verdad.
En la oficina los dos más frikis de la planta se compraron un Android. Bajábamos al desayuno y se les veía sonriendo mirando la pantalla de su teléfono y tratándolo con tanto cuidado que parecía que tuvieran su delicada alma entre las manos. El resto seguíamos con nuestras charlas o bromas, pero ellos se quedaban como aletargados. De pronto se reían y les preguntabas qué pasaba y siempre te respondían “es que como no tienes whatsapp, no te enteras de nada”. Poco a poco el resto de mis compañeros fueron comprándose otros móviles porque la gente de esta sociedad no soporta la marginación y el no poder whatsappear se estaba convirtiendo en eso, una marginación. Yo fui la única que me mantuve al margen. Siempre me ha gustado la canción de Alaska de
A quién le importa lo que yo haga,
a quién le importa lo que yo diga,
yo soy así, así seguiré,
nunca cambiaré

Así que, mantenerme fuera de este asunto no fue demasiado duro. Sé que me perdí muchas cosas y risas pero, a veces, me parecía asombroso verles pegados a su aparatito todo el santo día mientras el tiempo y la vida pasaban a su lado sin que le dedicaran ni una sola miradita.
Esto mismo pasó en todos los entornos. Ibas al mercado y se veía a las señoras mayores con su móvil en las manos, esperando un tutitú mientras pedían un kilo de carne picada, o el frutero tardaba el doble en atenderte porque entre pesada y pesada tenía que mirar el móvil para ver lo que el pescadero acaba de decirle sobre el cliente que tenía. A la salida de los colegios había corrillos de niños con sus teléfonos en mano leyendo y soltando alguna carcajada o improperio de vez en cuando. Por la calle podías ver a gente haciendo fotos a un escaparate y paseando el dedo por la pantalla para decirle a un amigo que en tal tienda tenían la colonia X de oferta. En las terrazas la gente fotografiaba la caña de cerveza y la tapita para dar envidia a sus amigos, que a esas horas seguían trabajando. Incluso llegué a ver varias veces al hombre del tiempo de la TVE1 mirando el móvil  mientras daba el pronóstico, porque no podía esperarse 10 minutos a leer el mensajito de whatsapp que alguien le había enviado. La gente se volvió loca. Todo el mundo quería un móvil de última generación con pantalla táctil extragrande para poder parlotear y parlotear.
Llegó un momento en que quedar con la gente se volvió algo sin sentido. Se sentaban 4 o 5 personas entorno a una mesa, sacaban sus teléfonos, los situaban en la mesa a mano y, poco a poco, iban cayendo cada uno de ellos en la tentación de ponerse con el Whatsapp. Antes de que pasaran 10 minutos, cada uno de ellos estaba hablando con otra persona no presente y, a la vez, estaba poniendo mensajes en el grupo en el que estaban incluidos el resto de los de la mesa.
El primer día en que verdaderamente saltaron las alarmas, fue cuando apareció una noticia en la que se decía que la gente había empezado a encastrarse en la palma de la mano el móvil mediante una carísima operación que se realizaba en algún que otro hospital privado. La llamaban telefonoinjerto. Esto te permitía tener el teléfono siempre a mano y no tener que preocuparte en cargarlo, ya que mediante un conector incrustado bajo la piel de la muñeca, el móvil chupaba la energía del propio cuerpo. No tenía efectos secundarios y el mismo día de la operación podías irte a tu casa con el móvil perfectamente activo, o eso es lo que decían. El programa había conquistado a gentes de todos los niveles adquisitivos, condiciones y creencias. De hecho, en los países en que los que las elecciones políticas estaban cercanas, todos los grupos políticos prometía en su campaña electoral “operaciones gratuitas de telefonoinjertos”. 
En el trabajo, como era de esperar, fueron apareciendo poco a poco cada vez más con su móvil insertado en la mano. Yo dejé de bajar al desayuno porque era la única que mantenía la cabeza en alto (el resto siempre tenían la vista clavada en la mano).
En poco tiempo aparecieron miles de asociaciones a favor de la operación y, curiosamente, muy pocas en contra. Era difícil encontrar grandes detractores que tuvieran la fuerza y astucia suficiente como para formar un grupo de presión.
En ese momento fue cuando lo vi claro, tenía que formar una asociación fuerte. Me puse a buscar por Internet asociaciones, foros, grupos o lo que fuera, de gente que estuviera en contra de la operación. Me puse en contacto con ellos y empezamos a maquinar y orquestar todo un conjunto de acciones en plan Resistencia. Creamos una red de gente afín a nuestros ideales a la que denominamos Los Desconectados.
Hace cinco meses empezó la hecatombe. Alguna empresa vendió al gobierno norteamericano una aplicación para obtener información (sin necesidad de autorización) de los móviles insertados. En todo momento podían saber dónde estaba una persona, con quién se relacionaba y de qué temas le gustaba hablar. Pero, no solo eso, como el móvil era ya parte de su cuerpo, podían sacar analíticas completas de él: colesterol, presión arterial, si se metía alguna droga o si tomaba medicamentos, incluso, datos de su estado anímico. Y, lo más importante, podían obtenerse vídeos con audio y todo, ya que las imágenes que pasaban por el cerebro podían ser capturadas.
En un mes más, el tema fue más lejos aún y consiguieron emitir sencillas órdenes al cerebro del telefonoinjertado. Esto fue un descubrimiento para todos los gobiernos. Representaba el control absoluto de sus pueblos.
Hubo una conferencia secreta a nivel mundial de los jefes de gobierno de los países más ricos o influyentes y todos convinieron en la creación de un fondo especial de dinero para poder sufragar el gasto de imponer el telefonoinjerto a toda la población.
Crearon un plan de contingencia. Un mes para recaudar los fondos necesarios (recaudación de fondos). Un mes para dotar a todos los hospitales y centros de salud, públicos y privados, de la tecnología y conocimiento necesarios para realizar la operación (dotación de centros). Un mes para que la gente acudiera a estos hospitales y se realizara la operación (periodo de voluntariedad). Tras este tiempo, se redactaría en cada país la Ley de Telefonoinjerto, en la cual se declaraba como obligatorio el uso y disfrute del telefonoinjerto. Todo aquel que no tuviera un móvil en su cuerpo, sería perseguido como si de un criminal se tratara, por considerar que tenía asuntos sucios de los que no quería informar al Estado.
Al entrar en vigor la Ley de Telefonoinjerto, en los telediarios empezaron a salir todos los días eslóganes del tipo “Si conoces a alguien sin el móvil en su cuerpo, no te acerques a él. Posiblemente sea peligroso y hasta puede ir armado. Avisa a la policía lo antes posible”.
Aquello se convirtió en una cacería de brujas. Las personas mayores fueron las primeras en caer. O no veían el telediario o “ya no estaban para estos trotes” y sentían horror a someterse a una operación de cualquier índole. Tras esto se persiguió a gente rica e importante que, por los negocios turbios que les habían enriquecido, no tenían ninguna gana de que el Estado metiera las narices en su vida. Algunos políticos y gente que ocupaba cargos importantes en el clero también se resistieron. Artistas que tenían cuentas en paraísos fiscales, deportistas con sueldos astronómicos o jóvenes que pertenecían a movimientos izquierdistas también estuvieron en las listas negras de persecución. Estas personas eran capturadas, operadas y devueltas a sus entornos, como si fueran aguiluchos a los que se captura para marcar y se les libera de nuevo para poder hacer un seguimiento de ellos.
Teóricamente, volvían a sus vidas normales y no había represalias. Pero, curiosamente, sus actitudes cambiaban en pocos meses… siempre a favor del Estado.
Los Desconectados conseguimos tener varios pisos francos y una ruta de escape hacia África, donde, gracias a que en muchos países aún no se han instalados las redes necesarias, sabíamos que esta dominación no llegaría.
Hoy en día tenemos médicos que nos hacen una operación en la cual se simula la inserción del móvil en nuestras manos, pero no llegan a conectarlo al cuerpo. Tenemos que cargar el móvil como antiguamente, pero está dando un buen resultado y nos da el tiempo suficiente como para escapar o preparar la salida de algún compañero.
Hemos conseguido liberar a miles de personas. Son libres e independientes. Nadie domina ni su pensar ni sus actos. Viven en algún lugar del continente africano, bajo las arenas del desierto que no puedo desvelar por escrito para protegerles.
Para mi desgracia, el otro día alguien dio un soplo sobre mi estado de desconexión. Mi foto ha salido en muchos medios de comunicación de este país y de otros varios, por lo que me han dicho. He roto toda comunicación con Los Desconectados. Solo me queda terminar este escrito y esconderlo bien para que tú, mi futuro lector, sepas que hubo un reducto de gente que no quiso ser dominado y luchó con cada gota de su sangre por ti.
Mi querido lector, no puedes ni imaginarte todo lo que daría por verte y saber de ti. Me encantaría poder contarte todo esto de viva voz y que tú me contaras cómo es la vida en el momento en que estás leyendo esto, pero hoy es mi último día de vida y no podremos conocernos. Espero, de todo corazón, que seas libre de pensamiento y obra. Si lo eres, no nos olvides y transmite nuestra existencia. Nosotros plantamos la simiente de la libertad para que vosotros, hijos de nuestros hijos, pudierais ser felices.
Estoy muy orgullosa de lo que he hecho. No me arrepiento de nada y no cambiaría nada. Recuerda, mejor morir libre que vivir controlado.

Un abrazo enorme,
Gloria.

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